La larga historia de las mentiras para la guerra

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[The Ruses for War: American Interventionism Since World War II • John B. Quigley • Prometheus Books, 2007 • 433 páginas]

El libro de John Quigley tiene una valiosa tesis principal y creo que una afirmación aún más valiosa que subyace a esta tesis. El propósito de su libro, nos dice Quigley, es explorar “las acciones militares en el exterior de EEUU durante el último medio siglo. Vemos en cada caso qué dijeron y qué razones dieron el presidente y sus asesores. Luego examinamos la situación a la vista de lo que sabemos hoy para determinar si la administración fue sincera” (pp. 14-15).

Quigley, una autoridad en derecho internacional, examina en torno a treinta casos, empezando por la Guerra de Corea y acabando con Iraq, donde Estados Unidos ha utilizado la fuerza. En cada caso demuestra que la explicación de la administración ha sido abiertamente falsa. Por ejemplo, a menudo se dijo que debíamos intervenir para proteger a los ciudadanos estadounidenses en una crisis extranjera, pero resulta que casi todos estos estadounidenses habían abandonado la escena antes de que llegaran nuestras fuerzas expedicionarias.

En nuestra ridícula invasión de Granada en 1983, la administración mantuvo que necesitaba proteger a los estudiantes estadounidenses de medicina ante las facciones en guerra del partido izquierdista en el poder. Los estudiantes no habían sido dañados, la administración “no pudo presentar una explicación lógica de por qué el gobierno de Granada podría tomar rehenes” y cuando llegó al fuerza de “rescate”, ignoró a los estudiantes.

Pero nuestro autor parece aquí vulnerable a una objeción, Tal vez el público no puede entender las políticas del poder. Solo estadistas experimentados, sabios en las intrigas de la diplomacia puedan guiar a nuestro país. Si es necesario, el público dirigido emocionalmente debe ser engañado por su propio bien. Arthur Sylvester, Subsecretario de Defensa en la administración Kennedy dijo en 1962 “que en situaciones de crisis creía en ‘el derecho propio del gobierno a mentir”. Hablaba de mentir eufemísticamente como ‘generación’ de noticias y decía que la ‘gestión de noticias’ era ‘parte del arsenal de armas’ del gobierno” (p. 380).

Aquí entra precisamente en escena la afirmación subyacente del libro de Quigley. Demuestra, caso tras caso, que el presidente y sus cohortes no actuaban para proteger del peligro a Estados Unidos. Muy al contrario, la administración creó crisis bajo pretextos endebles. Lejos de ser guardianes platónicos que habían percibido la forma del Bien, los poderes gobernantes eran torpes de gatillo fácil.

Una nueva objeción amenaza con cerrarnos el camino. “Sin duda”, puede decirse, “si uno acepta la explicación de Quigley de las diversas crisis, se deduce su afirmación subyacente: el gobierno de EEUU se ha dedicado continuamente a intervenciones innecesarias en el extranjero. Pero no deberíamos aceptar lo que dice Quigley. Es un izquierdista, siempre inclinado a mostrar a EEUU como culpable”.

La objeción no funciona. La compresión de Quigley del libre mercado es menos que ideal y algunas veces me parece que ve la política exterior comunista con una indebida simpatía. Por ejemplo, dice que el que Kruschev mandar misiles a Cuba era un movimiento defensivo para impedir una invasión estadounidense. Puede que sea cierto, pero Quigley no dice, como debería haber hecho, que la acción rus fue un movimiento peligrosamente provocador. Asimismo, su declaración e que “Castro acabó asociando su destino al kremlin, pero nunca quedó claro si esto fue porque Castro nos rechazó o porque nosotros le rechazamos” (p. 97) ignora las evidencias de que Castro había sido un comunista convencido desde finales de la década de 1940.[1]

Sin embargo hay muy pocas declaraciones cuestionables en la gran cantidad e material que ha amasado nuestro autor. Y, mucho más importante, la tesis de Quigley no depende de la aceptación de sus opiniones sobre los oponentes de Estados Unidos, aunque sea normalmente correcta. Como demuestra indiscutiblemente, los políticos estadounidenses actuaron antes de que nuestro supuesto enemigo  pretendiera hacerlo. Incluso así, si uno piensa que Estados Unidos sí afrontó amenazas reales, la mayoría del alegato de Quigley permanece intacto.

Unos pocos ejemplos os mostrarán el poder del análisis de Quigley. La Guerra de Corea empezó poco después del 25 de junio de 1950, cuando “el sur informó acerca de un ataque del norte y dijo que la lucha continuaba en toda Corea a lo largo del paralelo [38]. El norte afirmó precisamente lo contrario. Radio Pyongyang anunciaba que el sur ‘inició una invasión por sorpresa del norte a lo largo de todo el frente del paralelo 38 al amanecer del día 25’” (p. 31).

Estados Unidos no esperó hasta que la situación se aclarara: por el contrario, la administración Truman pidió autorización al Consejo de Seguridad de la ONU para rechazar el ataque. Al hacerlo, ignoraba el hecho de que las escaramuzas fronterizas entre los dos regímenes coreanos se habían producido durante meses antes de junio de 1950. Además, Syngman Rhee, el impopular líder de Corea del Sur, tenía muchas razones para invadir. Su gobierno era impopular y solo la crisis de la guerra podía impedir su sustitución. (Quigley basa su explicación de la guerra en Bruce Cumings, la principal autoridad estadounidense en la guerra, junto con su propia investigación de fuentes primarias. Cumings, en muchos aspectos, confirmaba la obre revisionista pionera de I.F. Stone, The Hidden History of the Korean War (Nueva York, 1952), un libro muy apreciado por Murray Rothbard. Stone, aunque en aquel entonces era sin duda un simpatizante comunista, era sin embargo un excelente investigador).

Tampoco esta vez el alegato de Quigley depende de su explicación de los motivos de Rhee. Aunque uno asuma que Corea del Norte estaba decidida a la conquista, sigue dándose el caso de que Estados Unidos no tenía evidencias fiables sobre las que basar su acusación de la agresión de Corea del Norte. Las afirmaciones de la administración de Truman eran, por usar una expresión de Churchill, “inexactitudes terminológicas” y su prisa por juzgar retrasó durante más de dos años una solución negociada de la disputa entre las dos Coreas. De forma similar, China entró en la guerra solo después de ataques deliberados a plantas hidroeléctricas en Corea que proporcionaban energía a Manchuria y sus incursiones en Corea fueron al principio muy vacilantes. Estados Unidos afirmó sin base suficiente que China pretendía conquistar Corea para llevarla dentro del imperio comunista mundial. A decir verdad, el comandante supremo estadounidense, Douglas MacArthur, buscaba inducir el ataque chino, ya que tenía esperanzas de derrocar al gobierno comunista chino.

Por si no fuera bastante, Estados Unidos hizo otra afirmación engañosa. Declaró que Corea del Sur era víctima de una agresión internacional. Pero incluso aunque el Norte hubiera lanzado una invasión a escala total del Sur instigada por chinos o rusos, el mejor caso para la postura de EEUU, la afirmación estadounidense habría seguido siendo falsa. Corea del Norte y Corea del Sur no eran en ese momento países independientes: simplemente los dos regímenes controlaban zonas administrativas, supuestamente temporales. El conflicto era por tanto una guerra civil, pero si EEUU la hubiera calificado como tal, habría sido incapaz de obtener el respaldo de la ONU para repeler una invasión extranjera. Así que mentir era mucho mejor para sus propósitos. Cuando las fuerzas de EEUU, antes de la entrada china, derrotaron al ejército de Corea del Norte, rechazaron detenerse en el paralelo 38, basándose en que este no era una frontera internacional. Corea era un país o dos, dependiendo de lo que mejor sirviera a los propósitos de la administración Truman.

El patrón de mendacidad ha permanecido constante durante cincuenta años desde Corea. Todos saben la forma en que nos mintió Bush en la guerra de Iraq, pero la invasión de Afganistán ha conseguido mucha mejor prensa. ¿No era necesario derrocar al gobierno talibán, que ofrecía un santuario a Osama bin Laden? Quigley demuestra que esta opinión se basa en supuestos dudosos.

Primero, cuando Estados Unidos demandó a Afganistán la entrega de bin Lade, ignoró los procedimientos acostumbrados de derecho internacional. “El procedimiento internacional normal para la entrega de un sospechoso es la extradición. El gobierno que pretende la entrega proporciona información para mostrar causa probable de que la persona buscada cometiera un delito. Un tribunal en el país al que se requiere la extradición examina las pruebas en un tribunal y decide si hay suficientes evidencias de que la persona acusada cometiera l delito en cuestión. Al pedir evidencias, los talibanes estaban así siguiendo los estándares aceptados internacionalmente” (pp. 360-361).

Por el contrario, Estados Unidos reclamó que los talibanes entregaran a bin Laden y otros líderes de al-Qaeda sin los procedimientos habituales; cuando los talibanes no lo hicieron, se procedió a la invasión. Los talibanes mostraron voluntad de negociar las condiciones para la entrega de los sospechosos, pero EEUU no discutiría su ultimátum. Si los talibanes no eran sinceros, podría haberse determinado pronto, pero EEUU no esperaría.

Como apunta apropiadamente Quigley, la fuerza militar se supone que ha de ser el último recurso en una crisis, no el primero. Uno puede añadir al alegato de Quigley que, aceptando tal cual el ultimátum estadounidense, la fuerza podría utilizarse correctamente solo para detener a bin Laden y sus cohortes. EEUU no tenía derecho al eslogan de la administración Bush, “cambio de régimen”.[2]

Como se mencionó antes, las falsas afirmaciones de la administración acerca de Iraq son de conocimiento común. Iraq no tenía ADM para amenazar a Estados Unidos en el momento en que Bush ordenó una invasión: muy al contrario, Iraq se había visto incapacitado por repetidos bombardeos y un bloqueo.

Pero aunque Saddam Hussein no supusiera ninguna amenaza inmediata, ¿no mostró sus malignas intenciones intentando que se asesinara al primer presidente Bush durante una visita a Kuwait en 1993? En uno de los capítulos más interesantes del libro, Quigley demuestra que esta afirmación se basa en evidencias dudosas. La Secretaria de Estado Albright dijo al Consejo de Seguridad de la ONU que bombas encontradas en los sospechosos tenían ciertos componentes solo disponibles en Iraq. Seymour Hersh mostró fotografías de las bombas en las que Albright basaba su presentación a siete expertos independientes en explosivos. Negaron su afirmación: la circuitería en los dispositivos estaba disponible y no era de proveniencia exclusiva iraquí. El químico del FBI, una de las primeras autoridades del mundo, estaba de acuerdo con los expertos independientes, pero su informe fue alterado de forma que la administración Clinton pudiera proceder con su plan de bombardear Iraq.

La extensiva investigación de Quigley de la política estadounidense es un valiosísimo recurso para cualquiera interesado en verificar las afirmaciones estadounidenses en política exterior frente los registros históricos.[3]


[1] Ver, por ejemplo, Nathaniel Weyl, Red Star Over Cuba (Nueva York, 1961).

[2] Quigley no discute afirmaciones de que la administración Bush o tenía un conocimiento culpable o instigó ella misma lo ataques del 11-S. Ver , por ejemplo, David Ray Griffin, The New Pearl Harbor y mi reseña en The Mises Review del verano de 2004. Encuentro muy difícil evaluar estas afirmaciones, ya que en buena parte se basan en detalles técnicas para los que me faltan conocimientos.

[3] El libro mantiene un alto nivel de precisión, pero he advertido un error. Hiram Johnson fue un senador de California, no de Texas (p. 23).


Publicado el 20 de julio de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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