Gore Vidal y el revisionismo

0

[Este artículo está extraído de Why American History Is Not What They Say: An Introduction to Revisionism (2009)]

Una de las fuerzas implicadas en el reciente acaloramiento de las perennes guerras sobre la historia estadounidense fue la brillante crítica y el éxito popular, durante la década de 1970 de los primeros tres libros de los seis volúmenes de la “Crónica americana” de Gore Vidal. Burr (1973), 1876 (1976) y Lincoln (1984) fueron enormes éxitos. Demostraron más allá de cualquier duda que la gente no se levantaría con indignación y atacaría a cualquier autor que se atreviera a cuestionar los motivos y la sabiduría de incluso los más venerados presidentes estadounidenses. Demostraron que había en realidad un mercado sustancial para tal escepticismo acerca del glorioso pasado estadounidense.

Los partidarios de la mitología de Estados Unidos como faro puro y virtuoso de libertad, prosperidad y paz atacaron por supuesto las novelas de Vidal, pero este dejó bastante claro en varias respuestas a sus críticos (publicadas inicialmente en la New York Review of Books) que sabía al menos tanto como cualquiera de ellos acerca de la historia de los periodos que retrataba en sus novelas (aunque fueron doctores y miembros del profesorado).

Gore Vidal nació en cuna de oro y fue educado en caras escuelas privadas en torno a Wshington DC. Creció rodeado de política. Su padre era un alto cargo en la administración de Franklin Roosevelt, director de la Oficina de Comercio Aéreo, la agencia hoy conocida como Federal Aviation Administration (FAA). Su abuelo materno, que vivía en la casa de la familia de Vidal, era el venerable y ciego senador de EEUU Thomas Pryor Gore (D-Oklahoma) y Vidal recuerda el ritula diario de ser

enviado con coche y chófer a recoger a mi abuelo en el Capitolio y llevarlo a casa. En esos días informales [ca. 1935-1937]  había pocos guardias en el Capitolio y, repito, [“Washington era como un pueblo pequeño”] todos conocían a todos. Yo deambularía por el piso del Senado, me sentaría en el sitio de mi abuelo si no estaba listo para irse, experimentaría como el rape asignado ritualmente a cada senador y luego le conduciría fuera.

En sus 30, después de años como autor de novelas modernas de temática general, guionista de películas y televisión y periodista intelectual, Vidal decidió intentarlo con la ficción histórica. Dado su primer bagaje político, bien podía hacerse esperado que Vidal centrara su nueva ficción histórica en la política y diplomacia de los tiempos que buscaba retratar. Y eso fue precisamente lo que hizo. Su primera novela histórica fue Juliano el Apóstata (1964), un retrato del emperador romano que intentó invertir la adopción oficial del cristianismo en su nación como religión de estado, esperando restaurar el paganismo de tiempos anteriores, olvidado desde hacía tiempo. Su segunda novela histórica, Washington DC (1967) tiene lugar en la capital de esta nación entre 1937 y 1952 y relata los acontecimientos principales de ese tiempo (el ataque japonés a Pearl Harbor, la Segunda Guerra Mundial, la muerte de FDR, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el inicio de la Guerra Fría contra la Unión Soviética, la era de McCarthy) como podrían haber sido vistos por políticos y periodistas ejerciendo sus profesiones durante esos años. La segunda novela histórica tuvo sus admiradores, pero parece justo decir que su principal importancia no reside en su texto sino en aquello a lo que llevó. Pues fue el primer paso en la creación de la Crónica americana de Vidal, una serie de novelas históricas cuyo enorme éxito merece la pena contemplar con algún detalle. Creo que podría decirse con justicia que desde entonces ningún novelista histórico ha disfrutado de un éxito a esta escala escribiendo con seria voluntad artística e investigadora (bueno, desde los días de Kenneth Roberts).

Consideremos: La primera de las novelas de la Crónica americana de Vidal (Burr) fue el quinto libro de ficción más vendido de 1973; tuvo tanto éxito que tres años más tarde el Club del Libro del Mes adquirió su secuela, 1876, “sin verla” y antes de que se terminara su borrador y la apuesta del club fue un gran éxito, pues, tras su publicación “1876 fue rápidamente a lo más alto de la lista de ventas”. En 1984, cuando se publicó el tercer volumen de la serie, Lincoln, Vidal descubrió que afrontaba otro “enorme superventas”, otro “éxito de crítica, reforzado por (…) inmensas ventas”. Cuatro años después de su primera publicación, Lincoln se adaptó como largometraje para TV. En la década de 1990, estas tres novelas (las tres primeras de la serie) se confirmaron como clásicos modernos al reimprimirse en ediciones de la Modern Library. Los últimos volúmenes de la serie disfrutaron de ventas menos espectaculares que los tres primeros, pero todas las novelas se habían vendido muy bien y toda la obra de la Crónica americana había sido rentable, tanto para Vidal como para sus editores.

Pero me he adelantado en mi relato. Detengámonos por tanto y examinemos con más detalle esta serie de la Crónica americana de Vidal.

Burr y Lincoln

A Washington DC (1967) le siguió seis años después Burr (1973), que cubre el periodo de 1775 a 1840 como lo vivió y entendió el famoso Aaron Burr.  Pasaron otros tres años y Vidal publicó 1876 (1976), relatando los acontecimientos que llevaron y siguieron a la muy contestada campaña de elecciones presidenciales del año del centenario de EEUU, que enfrentaron al demócrata Samuel Tilden, de Nueva York, contra el republicano Rutherford B. Hayes, de Ohio.

Pasaría casi una década antes de que Vidal añadiera otro volumen a su serie de Crónica americana. Ese siguiente volumen fue el aclamado Lincoln (1984), que sigue los acontecimiento n Washington desde la furtiva llegada de Abraham Lincoln a la ciudad para su toma de posesión para su primer mandato en la Casa Blanca hasta su asesinato escasamente cuatro años más tarde. A Lincoln le siguieron velozmente Imperio (1987), que se centra en los años que van de 1898 a 1906 y Hollywood (1990), que se centra en la entrada de EEUU en la Primera Guerra Mundial y su periodo subsiguiente inmediato (los años que van de 1917 a 1923). Luego, después de una década de obras sin relación con la Crónica americana, Vidal publicó el último volumen de la serie, La edad de oro (2000). Extrañamente, este volumen no retrata un periodo de años no relatado antes. Como dice Harry Kloman, “En lugar de tener lugar sencillamente después de Washington DC (que cubre los años de 1937 a 1952), La edad de oro vuelve a cubrir los mismos años, de 1939 a 1954”. También incluye a casi todos los mismos personajes. Y, por supuesto, los principales acontecimientos históricos de las dos novelas son los mismos. Como escribe Kloman, La edad de oro “es la narración de Washington, D.C. que podría haber escrito si Vidal hubiera escrito los libros cronológicamente”. Así que “Podríamos pensar en el nuevo libro como una versión alternativa del antiguo”. Kloman apunta que “cuando Vidal publicó Washington, D.C. en 1967, no tenía planeado escribir la historia de Estados Unidos de la Guerra de Independencia a la actualidad”. Por tanto aconseja que “ahora que Vidal ha completado las series, uno podría considerar que tiene seis libros de extensión, con Washington, D.C. al margen, en parte como un inicio accidental de una Crónica a la que ya no se ajusta y en parte como una conclusión alternativa que es más literaria e introspectiva que histórica.

En las siguientes páginas, sigo el consejo de Kloman: utilizo la expresión “Crónica americana” para referirme a la siguiente serie de seis novelas, dispuesta y explicada en la secuencia histórica correcta: Burr, Lincoln, 1876, Imperio, Hollywood y La edad de oro.

Burr es narrado por un personaje de ficción, Charles Schermerhorn (“Charlie”) Schuyler, un joven empleado en el bufete de Nueva York de Aaron Burr. Charlie está pluriempleado como periodista, escribiendo bastante a menudo para el poeta William Cullen Bryant, en calidad este último de director y editor del Evening Post de Nueva York. Estamos en 1833, Andrew Jackson acaba de empezar su segundo mandato en la Casa Blanca y los que conocen la política ya están debatiendo sobre quién debería sucederle. El propio Jackson está a favor de su vicepresidente, Martin Van Buren, igual que Bryant. Pero el ayudante de Bryant en el Post, William Leggett, no está convencido de que Van Buren sea apropiado. Ha oído rumores de que Van Buren es uno de los muchos hijos ilegítimos de Burr y cree que un libro o panfleto que probara la verdad de ese rumor a satisfacción del público tendría el estimable efecto de arruinar las posibilidades de Van Buren a la presidencia. Contrata a Charlie para investigar y escribir ese libro o panfleto.

En el curso de su investigación, Charlie descubrirá que é mismo es uno de los descendientes ilegítimos del coronel Burr. Pero al principio piensa en el coronel simplemente como su viejo jefe (Burr tiene 77 años cuando comienza la novela), que resulta estar más que dispuesto a que se indague en su cerebro. Da a Charlie su diario del periodo de la Guerra de Independencia para que lo lea. Dicta a Charlie sus posteriores memorias en una serie de reuniones, algunas en las oficinas del bufete en las que trabajan ambos, algunas en casa de Burr. La narración de Burr alterna con la de Charlie, así que el lector se introduce gradualmente en la historia de Estados Unidos desde el inicio de la Revolución hasta los últimos días de la segunda administración Jackson. Sin embargo, esta historia no es la convencional que muchos lectores de Vidal presuntamente habían aprendido en la escuela. Como dice Donald E. Pease, lo que presenta Burr en estas páginas es “una narración estadounidense alternativa” en la que los padres fundadores ven de forma diferente a aquella a la que están acostumbrados la mayoría de los lectores. “En lugar de descubrirlos como representantes de las virtudes cívicas y la democracia estadounidenses, por ejemplo, Burr explica la creencia de Washington en una fuerte gobierno centralizado para proteger sus enormes propiedades en Mount Vernon y la aceptación de Thomas Jefferson de los derechos de los estados sencillamente como una estrategia política para ganar votos”.

Burr se asombra por lo que considera que es “incompetencia” de Washington como líder militar. Advierte que Washington “no leía libros” y que aunque “siempre le faltaba dinero, vivía grandiosamente”. Recordaba a Washington como alguien “con defectos en gramática y ortografía, debido a una mala educación” y habiendo sido “muy puritano”. Habla despectivamente de nuestro primer presidente como alguien “incapaz (…) de organizar una frase que contuviera un nuevo pensamiento”. Dice a Charlie que cuando “en septiembre de 1777, los británicos volvieron a superar a Washington y ocuparon Philadelphia”,

a la gente de Philadelphia no le importó en absoluto la presencia del ejército británico en su ciudad; de hecho, muchos de ellos esperaban que Washington fue pronto capturado y colgado, acabando con estas alteraciones e incomodidades que se habían puesto en marcha por las ambiciones de una serie de abogados avariciosos y vanos, sagazmente capaces de utilizar para sus propios intereses privados las elevadas obviedades y nebulosas teorías políticas de Jefferson.

Jefferson no es mejor que Washington a los ojos de Burr. “Era el hombre más encantador que he conocido nunca”, dice Burr a Charlie, “así como el más embustero”. En general, en opinión de Burr (como lo imagina Vidal), Jefferson era un hipócrita de marca mayor. “Proclamando los derechos inalienables del hombre para todos (excepto esclavos, indios, mujeres y los que no tengan propiedades)”, se burla Burr, “Jefferson trataba de apoderarse de Florida por la fuerza, soñaba con conquistar Cuba y después de su compra ilegal de la Luisiana envió un gobernador militara a dirigir Nueva Orleáns contra la voluntad de sus habitantes”.

Jefferson no solo traicionó sus supuestos ideales individualistas, rechazó luchar por ellos en su momento (al menos eso opina Aaron Burr). “Sí recuerdo escuchar algún comentario”, dice a Charlie, “de que si Mr. Jefferson había visto tan apropiado comprometer tan elocuentemente nuestras vidas a la causa de la independencia, podría al menos unirse a nosotros en el ejército”. ¿Lo hizo? No. Por el contrario, mientras el ejército de Washington sufría en Valley Forge, Jefferson “disfrutaba de un invierno confortable (…) en Monticello, donde, con perfecta calma y serenidad, fue capaz entre sus libros de encontrar su lana siempre tan buena”. Más tarde, cuando el ejército británico se acercaba a Richmond,

El gobernador Jefferson huyó a Monticello, dejando al estado sin administración. Se entretuvo en Monticello, pensando solo en cómo transportar a lugar seguro sus libros. Hasta que las primeras tropas británicas no empezaron a subir la colina, su familia y él no volvieron a poner los pies en polvorosa. Más tarde la facción de Patrick Henry en la Asamblea de Virginia reclamó una investigación, pero por suerte para Jefferson  los orgullosos burgueses de Virginia no querían que se les recordaran por el derrumbamiento general de su estado y así su desventurado gobernador fue capaz de evitar la acusación y la censura. Sin embargo, no evitó el ridículo y eso fue peor que cualquier censura formal.

Jefferson no solo era un cobarde y un fraude, según Burr, sino también “un hombre despiadado”, que “sencillamente quería llegar a la cumbre. Es extraño cómo se piensa ahora en Jefferson como una especie de genio, un Leonardo de Virginia. Es verdad que hizo muchas cosas, de tocar el violín a construir casas a inventar elevadores, pero la verdad es que nunca hizo nada particularmente bien, excepto, por supuesto, buscar el poder”.

Sin embargo, la búsqueda de poder personal es difícil de reconciliar con el ideal de libertad individual proclamada en la Declaración de Independencia de Jefferson y consagrado en la Carta de Derechos. Por otro lado, según Burr, Jefferson no creyó nunca muy fervientemente en dicha libertad individual. Consideremos, por ejemplo, la libertad de expresión y de prensa. Burr cita a Jefferson habiéndole dicho a finales de 1803 o principios de 1804, que

“en 1789, Madison me envió una copia de las enmiendas propuestas a la Constitución y le escribí que pensaba que debería dejar claro que aunque a nuestros ciudadanos se les permite decir o publicar lo que quieran, no tendría que permitírseles presentar hechos falsos que pudieran afectar dañinamente a la vida, libertad, propiedad o reputación de otros o afectar a la paz nacional respecto de naciones extranjeras. El otro día, recordé a Madison esa triste omisión en nuestra Constitución y estuvo de acuerdo en que la monstruosa prensa de hoy es un resultado directo de la forma descuidada en que se escribió la Primera Enmienda”.

Aun así, según relata Burr, Jefferson no defendía la acción federal contra miembros de la prensa que publicaran “hechos falsos”. Todo lo contrario. “Como era habitual, Jefferson tenía un medio de sortear la dificultad. (…) ‘Como el gobierno federal no tiene poder constitucional sobre la prensa, los estados pueden crear su propias leyes’”.

Quizá lo peor de todo (al menos a los ojos de algunos) fue el asunto de la esclava de Jefferson, Sally Hemings, o, como se refiere a ella Burr, “la concubina de Jefferson, Sally, con la cual tuvo al menos cinco hijos”. Sally era una hija ilegítima de John Wayles, suegro de Jefferson, dice Burr a Charlie, “lo que le hacía medio hermana de la última esposa de Jefferson. (…) ¡Qué divertido contemplar que al encamar a su bella esclava, Jefferson estaba también durmiendo con su cuñada! A uno le hubiera gustado escucharle moralizando sobre ese asunto”.

No eran Washington y Jefferson los únicos Padres Fundadores mal considerados por Aaron Burr. También está Alexander Hamilton, a quien Burr había conocido y con quien había congeniado durante la Revolución (o eso, en todo caso, dice a Charlie). Sin embargo, con el paso de los años, los dos hombres no solo se distanciaron sino que estuvieron cada vez más a menudo en conflicto. Al final, Burr mató a Hamilton en un duelo. Burr no explica a Charlie por qué hizo venir a Hamilton, pero un viejo amigo de Burr, Sam Swartwout, el recaudador de aduanas del puerto de Nueva York, hizo por él el trabjo. Hamilton, dice Swartwout a Charlie, había acusado a Burr, un viudo vivir incestuosamente con su encantadora, inteligente y brillante hija.

El duelo de 1804 con Hamilton tal vez sea el acontecimiento más famoso de la vida de Burr. El segundo más famoso es probablemente su arresto y juicio, cuatro años después, acusado de traición. Mientras Burr cuenta a Charlie esta última historia, le recuerda (algo poco sorprendente) la hipocresía y deseo de poder de Jefferson. Según Burr, Jefferson trató de suspender el habeas corpus para continuar manteniendo  a dos supuestos socios de Burr en una prisión militar y “fuera del alcance de la Constitución”. En su defensa, Jefferson argumentó que “en grandes ocasiones, todo buen funcionario debe estar dispuesto a arriesgarse a ir más allá de la línea estricta de la ley, cuando la preservación pública lo requiera. Sus oponentes políticos, reconocía Jefferson, “tratarán de hacer algo con la infracción de libertad por el arresto militar y deportación de ciudadanos, pero si no va más allá de delincuentes como Swartwout, Bollman, Burr, Blennerhassett, etc., estará respaldada por la aprobación pública”. El resumen de Burr de la opinión de Jefferson es breve  e implacable. “En otras palabras”, dice a Charlie, “si la opinión pública no se levanta indebidamente, uno puede tranquilamente dejar de lado la Constitución y detener legalmente a sus enemigos”.

En la siguiente novela de la serie de Vidal, Lincoln, otro presidente emplea las mismas tácticas y justifica sus acciones de una forma muy similar. Has pasado ahora más de 50 años después del intento fallido de Jefferson de suspender el habeas corpus. Abraham Lincoln está en guerra contra los estados del sur que se independizaron de la Unión al inicio de su primer mandato en la Casa Blanca. En su intento por asegurar que Maryland no se uniría a los estados independizados, impone la ley marcial, ordena el arresto de “cualquiera que porte armas o incite a otros a portar armas contra el gobierno federal” y ordena además que los arrestados sean retenidos “indefinidamente sin acusarles nunca de ningún delito”. Su justificación recuerda a la que Burr atribuía a Jefferson, que hablas de “la preservación pública”. “La más antigua de todas nuestras características humanas es la supervivencia”, dice Lincoln a su secretario de estado, William H. Seward. “Para que sobreviva esta Unión, he encontrado necesario suspender el privilegio del derecho de habeas corpus, pero solo en la zona militar”. Tal y como lo ve Lincoln, está sencillamente ejercitando lo que llama los “poderes propios” de la presidencia cuando realiza acciones de este tipo. Y, como dice a Seward, “Un poder propio (…) es tan poder como uno que se haya escrito”.

Lincoln  no está narrado en primera persona como Burr. Por el contrario, está narrado en tercera persona, no una tercera persona “omnisciente”, sino una cuya punto de vista salta entre una corta lista de personajes importantes: el secretario de Lincoln, John Hay, el Secretario de Estado, Seward, el Secretario del Tesoro, Salmon p. Chase, la Primera Dama, Mary Todd Lincoln, y David Herold, el empleado de farmacia y simpatizante del sur que fue posteriormente condenado por conspirar con éxito con John Wilkes Booth y otros para asesinar a Lincoln al principio de su segundo periodo en el cargo.

Así que el Lincoln así presentado bien podría esperarse que se pareciera al proverbial elefante observado por varios hombres ciegos. Pero en realidad el Lincoln de Vidal es mucho más coherente, pues sus observadores no están ciegos. Difieren ampliamente en sus opiniones e interpretaciones de lo que ven, pero lo que ven es claramente el mismo hombres. Harold Bloom observa el Lincoln de Vidal y ve “un presidente minoritario, elegido con menos del 40% del voto total”.

Aunque su elección solo le comprometiera a prohibir la extensión de la esclavitud a los nuevos estados y aunque era un republicano moderado u no un abolicionista, en la mayoría del sur de temía violentamente a Lincoln. La ironía inicial de Vidal, nunca declarada pero implícita en la práctica, es que el sur contemplaba al verdadero Lincoln mucho antes que su propio gabinete. (…) El sur temía el Cromwell estadounidense y en la visión de Vidal, el sur ayudó en realidad a crear un Bismarck estadounidense.

El Lincoln de Vidal, dice Donald E. Pease, está “interesado principalmente en su propio engrandecimiento”, aunque su interés por el sexo le bastó en sus años de juventud para “contraer la sífilis de una prostituta y transmitir esta enfermedad a su esposa e hijos”. Para Fred Kaplan, el Lincoln de Vidal es “un político pragmático y manipulador que una visión principal: salvar a la Unión y al salvarla transformarla en un estado nacional moderno e industrializado tan poderoso y rígidamente coherente que nadie pudiera volver a dividirlo”.

Esta manía de “salvar la Unión” no puede sobrestimarse como factor central en las motivaciones y comportamiento del Lincoln de Vidal. Como apunta Bloom, el Lincoln de Vidal es “no respeta ni a los estados, ni al Congreso, ni al Tribunal, ni a los partidos, ni siquiera a la propia Constitución”. Pease hace lo mismo cuando escribe que “el Lincoln de Vidal es un hereje político que no cree en ninguno de los instrumentos políticos que apoyan la unión (el Congreso, los tribunales, la Constitución), excepto en la medida en que puedan complementar su voluntad de poder ejecutivo absoluto”.

El Lincoln de Vidal tampoco es el Gran Emancipador. El Lincoln de Vidal, como apunta Pease, “cree que la emancipación de esclavos conlleva su exportación al Caribe o a Liberia”. Pues, como apunta Kaplan, aunque “se opone a la libertad, Lincoln no cree que la esclavitud sea un asunto por el que merezca la pena luchar”. El Lincoln de Vidal dice a los delegados de la asamblea que “Haré lo que pueda para dar garantías y reasegurar a los estados del sur de que no queremos ningún daño para ellos. Es verdad que fui elegido para impedir la extensión de la esclavitud a los nuevos territorios de la Unión. Pero lo que hay ahora en el status quo de los estados del sur va más allá de mi poder (o deseo) incluso de alterar”. “Nunca he sido un abolicionista”, dice a su secretario de guerra, Edwin Stanton. A una delegación de hombres negros libres que acude a reunirse con él en la Casa Blanca, el Lincoln de Vidal declara que “vuestra raza, a mi juicio, está sufriendo el mayor mal infligido a ningún pueblo. Pero aunque dejéis de ser esclavos, seguís estando lejos de se colocado en pie de igualdad con la raza blanca”. Su secretario, John Hay, presente en la reunión, reflexiona que el presidente “se mantenía firme en su creencia de que la raza de color era inferior a la blanca”.

El hecho de que Lincoln siempre había encontrado difícil aceptar cualquier tipo de igualdad natural entre las razas derivaba, pensaba Hay, de su propia experiencia como hombre nacido sin ningún tipo de ventaja, que había llegado a lo más alto del mundo. Lincoln no tenía ninguna gran simpatía por los que pensaban que las circunstancias externas les habían dejado atrás.

A principio de su segundo periodo, el Lincoln de Vidal informa al congresista Elihu Washburne (R-Illinois) de su intención de “reembolsar a los propietarios de esclavos” por los esclavos liberados. Esto, dice a Washburne, “será una forma rápida de llevar dinero al sur para la reconstrucción”. Además del dinero, necesitará para ese plan, añade, “necesitaremos dinero para colonizar tantos negros como podamos en Centroamérica”. Washburne está algo atónito de que el presidente siga favoreciendo un plan así. “Cuando tienes una idea”, dice a Lincoln, “no la abandonas nunca, ¿verdad?” Lincoln replica: “No hasta que encuentre otra mejor. ¿Puedes imaginar cómo sería la vida en el sur si permanecieran los negros allí?”

El Lincoln de Vidal es firme en su creencia en que debería indemnizarse a los propietarios de esclavos por su pérdida y en que los esclavos liberados deberían ser deportados. También es forme en su creencia en que ambos asuntos son meramente tangenciales en la guerra entre Estados Unidos y los Estados Confederados. Más tarde, en 1861, cuando el desleal general de la Unión, John C. Frémont, declara la ley marcial en Missouri (un estado fronterizo) y anuncia que “confiscará todas las propiedades de los secesionistas, incluyendo sus esclavos, que serían liberados”, el Lincoln de Vidal declara “con angustia a Seward: ‘¡Esta es una guerra por una gran idea nacional, la Unión, y ahora Frémont ha tratado de arrastrar a ella a los negros!” Tal y como lo ve Vidal, esta interpretación de la guerra no era solo la de Lincoln, sino asimismo la de otros estadounidenses prominentes del momento. Por ejemplo, a principios de 1863, no mucho después de que el presidente hubiera realizado su discurso anual ante el Congreso, el John Hay de Vidal se encuentra conversando con el abogado, diplomático y periodista Charles Eames (1812–1867), que le asegura que “la guerra trata (…) del principio de que la Unión no puede disolverse, nunca”. Ese mismo año, más tarde, cuando las fuerzas de la Unión bajo el mando del general George G. Meade obtuvieron por fin una victoria decisiva sobre el ejército del norte de Virginia de Robert E. Lee en Gettysburg, Pennsylvania, Meade telegrafió a la Casa Blanca, según el relato de Vidal, que ahora pretendía “que el ejército hiciera más esfuerzos para eliminar de nuestro territorio todo vestigio de la presencia del invasor”. Al Lincoln de Vidal no le gustan las palabras elegidas por Meade. “Por supuesto, Pennsylvania es nuestro territorio”, dice a Hay. “Pero también lo es Virginia. También las Carolinas. También Texas. Son por siempre nuestro territorio. Por eso esta guerra y estos malditos idiotas no pueden entenderlo o no lo entenderán. Todo el país es nuestro territorio. No entiendo a estos hombres”.

Completamente de acuerdo con esta comprensión de lo que era la guerra está la opinión de Lincoln de cómo debería realizarse la reconstrucción una vez se ganar esta. Los republicanos radicales tomaron la formación de los Estados Confederados de América por lo que eran: “los estados en rebelión estaban fuera de la Unión y debían ser tratados como provincias conquistadas a una nación enemiga”.

Pero la postura de Lincoln era inquebrantable. La Unión era absolutamente indivisible. Ningún estado podría abandonarla nunca, por tanto ningún estado la había abandonado nunca. Ciertos elementos rebeldes habían visto apropiado hacer la guerra al gobierno central, pero cuando esos elementos fueran derrotados todo estaría como antes y los estados del sur enviarían representantes al Congreso, exactamente como habían hecho en el pasado.

Pero, por supuesto, después de la guerra nada fue como había sido antes de la guerra. No solo 600.000 estadounidenses habían perdido la vida en el conflicto, sino que otros 400.000 fueron heridos, muchos de ellos tullidos de por vida. En total, casi 1.000.000 de estadounidenses fueron bajas de guerra, de un total de poco más de 31.000.000. Si muriera o quedara herido en una guerra el 3% de la población actual de EEUU, veríamos casi 9.000.000 de bajas. También hubo un extenso daño a las propiedades, particularmente en el sur, daño tan extenso que pasarían muchas décadas antes de que pudiera considerarse algo parecido a una recuperación económica completa en ese lugar. Quizá lo más importante de todo, en la versión de Vidal de los años 1861-1865, fue que se estableció una serie de precedentes por parte de la administración Lincoln que, en años posteriores, justificaría la continua erosión de la libertad individual en Estados Unidos.

Pero el Lincoln de Vidal no limita su ataque a la Constitución a la suspensión del habeas corpus. Dice a Seward poco después de su primera tomad e posesión: “Ayer, a las tres de la tarde, ordené a todos los jefes de policía en el país que interceptaran todos los telegramas que se hayan enviado y una copia de todos los telegramas que se haya recibido en los últimos doce meses”. Seward se pregunta en voz alta acerca de “el fundamento legal para esta intercepción” y Lincoln contesta: “Los más amplios poder propios en la Constitución”. El Lincoln de Vidal censura la prensa, encarcelando a editores que se opnen a sus políticas. El barón Gerolt de Vidal, embajador prusiano en Washington, dice a Seward que su propio jefe, Otto von Bismarck, “admira mucho la forma en que arrestáis editores, pero no se atreve a hacer lo mismo en Prusia porque dice que, al contrario que vosotros, debe respetar la libertad de expresión”. El que el Lincoln de Vidal no respetara realmente la libertad de expresión se evidencia en su actuación contra el antiguo congresista de Ohio, Clement Vallandigham, que “sostenía que las medidas bélicas de Lincoln era ilegales e inconstitucionales y mucho peores que la deserción de los estados del sur”. El Lincoln de Vidal hace arrestar a Vallandigham y los exilia de la Confederación por la fuerza. El Lincoln de Vidal amenaza con poner a Nueva York bajo ley marcial para suprimir la oposición a la primera ley de servicios militar obligatorio de la nación. El Seward de Vidal reflexiona en 1864 sobre si ahora había “un dictador resuelto en la Casa Blanca, un Lord Protector de la Unión solo por el cual se había desarrollado la guerra” y que “Lincoln había sido capaz de convertirse en un dictador absoluto sin que nadie sospechara que fuera nada más que un abogado bromista y huraño de un lugar remoto”. Charlie Schuyler, el narrador de Burr, reaparece brevemente en unas escenas de Lincoln y, en las páginas finales de la novela, indica a John Hay que “Bismarck “ha hecho a Alemania lo mismo que lo que nos dices que hizo a nuestro país Mr. Lincoln”.

1876, Imperio y Hollywood

1876, la tercera novela de la serie Crónica americana, de Vidal, está narrada de nuevo en primera persona por Charlie Schuyler (ahora a principios de sus 60), que ha vuelto a Estados Unidos después de pasar 30 años en Europa, primero como miembro del cuerpo diplomático, luego como marido de un miembro independientemente rico de una familia noble. Su esposa hace ahora tiempo que murió, el dinero de Charlie se ha esfumado y la reciente e inesperada salida de este mundo de su rico yerno  (seguida por el descubrimiento de sus penurias cuidadosamente ocultadas), le han hecho una vez más responsable de su hábil hija, Emma, a quien creía bien casada y con su futuro garantizado. Charlie ha continuado teniendo escarceos con el periodismo a lo largo de los años, e incluso ha publicado un libro o dos. Así que vuelve con Emma a Estados Unidos en 1875 con tres objetivos: Charlie intentará ganar una suficiente cantidad como periodista independiente escribiendo para periódicos y revistas para sostener a ambos a un nivel decente; entretanto Charlie hará lo que pueda para ayudar a la gobernador de Nueva York, Samuel Tilden, a ser elegido presidente en las próximas elecciones e 1876 (y para convencer a Tilden de que le devuelva a París como embajador de EEUU en Francia) y Charlie también intentará ver si puede encontrar para su hija otro marido comparablemente bien apropiado. En el curso de la cobertura tanto de la campaña presidencial como  la Exposición del Centenario en Philadelphia y de la puesta en el mercado de su mujer ante pretendiente cualificados financieramente, Charlie conoce y retrata a numerosos personajes del periodo (Tilden, el congresista republicano y aspirante presidencial, James G. Blaine, el senador republicano y aspirante presidencial, Roscoe Conkling, Chester Alan Arthur (recaudador de aduanas del puerto de Nueva York), el presidente de EEUU, Grant, el periodista Charles Nordhoff y Mark Twain, entre otros, pero el énfasis no se encuentra aquí, como en Burr y Lincoln en lo que dicen y hacen estos personajes históricos reales. Tampoco la opinión de Vidal de esta gente famosa contradice la interpretación convencional de la misma forma que su visión de Lincoln o de los Padres Fundadores. Presenta a la administración Grant como plagada de corrupción, pero esto es un lugar común. Retrata a Tilden como legítimo vencedor de las elecciones de 1876, que fue desposeído de su derecho a la presidencia por el Partido Republicano y el Tribunal Supremo de EEUU, pero esto es otro lugar común. Lo destacado en 1876 son los personajes de ficción, Charlie y Emma y el nuevo marido rico que le encuentran, William Sanford.

En términos de cronología histórica, Sanford hace su primera aparición en la Crónica americana en las páginas de Lincoln, donde se presenta como un joven y rico capitán de la Unión, asistente del general Irvin McDowell, que dedicaba su tiempo libre a hacer la corte Kate Chase, hija del Secretario del Tesoro, Salmon P. Chase. “Planeo dejar el ejército al empezar el año”, dice Sanford a Kate a finales de 1862. “Podríamos ir a Francia. Hay una casa a la que he echado el ojo desde antes de la guerra. En St. Cloud, cerca de París. Podríamos llevar una vida maravillosa. Yo estudiaría música. Tú podrías estar en el corte, si quisieras”.

Kate no acepta la oferta de Sanford. Por el contrario, se casa con el igualmente rico, aunque algo borracho, senador (antes gobernador) de Rhode Island, William Sprague. Sanford sigue adelante, conoce y se casa con otra mujer, que aparece en 1876 como la deliciosa Denise Sanford, otro de los personajes de ficción cuyos dichos y hechos dominan las páginas de esta tercera novela de la serie de Vidal. Denise se queda embarazada y muere al dar a luz; el hijo pequeño de los Sanford, Blaise, queda solo. En semanas, Sanford se ha comprometido y casado con Emma. En un año, esta misma muere en el parto, dejando una hija, Caroline de Traxler Sanford, la tataranieta ilegítima de Aaron Burr.

Al empezar la cuarta novela de la serie de Vidal, Imperio, el año es 1898 y Caroline tiene 20 años. Está en una fiesta de un almuerzo que también incluye a John Hay, Henry James y Henry Adams. Hay y Adams nos son familiares desde Lincoln, en la que Hay era uno de los dos secretarios de Lincoln y un personaje con un punto de vista importante y Adamsera un joven amigo de Hay, retoño de la famosa familia Adams, pero decidido a hacerse a sí mismo como periodista. Hay está a punto de ser nombrado secretario de estado por el presidente republicano William McKinley, que acaba de llevar a la nación a la victoria contra España en la Guerra Hispano-Estadounidense. Sabemos que el padre de Caroline acaba de morir y que ella y su medio hermano Blaise están disputando acerca de las propiedades. Tratando de adelantarse a su hermano, Caroline se apropia de varios cuadros valiosos de su casa familiar, los vende y utiliza lo obtenido para comprar un diario agonizante, el Washington Tribune, que procede a transformar en un éxito periodístico. Lo hace no en pequeña parte siguiendo las lecciones nunca expresadas pero siempre implícitas en los sucesivos triunfos del jefe de Blaise, William Randolph Hearst. Así que, aunque Blaise trabaja como ayudante personal de Hearst y aunque codicia tener su propio periódico, es su medio hermana la que resulta ser la alumna más aplicada de Hearst.

Caroline dirige sola el Tribune durante siete años, tiempo en el que se queda embarazada de un congresista joven y casado, James Burden Day, y rápidamente se casa con un primo pobre para dar a su hija Emma un padre oficial y a sí misma un marido oficial, evitando a Day un escándalo que podría arruinar su carrera, liquidando las muchas deudas problemáticas de su marido y no revelando nunca, ni a su esposo ni a su hija, la identidad del padre real de Emma. Después de acabar recibiendo su herencia, Caroline lleva a Blaise a la dirección de su periódico como codirector. Decide invertir en bienes inmobiliarios en Georgetown, a pesar del hecho de que “son sobre todo negros”, porque “aquí y allá, se estaban restaurando casas del siglo XVIII por parte de los blancos ricos y astutos. Caroline se había quedado con dos casas unidas y las unifica”.
Sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que Caroline viviera solo parte del tiempo en Georgetown. En 1917, al empezar Hollywood, la quinta novela de la serie de Vidal, está adoptando una nueva identidad, como la actriz de cine mudo Emma Traxler y teniendo una segunda casa, esta vez en Los Ángeles. Entretanto, Blaise también se ha casado y tenido hijos, de los que el más joven, Peter Sanford, seguirá a su padre en el periodismo, excepto por el hecho de que desdeñará el mundo de los periódicos en favor del mundo de las revistas, dedicando su carrera a una revista de análisis y opinión llamada The American Idea. En el epílogo de La edad de oro, el sexto y último volumen de la Crónica americana de Vidal, estamos en la entrada del siglo XXI y se está entrevistando al viejo Peter Sanford, junto con su amigo Gore Vidal, en la casa de este en Italia para un documental de TV. El director-entrevistador que está realizando el documental es Aaron Burr (“A.B.”) Becker, nieto de la hija de Caroline, Emma y por tanto tataratataranieto del Aaron Burr original, con el que empezó el relato de la serie.

Las últimas tres novelas de la serie se centran más en lo que dicen y hacen la familia Sanford, James Burden Day y otros personajes de ficción y comparativamente menos en los acontecimientos y personajes históricos de los tiempos en que tienen lugar. Se hecho, las tres son una sola obra con respecto a esto. Fred Kaplan nos dice que Vidal había planificado originalmente que las dos primeras de estas tres novelas fueran un solo libro:

Durante buena parte de 1985-86 había trabajado en Destino manifiesto, el título provisional de la siguiente novela en la serie de historia estadounidense. Cuando el texto se hizo demasiado largo, utilizó buena para de este bajo el título Imperio (…) publicado en junio de 1987. (…) El resto se convirtió en la parte central del sucesor de Imperio, Hollywood, que se publicó en febrerod e 1990.

Harry Kloman sugiere que Imperio demasiado se “ocupa de frivolidades, mencionar personas importantes y deconstruir históricamente mediante cotilleos”, y Andrew Sullivan critica La edad de oro en términos muy similares:

Los personajes de la novela (escritores, senadores, propietarios de revistas políticas y sus incontables parientes) tienen tanto dinero que su conversación (…) equivale a poco más que a cotilleos. (…) A veces el libro parece uno de esos interminables artículos de Vanity Fair acerca de fiestas en la década de 1950 dadas por anfitrionas de alta sociedad que no importarían un rábano nada más que a un completo snob.

Por otro lado, debe reconocerse que todo este frívolo nombramiento de personas importantes para cotillear no es del todo irrelevante en el propósito de Vidal en la serie de Crónica americana. En buena parte, ese propósito es tratar ciertos aspectos del periodismo, como para agudo registro histórico, como influyente en la opinión pública y como centro de poder social. El periodismo es una presencia preeminente en toda la Crónica americana. Igual que los periodistas, tanto los reales, como William Cullen Bryant, Henry Adams y William Randolph Hearst como los ficticios como Caroline, Blaise y Peter Sanford. Lo que dicen y hacen estos periodistas sí tiene importancia temática, por muy frívola que pueda parecer a veces en ciertos momentos y a ciertos lectores. De hecho, podría decirse que su misma frivolidad y superficialidad ha de decirnos algo acerca de los periodistas y el periodismo en general.

Asimismo, aunque las últimas tres novelas en la serie sí se centran en mayor grado que las tres primers en los dicen y hacen los periodistas ficticios, no están en modo alguno limitadas a descripciones de estos periodistas. Los políticos importantes entre 1898 y 1954 también están retratados y en formas que difieren notablemente de los relatos más convencionales del periodo. Por ejemplo, el Secretario de Estado, John Hay, no ahorra palabras al describir el abierto racismo e imperialismo detrás de la política exterior que recomienda al presidente McKinley, cuando este último busca su consejo en el asunto de las Filipinas, recién “liberadas” de España. “Siempre he pensado”, dice el Hay de Vidal,

“que era tarea de las razas anglosajonas, concretamente de Inglaterra, ahora en decadencia, y nosotros la expansión, civilizar y”, Hay respiró profundamente y jugó su carta más valiosa, “cristianizar a las razas menos desarrolladas del mundo. Sé que Inglaterra cuenta con nosotros para continuar su papel histórico y ellos creen, igual que yo, que nosotros dos juntos podemos dirigir el mundo hasta que Asia despierte, mucho después de que hayamos desaparecido, espero, pero con nuestra ayuda actual, será un tipo distinto de Asia, una Asia cristiana, civilizada por nosotros y por tanto un reflejo de lo mejor de nuestra raza una vez que la historia haya decidido remplazarnos”.

No nos equivoquemos, el Hay de Vidal también asegura que tiene razones mercantilistas, así como racistas e imperialistas para creer que Estados Unidos debería mantener las Filipinas. “Las potencias europeas se están preparando para dividir China”, dice a McKinley. “Perderemos valiosos mercados si lo consiguen, pero si nos atrincheramos cerca, en Filipinas, podemos mantener abiertos los corredores marítimos con China, evitando que alemanes, rusos y japoneses perturben el equilibrio de poder del mundo”.

Las opiniones de Hay las comparte completamente el belicoso gobernador de Nueva York, Theodore Roosevelt, que está destinado a convertirse en el segundo vicepresidente de McKinley escasamente dos años después y, después del asesinato de este tras solo unos pocos meses de empezar su segundo mandato, en el hombre más joven que nunca haya asumido la presidencia estadounidense hasta ese momento. “¿Has leído al almirante Mahan sobre el poder marítimo?” reclama el Roosevelt de Vidal a Blaise Sanford durante una entrevista. “Publicado hace nueve años. Te abre los ojos. Lo reseñé en el Atlantic Monthly. Nos hicimos amigos en seguida. Sin poder marítimo, no hay imperio británico. Sin poder marítimo, no hay imperio estadounidense, aunque no usemos la palabra ‘imperio’ porque los espíritus delicados no pueden soportarla”. Luego el gobernador se pone realmente en marcha.

Roosevelt se movía ahora rápidamente en círculos en el centro de la habitación. Estaba poseído por un discurso. Mientras hablaba utilizaba todos los trucos que habría usado si Blaise fuera diez mil personas en el Madison Square Garden. Sus brazos subían y bajaban, la cabeza se echaba atrás como si fuera un signo de exclamación, el puño derecho se estrellaba contra la mano izquierda para remarcar el fin de un argumento perfeccionado y el principio del siguiente. “La degeneración de la raza malaya es un hecho, empecemos con eso. Solo podemos beneficiarles. Ellos solo pueden dañarse. Cuando gente como Carnegie nos dice que están luchando por la independencia, doy un argumento que dijiste para los filipinos que podría hacerse para los apaches. Toda palabra que pueda decirse para Aguinaldo podría decirse para Toro Sentado. Los indios no podían civilizarse, de la misma forma que no puede hacerse con los filipinos. Se interponen en el camino de la civilización”.

“Ahora hablo solo de salvajes”, insiste el Roosevelt de Vidal.

“Cuando Mr. Seward adquirió Alaska ¿pedimos el consentimiento de los esquimales? No lo hicimos. Cuando las tribus indias se rebelaron en Florida, ¿les ofreció Andrew Johnson una ciudadanía para la que no estaban preparados? No, les ofreció simple justicia. Que es lo que impondremos a unos pequeños hermanos pardos en Filipinas. La justicia y la civilización serán suyas con que solo aprovechen la oportunidad. ¡Mantendremos las islas!”

Más tarde, después de convertirse en presidente y pedir a Hay que permaneciera como secretario de estado, el Roosevelt de Vidal defiende las argucias diplomáticas y militares por medio de las cuales ha obtenido el derecho a entrar en Panamá para construir un canal en ese país centroamericano. “Se trata, John, de que hemos hecho algo útil para nuestro país. Nuestras flotas pueden ir y venir rápidamente del Atlántico al Pacífico”. Hay está perplejo. “¿Ves un futuro tan lleno de guerras?” pregunta al presidente. Y el Roosevelt de Vidal responde: “Sí. (…) También veo nuestra misión que es liderar lo que lideró en un tiempo Inglaterra, pero a escala mundial”.

Más tarde aún, cuando el presidente Woodrow Wilson ha llevado a Estados Unidos a entrar en la Primera Guerra Mundial, el Roosevelt de Vidal se presenta en la Casa Blanca para ofrecerse a dirigir una división de voluntarios en Francia. Allí aprovecha la oportunidad para ofrecer al presidente algún consejo sobre su dirección de la guerra. Apunta al presidente que “la prensa en alemán (…) ha sido, desde el principio, desleal a este país. Yo cerraría esos periódicos, por necesidades militares”. Wilson está algo desconcertado. “¿Eso no es… arbitrario?”, pregunta a Roosevelt. “Indudablemente tienen garantizadas las mismas libertades…” Pero Roosevelt le interrumpe. “Es la guerra, Sr. Presidente. Lincoln suspendió el habeas corpus, cerró periódicos y tendremos que hacer lo mismo”. Esto no es todo lo que recomienda al asombrado presidente. “Muchos posibles traidores, simpatizantes de Alemania, pretenden ser amantes de la paz, ser (¿cómo dicen?) ‘objetores de conciencia’. Bueno, ¡ya les daría yo conciencia! Les negaría el voto. Si están en edad militar y rechazan luchar por su país, deben perder su ciudadanía”.

Por su parte, el Wilson de Vidal, un “historiador profesional, que prefería el sistema parlamentario inglés al sistema ejecutivo estadounidense”, no es en absoluto reacio a la idea de ayudar a los británicos en todo lo que estos quieran- Una vez decide intervenir en la Primera Guerra Mundial para ayudar a los británicos, sigue el consejo de Roosevelt y censura con rigor a la prensa. Pero encuentra para su pesar que, incluso con sus críticos silenciados, hay insuficiente respaldo público para su guerra. Por consiguiente hay “demasiados pocos voluntarios”. Pero tiene una solución: “Debemos reclutar a los jóvenes. Reclutarlos obligatoriamente. Encontrar una nueva palabra para el reclutamiento, si es necesario, pero no importa cuál sea, hay poco tiempo para eso”. Por consiguiente, el Wilson de Vidal no pierde el tiempo en asegurarse de que “el servicio militar fuera (…) rápido y absoluto y tuviera otro nombre. El 5  de junio, diez millones de hombres entre veintiuno y treinta años se registraron bajo la Ley de Defensa Nacional para ‘servicio selectivo’ en las fuerzas armadas, lo que sonaba mejor que, digamos, carne de cañón en Francia”.

Hollywood y La edad de oro

Los sucesores de Wilson en la Casa Blanca, Warren G. Harding y Herbert Hoover, son ambos mucho más recelosos a compromisos con el exterior. (Vidal presta poca a tención a Calvin Coolidge, que estuvo en el cargo entre Harding y Hoover, tal vez porque Coolidge simplemente siguió la política exterior de Harding). Blaise Sanford mira a Harding y musita que

el hecho de que la carrera de Harding hubiera sido un éxito tan asombroso no podía atribuirse únicamente a la fortuna en bruto o el encanto animal. Sin fortuna y encanto, Harding probablemente no habría tenido carrera política. Pero había tenido la fortuna y el encanto y también algo más, difícil de definir porque era insistentemente modesto.

Tan modesto es el Harding de Vidal que da públicamente todo el mérito del triunfo de su administración en la Conferencia de Desarme Naval de Washington de 1921 a su secretario de estado, Charles Evans Hughes. De hecho, según cuenta Vidal, todo lo que había hecho Hughes era “leer punto por punto los detalles del plan secreto de Harding”, según el cual, “Estados Unidos estaba dispuesto a desmantelar treinta grandes barcos” y “se invitaba a Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia a deshacerse de cerca de dos millones de toneladas en barcos de guerra”.

Harding había entendido que si cualquier palabra de su plan se filtraba a la prensa, los expansionistas militares de todas partes habrían tenido tiempo para poner a la opinión pública en contra del desarme. De ahí la bomba, lanzada por Hughes en presencia de su benigno autor presidencial. La teoría de Harding era que una vez se hubiera apelado a la opinión mundial, no habría forma de que los distintos gobiernos se echaran atrás.

La teoría de Harding resultó correcta. Su “juego resultó. El mundo estaba en vilo y en el curso de una sola mañana Harding se convirtió en el personaje protagonista de la escena mundial y el más querido”.

Herbert Hoover, que entró en la Casa Blanca como presidente seis años después de la repentina muerte de Harding, intentó continuar la política exterior pacifista de su predecesor, solo para verse pronto envuelto en las maquinaciones de su propio secretario de estado, Henry L. Stimson. Stimson, de acuerdo con el Hoover de Vidal,

“quería hacer toda Asia de nuestra responsabilidad. Eso significa que si los japoneses quisieran entrar en Manchuria, iríamos a la guerra con ellos. Cuando me di cuenta de que estaban a punto de hacerlo, convoqué una reunión del Gabinete y leí la ley de disturbios de Henry. Estaba de acuerdo en que aunque el comportamiento de los japoneses en el Asia continental era deplorable, no estábamos amenazados en modo alguno, ni económica ni moralmente”.

Hacer la guerra bajo esas circunstancias resultaba repugnante para el Hoover de Vidal. “Nunca sacrificaría ninguna vida estadounidense en ningún lugar”, declara francamente, “salvo que nosotros mismos estemos amenazados directamente”. “La gente olvida”, se queja el Hoover de Vidal, “que cuando fui elegido presidente estábamos ocupándola mayoría de Centroamérica y el Caribe. Saqué a los marines de Haití, de Nicaragua y luego, cuando nuestros amantes de la guerra insistieron en que invadiéramos Cuba y Panamá y Honduras, dije que no”.

Después de 1932, Hoover es incapaz de impedir tan fácilmente la guerra, pues no ha sido reelegido para el cargo y ha sido reemplazado por Franklin Delano Roosevelt, un primo lejano del anterior Roosevelt republicano, que había sido tan belicoso y dispuesto a las hostilidades. El nuevo y demócrata Roosevelt “repite una y otra vez lo mucho que odia la guerra porque la ha visto”, declara el Hoover de Vidal con un desprecio evidente. “Como es habitual, miente. Viajó a un campo o dos de batalla después de que Alemania se hubo rendido. Y eso fue todo. No vio ninguna guerra. ¿Odia algo que nunca ha experimentado? ¿Quién sabe? Pero yo tuve que alimentar a las víctimas de esa guerra y no quería que ocurriera nunca de nuevo algo parecido. Pero sí Stimson. Sí Roosevelt. Los encuentro incomprensibles”.

Para cuando el Hoover de Vidal hace estos comentarios, las dos criaturas incomprensibles con cuyos motivos se maravilla tanto estaban trabajando afanosamente juntas, pues Roosevelt nombra a Stimson su secretario de guerra inmediatamente después de ganar un tercer mandato sin precedentes en la Casa Blanca en noviembre de 1940. Y a partir de entonces, el Stimson de Vidal y el FDR de Vidal conspiran para transformar en 180º la opinión pública estadounidense para que esté a favor de lo que defienden fervorosamente: la intervención de EEUU en la guerra europea que empezó en 1939. Otro de sus co-conspiradores es Harry Hopkins, el antiguo trabajador social convertido en confidente y consejero del presidente. “Un arquitecto importante del New Deal, como se llamó al plan presidencial, en buena parte fracasado, de acabar con la Gran Depresión, Hopkins era el hombre en la sombra, siempre susurrando al oído del presidente, mientras experimentaban con programas y manipulaban secretamente a amigos y enemigos”. Y quiso la
suerte que Hopkins también se convirtiera en amigo íntimo de Caroline Sanford, que vuelve a Washington en 1939, al principio de La edad de oro. Tiene 60 años y ha estado la última década en Europa, pero ahora se inclina por ser parte activa de nuevo en la publicación diaria del Washington Tribune. Su amistad con Hopkins le hace conocer mucha información interesante.

Hopkins dice a Caroline:

“No hay manera de que nosotros (en todo caso esta administración) dejemos que caiga Inglaterra. Siempre podemos manejar a los aislacionistas aquí en casa (…) con algún camuflaje protector para Churchill, para Inglaterra. El hecho es que no han sido una gran potencia desde 1914. Pero todos seguíamos simulando que lo era hasta que apareció Hitler. Hasta entonces todo había sido una especie de farol. Por eso seguimos con una relación especial entre naciones angloparlantes (…) ocultando el hecho de que somos ahora el imperio mundial y ellos son simplemente un satélite. Un puñado de islas lejanas. Indudablemente nos son cercanos en muchas cosas, pero no les necesitamos. Con franqueza, podemos sobrevivir (incluso prosperar) son ellos, que es la malvada opinión de los aislacionistas inteligentes, que no son solo los de America First, como les gusta decir en sus discursos, sino Amerika über Alles”.

La cuestión es cómo iba a implicar el presidente a Estados Unidos en la guerra europea, yendo en ayuda de los británicos, cuando la mayoría de los estadounidenses estaba claramente en contra de tal intervención. El antiguo senador de EEUU por Oklahoma, Thomas Pryor Gore, el político ciego que fue cesado en el cargo en 1936 por sus electores (tal vez por su declarada crítica al popular, aunque “en buena parte fracasado”, New Deal, permanece en Washington, donde ha realizado buena parte de su carrera, ejerciendo el derecho, hablando de política con sus numerosos amigos dentro y alrededor del Distrito y confiando en su nieto, Eugene Luther Vidal, Jr. (que posteriormente se convertiría en famoso como el novelista, dramaturgo y ensayista Gore Vidal), como ayudante y guía alrededor del Capitolio. En una conversación con el senador ficticio, James Burden Day, el Gore de Vidal declara inequívocamente que “el presidente tiene un plan, incluso una especie de calendario” y está “provocando a Japón para que nos ataque para poder mantener su promesa de que, si era elegido, ningún hijo tuyo peleará en una guerra extranjera, excepto que, por supuesto, seamos atacados”. En ese caso, si el atacante fuera Japón, no solo “la nación (…) estaría dispuesta en entrar en la guerra”, sino que Estados Unidos también estaría implicado en el conflicto europeo “porque Alemania e Italia tendrían que cumplir con su tratado militar con Japón”.

“Es una jugada muy inteligente”. El ojo de cristal de Gore se ha desviado al norte, mientras que el ojo ciego estaba medio cerrado. “El 80% de nuestro pueblo no quiere que volvamos a Europa para una segunda guerra mundial y nada les convencerá, sin que importen los muchos barcos nuestros que hundan los alemanes. Así que al menos hemos aprendido esta lección desde la última vez. Pero hacer que los japoneses ataquen primero es verdaderamente genial, genialmente malvado”.

Hopkins enseña a Caroline la inteligencia de su plan. “Es más inteligente por parte del presidente dejarles hacer el primer movimiento. Creemos que atacarán Manila y si por un milagro consiguen reventar a ese grano en el culo que es MacArthur, nuestro golpe será verdaderamente un exitazo”. Si embargo, aunque no revienten a MacArthur “no iremos a la guerra sin todo nuestro pueblo unido detrás. Bueno, no estuvieron ni cerca de estar unidos aunque perdíamos un barco tras otro ante los nazis sin que nadie se inmutara. Así que debemos dar un gran golpe y luego…”

Hopkins se detiene y Caroline se dirige a él preguntándole: “Luego ¿qué?”

“Luego iremos a por ello”, replica Hopkins. “A por todo. Y lo conseguiremos”.

“¿Qué es ello?”, pregunta Caroline, frustrada.

“El mundo”, le dice Hopkins. “¿Qué otra cosa hay ahí que podamos tener?”

El Roosevelt de Vidal consigue provocar a los japoneses para que ataquen Pearl Harbor. Consigue también ocultar su conocimiento previo de este acontecimiento por el mando naval en Hawaii, asegurándose así que el “gran golpe” a su nación es realmente grande, suficientemente grande, suficientemente devastador, como para hacer que haya el cambio completo en la opinión pública necesario para que el presidente lleve a la nación a una guerra extranjera sin cometer un suicidio político en el proceso. Sin embargo, FDR no vive para ver el fin de la guerra a la lleva a su nación. Ese placer recae en su sucesor, el sencillo mercero de Missouri, Harry S. Truman. Y Truman no escatima palabras para dejar claro que está a favor precisamente del tipo de mundo dominado por Estados Unidos previsto por Roosevelt y Hopkins. Cuando Peter, el hijo de Blaise Sanford, acude a uno de los primeros discursos de Truman sobre política exterior para su revista The American Idea, descubre que

el presidente no solo asumía con brío la primacía global de Estados Unidos, sino que dejaba claro que desde ese momento en adelante, Estados Unidos podía interferir e interferiría en las disposiciones políticas de cualquier nación en la tierra porque “Creo que debe ser la política de Estados Unidos apoyar a los pueblos libres que están resistiendo los intentos de sometimiento por presiones externas”.

Por otro lado, esto no equivale a decir que toda la política exterior del presidente Truman hubiera contado con la aprobación de Roosevelt o Hopkins. Por el contrario, como dice Hopkins a Caroline:

“Henry Wallace dice que Harry estará de acuerdo contigo antes de que hayas dicho realmente lo que quieres decir. Luego ira por ahí diciendo a todos que te ha mandado al infierno. Ahora parece que quiere mandar a Stalin al infierno. Malas noticias. El Jefe siempre estaba dispuesto a tratara Stalin de un manera normal. Como cabeza de la otra gran potencia mundial. Por eso Stalin confiaba en él, en la medida que los rusos confían alguna vez en alguien. Luego Harry abandona Postdam y empieza a renegar de todos los acuerdos a los que llegamos en Yalta. Todo porque ha conseguido la bomba atómica y ellos no. Así que vamos a tener una carísima carrera de armamentos y problemas por todas partes”.

Así que, en resumen, las novelas de la Crónica americana de Gore Vidal relatan una historia estadounidense que parecería extraña a cualquiera cuya comprensión del asunto se limitara a los que se ha pensado convencionalmente en escuelas y universidades públicas estadounidenses. En la historia estadounidense de Vidal, los Padres Fundadores no son santos de piedra, sino mortales falibles motivados tan a menudo por la vanidad, la avaricia y la lujuria (ya sea de poder o de carne de atractivas esclavas jóvenes) como por cualquier creencia en la nobleza de su causa y más a menudo inclinados a beneficiarse, junto con los miembros de su clase social, que a beneficiar a los estadounidenses en general. En la historia estadounidense de Vidal, Abraham Lincoln conservó la Unión a costa de destruir en ella todo lo que habría hecho que mereciera la pena su conservación: las protecciones supuestamente otorgadas por la Constitución a los derechos inalienables individuales de los ciudadanos estadounidenses. En la historia estadounidense de Vidal, una conspiración de imperialistas racistas se había apropiado del control del gobierno federal en escasamente más de cien años de la ratificación de la Constitución y enviado a sus jóvenes a una continua intromisión internacional y matanzas en masa que culminaron con la destrucción total de dos ciudades japonesas. En la historia estadounidense de Vidal, fue Estados Unidos, no la Unión Soviética, la que empezó y prolongó luego la Guerra Fría.


Publicado el 3 de agosto de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email