Mercantiliza todo el mercado?

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Se han dirigido más tópicos contra la economía de mercado que contra cualquier otro fenómeno social. Leyendo las actas de un simposio internacional de 1982, editado por Walter Block e Irving Hexham, encuentro este comentario:

La filosofía y la realidad social del libre mercado nos hacen ver toda la vida social como un mercado (…) Lleva a la gente a considerar todo lo que les rodea como una mercancía, algo que tiene un precio, un objeto para usar.

No importa quién dijo esto, aunque creo que debo a los editores al menos advertir que ninguno de ambos fue el culpable. (Dudo que Walter Block dijera algo así ni siquiera bajo la amenaza de tortura). No es un argumento insólito: el libre mercado supuestamente “mercantiliza” todo y reduce todo en la vida a un asunto de dólares y centavos.

¿Pero es eso realmente lo que hace el mercado?

Murray Rothbard describía al libre mercado como sencillamente “la matriz social de intercambios voluntarios de bienes y servicios”. Al titular un de sus libros como Poder y mercado (que originalmente iba a ser la sección final de El hombre, la economía y el estado), Rothbard estaba poniendo “poder” y “mercado” como antagónicos. El mercado consiste en las transacciones voluntarias entre partes voluntarias; el estado, o “poder”, introduce la compulsión en las relaciones humanas, produciendo resultados coactivos que la gente no habría elegido voluntariamente.

Si poder y mercado son opuestos, comparemos la economía pura de mercado con el ejercicio puro del poder: el reclutamiento obligatorio. El reclutamiento obligatorio consiste en un grupo de gente que compone el estado declarando el derecho a emplear los cuerpos físicos de sus súbditos en un conflicto que incluye infligir violencia y un serio riesgo de muerte. El riesgo moral implícito en el reclutamiento obligatorio es evidente: el estado estará más preparado para hacer la guerra y dedicarse a tácticas similares que implican pérdidas importantes de vidas si se socializa el coste de dicha actividad y los soldados que usa son, desde el punto de vista del estado, esencialmente gratuitos. Si hay muchas de donde procedían esos cien mil y ninguna de las autoridades debe soportar ningún coste directo por la pérdida de vidas, podemos esperar más desprecio por la vida humana del que existiría en otro caso.

Nuestro crítico diría ahora que el mercado “lleva a la gente a considerar todo lo que les rodea como una mercancía, algo que tiene un precio, un objeto para usar”. ¿Pero no es eso exactamente lo que hace el estado en el caso del reclutamiento obligatorio, la transacción menos de mercado que hay? Ve al pueblo como materia prima a emplear, involuntariamente, en la búsqueda peligrosa y violenta de los objetivos del estado; en otras palabras, como “un objeto para usar”. ¡Excepto que el estado ni siquiera paga un precio acordado mutuamente por el trabajo que reclama!

Así es como se comporta siempre el estado. No necesita interactuar justamente con la gente o preocuparse en absoluto por sus preferencias o derechos, ni mucho menos llegara a acuerdos mutuamente satisfactorios con ella. Puede actuar unilateralmente y el individuo no tiene otro recurso que aceptar lo que determine el estado respecto del grado de expropiación de su propiedad, lo que se enseñará a sus hijos en la escuela o dónde debe ser enviado a luchar y morir.

Los precios del mercado sirven a una función importante, aparte de hacer posible tanto el cálculo económico como la extensión indefinida de la división del trabajo. Los precios del mercado implican propiedad, lo que a su vez implica el derecho de disposición sobre la cosa poseída. Si no te pago lo que quieres, no tienes que trabajar para mí. Eso nos recuerda que la cooperación social debe implicar una cooperación genuina, lo que significa que ninguna de las partes de una transacción tiene derecho a engañar o robar a la otra. Ésa es la moralidad del matón. Por el contrario, debe llegarse a un acuerdo que sea mutuamente satisfactorio para que tenga lugar una transacción.

En otras palabras, los precios del mercado no son cosas artificiales y perversas que desaniman la cooperación social. Son lo que hacen posible la cooperación social, adecuadamente entendida. Conllevan la regla de que no podemos sencillamente vagar como salvajes absortos en nosotros mismos, tomando lo que queramos de quien queramos, como si nada pudiera impedir nuestras demandas y deseos. Debemos estar dispuestos a ofrecer algo a cambio de las cosas que adquirimos, de forma que la persona que las proporciona (en lugar de estar explotada por nosotros, sin pensar en absoluto en su bienestar) puede ver asimismo mejorada su propia condición.

Por el contrario, con el estado el precio es el que diga éste que es. Proporcionará servicios que no deseas, nunca usarás e incluso encontrarás moralmente repugnantes y luego te dirá que debes pagar por ellos. En el caso del derecho de expropiación, por el que el estado confisca tu propiedad para sus propios fines, se te pagará algo, pero el propio estado decidirá exactamente lo que te pagará. ¿Cómo puede ser esto preferible a un mundo en el que a cada individuo se le permite declarar los términos en que disponer de su persona y propiedades y en el que ningún intercambio tiene lugar sin que ambas partes estén voluntariamente de acuerdo?
Por tanto es el estado, y no el mercado, el que “considera todo lo que le rodea como una mercancía, (…) un objeto para usar”. Precisamente porque actúa fuera del mercado, el estado puede poner precios arbitrarios a sus servicios, hacer que esos precios varíen para distintas clases de gente y luego amenazar con fuerza física contra cualquiera que rechace pagarlos. ¿A quién se le permite hacer esto en la sociedad civil?

Nuestro crítico puede decir ahora que no se refiere a todo el mercado, sino que quiere ver que el mercado desempeñe un papel menor en la sociedad y promover una visión más democrática y comunitaria de la propiedad y de su uso. Pero no el voto ni el lenguaje florido afectan en lo más mínimo a la cuestión moral. Si una mayoría de votantes vota expropiarme o enviarme a luchar en una de sus guerras en ultramar, la situación no es moralmente distinta de si el estado hubiera hecho estas cosas de acuerdo con sus propios caprichos.

Y a medida en que el mercado desempeña un menor papel en la sociedad, en la misma medida toman su lugar la arbitrariedad y la fuerza. Si no se permite que la libre interacción entre propietarios determine los términos en los cuales interactuarán los individuos entre sí, el cañón de un arma lo hará en su lugar. Entonces veremos qué sistema trata a todo como “un objeto para usar”.

Nada es más fácil ni más de moda que condenar el supuesto materialismo del mercado, pero este tipo de retórica es enemiga del pensamiento racional. Es o la propiedad privada y los precios del mercado o la ley de la selva y ninguna cantidad de cinismo elegante acerca de los engaños románticos o del mercado acerca de lo magnífica que sería la vida sin ellos pueden ocultar esta elección fundamental.

Publicado el 18 de septiembre de 2006. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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