La economía en una lección: Capítulo 22

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La ofensiva contra el ahorro

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Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular ha ensalzado las virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del derroche y la prodigalidad. La sabiduría proverbial reflejó siempre tanto los principios éticos como un prudente sentido del ahorro compartido por toda la humanidad. Ahora bien, nunca faltaron tampoco dilapidadores de riqueza, y como es notorio, teorizantes que se afanaran buscando argumentos en apoyo de sus despilfarros.

Los economistas clásicos, al refutar los errores de su tiempo, mostraron que la política del ahorro, orientada en interés del individuo, sirve al propio tiempo el de la comunidad; Indicaban que el ahorrador consciente, al preocuparse de su propio futuro, no perjudicaba, sino que ayudaba a la sociedad Pero en nuestros días, aquella antigua virtud, así como su defensa por los economistas clásicos, vuelve a ser atacada mediante teorías que pretenden ser moderadas y, en cambio, se ensalza la doctrina actualmente en boga del «gasto público».

Estimo que si se desea proyectar la mayor claridad posible sobre tema tan importante, nada mejor que actualizar, para iniciar su estudio, el ejemplo clásico que empleara Bastiat. Imaginemos, pues, dos hermanos, uno malgastador y otro prudente, cada uno de los cuales ha heredado un capital líquido, en dinero o valores, que les rinde una renta anual de 50 000 dólares. Prescindiremos en la exposición del impuesto sobre la renta y de si ambos hermanos se hallan moralmente obligados a trabajar para vivir, por ser cuestiones que carecen de relevancia en orden al problema que ahora nos ocupa.

Uno de los hermanos, Alvin, es irremisiblemente pródigo en el empleo de su dinero.

Gasta no sólo por temperamento, sino por principio. Es un discípulo (por no ir más lejos) de Rodbertus, quien declaraba a mediados del siglo XIX que los capitalistas «deben gastar sus rentas hasta el último céntimo en comodidades y lujos», puesto que «si deciden ahorrar… las mercancías se acumulan y parte de los trabajadores quedan sin trabajo». Alvin acostumbra frecuentar clubs nocturnos; da espléndidas propinas; mantiene un tren de vida pretencioso, con multitud de sirvientes, dispone de dos choferes y no ha señalado límite al número de sus automóviles; sostiene una cuadra de caballos de carrera; posee un yate; viaja continuamente; recarga a su esposa de pulseras de diamantes y abrigos de pieles y hace a sus amigos carísimos e inútiles regalos.

Para atender estos continuos desembolsos se ve obligado a consumir parte de su capital.

Pero ¿qué importancia puede tener esto? Si el ahorro es pecado el derroche debe ser una virtud; en todo caso, no hace sino compensar el daño que ahorrando causa su avaro hermano Benjamín.

Innecesario decir que Alvin es excepcionalmente simpático a encargadas de guardarropas, camareros, propietarios de restaurantes, peleteros, joyeros y empleados de toda clase de establecimientos de lujo. Considéranle un bienhechor público. Para todos resulta incuestionable que proporciona trabajo y dinero a cuantos le rodean. Comparado con él, su hermano Benjamín es bastante menos popular. Raras veces se le ve en joyerías, peleterías o clubes nocturnos y nunca llama a los camareros por su nombre de pila. En tanto que Alvin gasta anualmente no sólo sus 50.000 dólares de renta, sino también una porción de su capital, Benjamín vive mucho más modestamente y sólo destina a sus gastos familiares unos 25.000 dólares anuales. Evidentemente, para quienes sólo ven lo que tienen delante de los ojos, no proporciona ni la mitad de empleos que Alvin, y además, los otros 25.000 dólares, piensan, son tan improductivos como si no existieran.

Ahora bien, analicemos lo que Benjamín hace con los otros 25.000 dólares. Por término medio, 5.000 los destina a obras caritativas, incluyendo ayudas a amigos necesitados. Las familias atendidas con estos fondos los gastan, a su vez, en provisiones, ropas o alquileres de viviendas. De esta manera esos fondos crean tanto empleo como si Benjamín los hubiese gastado directamente. La diferencia estriba en que se hace feliz a más gente como consumidores y en que la producción oriéntase más hacia artículos necesarios y menos hacia lujos y frivolidades.

Esto último preocupa a menudo a Benjamín. Su conciencia le atormenta incluso por los 25.000 dólares que gasta. La vulgar ostentación y derroche tan del agrado de Alvin, piensa, no sólo contribuye a sembrar la insatisfacción y la envidia en quienes se esfuerzan por mantener una vida decorosa, sino que además aumenta realmente sus dificultades. En cualquier momento dado, razona Benjamín, la actual capacidad productiva del país siempre es limitada. En consecuencia, cuanto mayor parte se aplique a la producción de frivolidades y lujos, menores serán las posibilidades de abastecer de artículos necesarios a aquellos que más necesitados se hallan. Cuanto menos tome del caudal de riqueza existente para su propio uso, más dejará para el prójimo. La moderación en los gastos de consumo, piensa, mitiga el problema que originan las desigualdades de riqueza y rentas.

Reconoce que esta prudencia en el consumo puede llevarse demasiado lejos; pero considera que debiera practicarse, en parte al menos, por aquellos cuyos ingresos son sustancialmente superiores al término medio.

Veamos ahora, prescindiendo de sus ideas, lo que ocurre con los 20.000 dólares de Benjamín que ni gasta en bienes ni dilapida en dádivas. En lugar de acumularlos en su cartera, caja de caudales o lugar semejante, los deposita en un banco o los invierte. Si los ingresa en un banco come rcial o de ahorro, el banco los prestará a corto plazo a empresas mercantiles en explotación para facilitar sus operaciones, o bien adquirirá valores. En otras palabras, Benjamim invierte su dinero directa o indirectamente. Ahora bien, cuando el dinero se invierte, se emplea en la adquisición de bienes de producción —edificios comerciales, oficinas, factorías, barcos,’ camiones, maquinaria, etc.—. Cualquiera de estas inversiones pone tanto dinero en circulación y proporciona tanto trabajo como la misma cantidad gastada directamente en bienes o artículos de consumo.

Podemos afirmar, resumiendo, que el ahorro, en la vida moderna, es sólo una forma más de gastar. La diferencia radica de ordinario en que el dinero es transferido a otra persona para que lo invierta en instrumentos o medios dedicados a incrementar la producción. Y en lo que atañe a proporcionar trabajo, el «ahorro» y el gasto de Benjamin, combinados, facilitan tanto corno el exclusivo gasto de Alvin y ponen igual cantidad de dinero en circulación. La principal diferencia consiste en que los empleos proporcionados por el gasto de Alvin cualquiera directamente los percibe; en cambio, precisa considerar el asunto con mayor atención y detenerse a pensar para descubrir que cada dólar ahorrado por Benjamín facilita tanto trabajo como el que derrocha Alvin.

Han transcurrido una docena de años. Alvin está arruinado. Ya no frecuenta clubes nocturnos ni establecimientos elegantes. Aquellos que se beneficiaban de su esplendidez hablan de él desfavorablemente, llegando incluso a calificarle de insensato. Escribe cartas mendicantes a Benjamín. Mientras que éste, que sigue manteniendo idéntica proporción entre gastos y ahorros, proporciona ahora más trabajo que nunca, porque sus rentas, merced a las inversiones, ha n aumentado. Su capital también ha crecido. Es más, debido a sus inversiones, la riqueza y la renta nacionales son mayores; hay más fábricas y más producción.

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Se han difundido tantos errores acerca del ahorro en los últimos años, que no basta para refutarlos todos nuestro ejemplo de los dos hermanos. Conviene dedicarles más espacio.

Muchos arrancan de confusiones tan elementales que resulta inverosímil que alguien las padezca, particularmente cuando incurren en ellas economistas de gran reputación. La palabra «ahorro», por ejemplo, se emplea unas veces como mero atesoramiento de dinero y otras como inversión, sin establecer de manera consistente clara distinción entre ambas acepciones.

El mero atesoramiento de moneda, si se lleva a cabo arbitrariamente sin motivo justificado y en gran escala, resulta perjudicial en muchas situaciones económicas. Pero es en extremo raro. Algo que presenta semejanzas con este tipo de atesoramiento —del cuál, sin embargo, debe ser cuidadosamente distinguido— ocurre a menudo después de iniciada una depresión en la vida mercantil. Se contraen entonces tanto los gastos de consumo como las inversiones. Los consumidores reducen sus compras. Actúan así en parte porque temen perder sus empleos y desean acumular reservas; no han contraído sus compras porque deseen consumir menos, sino porque quieren tener seguridad de que sus recursos han de prolongarse un período mayor, para el caso de que quedaran sin trabajo.

Pero, además, los consumidores disminuyen sus compras por otra razón. Los precios de los bienes y artículos de consumo probablemente han descendido y temen una nueva baja. Al diferir sus compras, confían adquirir más con igual dinero. No quieren invertir sus recursos en géneros cuyo valor desciende, sino en dinero, cuyo valor en relación con aquéllos esperan habrá de experimentar un alza.

La misma expectativa frena sus posibles inversiones. Han perdido su confianza en la rentabilidad de los negocios o al menos creen que aguardando unos meses podrán comprar acciones u obligaciones con menos desembolso. Su actitud puede interpretarse como contraria a adquirir mercancías que pueden desvalorizarse o favorable a retener su propio dinero con la esperanza de una superior revalorización.

Es un equívoco llamar «ahorro» a esta resistencia temporal al gasto. No responde a iguales motivos que el auténtico ahorro. El error alcanza mayores proporciones cuando se supone que este tipo de «ahorro» es la causa de las depresiones. Es, por el contrario, una de sus primeras consecuencias.

Cierto que esta resistencia a comprar puede intensificar y hacer más penosa y duradera una depresión ya iniciada. Pero por sí sola no la origina nunca. Hay ocasiones en que al producirse una arbitraria intervención estatal en los negocios se provoca una situación de incertidumbre, surgiendo la desorientación porque no se sabe lo que el Estado hará más tarde. Elúdese entonces reinvertir los beneficios. Empresas y particulares mantienen inactivas sus cuentas bancarias. Deciden acumular mayores reservas ante posibles contingencias. Este atesoramiento de moneda puede parecer la causa del progresivo estancamiento de la actividad mercantil. sin embargo, la causa real se concreta en la incertidumbre que origina la intervención estatal.. Los mayores efectivos en metálico de las empresas y particulares son simplemente un eslabón en la cadena de consecuencias derivadas de aquella incertidumbre. Culpar a un «excesivo ahorro» de una depresión en los negocios sería como atribuir un descenso en el precio de las manzanas no a una cosecha abundante, sino a que los consumidores resistiéranse a pagar más por ellas. Pero una vez que las gentes están decididas a censurar una práctica o institución, cualquier argumentación en contra de la misma, por ilógica que sea, se considera idónea. Así, se arguye que las diversas industrias de bienes y artículos de consumo se montan para atender determinada demanda y que si la gente comienza a ahorrar, la imaginada demanda no actúa y se inicia la depresión. El supuesto se apoya fundamentalmente en aquel error, que ya fue examinado, consistente en olvidar que lo ahorrado en bienes de consumo se invierte en bienes de producción y que «ahorro» no significa necesariamente ni siquiera la contracción de un solo dólar en el gasto total. Lo único que hay de verdad en aquel aserto es que todo cambio que se produce súbitamente puede ser perturbador.

Igual distorsión se produciría si los consumidores desviasen de pronto su demanda de un artículo de consumo a otro. Mayor perturbación provocaría el hecho de que personas antes ahorradoras cambiasen súbita mente su demanda de bienes de producción por bienes de consumo.

Todavía se esgrime otra objeción contra el ahorro. Calificase ahora de manifiesta tontería.

Ridiculízase al siglo XIX por haber propagado el ideario de que la humanidad, mediante el ahorro, debería ir elaborando un pastel cada vez más grande, sin llegar jamas a comerlo. La metáfora en si misma es ingenua y pueril. Seguramente podrá enjuiciarse mejor valiéndonos de una descripción más realista de lo que verdaderamente ocurre. Imaginemos un país que colectivamente ahorra cada año aproximadamente un 20 por 100 de todo lo producido en igual período.. Este porcentaje supera notablemente el importe neto del ahorro registrado en los Estados Unidos a través de su historia, pero constituye una cifra redonda fácil de manejar e impide las reservas mentales de aquellos que suponen que hemos ahorrado demasiado.

Pues bien, como resultado de este ahorro e inversión, la producción total del país aumentará cada año. (Para simplificar el problema nos desentendemos por ahora de las alzas y bajas en los negocios y otras fluctuaciones.) Supongamos que el aludido incremento anual de la producción se fija en dos puntos y medio por ciento. (Se adoptan los puntos de porcentaje simple en lugar del interés compuesto tan sólo para facilitar las operaciones aritméticas.) El resultado que obtendriamos para un período, pongamos por caso, de once años, se desarrollaría, expresado en números índices, aproximadamente, como refleja el cuadro siguiente:

Lo primero que se observa en el cuadro es que el aumento anual de la producción total se debe al ahorro, sin el cual no habría tenido lugar. (Cabe imaginar, sin duda, que los perfeccionamientos e invenciones de la técnica, aplicados meramente a la sustitución de maquinaria y otros bienes de producción de un valor no superior al antiguo, incrementarían la productividad nacional; pero este incremento sería de poca consideración y tal argumentación presupone en todo caso suficiente inversión anterior que hubiera hecho posible la maquinaria actualmente existente.) El ahorro se ha destinado ejercicio tras ejercicio a aumentar la cantidad o mejorar la calidad de la actual maquinaria y de ese modo incrementar la producción nacional de bienes. Cierto que cada año hay un pastel mayor (si es que por cualquier extraña razón se considera ello reprobable). Cada año, es verdad, no se consume todo el «paste].» producido. Pero no existe restricción irracional o acumulativa del consumo. De hecho, todos los años se consume una porción cada vez mayor, hasta que al final de un período de once años (en nuestro ejemplo), la porción anual de los consumidores es por sí sola igual a los pasteles reunidos de los consumidores y productores del primer año. Además, el equipo de capital, la posibilidad de producir mercancías, es un 25 por 100 mayor que inicialmente.

Observemos algunas otras circunstancias. El hecho de que un 20 por 100 de la renta nacional se destine anualmente al ahorro no transforma en lo más mínimo a las industrias de bienes de consumo. Si vendieron solamente las ochenta unidades que produjeron en el primer año (y no hubo elevación alguna en los precios causada por una mayor demanda), no iban a ser tan torpes sus directores como para elaborar los planes de producción sobre la supuesta base de que iban a vender cien unidades en el segundo año. Las industrias de bienes de consumo, en otras palabras, están condicionadas ya al supuesto de que habrá de continuar la pasada situación en lo que respecta al índice de ahorro. Sólo un súbito incremento sustancial, inesperado, en el ahorro podría causar trastornos y acumular mercancías invendidas.

Pero igual trastorno, según hemos observado ya, causaría la súbita y sustancial reducción del ahorro. Si e]. dinero que previamente habría sido destinado al ahorro se invirtiera ahora en la compra de bienes y artículos de consumo, no incrementaría los empleos, sino que simplemente provocaría un aumento en el precio de los bienes de consumo y una baja en el de los bienes de producción. En primer término alteraría la situación de los empleos, reduciéndolos temporalmente al repercutir sobre las industrias dedicadas a crear bienes de producción. Sus consecuencias a largo plazo serían reducir la producción y situarla a nivel inferior del que en caso contrario hubiese alcanzado.

Los enemigos del ahorro no se dan por vencidos ni cejan en sus acometidas.

Comienzan ahora estableciendo una distinción, en cierto modo acertada, entre «ahorro» e «inversión». Pero pronto razonan como si se tratara de dos variables independientes y fuera mera casualidad el que llegaran a igualarse entre sí. Estos autores describen una situación portentosa. A un lado sitúan a quienes automáticamente, sin objeto, de manera estúpida, continúan ahorrando; luego aluden a las limitadas «oportunidades de inversión” incapaces de absorber tal ahorro. El resultado, por desgracia, es la paralización de la vida mercantil. La única solución, proclaman, consiste en que el Estado expropie estos estúpidos y nocivos ahorros y articule proyectos que permitan utilizar aquel dinero y proporcionar empleo, aun cuando tales proyectos versen sobre inútiles fosos o pirámides.

Son tantos los sofismas que este razonamiento y la «solución» que se nos brinda encierran que sólo podemos destacar ahora algunos de los más fundamentales. El «ahorro» sólo puede exceder a la «inversión» en las cantidades que realmente hállense atesoradas en metálico. Hoy son escasas las personas que en una moderna comunidad industrial como los Estados Unidos de América atesoran monedas y billetes en medias o debajo de un ladrillo. Aun así y todo, a pesar de La insignificancia de su repercusión, es un hecho que ha sido tenido en cuenta por los empresarios al establecer sus planes de producción y ha influido también en el nivel de precios. Generalmente, ni siquiera resulta acumulativo: cesa el atesoramiento cuando muere la persona excéntrica que ha vivido recluida y se descubren y dispersan sus ahorros, compensándose probablemente de tal suerte todo nuevo atesoramiento. Por tanto, la cantidad total afectada por este proceder es de hecho insignificante en sus efectos sobre la actividad mercantil.

Si se ingresa el dinero en bancos comerciales o de ahorros, según hemos visto ya, rápidamente lo prestan o invierten, pues no les conviene poseer fondos inactivos. Lo único que generalmente obliga a las gentes a aumentar sus reservas en metálico y a los bancos a mantener fondos inactivos y perder intereses es como ya vimos, o el temor de que los precios desciendan o el deseo de las instituciones bancarias de evitar mayores riesgos a su capital. Ahora bien, ello indica que han comenzado a aparecer los síntomas de una depresión, causa del atesoramiento, no que tal atesoramiento haya dado origen a la depresión.

Dejando a un lado este despreciable atesoramiento de moneda (caso excepcional que incluso cabría considerar como «inversión» directa en dinero), el equilibrio entre «ahorro» e «inversión» se alcanza mediante un mecanismo similar al de fijación del precio de cualquier mercancía por el libre juego de las fuerzas de la oferta y la demanda.

«Ahorro» e «inversión» podrían definirse, respectivamente, como la oferta y demanda de nuevo capital. Y de manera análoga que la oferta y la demanda de otro artículo se igualan en el precio, la oferta y la demanda de capital se igualan en los tipos de interés.

El tipo de interés es meramente la denominación especial dada al precio del capital prestado. Es un precio como otro cualquiera.

Esta materia ha quedado tan embrollada en años recientes, como consecuencia de complicadas retóricas y desastrosas políticas estatales en ellas basadas, que uno casi desespera de un retorno al sentido común y a la sensatez. Existe un temor patológico a los tipos de interés «excesivos». Se afirma que si el interés es demasiado alto, la industria no obtendrá beneficio alguno al disponer de anticipos para su inversión en nuevas instalaciones y máquinas. Esta dialéctica ha sido tan eficaz en las últimas décadas que los gobiernos han seguido en todas partes una política artificial de «dinero barato». Ahora bien, quienes así razonan, movidos por su única preocupación de aumentar la demanda de capitales, se desentienden de las consecuencias que tal política pueda provocar sobre la oferta de capital.

Es un ejemplo más del error de prestar atención tan sólo a ]los resultados de una política sobre un grupo de intereses determinado, menospreciando sus repercusiones sobre los restantes sectores.

Si artificialmente se mantiene excesivamente bajo el tipo de interés, en relación con el riesgo afrontado, el ahorro se paraliza y cesa el ofrecimiento de capitales a préstamo. Aquellos que abogan por una política monetaria de «dinero barato» imaginan que el ahorro se produce automáticamente, sin que le afecte el tipo de interés, porque piensan que los ricos ahítos ningún otro destino podrían dar a su dinero. Hacen constantes alusiones, sin molestarse en concretarlo, a un determinado nivel de ingresos que obligaría a quien lo rebasara a economizar un mínimo fijo, con independencia del tipo de interés o del riesgo que asuma el prestamista.

En realidad, la capacidad de cualquiera de hacer economías se ve afectada por todo cambio del tipo de interés, aun cuando fuera absurdo negar que la repercusión es mucho menor, proporcionalmente, en el caso de los muy ricos que si se trata de personas de posición económica más débil. Afirmar, utilizando un símil extremado, que el volumen del ahorro real no quedaría reducido ante una sustancial rebaja en el tipo de interés es como asegurar que la total producción de azúcar no se vería disminuida por un sustancial descenso del precio, en razón a que los productores eficientes que elaboran dicho artículo a costos más reducidos continuarían cosechando iguales cantidades que antes. El razonamiento hace caso omiso del ahorrador modesto e incluso de la gran mayoría de quienes ahorran.

Mantener los tipos de interés artificialmente bajos produce iguales efectos que cuando se fija cualquier otro precio por debajo de su nivel natural de mercado. Incrementa la demanda y reduce la oferta. Aumenta la demanda de capital y disminuye la oferta de auténtico capital. Crea escasez y provoca perturbaciones y distorsiones de la economía.

Es indudable que la reducción artificial del tipo de interés estimula la demanda de créditos y en consecuencia fomenta aventuras económicas de carácter francamente especulativo incapaces de sobrevivir cuando desaparecen las arbitrarias condiciones que motivaron su nacimiento. Por lo que a la oferta respecta, la reducción artificial del tipo de interés desalienta la normal tendencia a hacer economías y al ahorro, conduciendo a una relativa escasez de capital real.

El interés del dinero puede, sin duda, mantenerse artificialmente bajo si sustituimos el ahorro auténtico por una constante apelación al incremento de la circulación fiduciaria o a la expansión de los créditos bancarios. Este mecanismo es capaz de provocar la ilusión de que se dispone de un capital mayor, de idéntica manera que la adición de agua puede producir la ilusión de más leche. Ahora bien, de esta forma se entroniza una política de persistente inflación. Es un proceso que no hace sino acumular peligros. El interés aumentará y la crisis se desencadenará, tanto si detenemos la inflación o la proseguimos a un ritmo más lento como si acudimos a la deflación. En una palabra, cualquier política de dinero barato provoca en última instancia oscilaciones en los negocios mucho más violentas que aquellas que se pretendía remediar o prevenir.

Si la injerencia gubernamental no se esfuerza en. manipular, mediante medidas inflacionarias y al margen del mercado, los tipos de interés del dinero, la acumulación del ahorro provocará un descenso en el tipo de interés, creando de tal forma su propia demanda por un proceso natural. La incrementada oferta de capital en busca de inversores forzará a quienes ahorran a aceptar un tipo de interés más bajo. Esto significará que será mayor el número de empresas que podrán disponer de créditos, porque las perspectivas de obtener beneficios con las nuevas maquinarias o fábricas adquiridas con ellos compensarán el precio pagado por los fondos que les fueron anticipados.

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Llegamos así a la última falacia sobre el ahorro que me propongo analizar. Se trata de la suposición, con tanta frecuencia exteriorizada, de que existe un limite fijo para la cantidad de capital, que puede ser efectivamente absorbido, e incluso que el límite de expansión de capital ha sido alcanzado. Es inexplicable que tal creencia pueda prevalecer aún entre gentes ignorantes y más absurdo todavía que expertos economistas la sustenten. Prácticamente la totalidad de la riqueza del mundo actual, lo que en realidad le separa y diferencia del mundo preindustrial del siglo XVII, consiste en el capital acumulado. Este capital está formado, en parte, por muchas cosas que parece mejor calificarlas de bienes de consumo duraderos: automóviles, frigoríficos, muebles, escuelas, academias, iglesias, bibliotecas, hospitales y, sobre todo, viviendas. Nunca en la historia humana se ha dispuesto de número suficiente de viviendas. Existe todavía una extraordinaria escasez en razón a las enormes destrucciones de la segunda guerra mundial y las demoras experimentadas por tal causa en la construcción. Pero incluso si fueran suficientes, desde un punto de vista puramente numérico, las mejoras cualitativas son posibles y deseables, sin limitación alguna, en todas, con la sola excepción de las más lujosas.

La otra parte del capital es la que podemos denominar capital propiamente dicho.

Consiste en los instrumentos de producción, que comprenden desde la más rudimentaria hacha, cuchillo o arado, a la más complicada maquinaria, el mayor generador eléctrico o ciclotrón o la fábrica más maravillosamente equipada. Tampoco en este caso hay límite cuantitativo, y sobre todo cualitativo, para la expansión posible y deseable. No habrá un «exceso» de capital hasta que el país, menos desarrollado industrialmente aparezca tan bien equipado técnicamente como el más avanzado; hasta que nuestra más ineficiente fábrica sea equiparada a la que posea el equipo más reciente y perfecto; hasta que los más modernos instrumentos de producción hayan alcanzado un punto en que el ingenio humano sea incapaz de mejorarlos. Mientras estas metas no se alcancen, quedará ilimitado espacio para acumular más capital.

Ahora bien, ¿cómo puede ser «absorbido» el capital adicional? ¿Cómo puede ser pagado?

Si es puesto aparte y ahorrado, se absorberá y pagará a sí mismo. Los empresarios lo invierten en nuevos instrumentos de producción, es decir, compran nuevas, mejores y más ingeniosas máquinas, porque reducen el costo de producción. Crean artículos que el trabajo manual, sin ayuda técnica, sería en absoluto incapaz de producir (entre ellos figuran hoy la gran mayoría de objetos que nos rodea: libros, máquinas de escribir, automóviles, locomotoras, puentes colgantes), o bien incrementan enormemente las cantidades que pueden producirse, o también (y esto no es sino decir lo que antecede en forma distinta) reducen los costos de producción por unidad. Y como no hay límite alguno asignable al grado de reducción de los costos de producción por unidad —hasta que todo pueda ser producido sin costo—, no existe tampoco para la cantidad de nuevo capital que pueda ser absorbido.

La constante reducción de los costos de producción unitarios originada por la adición de nuevo capital produce uno de estos dos efectos, cuando no ambos: reduce el precio de los artículos para el consumidor e inc rementa los salarios de los trabajadores que disponen de nuevas máquinas, porque aumenta su capacidad productiva. Así,- una máquina nueva beneficia a la vez a quienes directamente la utilizan y a la gran masa de consumidores. En el caso de estos últimos, podemos decir que les proporciona más y mejores artículos por el mismo dinero, o lo que es igual, que incrementa sus ingresos reales. En el caso de los obreros que utilizan las nuevas máquinas, aumenta doblemente su salario real al incrementar también sus ingresos en efectivo. Un ejemplo típico nos lo proporciona la industria del automóvil. La de los Estados Unidos paga los salarios más altos del mundo e incluso los más elevados dentro del país. Sin embargo, los fabricantes de coches norteamericanos pueden competir con los del mundo, porque su costo por unidad es más bajo. Y su secreto radica en el hecho de que el capital empleado en fabricar automóviles americanos es mayor, por obrero y por automóvil, que en ninguna otra parte del mundo. Sin embargo, hay quienes piensan que hemos alcanzado el final de este proceso e incluso quienes consideran que aun cuando no haya sido alcanzado, el mundo comete una locura al seguir ahorrando y añadiendo nuevas reservas al capital acumulado.

No será difícil decidir, después del anterior análisis, quiénes son los verdaderos locos.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

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