Erasmo sobre la guerra

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[Artículo de Erasmo de Rotterdam (1456-1536), “Antipolemus o alegato de la razón, la religión y la humanidad contra la guerra”]

Si hay en los asuntos de los hombres mortales algo que es adecuado rebatir constantemente y que incumbe a todo hombre evitar, despreciar y oponerse por cualquier medio legítimo, esa cosa es la guerra.

No hay nada tan antinaturalmente infame, más productor de miseria, más extensivamente destructivo, más obstinado en el error, más indigno del hombre como conforme a la naturaleza, más en un hombre que profese el cristianismo. Aún así, ¡extraordinario relato!, la guerra la realizan, y cruel y salvajemente, no sólo los infieles, sino también los cristianos.

Tampoco faltan nunca hombres miserables peritos en leyes, incluso divinas, dispuestos a proporcionar instigaciones para la vil tarea y avivar las brasas latentes hasta hacer fuego. Por tanto la guerra se considera como algo que se da por supuesto, por lo que la maravilla es cómo hay algún hombre que puede desaprobarla, tan sancionada por la autoridad y la costumbre que se considera impío prestar testimonio contra una práctica de su principio más degradado y de sus efectos elocuentes en todo tipo de calamidad.

Si alguien observa la organización y aspecto externo del cuerpo, ¿no percibirá instantáneamente que la Naturaleza, o más bien el Dios de la Naturaleza, creó al animal humano no para la guerra sino para el amor y la amistad, no para la destrucción mutua sino para el servicio y la seguridad mutua, no para producir heridassino actos de beneficio recíproco? El hombre llega al mundo desnudo, débil, tierno, desarmado, con su carne de la más suave textura, su piel suave, delicada y susceptible a la más mínima herida. No hay nada observable en sus miembros para la lucha o la violencia.

Incapaz de hablar o andar o de conseguirse la comida, puede pedir cariño sólo con llantos y gemidos, a partir de esta única circunstancia podría colegirse que el hombre es un animal nacido para tal amor y amistad que se forma y cimenta en el intercambio mutuo de favores benevolentes. Además, la Naturaleza evidentemente quería que el hombre se considerara en deuda por la bendición de la vida, no tanto por sí misma como por la bondad de sus congéneres; que podía percibirse a sí mismo destinado a los afectos sociales y los añadidos de la amistad y el amor.

Así que le dio un semblante ni aterrador ni temeroso, sino suave y plácido, imitando por signos externos la benignidad de su disposición. Le dio ojos llenos de expresión cariñosa, indicadores de una mente que goza con la simpatía social. Le dio brazos para abrazar a sus congéneres. Le dio labios para expresar una unión de cuerpo y alma. Le dejó sólo a él el poder de reír, un distintivo de la alegría que puede sentir.

Le dio lágrimas, el símbolo de la clemencia y la compasión. Le dio asimismo voz, no un grito amenazador ni aterrador, sino suave, tranquilizador y amistoso. No satisfecha con estos distintivos de su peculiar favor, le concedió sólo a él el uso de la palabra y la razón, un regalo que tiende más que ningún otro a conciliar y apreciar la benevolencia, y un deseo de ofrecer servicios mutuos, por lo que nada entra las criaturas humanas podría hacerse mediante la violencia.

Implantó en el hombre el rechazo a la soledad y el amor a la compañía. Sembró en su corazón las semillas de todo afecto benevolente y así hizo a la vez de lo más saludable lo más agradable.

Ahora veamos con los ojos de nuestra imaginación las tropas salvajes de hombres, horribles en sus mismos rostros y voces, hombres vestidos de acero, ahogados en cada lado del campo de batalla, portando armas, terroríficos en sus golpes y en su mismo brillo. Advirtamos el horroroso murmullo de la multitud confusa, sus ojos amenazantes, el áspero y discordante sonido de tambores y clarines, el terrible sonido de la corneta, el tronar del cañón (un sonido no menos formidable que el verdadero trueno del cielo y mucho más dañino), ¡un sonido insano como el de los gritos de los locos, una aparición furiosa, una cruel carnicería de unos a otros! ¡Veamos a lo muertos y a los que matan! ¡Pilas de cadáveres, campos anegados de sangre, ríos enrojecidos con sangre humana!

Al tiempo olvidamos los cultivos de grano pisoteados, las tranquilas granjas y mansiones rurales quemadas hasta los cimientos, las villas y pueblos reducidos a cenizas, el granado aparatado de sus pastos, las mujeres inocentes violadas, los viejos en cautividad, las iglesias desfiguradas y demolidas, ¡todo se convierte en yermo, presa de los robos, los saqueos y la violencia!

Sin mencionar las consecuencias que soporta el pueblo después de una guerra, incluso en la más afortunada de éstas: los pobres, gente común inofensiva a los que se roba su pequeña propiedad duramente ganada; la gran carga de los impuestos; viejos afligidos por sus hijos, más cruelmente muertos por el asesinato de sus descendientes que por la espada, más felices si el enemigo les ha privado de conocer su desgracia y de su misma vida en el mismo momento; mujeres de edad avanzada, dejadas en la indigencia y expuestas más cruelmente a la muerte que si hubieran muerto de inmediato a punta de lanza; mujeres viudas, niños huérfanos, hogares de luto y familias que una vez conocieron tiempos mejores reducidas a la extrema penuria.

La paz es a la vez la madre y la niñera de todo lo que es bueno para el hombre; la guerra, con un solo golpe repentino, aplasta, extingue, abole todo lo alegre, todo lo que es feliz y bello, y derrama un torrente completo de desastres sobre la vida de los mortales. La paz brilla sobre los asuntos humanos como el sol primaveral. Los campos se cultivan, los jardines florecen, el ganado pasta en miles de colinas, aparecen nuevos edificios, la riqueza fluye, los placeres sonríen, la humanidad y la caridad aumentan, las artes y las manufacturas sienten la calidez genial del ánimo y las ganancias de los pobres son más abundantes.

Pero tan pronto como se ciernen las nubes de la guerra, ¡qué avalancha de miserias y desgracias se apodera, inunda y aplasta todas las cosas en su campo de acción! Los rebaños se diezman, las cosechas se pisotean, los granjeros son masacrados, las villas y pueblos quemados, las ciudades y estados que han estado eras creciendo hasta su estado de florecimiento subvertidas por la furia de una tempestad, la tormenta de la guerra. ¡Cuánto más sencilla es la labor de hacer daño que la de hacer el bien, de destruir que de construir!

Añadamos a estas consideraciones que las ventajas derivadas de la paz se extienden lejos y ampliamente y alcanzan a gran número, mientras que en la guerra, si algo acaba felizmente, la ganancia redunda sólo en unos pocos, que son indignos de recibirla.

La seguridad de un hombre se debe a la destrucción de otro. El premio de un hombre deriva del saqueo de otro. La cusa de regocijo por un bando es para el otro una causa de luto. Todo lo que es desafortunado en una guerra lo es muy realmente y por el contrario todo lo que de denomine buena fortuna es una buena fortuna salvaje y cruel, una alegría no generosa, al derivar su existencia de la aflicción de otro.

De hecho, a su conclusión normalmente ocurre que ambos bandos, el victorioso y el derrotado, tienen razones para lamentarse. No sé de ninguna guerra que haya discurrido tan afortunadamente en todos sus acontecimientos que el conquistador, si tenía corazón y sentimientos para juzgar, que tendría que tener, no se arrepintiera de haberla sufrido.

Tantos y tan grandes son los males que se producen para conseguir un fin, que es en sí una maldad mayor que todos los que le han precedido para su preparación. Así que nos afligimos por un fin noble que nos permite afligir a otros.

Si tuviéramos que calcular con justicia el asunto y realizar un cálculo justo del coste de atender la guerra y del de de procurar la paz, deberíamos descubrir que la paz podría comprarse por la décima parte de los cuidados, trabajos, problemas, peligros, gastos y sangre que cuesta ir a la guerra.

¡Pero el objetivo es hacer todo el daño posible al enemigo! ¡Un objetivo muy inhumano! Y considerar si podemos dañarle seriamente si dañar, por los mismos medios, a nuestra propia gente. Sin duda es actuar como un loco llevarnos una parte tan grande de un seguro mal cuando debe ser siempre algo incierto cómo puede acabar la guerra al final.

¿Dónde están las tantas y tan sagradas obligaciones de concordia perfecta, como en la religión cristiana? ¿Dónde las numerosas exhortaciones a la paz? Jesucristo proclamó una ley como su propia ley particular: era la ley del amor o la caridad. ¿Qué práctica entre la humanidad viola esta ley tan groseramente como la guerra?

Examinad todas las partes de su doctrina y no encontraréis nada que no respire paz, hable el lenguaje del amor y saboree el de la caridad, y cómo él sabía que la paz no podía preservarse salvo que esos objetivos por los que pelea el mundo a punta de espada fueran considerados viles y despreciables, nos ordenó que aprendiéramos de él a ser mansos y humildes.

Declaró bienaventurados a quienes no estimaran las riquezas. Prohibió resistir al mal. En resumen, como toda su doctrina recomendaba renuncia y amor, así su vida no enseñó sino bondad, dulzura y amable afecto. Tampoco los apóstoles inculcaron otra doctrina: habían bebido el purísimo espíritu de Cristo y estaban llenos de las sagradas aguas del manantial. ¿Que resuena en todas las epístolas de Pablo salvo paz, sufrimiento, caridad? ¿Qué otra cosa hacen todos los escritores en el mundo que son verdaderamente cristianos?

Pero observemos cómo los cristianos defienden la locura de la guerra. Si, dicen, la guerra hubiera sido absolutamente ilegítima, Dios no hubiera animado a los judíos a hacer la guerra contra sus enemigos. Pero los judíos casi nunca fueron a la guerra, como hacen los cristianos, entre sí, sino contra extranjeros e infieles: nosotros, los cristianos, empuñamos la espada contra cristianos. Ellos luchaban por mandamiento expreso de Dios; nosotros, por mandamiento de nuestras propias pasiones.

Pero incluso los cristianos dicen que las leyes de la naturaleza, de la sociedad, de los usos y costumbres, conspiran para dictar la aptitud de repeler fuera con fuerza y defender la vida y también el dinero. Hasta aquí estoy de acuerdo. Pero la gracia de la Palabra de Dios, de más fuerza que cualquiera de estas leyes, declara en palabras contundentes que debemos devolver bien por mal y también deberíamos rezar por quienes pretenden quitarnos la vida. Todo esto, nos dicen, tiene una se refiere en particular a los apóstoles, pero entiendo que también se refiere a todo el pueblo cristiano.

También argumentan que, igual que es legítimo infligir castigo a un delincuente individual, debe ser legítimo tomar venganza sobre un estado ofensor. Una respuesta completa a este argumento me obligaría a una mayor prolijidad de la que ahora necesitamos y sólo diré que los dos casos difieren mucho en este aspecto: quien es condenado judicialmente sufre el castigo que impone la ley, pero en la guerra cada bando trata al otro como culpable y procede a infligir castigos sin considerar la ley, el juez o el jurado. En el primer caso, la maldad sólo recae en quien comete la falta; en el último, la mayor parte de los numerosos males recae en quienes no merecen ningún mal en absoluto, en campesinos, ancianos, madres, huérfanos y mujeres indefensas.

Pero el objetor repite. “¿Por qué no puedo ir y cortar el cuello de quienes nos cortarían el cuello si pudieran?” ¿Entonces considerarías una desgracia que cualquiera fuera más malvado que tú?

¿Por qué no va y roba a los ladrones? Le robarían si pudieran. ¿Por qué no injuriar a los que nos injurian? ¿Por qué no odiar a los que nos odian? ¿Considera una noble hazaña para un cristiano haber matado en guerra a quienes considera malvados, pero que siguen siendo hombres por los que murió Cristo, ofreciendo así víctimas más aceptables al Diablo y deleitando al gran enemigo en dos aspectos: primero en que se mata a un hombre y segundo en que el hombre que mata es un cristiano?

Si la religión cristiana es una fábula, ¿por qué no la demolemos honrada y abiertamente? ¿Por qué nos burlamos de ella? Pero si Cristo es “el camino, la verdad y la vida”, ¿por qué todos nuestros planes de conducta difieren tanto de sus enseñanzas y ejemplos? Si reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Maestro, que es amor y no enseñó más que amor y paz, mostremos su modelo en nuestra vida y palabra. Adoptemos el amor a la paz que Cristo pueda reconocer, igual que nosotros le reconocemos como Maestro de la Paz.


Erasmo de Rotterdam (1466/1469-1536) fue humanista, sacerdote y teólogo católico holandés del Renacimiento, conocido como el “Príncipe de los humanistas”.


Publicado el 24 de febrero de 2010. Traducido a partir de la versión en inglés por Mariano Bas Urbie, que se encuentra aquí.

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