La economía en una lección: Capítulo 14

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Como funciona el mecanismo de los precios

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La tesis global de este libro puede condensarse en el principio siguiente: cuando se estudian los efectos de cualquier medida de carácter económico a implantar, es forzoso que examinemos no sólo los resultados inmediatos que su adopción producirá, sino también los resultados a largo plazo; no sólo las consecuencias primarias, sino también las secuelas secundarias, y no sólo sus efectos sobre un sector determinado de intereses, sino sobre toda la colectividad. De ello se desprende que es absurdo e induce a error concentrar nuestra atención meramente sobre un aspecto concreto de la economía, por ejemplo, analizar lo que ocurre en una industria dada, sin tomar en consideración también lo que sucede en las demás. Ahora bien, las principales falacias de la cienc ia económica precisamente encuentran su origen en el pertinaz y perezoso hábito de fijar la atención tan sólo en determinada industria o en un proceso económico aislado. Tales sofismas no sólo saturan los falsos razonamientos de los «sobornados» portavoces de los intereses particulares, sino que se descubren en la dialéctica de algunos economistas que pasan por profundos.

En la falacia de considerar casos aislados basa fundamentalrnente su doctrina la escuela de la «producción para el consumo, no por los beneficios», con sus ataques al motejado vicioso «sistema de precios». El problema de la producción, afirman los partidarios de esta doctrina, está resuelto. (Este sensacional error, según veremos, es también el punto de partida de muchos arbitristas monetarios y excéntricos propugnantes del «reparto de bienes».) Los hombres de ciencia, los expertos en productividad, ingenieros, técnicos, etc., lo han resuelto. Ellos podrían producir casi todo lo imaginable en cantidades enormes y prácticamente ilimitadas. Pero ¡ay!, el mundo no está gobernado por ingenieros, atentos sólo a la producción, sino por hombres de negocios, exclusivamente preocupados por los beneficios. Son los hombres de negocios quienes dan órdenes a los ingenieros, no al contrario. Estos empresarios producirán lo que sea, siempre que obtengan algún lucro; pero si no es así, dejarán de producir, aunque las necesidades de muchos queden insatisfechas y el mundo reclame insistentemente más productos.

Encierra tantas falacias este razonamiento que no es posible desenmascararlas todas de una vez. Ahora bien, el sofisma central, según venimos reiterando, arranca de considerar tan sólo una industria determinada e incluso varias, como si cada una de ellas existiese aisladamente. La realidad es que todas se hallan íntimamente relacionadas y una resolución de importancia que se adopte en relación con cualquiera de ellas quedará afectada por las decisiones que se aprueben respecto de las demás, influyendo, a su vez, sobre estas.

Entenderemos mejor cuanto antecede si nos percatamos del básico problema que han de resolver conjuntamente los hombres de negocios. Para simplificarlo, en la medida de lo posible, consideremos las cuestiones que debe abordar un Robinsón Crusoe en su isla desierta. Al principio sus necesidades parecen innumerables. Está empapado por la lluvia, tiembla de frío, tiene hambre y sed. Necesita de todo: agua potable, alimentos, un techo bajo el que guarecerse, protección contra los animales, fuego, un lecho blando donde descansar. Le es imposible satisfacer todas esas necesidades de una vez, por carecer de tiempo, energías o recursos. Ha de atender, por el momento, la necesidad más perentoria.

Lo que más le agobia es la sed. Practica una excavación en la arena para recoger el agua de la lluvia o construye algún recipiente rudimentario. Sin embargo, una vez ha conseguido reunir alguna cantidad de agua, ha de procurarse alimentos antes de poder perfeccionar su primera obra. Puede ensayar la pesca, pero para esto necesita anzuelo e hilo o una red y debe comenzar intentando procurarse estos utensilios. Todo cuanto hace retarda e impide la realización de alguna otra cosa, cuya urgencia le es tan sólo ligeramente inferior. Constantemente se enfrenta con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones de su tiempo y trabajo.

Una familia de Robinsones suizos tal vez encontrará más fácil de resolver este problema.

Tiene más bocas que alimentar, pero cuenta también con más brazos para la tarea.

Puede practicar la división y especialización del trabajo. El padre caza, la madre prepara la comida y los niños recogen la leña. Pero ni siquiera esta familia podría conseguir que cada uno de sus miembros se dedicara constantemente a una misma función, por muy urgente que fuera la necesidad común atendida, sin tener en cuenta la urgencia de las restantes necesidades todavía por satisfacer. Cuando los niños han logrado reunir un buen montón de leña, no se les puede seguir empleando en incrementar aún más dicho montón, sino que ha llegado el momento de destinar uno de ellos a buscar, por ejemplo, más agua.

También, pues, esta familia se enfrenta constantemente con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones del trabajo que puede realizar y, si tienen la suerte de poseer escopetas, aparejos de pesca, un bote, hachas, sierras, etc., con el de elegir entre aplicaciones alternativas del trabajo que pueden desarrollar y del capital que poseen.

Sería estúpidamente absurdo que el miembro de la familia dedicado a recoger leña se quejase de que con la ayuda de su hermano le sería más hacedero reunir más leña, por lo que aquél debería colaborar en esta tarea en lugar de procurar la pesca necesaria para el sustento de la familia. Queda así claramente evidenciado que tanto en el caso de un individuo como en el de una familia aislados, una actividad u ocupación determinada sólo puede incrementarse a expensas de todas las demás.

Ejemplos de carácter elemental, como el examinado, suelen ser ridiculizados como «economía crusoniana». Desgraciadamente, aquellos que con mayor ahínco los ridiculizan son quienes más necesitan ser aleccionados; quienes no comprenden el principio que se trata de ilustrar, ni siquiera en esta forma simplificada; aquellos, en fin, que pierden completamente el sentido de orientación que el aludido principio les hubiera facilitado, cuando se disponen a analizar las desconcertantes complicaciones de la gran sociedad económica moderna.

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Volvamos ahora al asunto desde el punto de vista de esa gran sociedad económica moderna. ¿Cómo se resuelve en ella el problema de la existencia de múltiples aplicaciones alternativas del trabajo y del capital, para atender a millares de necesidades y deseos diferentes, con distinto grado de urgencia en su cumplimiento? Se soluciona, precisamente, mediante el mecanismo de los precios, que acomoda día a día las variaciones constantes e interdependientes entre sí de todos los elementos que intervienen en la fijación de los precios: costos de producción, beneficios y precios propiamente dichos.

Los precios se fijan de acuerdo con la relación existente entre la oferta y la demanda e influyen, a su vez sobre ambas. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinado artículo, ofrece más por él. El precio sube, aumentando los beneficios de los que fabrican dicho artículo. Como ahora produce mayor provecho fabricar este artículo que otros, los que ya ]>) fabrican aumentan su producción, atrayendo más gente a este negocio. El incremento que experimenta la oferta reduce el precio y el margen de beneficios, que terminan por descender al mismo nivel general (considerados los riesgos respectivos) de las otras industrias. O puede darse el caso de que decaiga la demanda de dicho artículo, o que se ofrezca tan abundantemente que su precio descienda a un nivel en el que su elaboración produzca menos beneficios que la de otras mercancías, e incluso, pueden producirse pérdidas efectivas en su fabricación. En este caso, los empresarios «marginales», es decir, los menos eficientes o aquellos cuyos costos de producción son los más elevados, serán desplazados. Tan sólo continuarán fabricando el producto los empresarios más eficientes, que operen además con los costos de producción más bajos.

En consecuencia, la oferta de tal producto descenderá o, al menos, dejará de aumentar.

Este proceso da origen a la creencia de que los precios se hallan determinados por los costos de producción. La doctrina, expuesta de esta forma, no es cierta Los precios vienen determinados por la oferta y la de manda, y la demanda lo está por la intensidad con que la gente necesita cierta mercancía y por su capacidad para ofrecer algo a cambio.

Es cierto que la oferta hállase determinada, en parte, por los costos de producción

Pero lo que ha costado producir una mercancía en e]. pasado no puede determinar su valor actual Este dependerá de la actual relación entre la oferta y la demanda. Ahora bien, la cantidad fabricada de un artículo está en función de las perspectivas que los hombres de negocios consideren respecto del costo de producción que tal mercancía tendrá en el futuro y del precio de venta que habrán de fijarle. Estos cálculos influirán en la oferta futura del producto. Existe, por consiguiente, entre el precio de una mercancía y su coste marginal de producción, una constante tendencia a igualarse, pero esto no significa que el costo marginal determine directamente el precio.

El sistema de empresa privada en régimen de libertad económica puede compararse a un gran mecanismo de millares de máquinas controladas cada una de ellas por su propio regulador automá tico; pero conectadas de tal forma que al funcionar ejercen entre sí una influencia recíproca. Casi todos hemos observado alguna vez el «regulador» automático de una máquina a vapor. Generalmente consta de dos bolas o pesas que reaccionan por la fuerza centrífuga. Al aumentar la velocidad, las bolas se alejan de la varilla a la que están sujetas, estrechando o cerrando automáticamente una válvula de estrangulación que regula la entrada de vapor, con lo que disminuye la aceleración del motor. Si, contrariame nte, marcha con excesiva lentitud, las bolas caen, la válvula se ensancha y aumenta la aceleración. De esta forma, cualquier desviación de la deseada velocidad pone por sí misma en movimiento fuerzas que tienden a corregir la anomalía.

Es precisamente de esta forma como se regulan las respectivas ofertas de miles de artículos diferentes, bajo el sistema económico de empresa privada en régimen de libre competencia de mercado. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinada mercancía, su propia demanda competitiva eleva el precio del producto. El aumento de beneficios que se produce para aquellos que lo fabrican estimula un incremento en la producción. Otros empresarios abandonan incluso la fabricación de otros artículos para dedicarse a la elaboración de aquel que ofrece mayores garantías. Ahora bien, esto aumenta la oferta del producto, al mismo tiempo que reduce la de algunos otros. El precio de aquél disminuye, por consiguiente, en relación con los precios de otras mercancías, desapareciendo el estímulo existente para el incremento relativo de su fabricación.

De igual forma, si disminuye la demanda de algún artículo, su precio y el beneficio que se obtenía en su elaboración descenderán, y en consecuencia, su producción declinará.

Esta última contingencia es la que escandaliza a quienes no comprenden el «mecanismo de los precios» por ellos denunciado. ]Le acusan de crear escasez. ¿Por qué, preguntan indignados, los empresarios han de interrumpir la fabricación de zapatos en el momento en que su producción deja de rendir beneficios? ¿Por qué han de guiarse exclusivamente por sus propios intereses? ¿Por qué han de guiarse por el mercado? ¿Por qué no producen zapatos «a plena capacidad» utilizando los modernos procedimientos técnicos? El mecanismo de los precios y la empresa privada, concluyen los filósofos de la «producción para el consumo», engendran una especie de «economía de la escasez».

Los anteriores interrogantes y conclusiones derivan de la falacia de prestar atención tan sólo a una industria aislada, de ver el árbol y no reparar en el bosque. Hasta llegar a un límite determinado, es necesario fabricar abrigos, camisas, pantalones, viviendas, arados, puentes, leche y pan. Sería absurdo amontonar zapatos innecesarios, simplemente porque podemos producirlos, mientras centenares de otras necesidades más urgentes quedan por satisfacer.

Ahora bien, en una economía equilibrada, una industria determinada sólo puede ampliarse a expensas de otras industrias.

No se olvide que en cualquier momento los distintos factores de la producción existen siempre en cantidades limitadas. Una industria sólo puede ampliarse desviando hacia ella trabajo, terreno y capital que, de otra suerte, se emplearían en industrias distintas. Cuando determinada industria restringe o deja de aumentar su producción, no significa necesariamente que se haya originado una disminución neta en la producción global. La reducción en este sector puede meramente haber liberado trabajo y capital para permitir la expansión de otras industrias. Por consiguiente, es erróneo concluir que una contracción en la producción de una industria signifique necesariamente una contracción en la producción total.

En resumen, todo se produce a condición de que nos privemos de alguna otra cosa. Los propios costos de producción podrían definirse, en efecto, como aquello de que nos desprendemos (el ocio y los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones distintas) para crear el objeto fabricado.

De cuanto queda expuesto se deduce que tan esencial es para la salud de una economía dinámica dejar morir las industrias agonizantes, como permitir la expansión de las industrias florecientes. Aquéllas retienen trabajo y capital que deberían ser trasladados a industrias más prósperas. Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse. Estas ecuaciones, de otro modo desconcertantes, se resuelven casi automáticamente por el mecanismo de los precios, beneficios y costos de producción. Es más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios.

Porque así como cada consumidor, mediante este sistema, articula su propia demanda y emite un voto espontáneo o una docena de votos cada día, los burócratas, en lugar de fabricar los objetos deseados por los consumidores, resolverían el problema pretendiendo decidir qué objetos serían más convenientes para aquéllos.

No obstante, aunque los burócratas no entienden el mecanismo casi automático del mercado, se muestran siempre preocupados por él. Constantemente están tratando de mejorarlo o corregirlo, de ordinario en interés de algún grupo influyente o descontentadizo.

En los capítulos siguientes iremos examinando algunos de los resultados de su intervención.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

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