Debate y conversación

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La mente se dedica a muchas actividades que tienen poder tanto para lo bueno como para lo malo. La influencia que ejerza depende de cómo la usemos. Una de las actividades más importantes es el debate.

El debate trae esa forma inigualada de incentivo para toda acción que los psicólogos llaman “presión social” y que aquí no significa nada más que el deseo de superar a otro ser en alguna tarea. Cuando debatimos, nos concentramos y lo hacemos sin un esfuerzo consciente. Estamos demasiado interesados en derrotar a nuestro oponente como para alejarnos del asunto. Estamos obligados a pensar rápido. También es importante que nos veamos obligados a pensar elocuentemente.

Pero con todas estas desventajas, el debate es una de las más potentes fuentes de perjuicios. En el corazón de la controversia, adoptamos todos y cada uno de los argumentos que se ponen a tiro. Toda declaración de nuestro oponente se considera únicamente a la luz de cómo puede refutarse. Estamos dispuestos a utilizar casi cualquier objeción contra él, siempre que creamos que no verá ninguna defecto en ella. Es de enorme importancia que encontremos cómo evitar estos errores.

Lo primero que debemos hacer es adoptar un completo cambio de actitud hacia los argumentos de un oponente. Siempre que encontremos un hecho que no nos gustaría que se citara en el debate (porque, por decirlo suavemente, no ayudaría a nuestro bando) deberíamos investigar cuidadosamente ese hecho. Deberíamos considerar si el que sea verdad cambiaría el aspecto de las cosas. Deberíamos librarnos de la idea de que con el fin de reivindicar a nuestro bando debe responder a cualquier comentario que haga nuestro oponente. Pues nuestro oponente probablemente sea un hombre con plena posesión de sus sentidos: al menos parte de sus argumentos serán racionales. Cuando lo son, deberíamos estar dispuestos a reconocérselo. Su verdad no hace necesariamente correcta su postura. Sus argumentos pueden ser irrelevantes: pueden verse contrarrestados por otra razón o razones.

Los intentos de demostrar demasiado hacen que nos pongamos en la posición del abogado cuyo cliente se supone que ha sido demandado por hacer un agujero en un paraguas prestado. El abogado probaría primero que no tomó el paraguas; segundo, que había un agujero en él cuando lo tomó; tercero, que no pasaba nada de eso cuando lo devolvió.

Después de tener una discusión amistosa con un conocido, te vas o bien con la satisfacción de haberle derrotado o bien con una vaga conciencia de pensar que aunque tenías razón éste fue un poco más hábil en aportar argumentos. Pero al tener esta satisfacción o desencanto, a menudo piensas poco más del asunto hasta que te vuelves a encontrar con él. Ahora bien, esta práctica no te ayuda ni a debatir ni a pensar.

Después de despedirte de tu conocido y ya en la quietud de tu propio pensamiento, deberías repasar mentalmente tu discusión. Deberías considerar desapasionadamente el aspecto y peso de sus argumentos y luego, revisando los tuyos, preguntarte cuáles fueron válidos y relevantes y cuáles no. Si te das cuenta de que has utilizado un sofisma debería decidir no volver a usarlo nunca, a pesar de que tu oponente pueda haber sido incapaz de contestarlo. Dejando aparte las cuestiones morales, es una mala práctica si esperas convertirte alguna vez en pensador. Al final se volverá contra ti, incluso como polemista.

Puedes utilizar tus debates como material constructivo igual que para críticas. Después de una polémica, puedes volver sobre los argumentos de tu oponente que no pudiste refutar, o refutaste mal, y pensar en las respuestas que podrías haber dado. Por supuesto, deberías tener cuidado de que estas respuestas no sean complicadas. Es muy probable que la cuestión se vuelva a plantear, si no por parte del mismo amigo, entonces por otro y cuando lo haga te encontrarás preparado para ello.

Pero el mejor polemista, o al menos el que obtiene más de debatir, es el hombre que busca evidencias y piensa, no en el debate, sino en obtener la conclusión correcta. Después de que ha llegado a una conclusión de esta manera, no aporta todas las posibles razones para apoyarla. Ni siquiera utiliza las razones en las que se basan otros para una creencia similar, si él mismo no acepta esas razones. Explica únicamente las evidencias y razones que le han llevado a aceptar su conclusión, nada más.

Cuando hablamos del debate, yo debería decir unas pocas palabras acerca de la conversación en general. No siempre discutimos ni podemos discutir con nuestros amigos, aunque desdeñemos las normas de la etiqueta formal. Pero porque no discutamos no se deduce que no ganemos nada. De hecho, la conversación ordinaria tiene numerosas ventajas sobre el debate, no siendo la menor la libertad comparativa que proporciona el prejuicio.

Pero el valor de la conversación depende tanto de lo que hablemos como con quién lo hagamos. Demasiadas de nuestras conversaciones son sobre cosas banales, no son educativas. E incluso si hablamos de cosas que merezcan la pena, nos proporcionan poca cosa si no hablamos con gente que merezca la pena. Cuando nos juntamos con una mente perezosa, nuestro pensamiento, hasta cierto punto, se rebaja al nivel de esa mente. Pero la gente perezosa normalmente no habla de cosas sustanciosas, ni los intelectos activos piensan demasiado en trivialidades. Por tanto si elegimos correctamente nuestras compañías, podemos conscientemente dejara que nuestra conversación siga su propio camino.

Queda por tratar un aspecto de la conversación: su poder correctivo. “Hay una especie de exhibicionismo mental al hablar con un compañero: sacamos nuestros pensamientos de sus sitios ocultos, desnudos como están y a veces no nos sorprende mucho la exhibición. Las ideas no expresadas a menudo nos gustan hasta que, puestas ante los ojos de otros, las vemos tal y como son”.


Este artículo está extraído de Thinking as a Science, capítulo 6 (1916, reimpreso por el Instituto Mises en 2008).

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
[Thinking as a Science (1916)]

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