Jonathan Gullible: Capítulo 1

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Una gran tormenta

En un soleado pueblo marítimo, mucho antes de que se llenara de estrellas de cine en automóviles convertibles, vivía un joven llamado Jonathan Gullible. Era vulgar para todos excepto para sus padres que lo creían inteligente, sincero, y notablemente atlético… desde la punta de su despeinada cabellera marrón arena hasta la planta de sus enormes pies. Trabajaban duro en un pequeño negocio de cera en la calle principal de un pueblo que albergaba a una atareada flota de pescadores. El pueblo tenía un cierto número de gente muy trabajadora, algunos buenos, algunos malos, y en su mayoría simplemente personas promedio.

Cuando no estaba realizando quehaceres o mandados para el negocio familiar, Jonathan solía navegar en su robusto velero fuera del estrecho canal de un pequeño puerto en busca de aventuras. Como muchos jóvenes que pasan sus primeros años en el mismo lugar, Jonathan creía que la vida era un poco aburrida y pensaba que la gente que lo rodeaba carecía de imaginación. En sus cortos viajes más allá del canal portuario, anhelaba ver un barco extraño o un pez gigante. Quizá se cruzaría con un barco pirata y sería obligado a navegar los siete mares como parte de la tripulación. O, quizá, un ballenero en busca de la oleosa presa le permitiría estar a bordo durante la caza. Sin embargo, la mayoría de sus travesías finalizaban cuando el hambre pellizcaba su estómago o cuando su garganta se resecaba de sed y la idea de la cena era lo único en su mente.

En uno de esos perfectos días primaverales con el aire encrespado como una sábana secada al sol, el mar le pareció tan propicio al joven Jonathan que no pensó en otra cosa que no fuera meter su almuerzo y equipo de pesca en su pequeño bote para hacer un crucero por la costa. Con su espalda al viento, Jonathan nunca se percató de las oscuras nubes tormentosas que se acumulaban en el horizonte.

Hacía muy poco que Jonathan había comenzado a navegar más allá de la boca del puerto, pero cada vez sentía más confianza. Cuando el viento comenzó a tener fuerza, no se preocupó hasta que fue demasiado tarde. De pronto, estaba luchando frenéticamente con las velas mientras sobre él se desataba una violenta tormenta. Su bote se tambaleaba aturdidamente entre las olas como un corcho en una tinaja (o bañadera). Cada esfuerzo que hacía para dominar su embarcación resultaba inútil frente a los tremendos vientos. Al fin, se lanzó al fondo del barco, aferrándose a los costados y deseando no volcar. El día y la noche se fundieron en un terrorífico remolino.

Cuando finalmente pasó la tormenta, el bote era un desastre, el mástil estaba roto, las velas deshilachadas y se dirigía derecho hacia estribor. El mar se había calmado pero aún continuaba una espesa niebla que impedía su destreza y le disminuía la visión. Luego de flotar durante días se le acabó el agua y sólo podía humedecer sus labios en la condensación que goteaba de las tiras de las velas. Al levantarse la niebla Jonathan divisó el delgado contorno de una isla. A medida que se acercó, pudo distinguir picos poco familiares que surgían de las playas arenosas y riscos empinados cubiertos de una vasta vegetación.

Las olas lo condujeron hacia un arrecife poco profundo.

Abandonando su embarcación, Jonathan nadó ávidamente hacia la costa.

Pronto encontró y devoró guayabas rosas, plátanos maduros y otras frutas deliciosas que crecían en el húmedo clima selvático más allá de la estrecha playa de arena. Tan pronto como recobró algo de fuerzas, Jonathan se sintió desolado pero tranquilo por estar con vida y, de hecho, se entusiasmó por su inesperada zambullida en una aventura. Inmediatamente comenzó a caminar bordeando la playa para descubrir más acerca de esta extraña nueva tierra.

Algo se movió en la maleza. Sólo pudo vislumbrar el movimiento pero parecía el de un gato salvaje. Era tan buen signo de vida como cualquier otro, así que decidió seguir su rastro.

-Me pregunto -se dijo Jonathan- ¿qué clase de gente vive aquí? Bueno, donde sea que esté, ¡esto no es aburrido!

Traducido del inglés por Hernán Alberro.

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