La economía en una lección: Capítulo 18

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¿Incrementan los sindicatos los salarios?

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El poder de los sindicatos obreros para elevar los salarios con carácter permanente y en relación con la totalidad de la población trabajadora ha sido notablemente exagerado. Tal exageración es, principalmente el resultado de no reconocer que los salarios fundamentalmente evolucionan en función de la productividad del trabajo. Por esta razón los salarios fueron en los Estados Unidos incomparablemente más elevados que en Inglaterra y Alemania durante las décadas en que el «movimiento sindical» en estos dos países estaba mucho más avanzado.

A pesar de la abrumadora evidencia de que la productividad laboral es el factor fundamental determinante de los salarios, la conclusión es generalmente olvidada o menospreciada por los jefes sindicales y por ese numeroso grupo de economistas teorizantes que buscan una reputación de «liberales», imitándoles como papagayos. Pero esta conclusión no se basa, como ellos suponen, en la hipótesis de que lo s empresarios son, en general, hombres amables y generosos, ansiosos de hacer lo justo. Básase en el supuesto absolutamente distinto de que el empresario anhela incrementar hasta el máximo sus propios beneficios. Si existen gentes dispuestas a trabajar a cambio de una cantidad menor de lo que piensan que merecen recibir, ¿por qué no ha de aprovecharse de ello todo lo posible? ¿Por qué ha de limitarse a contemplar cómo otro empresario obtiene dos dólares de ganancia cada semana, empleando a determinado obrero, y no ha de procurar conseguir los servicios de tal obrero mediante ofrecerle un dólar más a la semana, aun cuando su ganancia se reduzca también a un solo dólar por semana? Y en tanto existan situaciones análogas, la competencia entre los empresarios por el trabajo de los obreros originará una poderosa tendencia a que éstos sean remunerados con la totalidad del valor económico de sus servicios.

Con esto no quiero decir que los sindicatos no persigan finalidades legítimas ni desempeñen ninguna función útil. La misión más importante que pueden llenar es la de cerciorarse de que todos sus miembros obtienen por sus servicios el verdadero valor de mercado.

La competencia entre obreros por los empleos, y entre los empresarios por el trabajo de los obreros, no funciona a la perfección. Ni unos ni otros pueden hallarse plenamente informados respecto a las condiciones existentes en el mercado laboral. Un trabajador aislado, sin la ayuda del sindicato o el conocimiento de las «tarifas sindicales», carece de elementos para fijar el adecuado precio de sus servicios según el mercado, e individualmente se halla en una posición mucho más débil para negociar. Sus errores le resultan mucho más caros que a un empresario. Si éste, equivocadamente, rehusa tomar un empleado de cuyos servicios hubiese podido obtener ventaja, se limita a perder el beneficio neto que pudiera haber logrado empleando a esa persona; pero tal empresario quizá emplee en dicho momento cien o mil obreros. Ahora bien, si un trabajador rechaza erróneamente un empleo en la creencia de que puede obtener fácilmente otro que le reportará más ingresos, su error puede costarle caro. Se está jugando, generalmente, su único medio de vida. No sólo es posible que fracase en sus esfuerzos por encontrar con urgencia nue vo empleo que ofrezca mejor remuneración; puede darse el caso que, durante algún tiempo al menos, le sea imposible hallar otro empleo aun peor remunerado.

El tiempo, en la mayoría de los casos, es la esencia del problema, porque tanto él como su familia han de comer. Por ello es posible que se vea tentado a aceptar un salario que le consta es inferior al «valor económico real» de sus servicios, antes de afrontar los indicados riesgos. Sin embargo, cuando todos los obreros de una empresa conciertan con su patrono un contrato laboral colectivo y estipulan el «salario base» y las demás condiciones con que cada clase de actividad ha de prestarse, se consigue que la discusión se lleve en plan de igualdad y el riesgo de cualquier posible error quede virtualmente eliminado.

Sin embargo, los sindicatos suelen extralimitarse con facilidad, según ha demostrado la experiencia sobre todo cuando cuentan con el apoyo de una legislación laboral partidista que sólo establece obligaciones para los empresarios, en cuyo caso va n más allá de su cometido, actúan sin ninguna responsabilidad y adoptan una política antisocial y de cortos alcances. Actúan así, por ejemplo, siempre que pretenden elevar los salarios de sus miembros por encima del nivel fijado por el mercado. Tal intento fatalmente provoca paro.

Pero de hecho sólo se consigue implantar aquel tipo de salario empleando de alguna manera la coacción o la intimidación.

Así, en ocasiones se restringe el número de miembros del sindicato imponiendo condiciones de afiliación que no se basan en la destreza o habilidad profesional probadas. Tal restricción puede adoptar muchas formas: exigir a los obreros unas cuotas de entrada excesivas; fijar arbitrarios requisitos para ingresar; establecer discriminaciones, abiertas o disimuladas, fundadas en motivos religiosos y en diferencias raciales o de sexo; señalar un límite absoluto del número de miembros o declarar el boicot, empleando en su apoyo la fuerza si fuere necesario, no sólo a mercancías producidas en empresas que emplean obreros no sindicados, sino incluso a empresas que emplean obreros afiliados a sindicatos rivales o que radican en otras ciudades o regiones.

El caso más obvio de empleo de la fuerza y la intimidación para elevar o mantener los salarios de los miembros sindicados por encima de los tipos reales registrados en el mercado es la huelga. La huelga no implica necesariamente violencia; su empleo pacífico es un arma legítima del trabajo, aun cuando debería usarse con moderación y siempre en última instancia. Si un grupo de obreros interrumpe su trabajo, quizá logre hacer recapacitar a un terco empresario que hasta entonces les había venido pagando miserablemente, haciéndole ver que no conseguirá sustituirlos por otros de condiciones semejantes, dispuestos a aceptar el salario que los primeros rechazaron. Ahora bien, desde el momento en que los obreros utilizan intimidaciones o violencias para que sus demandas sean aceptadas, desde que se valen de piquetes para impedir que cualquiera de los empleados continúe en sus tareas o para evitar que el empresario tome a otros para que sustituyan permanentemente a los huelguistas, su causa se hace dudosa. Porque los piquetes no se emplean en realidad contra los empresarios, sino contra otros obreros.

Estos desean ocupar los puestos que han quedado vacantes y percibir los salarios rechazados por los huelguistas. Este hecho prueba que las ocupaciones alternativas que se ofrecían a estos nuevos obreros no son tan buenas como las que rechazan los que van a la huelga. Por consiguiente, si los antiguos empleados consiguen por la fuerza impedir que los nuevos obreros ocupen sus puestos, impídenles escoger la mejor de las alternativas, obligándoles a optar por la peor. Los huelguistas se hallan en una posición privilegiada y emplean la fuerza para mantenerla contra los otros asalariados.

Si el precedente análisis es correcto, el indiscriminado odio al «esquirol» no aparece justificado. Si el «esquirol» es un simple agitador profesional que amenaza usar de la violencia, siendo incapaz de realizar el trabajo, o si recibe durante algún tiempo un sueldo más elevado para que simule estar trabajando y obligue a los huelguistas a desistir de sus pretensiones. entonces el odio puede estar justificado. Pero si se trata simplemente de hombres y mujeres que buscan un empleo permanente y desean aceptarlo con los sueldos antiguos que los huelguistas rechazan, en tal caso son trabajadores a los que se obliga a aceptar empleos peores para que los huelguistas puedan disfrutar de otros mejores. Esta posición privilegiada de los antiguos trabajadores sólo puede ser mantenida de hecho mediante la constante amenaza de apelar a la violencia.

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La economía apasionada ha dado origen a teorías que un sereno examen no puede justificar. Una de ellas es la de que el trabajo está generalmente mal pagado. El aserto es de igual naturaleza al que pretende que en el mercado libre los precios, en general, son crónicamente demasiado bajos. Otra curiosa teoría, pero persistente, proclama que los intereses de los obreros de una nación son idénticos y que un incremento en los salarios de determinada agrupación sindical puede ayudar por algún proceso misterioso a elevar los del resto de los trabajadores. No sólo carece esta idea de fundamento, sino que sucede precisamente todo lo contrario: si un sindicato logra, mediante coacción, unos salarios superiores a como valora realmente el mercado sus servicios, perjudicará a los demás trabajadores, como daña a otros miembros de la comunidad.

Con el fin de ver con mayor claridad cómo ocurre esto, imaginemos una comunidad en la que los datos numéricos estén extraordinariamente simplificados. Supongamos que la comunidad consta exactamente de media docena de grupos de trabajadores y que estos grupos son originalmente iguales entre sí, tanto con referencia a los salarios totales que perciben como al valor en e] mercado de las mercancías que producen o de los servicios que prestan.

Imaginemos que estos seis grupos se componen de: 1.°, obreros agrícolas; 2.°, dependientes de comercio; 3.°, obreros textiles; 4.°, mineros de carbón 5.°, obreros de la construcción, y 6.°, ferroviarios. Sus salarios medios, fijados sin ninguna especie de coacción, no son necesariamente iguales; pero cualesquiera que sean, asignemos a cada uno el número índice original cien como base. Ahora supongamos que cada grupo forma un sindicato nacional capaz de imponer sus aspiraciones, no en proporción a su productividad económica, sino en función de su poder político y posición estratégica.

Imagínese que en definitiva los obreros agrícolas no consiguen el menor aumento en sus salarios, mientras los dependientes logran un incremento del 10 por 100, los obreros textiles del 20 por 100, los mineros del 30 por 100, los de la construcción el 40 por 100 y los ferroviarios el 50 por 100.

Sobre tales supuestos, resulta que se ha producido un incremento medio en los salarios del 25 por 100. Imaginemos también, en aras de la sencillez aritmética, que el precio de la mercancía fabricada por cada grupo de obreros aumenta en la misma proporción que los respectivos salarios. (Por varias razones, incluido el hecho de que los costos de la mano de obra no son los únicos, el precio no aumentará exactamente de ese modo y, desde luego, no lo hará en corto período. Pero, no obstante, esas cifras servirán para ilustrar el principio básico de que se trata.)

Nos encontraremos entonces ante una situación en la que el costo de la vida se ha elevado como promedio en un 25 por 100. Los obreros agrícolas, aunque sus salarios no han sido reducidos, su capacidad adquis itiva habrá quedado notablemente disminuida. Los dependientes de comercio, a pesar del aumento del ].0 por 100 conseguido, estarán peor que antes de comenzar la carrera de precios y salarios. Incluso los obreros textiles, con su aumento del 20 por 100, vivirán peor que antes de obtenerlo. Los mineros, gracias a su aumento del 30 por 100, habrán mejorado en muy pequeña medida. Los dos restantes grupos habrán salido indudablemente ventajosos, aun cuando su ganancia sea mucho menor en la realidad que en la apariencia.

Ahora bien, incluso tales cálculos parten del supuesto de que el forzado incremento de salarios no ha producido paro. Esto sólo ocurrirá si tal aumento ha ido acompañado por un incremento equivalente del dinero y del crédito bancario, e incluso así es improbable que tales distorsiones en los tipos de salario puedan llevarse a cabo sin crear focos de paro, particularmente en las industrias en que mayor alza hayan experimentado los salarios. Si no concurre esta correspondiente inflación monetaria, los forzados aumentos de sueldo traerán consigo un extenso paro.

En términos de porcentaje, el paro no será necesariamente mayor entre los sindicatos que hayan obtenido las más importantes mejoras en sus salarios; su distribución variará, respondiendo a la mayor o menos elasticidad de la demanda para las distintas clases de trabajo y en relación con las circunstancias que dominen la demanda conjunta de muchos tipos de empleo Sin embargo, después de hacer todas estas concesiones, incluso los grupos cuyos salarios mejoraron más, resultarán en definitiva perjudicados también si se compara el número de obreros colocados y sin colocación. Y en cuanto a bienestar, la pérdida sufrida será, desde luego, mucho mayor que la expresada por los números, porque el malestar de los sin empleo superará con mucho al bienestar psicológico de quienes han logrado un pequeño aumento en su poder adquisitivo.

Tampoco puede rectificarse la situación concediendo subsidios por paro. Tal subsidio, en primer lugar, es pagado en gran parte, directa o indirectamente, con los salarios de los que trabajan. Reduce, por consiguiente, esos salarios. Además, según hemos visto, un socorro «adecuado» provoca paro. Esto ocurre de diversas formas. Cuando en el pasado las poderosas uniones sindicales habían de sostener a sus miembros sin empleo, reflexionaban mucho antes de decidirse a solicitar unos salarios que darían lugar al paro de parte de sus afiliados. Pero cuando existe un sistema de subsidios en virtud del cual es el contribuyente quien sostiene a los obreros sin empleo, consecuencia de los excesivos aumentos de salarios, aquella prudencia en las exigencias de los sindicatos desaparece.

Además, según hemos indicado ya, un socorro «adecuado» invitará a muchos a no buscar trabajo alguno y hará que otros piensen que se les está pidiendo que trabajen no por el salario ofrecido, sino sólo por la diferencia entre dicho salario y el importe del socorro Y un paro extenso significa que se produce menos, que la colectividad se empobrece y que todos tendremos menor cantidad de bienes a nuestra disposición.

Los que ven en el sindicalismo una panacea para resolver toda suerte de problemas, intentan a veces dar otra respuesta al problema que acabo de presentar. Puede que sea cierto, admitirán, que los miembros de los sindicatos poderosos exploten actualmente, entre otros, a los trabajadores no sindicados; pero el remedio es elemental: sindicar a todos los trabajadores. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En primer lugar, a pesar de las enormes presiones políticas (en algunos casos bien pudiera hablarse de coacción) en favor de la sindicación que contienen la ley Wagner y otras disposiciones legales, no es casual que sólo aproximadamente una cuarta parte de los obreros ventajosamente empleados en este país estén sindicados. Las condiciones propicias para la sindicación son mucho más complejas de lo que generalmente se cree. Pero aun cuando pudiera efectuarse la sindicación general, los sindicatos no podrían ser todos igualmente poderosos y entre ellos se registrarían análogas diferencias a las que presenta la actual realidad. Unos grupos de trabajadores ocupan posiciones estratégicas muy superiores a las de otros, ya sea debido a su mayor número, a la vital función que en la economía del país corresponde a la mercancía que elaboran o al servicio que prestan, a la mayor dependencia de otras industrias en relación con la propia o a su mayor habilidad en el empleo de métodos coactivos. Pero imaginemos que esto no fuese así. Pensemos, a pesar de ]a propia contradictoriedad de la suposición, que todos los trabajadores pudiesen elevar sus salarios mediante procedimientos coercitivos en igual porcentaje. A la larga, como a continuación se examina, esta forzada elevación de salarios no habrá significado mejora alguna para nadie.

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Esto nos lleva al meollo de la cuestión. De ordinario se supone que todo aumento de salarios se obtiene a expensas de los beneficios de los empresarios. Desde luego, esto puede ocurrir durante cortos períodos o en circunstancias especiales. Si se elevan los salarios en una empresa determinada que compite con otras de tal manera que no le es posible elevar sus precios, tal aumento de salarios habrá de extraerse de los beneficios.

Sin embargo, esto es más difícil que ocurra si el incremento de salarios tiene lugar en toda una industria. En tal caso, la industria aumentará casi siempre sus precios y repercutirá el incremento de salarios sobre los consumidores. Como éstos serán en su mayor parte obreros, verán sus salarios reales reducidos al tener que pagar más por un producto determinado. Cierto que como resultado del aumento de precios, las ventas de esa industria pueden descender, de manera que el volumen de beneficios de la misma quede reducido; pero el número de empleados y la nómina total de la industria en cuestión serán también reducidos, con toda probabilidad, en la misma proporción.

Es posible, sin duda, imaginar un caso en que los beneficios de toda una industria se reduzcan sin la correspondiente mengua en el número de sus empleados; en otras palabras: se trataría de un caso en que un aumento de sueldos trajera consigo un aumento correlativo en las nóminas y en que el costo total lo soportarían los beneficios, sin que ello implicara la ruina de ninguna de las empresas del ramo. Tal resultado no es verosímil, pero sí concebible.

Supongamos que tomamos como ejemplo una industria como la de ferrocarriles, que no siempre puede derivar las alzas de salarios sobre el público elevando las tarifas, por prohibirlo la reglamentación estatal. (Realmente, la gran elevación de tipos de salarios en los ferrocarriles se ha visto acompañada de las más drásticas consecuencias para sus empleados; en los ferrocarriles americanos de primera categoría se alcanzó un máximo de empleo en 1920, con 1.685.000 operarios remunerados con el salario medio de 66 centavos por hora; en 1931, esa cifra había descendido a 959.000, con sueldo medio de 67 centavos la hora, en 1938, había disminuido hasta 699.000, con salarios medios de 74 centavos la hora. Pero podemos prescindir de circunstancias reales para facilitar la argumentación y razonar como si se tratara de un caso hipotético.)

Es ciertamente posible que los sindicatos consigan sus ventajas de modo inmediato a expensas de empresarios y accionistas. Estos disponían, por ejemplo, en otro tiempo, en el negocio de ferrocarriles, de fondos líquidos que han invertido, convirtiéndolos de esta suerte en vías y coches-cama, vagones de mercancías y locomotoras. En un principio su capital podía haberse invertido de mil maneras, pero hoy está ya «cautivo», por así decir, en un negocio concreto. Los sindicatos ferroviarios pueden forzarles a aceptar dividendos más pequeños sobre este capital ya inmovilizado. A los accionistas les interesará más que el ferrocarril continúe funcionando mientras consigan beneficios por encima de los gastos de explotación, incluso si no exceden de la décima parte del 1 por 100 de su inversión.

Pero esto tiene su inevitable corolario. Si el dinero invertido en ferrocarriles produce ahora menos que el que pueden invertir en otros negocios, los capitalistas no destinarán un centavo más a transportes ferroviarios. Puede que todavía reemplacen el material o las instalaciones que se desgasten por el uso para prolongar el pequeño rendimiento del restante capital; pero a la larga ni siquiera se molestarán en sustituir los elementos anticuados o deteriorados. Si el capital invertido dentro del país produce menos que el invertido en el extranjero, situarán su dinero más allá de las fronteras, y si no pueden hallar en ninguna parte una remuneración bastante que compense los riesgos, dejarán de invertir en absoluto.

De este modo la explotación del capital por el trabajo, en el mejor de los casos, sólo puede ser temporal. Rápidamente cesará y no tanto por lo indicado en nue stro hipotético ejemplo, sino a causa del hundimiento de las empresas marginales, de la extensión del paro y el reajuste forzado de salarios y beneficios, hasta el punto en que la perspectiva de ganancias normales (o anormales) conduzca a una reanudación en el empleo y la producción. Pero mientras tanto, como resultado de aquel intento de explotar al capital, se habrá extendido el paro y disminuido la producción, provocando un empobrecimiento general. Aun cuando durante algún tiempo el sector laboral haya conseguido una mayor participación relativa en la renta nacional, ésta disminuirá en términos absolutos, de modo que las mejoras relativas del elemento laboral en estos cortos períodos suponen victorias pírricas y pueden también significar que los asalariados perciban ahora un total menor en términos de poder adquisitivo real.

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Llegamos así a la conclusión de que los sindicatos, aunque pueden asegurar durante cierto tiempo un aumento de salarios a sus miembros —en parte a expensas de los empresarios y más todavía a expensas de los trabajadores no sindicados—, no incrementan, en manera alguna los salarios reales a largo plazo y para la totalidad de los obreros.

La creencia contraria se apoya en una serie de ilusiones. Una de ellas es la falacia del post hoc ergo propter hoc, que percibe la enorme alza de salarios en el último medio siglo, debida principalmente al aumento de capital invertido y al progreso científico y técnico, y la atribuye a los sindicatos, por cuanto actuaron también intensamente durante el período. Ahora bien, el error que más contribuye a mantener la referida ilusión se centra en considerar tan sólo lo que una elevación de salarios, lograda en virtud de las demandas de los sindicatos, significa a corto plazo para los obreros que conservan sus empleos, al tiempo que no se toman en consideración las repercusiones de tal mejora sobre el empleo, la producción y el costo de la vida para todos los trabajadores, incluidos los que lograron el aumento.

Se puede ir más allá de esta conclusión y suscitar el tema de si los sindicatos no han impedido en realidad, a la larga y para la totalidad de los trabajadores, que los salarios reales se eleven al nivel que de otro modo hubiesen alcanzado. Ahora bien, es lo cierto que en realidad han presionado en el sentido de mantenerlos bajos o reducidos, por cuanto su efecto, en definitiva, ha sido disminuir la productividad, lo que no cabe siquiera discutir.

De todas suertes, en orden a la productividad del trabajo, justo es añadir que la política sindical cuenta también en su haber con una labor constructiva. En ciertas ramas ha defendido módulos para aumentar el nivel de destreza y capacitación profesional. Y en sus comienzos los sindicatos realizaron una gran labor en la protección de la salud de sus afiliados. Cuando la oferta de trabajo era abundante, determinados empresarios veían la posibilidad de obtener mayores beneficios exigiendo un esfuerzo continuado a sus obreros y obligándoles a largas jornadas, sin preocuparse demasiado por las consecuencias de tal conducta sobre su salud, ya que podían ser fácilmente reemplazados por’ otros. Y en ocasiones, empresarios ignorantes o de cortos alcances redujeron sus propios beneficios al exigir un trabajo excesivo a sus empleados. En todos estos casos, los sindicatos, al reclamar condiciones razonables, aumentaron con frecuencia el bienestar y mejoraron la salud de sus miembros, al tiempo que elevaron sus salarios reales.

Pero en los últimos tiempos, a medida que ha ido creciendo su poder y una equivocada simpatía pública llevara a la tolerancia o apoyo de prácticas antisociales, los sindicatos se han extralimitado en sus objetivos. La reducción de la semana laboral de 70 horas a 60 constituyó una victoria no sólo para la salud y el bienestar de los trabajadores, sino también, a la larga, para la misma producción. Implicó un logro para la salud v el descanso la reducción a 48 horas de la semana de 60. También fue una mejora para la salud y el reposo la reducción de la semana de 48 horas a 44; pero ya no lo fue para la producción y renta nacional. Los beneficios de acortar la semana laboral a 40 horas son bastante menores para la salud y el descanso, en tanto que la disminución de la producción y renta nacional aparecen más evidentes. Pero en la actualidad los sindicatos propugnan y con frecuencia exigen la implantación de la semana laboral de 35 horas e incluso de 32, y niegan, sin embargo, que tal medida pueda y deba reducir la producción y renta nacional.

Pero no sólo al disminuir la jornada de trabajo ha conspirado la política sindical contra la productividad. De hecho se trata de uno de sus métodos menos nocivos, pues ha tenido al menos clara compensación. Ahora bien, muchos sindicatos han insistido en establecer rígidas subdivisiones del trabajo, que han elevado los costos de producción y han dado lugar a costosas y ridículas disputas «jurisdiccionales». Se han opuesto a la retribución basada en la producción y eficiencia y han propugnado el mismo salario hora para todos sus miembros, prescindiendo de las diferencias de productividad. Han insistido en el ascenso por antigüedad y no por méritos. Han dado aliento a deliberadas morosidades en el trabajo con el pretexto de combatir supuestas «aceleraciones en la producción». Han denunciado, presionando para que fueran despedidos y a veces cruelmente maltratados, a hombres que rendían más en el trabajo que sus compañeros. Se han opuesto a la introducción o perfeccionamiento de maquinaria. Han impuesto normas para la «extensión del trabajo», con el objeto de hacer necesarias más personas o más tiempo para llevar a cabo determinada tarea. Incluso han obligado, con la amenaza de arruinar a los empresarios, a emplear personas que no eran necesarias en absoluto.

La mayoría de estas políticas se basaron en el supuesto de que sólo existe una cantidad fija de trabajo a realizar, un determinado «fondo laboral» que ha de repartirse entre tantas gentes y horas como sea posible, a fin de no consumirlo demasiado pronto. Esta creencia es totalmente falsa. No hay en realidad límite alguno al trabajo a realizar. El trabajo crea trabajo. Lo que A produce origina la demanda de lo que produce B.

Pero porque esta falsa presunción existe, y porque las politicas de los sindicatos se basan en ella, su efecto neto ha sido reducir la productividad por debajo del nivel que de otro modo se hubiera alcanzado. Por consiguiente, su efecto a largo plazo y para todos los grupos de trabajadores ha sido relucir los salarios reales, es decir, los salarios en relación con las cosas que pueden comprar. La verdadera causa del tremendo incremento experimentado por los salarios reales en el último medio siglo (especialmente en los Estados Unidos) ha sido, repitámoslo, la acumulación de capital y el enorme avance de la técnica que tal acumulación ha hecho posible.

La reducción del incremento de los salarios reales no es, por supuesto, consustancial a la naturaleza de los sindicatos. Ha sido el resultado de una política poco perspicaz. Todavía estamos a tiempo de cambiarla.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

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