La economía en una lección: Capítulo 12

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El argumento de la “paridad” de precios

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Cada sector de intereses especiales puede, como nos recuerda la historia de los aranceles, discurrir la argumentación más ingeniosa para obtener singulares ventajas. Sus portavoces articulan planes que les favorecen, y al principio parecen tan absurdos que los escritores independientes no se molestan en rebatirlos. Pero los interesados tenazmente insisten en sus proyectos. Su aprobación les ocasionaría un beneficio inmediato tan grande que pueden permitirse el contratar los servicios de hábiles economistas y «expertos en relaciones públicas» para que los perfilen y propaguen. El público escucha los argumentos reiterados una y otra vez, y acompañados por tal profusión de elocuentes estadísticas, diagramas, curvas gráficas y falsas promesas, que acaba por quedar convencido. Cuando, finalmente, los escritores independientes advierten que existe un peligro real de que los planes se lleven a efecto, suele ser demasiado tarde. No pueden, en unas pocas semanas, conocer el tema tan profundamente como los cerebros sobornados que vinieron dedicándole todo su tiempo durante años; se les acusa de carecer de suficiente información y en realidad presentan el aspecto de hombres que pretenden discutir axiomas.

Lo expuesto anteriormente es aplicable, en general, a la idea de los precios de «partida» para los productos agrícolas. No recuerdo el día en que por vez primera apareció esta cuestión en un proyecto de ley; pero con el advenimiento del NW Deal, en 1933, se convirtió en un principio definitivamente aceptado y consagrado por el derecho, y año tras año, tal como fueron manifestándose, los absurdos corolarios de este principio pasaron también a convertirse en leyes.

El argumento en favor de los precios de paridad se formula generalmente como sigue: la agricultura es la más importante y básica de todas las industrias. Debe ser mantenida floreciente a toda costa. Además, la prosperidad en general depende de la prosperidad del agricultor. Si carece del suficiente poder adquisitivo para comprar los productos fabricados por la industria, la industria languidece. Esta fue la causa de la depresión económica del año 1929, o al menos de nuestra impotencia para remontarla. Los precios de los productos agrícolas cayeron bruscamente, mientras que los de los productos industriales disminuyeron en muy escasa medida. El resultado fue que el campesino no pudo comprar los productos industriales; los trabajadores urbanos fueron despedidos y no pudieron ya adquirir productos agrícolas, extendiéndose la depresión en círculos viciosos cada vez más amplios. Sólo había un remedio y bien sencillo: devolver a los precios de los productos agrícolas su antigua «paridad» con los precios de los bienes manufacturados que el agricultor compra. Esta paridad existió en el período de tiempo comprendido entre los años 1909 y 1914, cuando los agricultores conocieron la prosperidad. La relación de precios debería ser establecida y preservada perpetuamente.

Sería demasiado extenso y nos llevaría más allá de nuestro objetivo primordial examinar todos los absurdos que se encierran en este razonamiento aparentemente convincente. No existe ningún motivo racional que nos obligue a adoptar determinado nivel general de precios que prevaleció en un año o período determinado y reputarlo como algo sagrado o necesariamente más «normal» que cualquier otro. Aun cuando aquel nivel hubiera sido «normal» en su época, ¿qué razón habría de incitarnos a conservarlo una generación más tarde, pese a los enormes cambios registrados en las condiciones de producción y demanda? El período de tiempo comprendido entre los años 1909 y 1914 como base de la deseada «paridad», no fue elegido al azar. En relación con los precios de todas las demás producciones, constituyó una de las épocas de nuestra historia más favorables para los precios agrícolas.

Si hubiera habido algo de sinceridad o de lógica en esta idea, no hay duda de que se habría extendido universalmente. Si las relaciones de precios entre los productos agrícolas e industriales que prevalecieron desde agosto de 1909 hasta junio de 1914 debían ser mantenidas a perpetuidad, ¿por qué no mantener también perpetuamente la relación de precios existente entre todas las mercancías de aquella época? Un turismo «Chevrolet» de seis cilindros costaba 2 150 dólares en 1912; un «Chevrolet» sedan de seis cilindros, incomparablemente mejorado, costaba 907 dólares en 1942. Ahora bien, ajustado a la «paridad» del precio de los productos agrícolas, debiera haber costado 3.270 dólares en 1942. El precio medio de una libra de aluminio, entre 1909 y 1913, fue de 22.5 centavos; a comienzos del año 1946 era de 14 centavos; pero de haber querido mantener el precio del aluminio en «paridad» con el nivel general de precios de 1946, su precio hubiera debido ser de 41 centavos.

Se me replicará que tales comparaciones son absurdas, porque todos sabemos que los automóviles de hoy no sólo son incomparablemente superiores, en todos los aspectos, a los de 1912, sino que su costo es muy inferior, y que lo mismo ocurre con el aluminio. Es cierto. Pero, ¿por qué no se menciona también el asombroso incremento de la productividad por acre en la agricultura? En el lustro de 1939 a 1943, la producción algodonera en los Estados Unidos fue de 260 libras por acre, contra un promedio de 188 en el quinquenio 1909-1913. Los costos de producción han descendido considerablemente en los productos agrícolas debido a una aplicación más racional de los fertilizantes químicos, a la mejor selección de semillas y al incremento en la mecanización logrado por el tractor de gasolina, las máquinas limpiadoras de grano, las desmotadoras de algodón, etc. «En algunas grandes explotaciones que han sido completamente mecanizadas y se ajustan al sistema de producción en masa se requiere en la actualidad una tercera parte o una quinta parte de la mano de obra empleada pocos años atrás para producir iguales cosechas» (1). Sin embargo, todo esto es ignorado por los paladines de la «paridad» en los precios. (1) New York Times, 2 de enero de 1946.

La negativa a universalizar el principio no es la única evidencia de que no se trata de un plan económico tendente al bien público, sino de un mero expediente para subvencionar un interés especial. La misma evidencia se desprende del hecho de que cuando los precios agrícolas superan el nivel de la «paridad» o son forzados a ello por la política gubernamental, no se formula ninguna petición al Congreso por parte del bloque agrario para que tales precios sean reducidos a la «paridad» o para que las subvenciones se disminuyan congruentemente. Trátase de una regla que opera sólo en un sentido.

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Prescindiendo de todas estas consideraciones, volvamos a ocuparnos de la falacia central que especialmente interesa a nuestro estudio. Es decir, del argumento que aboga por una elevación de los precios de los productos agrícolas para que de tal manera el agricultor pueda comprar mayor cantidad de bienes manufacturados, con lo que la industria florecería y a la vez se provocaría el empleo total Naturalmente, no afecta a tal tipo de argumentación el hecho de que el agricultor logre o no la así específicamente denominada «paridad» en los precios.

Todo depende, sin embargo, de cómo se implante la elevación de precios. Si es la consecuencia de una mejora general de la economía, si deriva de una mayor prosperidad mercantil, del incremento de la producción industrial y del poder adquisitivo de los trabajadores de la ciudad—y no de motivaciones de tipo inflacionario—, en tal supuesto significará, sin duda, mayor prosperidad y abundancia, no sólo para los agricultores, sino para todos los estamentos de la población. Ahora bien, lo que ahora se contempla es la elevación de los precios agrícolas provocada por una intervención estatal. Tal finalidad puede alcanzarse de varias maneras. Cabe que los precios se aumenten por simple decreto, procedimiento el menos recomendable. Cabe también que el Gobierno se decida a comprar todos los excedentes agrícolas que le sean ofrecidos al precio de «paridad».

Puede que el Estado conceda anticipos reintegrables a los agricultores al objeto de que mantengan sus cosechas fuera del mercado, hasta lograr la deseada «paridad» o incluso un precio más alto. O a través de medidas acordadas por el poder público tendentes a que se restrinja el volumen de las cosechas. Lo corriente es que se obtenga la finalidad perseguida combinando los procedimientos aludidos. Por el momento nos limitaremos a suponer que, sea por un método u otro, el objetivo se alcanza.

Qué resultados habremos obtenido? Los agricultores han conseguido precios altos para sus cosechas. Resulta aumentado su «poder adquisitivo». Por el momento gozan de mayor prosperidad y pueden comprar mayor cantidad de productos industriales. Esto es todo lo que ven quienes prestan atención tan sólo a las consecuencias inmediatas de una política destinada a favorecer directamente a un sector determinado de intereses. Pero se produce también otra consecuencia no menos notable. Supongamos que el bushel de trigo, que en circunstancias normales hubiera sido vendido a un dólar, se eleva por esta política a 1,50 dólares. El agricultor obtiene 50 centavos más por bushel de trigo vendido. Pero el obrero de la ciudad, precisamente a causa de ello, paga 50 centavos más por bushel de trigo, a través de un aumento en el precio del pan. Lo mismo sucede con cualquier otro producto agrícola. Si el agricultor dispone entonces de 50 centavos más para comprar productos industriales, el trabajador urbano dispone precisamente de 50 centavos menos para adquirir los mismos productos. Al hacer balance se comprueba que la industria en general no ha ganado nada. Pierde en las ventas urbanas exactamente lo que gana en las rurales.

Ahora bien, como es natural, se ha producido un cambio en la distribución de tales ventas. No cabe duda que los fabricantes de aperos agrícolas y los comerciantes que sirven pedidos por correo aumentan sus negocios. Pero los almacenes que viven de una clientela urbana ven mermados los suyos.

La cuestión, sin embargo, no termina aquí. Tal política conduce no ya a la falta de una ganancia neta, sino a una pérdida neta. Porque no significa tan sólo la mera transferencia del poder adquisitivo de los consumidores urbanos, o del contribuyente en general, o de ambos, al agricultor. En realidad, implica una restricción forzada de la producción agrícola, al objeto de provocar una elevación en el precio de sus productos. Esto supone una destrucción de riqueza. Significa una merma de alimentos para el consumo. La forma como la destrucción se lleve a cabo dependerá del procedimiento que se adopte para elevar los precios. Puede suponer la destrucción física de lo ya producido como cuando se quemaba café en Brasil. Puede implicar una restricción forzosa de la superficie cultivada como ocurrió en el plan que impuso la ley norteamericana de Ordenación Agraria (AAA.) (1). Cuando abordemos en toda su amplitud el tema de los controles estatales sobre mercancías, examinaremos los efectos de algunos de estos métodos. ( 1 ) Agricultural Adjustment Act.

Podemos, sin embargo, dejar bien sentado, de momento, que cuando el agricultor reduce la producción de trigo para obtener la deseada «paridad», posiblemente conseguirá un precio más alto por bushel, pero produce y vende menos bushels. En consecuencia, sus ingresos no se incrementan en proporción al alza de los precios. Incluso algunos de los defensores de los precios de «paridad» lo reconocen, pero utilizan el argumento para continuar insistiendo en la «renta de paridad» para los agricultores. Ahora bien, esto sólo puede lograrse mediante un subsidio a cargo directamente del contribuyente. En otras palabras, para ayudar al agricultor se reduce todavía más el poder adquisitivo de los trabajadores urbanos y de otros sectores de la producción.

Antes de poner punto final a este tema conviene analizar otro de los argumentos aducidos en favor de los precios de «paridad». Lo esgrimen los más sutiles defensores del principio. «Efectivamente —admiten sin rodeos—, los razonamientos a favor de los precios de paridad carecen de fundamento económico. Tales precios equivalen a la concesión de un privilegio especial. Implican gravamen para el consumidor. Pero, ¿no constituyen también los aranceles un gravamen para el agricultor? ¿No le obligan a pagar un precio más elevado por los productos industriales? Es obvio que no cabe aplicar un arancel compensador sobre los productos agrícolas, por cuanto Norteamérica es un destacado país exportador de excedentes agrícolas. Es, pues, inconcuso que el sistema de paridad de precios representa para el agricultor el equivalente de un arancel protector. Es la única manera justa de nivelar las cosas.”

Los agricultores que solicitaban la paridad de precios tenían indudablemente un motivo legítimo de queja. Los aranceles les causaban un gran perjuicio, mayor aún del que ellos suponían. Al reducirse las importaciones industriales por causa de los aranceles, quedaban reducidas también automáticamente las exportaciones agrícolas americanas, ya que se impedía a las naciones extranjeras obtener los dóla res necesarios para adquirir nuestros productos agrícolas. Es más, se provocaba la adopción de medidas arancelarias semejantes en otros países, a manera de represalia No obstante, la argumentación aludida anteriormente no resiste el examen. Incide en error incluso en la manera como se exponen los hechos. No existe un arancel general sobre todos los productos «industriales» o sobre todos los productos no agrícolas. Existen muchas industrias dedicadas al consumo interior o a la exportación que carecen de protección arancelaria. Si el trabajador urbano se ve compelido a pagar un precio más elevada por las mantas o abrigos de lana, a causa del arancel ¿se le «compensa» haciéndole pagar más también por sus ropas de algodón y sus alimentos? ¿O simplemente se le roba dos veces?

Nivelémoslo todo, dicen algunos, dando igual «protección» a todos. Pero ello es imposible e impracticable. Incluso suponiendo que el problema tenga solución técnica — un arancel para A, industrial sujeto a la competencia extranjera; una subvención para B, industrial que exporta su producción— sería imposible proteger o subvencionar a todo el mundo igual o «equitativamente». Tendríamos que conceder a todos el mismo porcentaje (¿no sería preferible igual cantidad de dólares?) de subvención o protección arancelaria y nunca podríamos saber con seguridad cuándo estábamos dando doble «protección» a unos grupos o dejando a otros sin su parte.

Pero supongamos que pudiera resolverse este fantástico problema. ¿Qué . sentido tendría esa mutua protección? ¿Quién gana, cuando se subvenciona a todos por igual? ¿Dónde está el beneficio, cuando todos estamos perdiendo en forma de impuestos más elevados aquello mismo que ganamos gracias a la protección o al subsidio? Habríamos creado tan sólo un ejército de inútiles burócratas para llevar a cabo el programa, perdiendo la producción el concurso de todos ellos.

Por el contrario, el problema se resolvería sencillamente poniendo fin tanto al sistema de paridad de precios como al arancel protector. Porque su aplicación combinada no nivela nada. Tan sólo significa que A, agricultor, y B, industrial, se benefician a expensas de C, el hombre olvidado.

Una vez más se desvanecen los pretendidos beneficios de un nuevo plan, en cuanto examinamos no sólo sus efectos inmediatos sobre un sector determinado de intereses, sino también sus consecuencias a largo plazo sobre toda la colectividad.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

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