De la imposibilidad del gobierno limitado y las perspectivas de una segunda revolución americana

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[Este artículo se publicó originalmente en Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, editado por John V. Denson, pp. 667-696]

En una encuesta reciente, se preguntaba a gente de distintas nacionalidades lo orgullosos que estaban de ser estadounidenses, alemanes, franceses, etc. y si creían que el mundo sería un lugar mejor si otros países fueran como el suyo. Los países mejor clasificados en términos de orgullo nacional fueron Estados Unidos y Austria. Por muy interesante que pueda ser considerar el caso de Austria, ahora nos concentraremos en Estados Unidos y la cuestión de si esa afirmación estadounidense puede estar justificada y en qué grado.

A continuación identificaremos las tres principales fuentes de orgullo nacional estadounidense, siendo las dos primeras fuentes justificadas de orgullo, mientras que la tercer representa en realidad un funesto error. Finalmente, veremos cómo podría repararse este error.

I- Un país de pioneros

La primera fuente de orgullo nacional es el recuerdo del no tan lejano pasado colonial de Estados Unidos como país de pioneros.

De hecho, los colonos ingleses que llegaron a Norteamérica fueron el último ejemplo de los logros gloriosos de aquello a lo que se refería Adam Smith como “un sistema de libertad natural”: la capacidad de crear una comunidad libre y próspera a partir de cero. Al contrario de la consideración hobbesiana de la naturaleza humana (homo homini lupus est) los colonos ingleses demostraron no solo la viabilidad y el atractivo de un orden social anarcocapitalista sin estado. Demostraron cómo, de acuerdo con las opiniones de John Locke, la propiedad privada se originaba naturalmente mediante la apropiación original de una persona (su uso y transformación voluntarios) de territorio previamente sin utilizar (salvaje). Además, demostraron que, basándose en el reconocimiento de la propiedad privada, la división del trabajo y el intercambio contractual, los hombres eran capaces de protegerse eficazmente contra agresores antisociales, principalmente por medios de autodefensa (existían menos delitos de los que existen hoy) y a medida que la sociedad crecía cada vez más en prosperidad y complejidad, por medio de la especialización, es decir, por instituciones y agencias como registros de propiedad, notarías, abogados, jueces, tribunales, jurados, sheriffs, asociaciones de defensa mutua y milicias populares.[1]

Además, los colonos americanos demostraron la importancia sociológica fundamental de la institución de las alianzas: de asociaciones de colonos ligüística, étnica, religiosa y culturalmente homogéneos liderados y sujetos de la jurisdicción interna de un líder-fundador para asegurar la cooperación humana pacífica y mantener la ley y el orden.[2]

II- La Revolución Americana

La segunda fuente de orgullo nacional es la Revolución Americana [la Guerra de Independencia].

En Europa no había habido fronteras abiertas durante siglos y la experiencia de colonización intra-europea era un pasado remoto. Con el crecimiento de la población, las sociedades habían asumido una estructura cada vez más jerarquizada: de hombres libres y sirvientes, señores y vasallos, señores feudales y reyes. Aunque significativamente más estratificadas y aristocráticas que la América colonial, las llamadas sociedades feudales de la Europa medieval eran también órdenes sociales normalmente sin estado.

Un estado, de acuerdo con la terminología generalmente aceptada, se define como un monopolista territorial obligatorio de la ley y el orden (quien toma las decisiones definitivas). Señores feudales y reyes no cumplen normalmente con los requisitos de un estado: solo pueden fijar impuestos con el consentimiento de los gravados y en su propio territorio el hombre libre es tan soberano (toma las decisiones definitivas) como lo es el rey feudal en el suyo.[3] Sin embargo, en el curso de varios siglos estas sociedades originalmente sin estado se habían transformado gradualmente en monarquías absolutas (estatistas). Aunque originalmente se habían reconocido voluntariamente como protectores y jueces, los reyes europeos habían conseguido por fin tener éxito en establecerse como jefes de estado hereditarios. Con la resistencia de la aristocracia, pero ayudados por el “pueblo llano”, se habían convertido en monarcas absolutos con el poder de fijar impuestos y tomar decisiones definitivas respecto de las propiedades de los hombres libres.

Esta evolución europea tuvo un doble efecto en América. Por un lado, Inglaterra también estaba gobernada por un rey absoluto, al menos hasta 1688 y cuando llegaron los colonos ingleses al nuevo continente, el gobierno del rey se extendió a América. Al contrario de los colonos que se basaban en la propiedad privada y su producción privada (voluntaria y cooperativa) de administración de seguridad y justicia, el establecimiento de colonias y administraciones reales no era el resultado de una apropiación original y de contratos (de hecho, ningún rey inglés había puesto nunca un pie en el continente americano), sino de la usurpación (declaración) y la imposición.

Por otro lado, los colonos trajeron otra cosa de Europa. Allí, la evolución de feudalismo al absolutismo real no solo había encontrado la resistencia de la aristocracia, sino que también tuvo oposición teórica que recurría a la teoría de los derechos naturales originada en la filosofía escolástica. De acuerdo con esta doctrina, el gobierno se suponía contractual y todo agente público, incluyendo al rey, estaba sujeto a los mismos derechos y leyes universales que todos los demás. Aunque esto podía ser el caso en tiempos anteriores, indudablemente ya no era verdad para los modernos reyes absolutos. Los reyes absolutos eran usurpadores de los derechos humanos y por tanto ilegítimos. Por tanto, la insurrección no solo estaba permitida, sino que se convertía en una obligación aprobada por el derecho natural.[4]

Los colonos americanos estaban familiarizados con la doctrina de los derechos naturales. De hecho, a la luz de su propia experiencia personal con los logros y efectos de la libertad natural y como disidentes religiosos que habían dejado a su madre patria en desacuerdo con el rey y la Iglesia de Inglaterra, eran particularmente receptivos a esta doctrina.[5]

Apoyándose en la doctrina de los derechos naturales, animados por la distancia del rey inglés y estimulados aún más por la censura puritana a la pereza, el lujo y la pompa real, los colonos americanos se levantaron para librarse del gobierno británico.

Como escribía Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia, el gobierno se instituyó para proteger la vida, la propiedad y la búsqueda de la felicidad. Toma su legitimidad del consentimiento de los gobernados. Por el contrario, el gobierno real británico afirmaba que podía gravar con impuestos a los colonos sin su consentimiento. Si los gobiernos no hacen lo aquello para lo que fueron creados, declaraba Jefferson. “es derecho del pueblo cambiarlos o abolirlos e instituir un nuevo gobierno, estableciendo sus fundamentos en dichos principios y organizando sus poderes de la forma en que le parezca mejor para conseguir su seguridad y felicidad”.

III- La Constitución Estadounidense

¿Pero cuál fue el siguiente paso una vez que se obtuvo la independencia de Gran Bretaña? Esta pregunta lleva a la tercera fuente de orgullo nacional (la Constitución Estadounidense) y la explicación de por qué esta constitución, el lugar de ser una fuente legítima de orgullo, representa un funesto error.

Gracias a los grandes avances en teoría política y económica desde finales del siglo XVIII, en particular a manos de Ludwig von Mises y Murray Rothbard, somos hoy capaces de dar una respuesta precisa a esta cuestión. Según Mises y Rothbard, una vez que ya no hay libre entrada al negocio de la protección y la decisión, el precio de la protección y la justicia aumentará y su calidad bajará. En lugar de ser un protector y juez, un monopolista obligatorio se convertirá en un gángster de la protección, en el destructor e invasor de la gente y la propiedad que se supone que protege, un belicista y un imperialista.[6]

De hecho, el hinchado precio de la protección y la perversión de la antigua ley por parte del rey inglés, cosas ambas que llevaron a la revuelta a los colonos americanos, fueron la consecuencia inevitable del monopolio obligatorio. Habiéndose independizado y expulsado a los ocupantes británicos con éxito, solo habría hecho falta que los colonos americanos dejaran a las instituciones existentes de autodefensa que se crearon localmente y a la protección y decisión privadas (voluntarias y cooperativas) por parte de agentes y agencias especializados se ocuparan de la ley y el orden.

Pero esto no pasó. Los americanos no solo no dejaron que cayeran en el olvido las instituciones reales heredadas de las colonias y los gobiernos coloniales: los reconstruyeron con las antiguas fronteras políticas en forma de estados independientes, cada uno dotado de sus propios poderes coactivos (unilaterales) fiscales y legislativos.[7] Aunque esto ha sido bastante malo, los nuevos estadounidenses empeoraron las cosas adoptando la Constitución Estadounidense y reemplazando una vaga confederación de estados independientes por el gobierno central (federal) de los Estados Unidos.

La Constitución mantenía la sustitución de un rey no elegido por un parlamento y un presidente elegidos por el pueblo, pero no cambiaba en nada respecto de su poder de fijar impuestos y legislar. Por el contrario, los poderes del rey inglés de fijar impuestos sin consentimiento solo se habían asumido de forma no explícita y por tanto estaban en disputa,[8] la Constitución otorgaba explícitamente este mismo poder al Congreso. Además, mientras que los reyes (en teoría, incluso los reyes absolutos) no se consideraban como los creadores, sino solo los intérpretes y ejecutores de una ley preexistente e inmutable, es decir, como jueces en lugar de legisladores,[9] la constitución otorgaba explícitamente al Congreso el poder legislativo y al presidente y el Tribunal Supremo los poderes de ejecutar e interpretar dicho derecho legislado.[10]

En realidad, lo que hacía la Constitución Estadounidense era solo esto: En lugar de un rey que considerara a la América colonial como su propiedad privada y los colonos como sus arrendatarios, la Constitución ponía a encargados temporales e intercambiables al mando del monopolio de justicia y protección del país.

Estos encargados no poseían el país, sino que mientras estuvieran en el cargo, podían hacer uso de éste y de sus residentes para su propio provecho y el de sus protegidos. Sin embargo, como predice la teoría económica elemental, esta disposición institucional no eliminará la tendencia a seguir el propio interés de un monopolista de la ley y el orden hacia una creciente explotación. Por el contrario, solo tiende a hacer esta explotación menos calculadora, más miope y derrochadora. Como explicaba Rothbard:

mientras que un propietario privado, seguro de su propiedad y dueño de su valor de capital, planea el uso del recurso durante un largo periodo de tiempo, el dirigente debe exprimir la propiedad tan rápido como pueda, pues no tiene esa seguridad en la propiedad. (…)los dirigentes poseen el uso de los recursos, pero no su valor de capital (excepto en el caso de la “propiedad privada” de un monarca hereditario). Cuando sólo se puede poseer el uso actual, pero no el propio recurso, rápidamente se produce un agotamiento antieconómico de dichos recursos, pues a nadie le beneficia su conservación y beneficia a todos los propietarios utilizarlo tan rápido como sea posible. De la misma manera, los dirigentes consumirán su propiedad tan rápido como les sea posible. (…) El propietario individual, seguro de su propiedad y su recurso de capital, puede elegir la visión a largo plazo, pues quiere mantener el valor de capital de su recurso. Es el dirigente el que debe tomar el dinero y correr, el que debe arruinar la propiedad mientras aún esté al mando.[11]

Además, como la Constitución otorgaba explícitamente un “libre acceso” al gobierno del estado (cualquiera podía convertirse en miembro del Congreso, presidente o juez del Tribunal Supremo), disminuyó la resistencia contra las invasiones a la propiedad del estado y como consecuencia de la “libre competencia política” toda la estructura que caracterizaba a la sociedad se distorsionaba y cada vez peores personas ascendían a la cumbre.[12]

El libre acceso y la competencia no siempre son buenos. La competencia en la producción de bienes es buena, pero la competencia en la producción de males no lo es. La libre competencia en matar, robar, falsificar o estafar, por ejemplo, no es buena: es peor que mala. Aún así, esto es precisamente lo que se instituía con la libre competencia política, es decir, con la democracia.

En todas las sociedades existe gente que codicia la propiedad de otro hombre, pero en la mayoría de los casos la gente aprende a no seguir este deseo o incluso a lamentar pensarlo.[13] En una sociedad anarcocapitalista en concreto, cualquiera que actúe siguiendo ese deseo se consideraría un criminal y se reprimiría por violencia física. Por el contrario, bajo un gobierno monárquico, solo una persona (el rey) puede actuar siguiendo su deseo de la propiedad de otro hombre y eso es lo que le convierte en una amenaza potencial. Sin embargo, como solo él puede expropiar mientras que a todos los demás se les prohíbe actual de igual modo, toda acción del rey estará sujeta a la máxima sospecha.[14] Además, la selección de un rey se hace por el accidente de su noble cuna. Su única cualificación característica es su formación como rey futuro y preservador de la dinastía y sus posesiones. Por supuesto, esto no garantiza que no sea malvado, pero al mismo tiempo no impide que un rey pueda ser en realidad un diletante inocuo o incluso una persona decente.

Muy al contrario, al liberar la entrada en el gobierno, la Constitución permitía a cualquiera expresar abiertamente su deseo de la propiedad de otros hombres: de hecho, debido a la garantía constitucional de la “libertad de expresión”, todos están protegidos si lo hacen. Además, se permite a todos actuar siguiendo este deseo, siempre que entre en el gobierno; por tanto, bajo la Constitución, todo se convierten en una amenaza potencial.

Es verdad que hay gente que no se ve afectada por el deseo de enriquecerse a costa de otros y tratarlos con prepotencia, es decir, hay gente que solo quiere trabajar, producir y disfrutar de los frutos de su trabajo. Sin embargo, si se permite la política (la adquisición de bienes por medios políticos, como impuestos y legislación), incluso esta gente inofensiva se verá profundamente afectada.

Para defenderse contra ataques a su libertad y propiedad por parte de quienes tienen menos escrúpulos morales, incluso esta gente honrada y trabajadora debe convertirse en “animales políticos” y emplear cada vez más tiempo y energías en desarrollar sus habilidades políticas. Dado que las características y talentos requeridos para el éxito político (buena presencia, sociabilidad, oratoria, carisma, etc.) están distribuidos desigualmente entre los hombres, entonces quienes tengan esas características y talentos particulares tendrán una sólida ventaja en la competencia por los recursos escasos (éxito económico) en comparación con quienes no los tengan.

Peor aún, dado que en toda sociedad existen más personas que “no tienen” algo que valga la pena que los que “tienen”, el político con talento que tenga poca o ninguna inhibición contra tomar propiedades y tratar a otros con prepotencia tendrá una clara ventaja sobre los que tengan esos escrúpulos. Es decir, la competencia política abierta favorece a los talentos políticos agresivos, y por tanto peligrosos, frente a los defensivos, y por tanto inofensivos, y lleva así al cultivo y perfección de las habilidades peculiares de la demagogia, el engaño, la mentira, el oportunismo, la corrupción y el soborno. Por tanto, la entrada y el éxito en el gobierno será cada vez más imposible para quien tenga escrúpulos morales contra la mentira y el robo.

Así que, al contrario que los reyes, congresistas, presidentes y jueces del Tribunal Supremo no adquieren ni pueden adquirir sus cargos accidentalmente. Más bien alcanzan su posición a causa de su competencia como demagogos moralmente desinhibidos. Además, incluso fuera de la órbita del gobierno, dentro de la sociedad civil, los individuos ascienden cada vez más a la cumbre del éxito económico y financiero, no en razón de sus talentos productivos o empresariales o incluso sus superiores talentos políticos defensivos, sino más bien por sus superiores habilidades como empresario y cabilderos políticos con talento. Así que la Constitución prácticamente asegura que exclusivamente solo los hombres peligrosos llegarán a la cumbre del poder público y que el comportamiento moral y los estándares éticos tenderán a disminuir y deteriorarse en general.

Además, la “separación de poderes” dispuesta constitucionalmente no supone ninguna diferencia en este aspecto. Dos o tres errores no suponen un acierto. Por el contrario, llevan a la proliferación, acumulación, refuerzo y agravación del error. Los legisladores no pueden imponer su voluntad sobre sus desventurados súbditos sin la cooperación del presidente como cabeza del poder ejecutivo del gobierno y el presidente a su vez usará su cargo y los recursos a su disposición para influir en los legisladores y la legislación. Y aunque el Tribunal Supremo pueda estar en desacuerdo con actos concretos del Congreso o el presidente, los jueces del Tribunal Supremo son nombrados por el presidente y confirmados por el Senado y siguen dependiendo de ellos en su financiación. Como parte integrante de la institución del gobierno, no tienen ningún interés en limitar, sino todo el interés en expandir el gobierno y por tanto su propio poder.[15]

IV- Doscientos años después…

Después de más de dos siglos de “gobierno limitado constitucionalmente”, los resultados son claros e indiscutibles. Al principio del “experimento” estadounidense, la carga fiscal impuesta a los estadounidenses era ligera, de hecho casi despreciable. El dinero consistía en cantidades fijas de oro y plata. La definición de la propiedad privada estaba clara y era aparentemente inmutable y el derecho de autodefensa se consideraba sagrado. No existía un ejército permanente y, como se expresaba en elDiscurso de despedida de George Washington, parecía  existir un firme compromiso con el libre comercio y una política exterior no intervencionista. Doscientos años después, las cosas han cambiado radicalmente.[16]

Ahora año tras año el gobierno estadounidense expropia más del 40% de las rentas de los productores privados, haciendo que incluso la carga económica impuesta a esclavos y siervos parezca moderada en comparación. El oro y la plata han sido remplazados por papel moneda fabricado por el gobierno y a los estadounidenses de les roba continuamente mediante inflación monetaria. El significado de la propiedad privada, en un tiempo aparentemente claro y fijo, se ha hecho oscuro, flexible y viscoso. De hecho, todo detalle de vida, propiedad, comercio y contrato privados está regulado y reregulado por montañas cada vez más altas de leyes en papel (legislación). Con el crecimiento en la legislación, se ha creado cada vez más incertidumbre legal y riesgos morales y la falta del derecho ha reemplazado a la ley y el orden.

Para acabar, el compromiso con el libre comercio y el no intervencionismo han dado paso a una política de proteccionismo, militarismo e imperialismo. De hecho, casi desde sus inicios, el gobierno de EEUU se ha dedicado a un constante expansionismo agresivo y, empezando con la Guerra Hispano-Estadounidense y continuando tras la Primera y Segunda Guerras Mundiales hasta el presente, Estados Unidos se ha implicado en cientos de conflictos en el extranjero y ha ascendido al puesto de principal poder belicista e imperialista. Además, mientras que los ciudadanos estadounidenses se han hecho cada vez más indefensos, inseguros y empobrecidos y los extranjeros en todo el mundo se han visto más amenazados y acosados por el poder militar de EEUU, los presidentes, miembros del Congreso y jueces del Tribunal Supero de Estados Unidos se han hecho cada vez más arrogantes, moralmente corruptos y peligrosos.[17]

¿Qué puede hacerse acerca de este estado de cosas? Primero, debe reconocerse a la Constitución Estadounidense como lo que es: un error.

Como señalaba la Declaración de Independencia, se supone que el gobierno protege vida, propiedad y búsqueda de la felicidad. Aún así, al conceder al gobierno el poder de fijar impuestos y legislar sin consentimiento, la Constitución no puede asegurar este objetivo sino que es en realidad el mismo instrumento para invadir y destruir el derecho a la vida, propiedad y libertad. Es absurdo creer que una agencia que puede fijar impuestos sin consentimiento puede ser protectora de la libertad. Igualmente es absurdo creer que una agencia con poderes legislativos puede preservar la ley y el orden. Por el contrario, debe reconocerse que la propia Constitución es inconstitucional, es decir, incompatible con la misma doctrina de derechos humanos naturales que inspiró la Revolución Americana.[18]

De hecho, nadie que piense correctamente estaría de acuerdo con un contrato que permita al supuesto protector de uno determinar unilateralmente, sin consentimiento de uno e irrevocablemente, sin posibilidad de renuncia, cuánto cobrar por la protección y nadie que piense correctamente estaría de acuerdo con un contrato irrevocable que garantizara al supuesto protector de uno el derecho a tomar la decisión definitiva respecto de la persona y propiedad de uno, es decir, la creación de leyesunilateralmente.[19]

Segundo, es necesario ofrecer una alternativa positiva e inspiradora al sistema presente.

Aunque es importante que se mantenga viva la memoria del pasado de Estados Unidos como tierra de pioneros y de una sistema efectivamente anarcocapitalista basado en la autodefensa y las milicias populares, no podemos volver al pasado feudal o al momento de la Revolución Americana. Aún así, la situación no es desesperada. A pesar del continuo crecimiento del estatismo a lo largo de lo dos últimos siglos, ha continuado el desarrollo económico y nuestros niveles de vida han alcanzado nuevas alturas espectaculares. Bajo estas circunstancias, se ha hecho viable una opción completamente nueva: la provisión de ley y orden mediante aseguradoras privadas (pérdidas y ganancias) en libre competencia.[20]

Incluso intervenidas por el estado, las aseguradoras protegen a los dueños de propiedades privadas con el pago de una prima frente a multitud de desastres naturales y sociales, de inundaciones a huracanes al robo o fraude. Así, parecería que la producción de seguridad y protección es el mismo propósito del seguro. Además, la gente no se dirigiría simplemente a cualquiera por un servicio tan esencial como el de la protección. Más bien, como apuntaba de Molinari:

Antes de llegar a un acuerdo con [un] productor de seguridad (…) verificarán si es realmente fuerte como para protegerla (…) [y] si su carácter no les haría preocuparse porque esté instigando las mismas agresiones que se supone que ha de eliminar.[21]

En este aspecto, las aseguradoras también parecen cumplir. Son grandes en el uso de recursos (físicos y humanos) necesarios para cumplir con la tarea de ocuparse de los peligros, reales o imaginados, del mundo real. De hecho, las aseguradoras operan a una escala nacional e incluso internacional. Sus importantes pertenencias están dispersas en amplios territorios y más allá de los límites de los estados y por tanto tienen un interés manifiesto en la protección efectiva. Además, todas las aseguradoras están conectadas a través de una compleja red de acuerdos contractuales de asistencia mutua y arbitraje, así como de un sistema de agencias reaseguradoras internacionales que representan un poder económico combinado que empequeñece a la mayoría, si no a todos, los gobiernos contemporáneos. Han conseguido esta posición a causa de su reputación como negocios eficaces, fiables y honrados.

Aunque esto puede bastar para considerar a las aseguradoras como una posible alternativa al papel actualmente desempeñado por los estados como proveedoras de ley y orden, se necesita un examen más detallado para demostrar la principal superioridad de esta alternativa al status quo. Para hacerlo, basta con ver que las aseguradoras no pueden ni fijar impuestos ni legislar, es decir, la relación entre asegurador y asegurado es consensual. Ambos son libres de cooperar o no y este hecho tiene importantes implicaciones. En este aspecto, las aseguradoras son categóricamente distintas de los estados.

Las ventajas de hacer que las aseguradoras proporcionen la seguridad y la protección son las siguientes. Primero, la competencia entre aseguradoras por clientes solventes generará una tendencia a una continua caída de los precios de la protección por valor asegurado, haciendo la protección más asequible. Por el contrario, un protector monopolista que pueda fijar impuestos a los protegidos cobrará precios cada vez más altos por sus servicios.[22]

Segundo, las aseguradoras tendrían que indemnizar a sus clientes en caso de daños reales, por tanto deberían operar eficientemente. Respecto de los desastres sociales (el crimen) en particular, esto significa que la aseguradora debe preocuparse sobre todo por la prevención efectiva, pues si no impide el delito, tendrá que pagarlo. Además, si no puede impedirse un acto criminal, un aseguradora seguirá queriendo recuperar el botín, detener al delincuente y entregarlo a la justicia, pues al hacerlo así puede reducir sus costes y obligar al criminal (en lugar de a la víctima y su aseguradora) a pagar los daños y costes de indemnización. Es muy distinto lo que pasa con los estados monopolistas obligatorios que no indemnizan a las víctimas y pueden recurrir a los impuestos como fuente de financiación, que tienen poco o ningún incentivo para impedir el crimen y recuperar el botín y capturar a los criminales. Si consiguen atrapar a un criminal, normalmente obligan a la víctima a pagar por la encarcelación del delincuente, añadiendo así la burla al daño.[23]

Tercero y más importante, como la relación entre las aseguradoras y sus clientes es voluntaria, aquéllas deben aceptar la propiedad privada como algo dado y los derechos de propiedad como una ley inmutable. Es decir, para atraer y retener clientes, las aseguradoras tendrían que ofrecer contratos con descripciones específicas de la propiedad y el daño a la propiedad, normas de procedimiento, evidencia, indemnización, restitución y sanción, así como procedimientos de resolución y arbitraje de conflictos entre agencias.

Además, aparte de la constante cooperación entre las distintas aseguradoras en procesos de arbitraje entre ellas, se produciría una tendencia hacia la unificación de la ley, de una verdadera ley universal o internacional. Todos, por estar asegurados, se verían así unidos en un esfuerzo competitivo global por minimizar el conflicto y la agresión. Todo conflicto y reclamación de daños, independientemente de dónde y por quién o contra quién, caería en la jurisdicción de exactamente una o más aseguradoras concretas y innumerables y sus procedimientos de arbitraje acordados contractualmente, creando así una “perfecta” certidumbre legal.

En chocante contraste, como protectores monopolísticos financiados mediante impuestos, los estados no ofrecen a los consumidores de protección nada que se parezca remotamente a un contrato de servicios. Por el contrario, operan sin contrato, lo que les permite corregir y cambiar las reglas del juego con el tiempo. Lo más notable es que, mientras que las aseguradoras deben someterse a terceros árbitros independientes y procesos de arbitraje para atraer clientes que paguen voluntariamente, los estados, si es que permiten algún tipo de arbitraje, asignan esta tarea a otro juez financiado por el estado y dependiente de éste.[24]

Otras implicaciones de este contraste esencial entre aseguradoras como proveedores contractuales y estados como proveedores no contractuales de seguridad merecen especial atención.

Como no están sujetos ni obligados por contratos, los estados normalmente prohíben la posesión de armas por parte de sus “clientes”, aumentando así su propia seguridad a costa de dejar indefensos a sus supuestos clientes. Por el contrario, ningún comprador voluntario de seguros de protección estaría de acuerdo con un contrato que le obligara a renunciar a su derecho de autodefensa y a estar desarmado o indefenso. Por el contrario, las aseguradoras animarían as sus clientes a poseer armas de fuego y otros dispositivos de protección por medios de rebajas selectivas de precios, porque cuanto mejor sea la protección privada de sus clientes, menor será la protección de las aseguradoras y los costes de indemnización.

Además, como operan en un vacío contractual y son independientes del pago voluntario, los estados definen y redefinen arbitrariamente lo que es una “agresión” punible y lo que no lo es y lo que requiere indemnización y lo que no. Al imponer un impuesto de la renta proporcional o progresivo y redistribuir la renta de los ricos a los pobres, por ejemplo, los estados definen en la práctica a los ricos como agresores y a los pobres como víctimas. (De otra manera, si los ricos no fueran agresores y los pobres no fueran sus víctimas, ¿cómo podrían justificar quitar algo a los primeros y dárselo a los últimos?) O al aprobar leyes de acción afirmativa los estados definen en la práctica a blancos y varones como agresores y a negros y mujeres como sus víctimas. Para las aseguradoras, una conducta similar en los negocios sería imposible por dos razones fundamentales.[25]

Primero, todo seguro implica agrupar los riesgos concretos en clases. Esto implica que a algunos de los asegurados recibirán más de lo que pusieron y otros menos. Sin embargo (y esto resulta decisivo) nadie sabe por adelantado quiénes serán los “ganadores” y quiénes los “perdedores”. Ganadores y perdedores (y cualquier redistribución de rentas entre ellos) se distribuirán aleatoriamente. De otra manera, si ganadores y perdedores pudieran predecirse sistemáticamente, los perdedores no querrían aunar sus riesgos con los ganadores sino solo con otros perdedores, porque esto rebajaría su prima de seguro.

Segundo, no es posible asegurarse contra cualquier riesgo concebible. Más bien, solo es posible asegurarse contra accidentes, es decir, riesgos sobre cuyo resultado el asegurado no tiene ningún control y los que no contribuye en nada. Así que es posible asegurarse contra el riesgo de muerte o incendio, por ejemplo, pero no lo es contra el riesgo de cometer suicidio o quemarse la casa.

Igualmente, no es posible asegurarse contra el riesgo de fracaso en los negocios, de desempleo, de no hacerse rico, de que no te apetezca levantarte por las mañanas o de que no te gusten tus vecinos, compañeros o jefes, porque en cada uno de estos casos uno tiene control total o parcial sobre el evento en cuestión. Es decir, un individuo puede afectar a la probabilidad del riesgo. Por su misma naturaleza, evitar estos riesgos entra en el ámbito de la responsabilidad individual y cualquier agencia que asuma su seguro quedaría condenada a una bancarrota inmediata.

Más significativo para la materia en discusión, la inasegurabilidad de las acciones y sentimientos humanos (en contraste con los accidentes) implica que también es imposible asegurarse contra el riesgo de daños que sean el resultado de una agresión o provocación previa propia. Por el contrario, toda aseguradora debe restringir las acciones de sus clientes de forma que excluyan toda agresión y provocación por su parte. Es decir, cualquier seguro contra desastres sociales como el delito debe conllevar que los asegurados se sometan a normas concretas de conducta no agresiva y civilizada.

Igualmente, mientras que los estados como protectores monopolísticos pueden dedicarse a políticas redistributivas beneficiando a un grupo de gente a costa de otro, y mientras que como agencias financiadas por impuestos pueden incluso “asegurar” riesgos no asegurables y proteger a provocadores y agresores, a las aseguradoras financiadas voluntariamente se les impide sistemáticamente hacer ninguna de estas cosas. La competencia entre aseguradoras impediría cualquier forma de redistribución de renta y riqueza entre distintos grupos asegurados, pues una compañía que realizara estas prácticas perdería clientes frente a otras que no lo hicieran. Por el contrario, cada cliente pagaría exclusivamente por su propio riesgo, en relación con la gente con la misma exposición (homogénea) al riesgo que afronta.[26] Tampoco nuestras aseguradoras financiadas voluntariamente serían capaces de “proteger” a ninguna persona de las consecuencias de su propia conducta o sentimiento erróneo, estúpido, arriesgado o agresivo. Por el contrario, la competencia entre aseguradoras estimularía sistemáticamente la responsabilidad individual y cualquier provocador o agresor conocido sería excluido como un mal riesgo asegurador en cualquier cobertura de seguro y se consideraría un marginado económicamente aislado, débil y vulnerable.

Por fin, respecto de las relaciones exteriores, como los estados pueden externalizar los costes de sus propias acciones en los indefensos contribuyentes, tienden permanentemente a convertirse en agresores y belicosos. Consecuentemente, tienden a financiar y desarrollar armas de agresión y destrucción masiva. Por el contrario, las aseguradoras evitarían realizar ninguna forma de agresión externa, porque cualquier agresión es costosa y requiere primas de seguro más altas, lo que implica la pérdida de clientes ante otros competidores no agresivos. Las aseguradoras se dedicarían exclusivamente a la violencia defensiva y en lugar de adquirir armas de agresión y destrucción en masa, tenderían a invertir en el desarrollo de armas de defensa y de represalia concentrada.[27]

V- Revolución por medio de la secesión

Aunque todo esto esté claro, ¿cómo podríamos conseguir implantar una reforma constitucional tan esencial como ésa? Las aseguradoras están actualmente restringidas por incontables regulaciones que les impiden hacer lo que podrían hacer y naturalmente harían. ¿Cómo pueden liberarse de estas regulaciones?

Esencialmente, la respuesta a esta pregunta es la misma que dieron los revolucionarios americanos hace más de doscientos años: mediante la creación de territorios libres y por medio de la secesión.

De hecho, bajo las condiciones democráticas de hoy, esta respuesta es incluso más verdadera de lo que era en los tiempos de los reyes. Pues entonces, bajo condiciones monárquicas, los defensores de una revolución social liberal-libertaria antiestatista aún tenían una opción que se ha perdido desde entonces. Los liberales-libertarios de los viejos tiempos podían creer (y frecuentemente lo hacían) en la posibilidad de simplemente convertir al rey a su opinión, iniciando así una “revolución desde arriba”. No hacía falta un apoyo masivo, solo la idea de un príncipe ilustrado.[28]

Por muy realista que pudiera haber sido entonces, esta estrategia de revolución social desde arriba hoy sería imposible. Los líderes políticos se eligen hoy en día de acuerdo con su talento demagógico y está comprobado que son habitualmente inmorales, como se ha explicado antes; por consiguiente, la posibilidad de convertirles en liberales-libertarios debe considerarse incluso menor que la de convertir a un rey que simplemente heredó su cargo.

Además, el monopolio de la protección del estado se considera hoy propiedad pública en lugar de privada y el gobierno no está ya ligado a un individuo concreto, sino a funciones concretas ejercitadas por funcionarios anónimos. Por tanto, la estrategia de conversión de un solo hombre ya no puede funcionar. No importa si uno convierte a varios altos cargos (por ejemplo, al presidente y algunos senadores y jueces importantes) porque dentro de las reglas del gobierno democrático ningún individuo tiene el poder renunciar al monopolio de la protección del gobierno. Los reyes tenían este poder, pero lo presidentes no lo tienen. Por supuesto, el presidente puede renunciar a su cargo, pero solo lo asumiría otro. No puede disolver el monopolio gubernamental de la protección porque según las reglas de la democracia, “el pueblo”, no sus representantes electos, es considerado como “propietario” del gobierno.

Así que, en lugar de por medio de una reforma desde arriba, bajo las condiciones actuales, la estrategia debe ser la de una revolución desde abajo. En principio, la expresión de esta idea parecería hacer imposible la tarea de una revolución social liberal-libertaria, pues ¿no implicaría esto que uno tendría que convencer a una mayoría de gente a votar la abolición de la democracia y acabar con todos los impuestos y la legislación? ¿Y no es estos una completa fantasía, dado que las masas son siempre perezosas e indolentes, e incluso más dado que la democracia, comos e ha explicado antes, promueve la degeneración moral e intelectual? ¿Cómo puede alguien esperar que una mayoría de gente cada vez más degenerada acostumbrada al “derecho” a votar renuncie voluntariamente a la oportunidad de saquear la propiedad de otra gente? Dicho así, uno debe admitir que la perspectiva de una revolución social debe realmente considerarse como prácticamente nula. Por el contrario, solo con la segunda idea, de considerar a la secesión como parte integrante de una estrategia desde abajo, parece la tarea de una revolución social liberal-libertaria menos que imposible, aunque siga siendo de enormes dimensiones.

¿Cómo se ajusta la secesión a una estrategia de revolución social desde abajo? Más importante, ¿cómo puede un movimiento secesionista escapar al destino de la Confederación del Sur de ser aplastado por un gobierno central tiránico y peligrosamente armado?

En respuesta a estas preguntas, es primero necesario recordar que ni la Revolución Americana original ni la Constitución Estadounidense fueron el resultado de la voluntad de la mayoría de la población. Un tercio de los colonos americanos eran realmente tories y otro tercio estaba ocupado con sus trabajos diarios y no le preocupaba nada más. No más de un tercio de los colonos estaban realmente comprometidos y apoyaban la revolución y aún así tuvieron éxito. Y en lo que respecta a la Constitución, la abrumadora mayoría del público estadounidense se oponía a su adopción y su ratificación fue más un golpe de estado de una diminuta minoría que voluntad popular. Todas las revolución, buenas o malas, las inician minorías y la ruta secesionista hacia la revolución social, que implica necesariamente la separación de un número menor de gente que una mayor, tiene conocimiento explícito de este hecho importante.

Segundo, es necesario reconocer que el poder último de todo gobierno (ya sea de reyes o de cuidadores) se basa solamente en la opinión y no en la fuerza física. Los agentes del gobierno no son nunca más que una pequeña proporción de la población total bajo su control. Esto implica que ningún gobierno puede imponer por la fuerza su voluntad contra toda la población salvo que encuentre un amplio apoyo dentro del público no gubernamental. Esto implica igualmente que todo gobierno puede ser derrocado por un mero cambio en la opinión pública, es decir, por la pérdida del consentimiento y la cooperación del público.[29]

Y aunque es innegablemente cierto que, después de más de dos siglos de democracia, el público estadounidense se ha hecho tan degenerado, moral e intelectualmente, que dicha pérdida debe considerarse imposible a una escala nacional, no resultaría una dificultad insuperable conseguir una mayoría secesionista en distritos o regiones suficientemente pequeños del país.

De hecho, suponiendo una minoría enérgica de élites intelectuales inspiradas por la visión de una sociedad libre en la que la ley y el orden los proporcionan aseguradoras en competencia y suponiendo además que se sigue sosteniendo que la secesión es legítima (indudablemente los es en Estados Unidos, que debe su existencia a una ley secesionista) y de acuerdo con el ideal democrático “original” de autodeterminación(en lugar de la ley de la mayoría)[30] por una cantidad sustancial de gente, no parece haber nada no realista en asumir que esas mayorías secesionistas existan o puedan crearse en cientos de localidades en todo el país.

De hecho, bajo la suposición realista de que el gobierno central de EEUU así como los estados social-democráticos de Occidente en general están condenados a la bancarrota económica (igual que las democracias populares socialistas del Este se derrumbaron económicamente hace algunos años)las tendencias presentes hacia una desintegración política probablemente se fortalezcan en el futuro. Por consiguiente, el número potenciales regiones secesionistas continuará aumentando, incluso más allá de su nivel actual.

Finalmente, la idea del potencial secesionista extendido y creciente también permite una respuesta a la última pregunta relativa a los peligros de una ofensiva del gobierno central.

Aunque es importante en este aspecto que la memoria del pasado secesionista de Estados Unidos permanezca vivo, es aún más importante para el éxito de la revolución liberal-libertaria que evite los errores del segundo intento fallido de secesión. Por fortuna, el tema de la esclavitud, que complicó y oscureció la situación en 1861,[31] se ha resuelto. Sin embargo, debe aprenderse otra importante lección comparando el fracasado segundo experimento americano con la secesión con el primero con éxito.

La primera secesión americana fue facilita grandemente por el hecho de que en el centro del poder en Gran Bretaña, la opinión pública respecto de los secesionistas apenas estaba unificada. De hecho, muchas ilustres figuras británicas, como Edmund Burke y Adam Smith simpatizaban abiertamente con los secesionistas. Aparte de razones puramente ideológicas, que raramente afectan a más de un puñado de mentes filosóficas, está falta de oposición unificada a los secesionistas americanos en la opinión pública británica puede atribuirse a dos factores complementarios. Por un lado, existían multitud de afinidades regionales y religioso-culturales, así como lazos familiares entre Gran Bretaña y los colonos americanos. Por otro lado, los acontecimientos americanos se consideraban lejanos a casa y la pérdida potencial de las colonias como insignificante económicamente.

En ambos aspectos, la situación en 1861 era claramente diferente. Es verdad que, en el centro del poder político, que para entonces había cambiado hacia los estados del norte, la oposición a la secesionista Confederación no estaba unificada y la causa confederada también tenía defensores en el norte. Sin embargo, existían menos lazos culturales y de parentesco entre el norte y el sur de Estados Unidos de las que había habido entre Gran Bretaña y la colonias americanas y la secesión de la Confederación afectaba en torno a la mitad del territorio y un tercio de la población de todos los Estados Unidos y esto afectaba a la gente del norte por estar cerca de casa y por ser una pérdida económica significativa. Por tanto, era comparativamente más sencillo para la élite en el poder en el norte crear un frente unificado de cultura yanqui “progresista” frente un Dixieland culturalmente atrasado y “reaccionario”.

Ante estas consideraciones, parece, por tanto, estratégicamente recomendable no intentar de nuevo lo que fracasó tan dolorosamente en 1861: estados contiguos o incluso todo el sur tratando de alejarse de la tiranía de Washington DC.

En su lugar, una estrategia moderna liberal-libertaria de secesión debería seguir los pasos de la Edad Media europea, cuando, desde alrededor del siglo XII hasta bien entrado el XVII (con la aparición del estado centralizado moderno), Europa se caracterizó por la existencia de cientos de ciudades libres e independientes, entremezcladas en una estructura social predominantemente feudal.[32]

Al elegir este modelo y buscar crear unos Estados Unidos puntuados por un número grande y creciente de ciudades libres territorialmente desconectadas (una multitud de Hong Kongs, Singapures, Mónacos y Liechtensteins esparcidos por todo el continente) pueden lograrse dos objetivos de otra manera inalcanzables pero esenciales. Primero, además de reconocer el hecho de que el potencial liberal-libertario está distribuido de una forma muy uniforme en todo el país, esa estratega de separación poco a poco hace a la secesión menos amenazadora política, social y económicamente. Segundo, al seguir esta estrategia simultáneamente en un gran número de localidades en todo el país, se hace cada vez más difícil al estado central crear la oposición unificada en la opinión pública hacia los secesionistas que llevaría al nivel de apoyo popular y cooperación voluntaria necesario para aplastarlas por la fuerza con éxito.[33]

Si tenemos éxito en esta empresa, si procedemos luego a devolver toda la propiedad pública a las manos privadas apropiadas y adoptamos una nueva “constitución” que declare ilegal desde entonces todos los impuestos y la legislación y si finalmente permitimos a las aseguradoras hacer lo que están destinadas a hacer, verdaderamente podríamos enorgullecernos y Estados Unidos estaría justificado en afirmar que proporciona un ejemplo al resto del mundo.


[1] Sobre la influencia de Locke y la filosofía política de Locke en Estados Unidos, ver Edmund S. Morgan, The Birth of the Republic: 1763–89 (Chicago: University of Chicago Press, 1992), pp. 73–74:

Cuando Locke describió este estado de naturaleza, pudo explicarlo de la forma más vívida diciendo que “en el principio todo el mundo era América”. Y de hecho muchos americanos habían tenido la experiencia real de aplicar trabajo a terreno salvaje y hacerlo suyo. Algunos incluso participaron en agrupaciones sociales, estableciendo nuevos gobiernos en áreas salvajes donde no había existido nada previamente. (p. 74)

Sobre el delito, la protección y la defensa en particular, ver Terry Anderson y P.J. Hill, “The American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West”, Journal of Libertarian Studies 3, nº 1 (1979); y Roger D. McGrath, Gunfighters, Highwaymen, and Vigilantes: Violence on the Frontier (Berkeley: University of California Press, 1984).

[2] Al contrario de lo que dice el popular mito multicultural, Estados Unidos no fue decididamente un “crisol” cultural. Más bien, la colonización del continente norteamericano confirmaba la idea sociológica elemental de que todas las sociedades humanas derivan de familias y sistemas de parentesco y por tanto se caracterizan por un algo grado de homogeneidad interna, es decir, que los “similares” normalmente se asocian con “similares” y se distancias y separan de los “disimilares”. Así, por ejemplo, de acuerdo con la tendencia general, los puritanos se establecían preferentemente en Nueva Inglaterra, los calvinistas holandeses en Nueva York, lo cuáqueros en Pennsylvania y el sur de Nueva Jersey, los católicos en Maryland y los anglicanos y hugonotes franceses en las colonias del sur. Ver más acerca de esto en David Hackett Fisher, Albion’s Seed: Four British Folkways in America (Nueva York: Oxford University Press, 1989).

[3] Ver Fritz Kern, Kingship and Law in the Middle Ages (Oxford: Blackwell, 1948); Bertrand de Jouvenel,Sovereignty: An Inquiry into the Political Good (Chicago: University of Chicago Press, 1957) [publicado en España como La soberanía (Albolote, Granada: Comares, 2000)], especialmente el capítulo 10; ídem, On Power: The Natural History of its Growth (Nueva York: Viking, 1949) [publicado en España como Sobre el poder: historia natural de su crecimiento (Madrid: Unión Editorial, 2011)] y Robert Nisbet, Community and Power(Nueva York: Oxford University Press, 1962).

“Feudalismo”, resume Nisbet en otro lugar (ídem, Prejudices. A Philosophical Dictionary [Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1982], pp. 125-131):

ha sido una invective, un palabra de vehemente abuso y vituperio durante los últimos dos siglos. (…) [especialmente] por intelectuales al servicio espiritual del moderno estado absoluto, ya sea monárquico, republicano o democrático. [En realidad,] el feudalismo es una extensión y adaptación de la relación de parentesco con una afiliación protectora ante las bandas guerreras o la caballería. (…) Contrariamente al estado político moderno con su principio de soberanía territorial, durante la mayoría de un periodo de mil años en Occidente, protección, derechos, bienestar, autoridad y devoción se basaban en una relación personal, no territorial. Ser el “hombre” de otro hombre, que a su vez es el “hombre” de otro hombre más y así sucesivamente hasta lo alto de la pirámide feudal, debiendo cada uno al otro servicio o protección, es tener una relación feudal. La obligación feudal tiene en sí misma mucho de la relación entre guerrero y comandante, pero tiene aún más que ver con la relación entre hijo y padre, entre familiar y patriarca. (…) [Así que las relaciones feudales son esencialmente] relaciones privadas, personales y contractuales. (…) La subordinación del rey al derecho era uno de los principios más importantes bajo el feudalismo.

Ver también a continuación las notas 8, 9 y 10.

[4] Ver Lord Acton, “The History of Freedom in Christianity”, en ídem, Essays in the History of Liberty(Indianapolis, Ind.: Liberty Classics, 1985), esp. p. 36.

[5] Sobre la herencia ideológica liberal-libertaria de los colonos americanos, ver Murray N. Rothbard, For A New Liberty (Nueva York: Collier, 1978), capítulo 1; ídem, Conceived in Liberty, 4 vols. (New Rochelle, N.Y.: Arlington House, 1975) y Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1967).

[6] Esta idea fundamental se expuso claramente por primera vez por parte del economista franco-belga Gustave de Molinari en un artículo publicado en 1849 (“La producción de la seguridad”). De Molinari razonaba:

Que en todos los casos, para todos los productos que sirven para atender las necesidades tangibles o intangibles del consumidor, lo que más interesa al consumidor es que el trabajo y el comercio permanezcan libres, porque la libertad de trabajo y comercio tienen como resultado necesario y permanente la máxima reducción en el precio. (…) De donde se deduce: Que ningún gobierno debería tener derecho a impedir a otro gobierno que compita con él u obligue a los consumidores de seguridad a acudir exclusivamente a él para este producto (p. 3).

Si, por el contrario, el consumidor no es libre de comprar seguridad donde la plazca, vemos inmediatamente abierta una gran profesión dedicada a la arbitrariedad y la mala gestión. La justicia se convierte en lenta y costosa, la policía en vejatoria, la libertad individual ya no se respeta, el precio de la seguridad se hincha abusivamente y se proporciona de manera desigual, según el poder e influencia de esta o aquella clase de consumidores (pp. 13-14).

[7] Además, de acuerdo con su carácter real original, los nuevos estados independientes de Georgia, Carolina del Norte y del Sur, Virginia, Connecticut y Massachussets, por ejemplo, declaraban al Océano Pacífico como su frontera occidental y basándose es esas declaración de propiedad tan evidentemente sin fundamento y usurpatorias (y consecuentemente también sus herederos “legales”, el Congreso Continental y los Estados Unidos), procedieron a vender territorios occidentales a colonos y promotores privados para pagar sus deudas o financiar operaciones del gobierno de entonces.

[8] Ver Bruno Leoni, Freedom and the Law (Indianapolis, Ind.: Liberty Classics, 1991), p. 118. [Publicado en España como La libertad y la ley (Madrid: Unión Editorial, 2010)]. Aquí Leoni señala que varios comentaristas estudiosos de la Carta Magna , por ejemplo, han apuntado que una versión medieval temprana del principio “no a los impuestos sin representación” se consideraba como “no a los impuestos sin el consentimiento de los individuos gravados” y se nos dice que en 1221 el obispo de Winchester “requerido para consentir un impuesto al escuage, rechazó pagarlo después de que el concilio se lo autorizara, basándose en que estaba en desacuerdo, y el Canciller defendiera su alegación”.

[9] Ver Kern, Kingship and Law in the Middle Ages, que escribe que

no existía en la Edad Media la “primera aplicación de una regla legal”. La ley es antigua; una ley nueva es una contradicción; pues o la nueva ley deriva explícita o implícitamente de la antigua o está en conflicto con la antigua, en cuyo caso no es legal. La idea fundamental sigue siendo la misma: la ley antigua es la ley verdadera y la ley verdadera es la ley antigua. Según las ideas medievales, por tanto, la aprobación de una nueva ley no es posible en absoluto y toda legislación y reforma legal se conciben como una restauración de la buena ley antigua que ha sido violada (p. 151).

Opiniones similares respecto de la permanencia de lay y la inadmisibilidad de la legislación se sostenían aún por parte de los fisiócratas franceses del siglo XVIII, como Mercier de la Riviere, autor de un libro sobre L’Ordre Naturel y en un tiempo gobernador de la Martinica. A pedirle consejo sobre cómo gobernar, la zarina rusa Catalina la Grande, se dice que de la Riviere contestó que la ley debe basarse

solo en una [cosa], Señora, la naturaleza de las coas y del hombre. (…) Dar o crear leyes, Señora, es una tarea que Dios no ha otorgado a nadie. ¡Ah! ¿Quién es el hombre para pensar de sí mismo que es capaz de dictar leyes a seres de los que nada conoce? La ciencia del gobierno es estudiar y reconocer las leyes que Dios a grabado tan evidentemente en la misma organización del hombre, cuando le dio existencia. Pretender ir más allá de esto sería una gran desgracia y una tarea destructiva. (Citado en Murray N. Rothbard, Economic Thought Before Adam Smith: An Austrian Perspective on the History of Economic Thought [Cheltenham, U.K.: Edward Elgar, 1995], vol. 1, p. 371). [Publicado en España como Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith (Madrid: Unión Editorial, 1999)]

Ver también de Jouvenel, Sovereignty, pp. 172-173 y 189.

[10] La muy alabada opinión moderna, según la cual la adopción de un “gobierno constitucional” representa un gran avance civilizador del gobierno arbitrario al estado de derecho y al que atribuye a Estados Unidos un papel prominente e incluso preeminente en este logro histórico, debe por tanto considerarse seriamente defectuosa. Esta opinión no solo se contradice evidentemente por documentos como la Carta Magna (1215) o la Bula de Oro (1356), sino, lo que es más importante, representa incorrectamente la naturaleza de los gobiernos premodernos. A dichos gobiernos o bien les faltaba completamente el más arbitrario y tiránico de todos los poderes, es decir, el poder de fijar impuestos y legislar sin consentimiento, o incluso si poseían esos poderes se los consideraba generalizadamente como ilegítimos, es decir, como usurpados en lugar de justamente adquiridos. Muy al contrario, los gobiernos modernos se definen por el hecho de que los poderes de fijar impuestos y legislar están reconocidos explícitamente como legítimos, es decir, todos los gobiernos “constitucionales”, tanto en Estados Unidos como en cualquier otro lugar, constituyen gobiernos estatales. Así que Robert Nisbet tiene razón al indicar que

un rey pre-moderno puede haber gobernado a veces con un grado de irresponsabilidad del que pocos funcionaros modernos pueden disfrutar, pero es dudoso que, en términos de poderes y servicios efectivos, ningún rey, ni siquiera las “monarquías absolutas” del siglo XVII otorgaran al rey el tipo de autoridad que ahora conlleva el cargo de muchos funcionarios de alto rango en las democracias. Había entonces demasiadas barreras sociales entre el poder proclamado del monarca y la ejecución efectiva de este poder sobre los individuos. El mismo prestigio e importancia funcional de iglesia, familia, gremio y comunidad local como filiaciones limitaban lo absoluto del poder del Estado. (Community and Power, pp. 103-104).

[11] Murray N. Rothbard, Power and Market: Government and the Economy (Kansas City: Sheed Andrews and McMeel, 1977), pp. 188-189. Ver más en sus capítulos 1-3. Ante estas consideraciones (y frente a la idea común sobre el tema), uno llega a la misma conclusión respecto del “éxito” en último término de la Revolución Americana que H.L. Mencken, A Mencken Chrestomathy (Nueva York: Vintage Books, 1982):

Las revoluciones políticas habitualmente no consiguen nada de genuino valor: su único efecto indiscutible es derrocar a una banda de ladrones y poner a otra en su lugar. (…) Incluso la Revolución Americana consiguió poco de su rebelión en 1776. Pues veinticinco años después de la Revolución estaban en una condición mucho peor como estados libres de lo que habrían estado como colonias. Su gobierno era más expansivo, más ineficiente, menos honrado y más tiránico. Fue solo el gradual progreso material del país el que lo salvó del hambre y el colapso y ese progreso material se debió, no a las virtudes de su nuevo gobierno, sino a la generosidad de la naturaleza. Bajo el yugo británico también hubiera llegado y probablemente bastante mejor (pp. 145-146).

[12] Ver sobre lo que sigue Hans-Hermann Hoppe, Eigentum, Anarchie und Staat. Studien zur Theorie des Kapitalismus (Opladen: Westdeutscher Verlag, 1987), pp. 182 y ss.

[13] Helmut Schoeck, Envy: A Theory of Social Behavior (Nueva York: Harcourt, Brace and World, 1970).[Publicado en España como La envidia y la sociedad (Madrid: Unión Editorial, 1999)].

[14] Ver de Jouvenel, On Power, pp. 9-10.

[15] Ver sobre esto el brillante y realmente profético análisis de John C. Calhoun, A Disquisition on Government(Nueva York: Liberal Arts Press, 1953), esp. pp. 25–27. [Publicado en España como Disquisición sobre el gobierno (Madrid: Tecnos, 1996)]. Ahí Calhoun apunta que una

constitución escrita ciertamente tiene muchas ventajas, pero es un gran error suponer que la mera inserción de provisiones para restringir y limitar los poderes del gobierno, sin investir a quienes para cuya protección se ha insertado con los medios de aplicar su observancia, serán suficientes como para impedir que el partido mayoritario y dominante abuse de sus poderes. Estando el partido en posesión del gobierno, (…) estarán a favor de los poderes otorgados por la constitución y se opondrán a las restricciones que pretenden limitarlos. Como partidos mayoritarios y dominantes, no necesitan estas restricciones para su protección. (…) El partido minoritario o más débil, por el contrario, tomará la dirección opuesta y los considerará como esenciales para su protección contra el partido dominante. (…) Pero donde no hay medios por los que puedan obligar al partido mayoritario a observar estas restricciones, el único recurso que les queda sería una interpretación estricta de la constitución. (…) A lo cual el partido mayoritario opondrá una interpretación liberal, una que dé a las palabras de concesión su significado más amplio del que sean susceptibles. Sería entonces interpretación contra interpretación, una para disminuir y otra para agrandar los poderes del gobierno al máximo. ¿Pero qué posibilidades podría tener la interpretación estricta del partido minoritario frente a la interpretación liberal del mayoritario cuando uno tendría todos los poderes del gobierno para poner en práctica su interpretación y el otro estaría privado de todo medio de aplicar su interpretación? En una liza tan desigual, el resultado no ofrecería dudas. El partido a favor de restringir se vería superado. (…) El final de la liza sería la subversión de la constitución (…) las restricciones acabarían siendo anuladas y el gobierno se convertiría en uno de poderes ilimitados. (…) Tampoco la división del gobierno en departamentos separados e independientes unos respecto de otros,  impediría este resultado (…) ya que todos y cada uno de los departamentos (y por supuesto todo el gobierno) estarían bajo el control de la mayoría numérica y está demasiado claro como para que haga falta explicarlo que una mera distribución de sus poderes entre sus agentes o representantes podría hacer poco o nada para contrarrestar su tendencia a la opresión y el abuso de poder.

Luego, en resumen, Rothbard ha comentado sobre este análisis:

la Constitución ha probado ser un instrumento de ratificación de la expansión del poder del Estado en lugar de lo contrario. Como demostró Calhoun, cualquier límite escrito que deje al gobierno que interprete sus propios poderes está condenado a ser interpretado como autorizaciones para expandir y no limitar esos poderes. En un sentido profundo, la idea de limitar el poder con las cadenas de una constitución escrita ha probado ser un noble experimento fracasado. La idea de un gobierno estrictamente limitado ha probado ser utópica; deben encontrarse otros medios, más radicales, para impedir el crecimiento del Estado agresivo. (For A New Liberty, p. 67).

Ver también Anthony de Jasay, Against Politics: On Government, Anarchy, and Order (Londres: Routledge, 1997), especialmente el capítulo 2.

[16] Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (Nueva York: Oxford University Press 1987), p. ix, compara la primera experiencia estadounidense con la actualidad:

Hubo un tiempo, hace mucho, en que el estadounidense medio podía dedicarse a sus asuntos diarios sin apenas ser consciente del gobierno, especialmente del gobierno federal. Como granjero, comerciante o fabricante, podía decidir qué, cómo, cuándo y dónde producir y vender sus bienes, limitado por poco más que las fuerzas del mercado. Piénsenlo: ni subsidios agrícolas, ni soporte a los precios o controles de acres; ni Comisión Federal de Comercio, ni leyes antitrust, ni Comisión Interestatal de Comercio. Como empleado, empresario, consumidor, inversor, prestamista, prestatario, estudiante o profesor, podía proceder en general siguiendo sus impulsos. Piénsenlo: ni Consejo de Relaciones Laborales, ni leyes federales de “protección” al consumidor, ni Comisión de Valores e Intercambio, ni Comisión de Iguales Oportunidades en el Empleo, ni Departamento de Salud y Servicios Humanos. Al no haber un banco central emitiendo divisa nacional en papel moneda usaba normalmente moneda de oro para sus compras. No había impuestos generales a las ventas, ni impuestos de Seguridad Social, ni impuesto sobre la renta. Aunque los funcionarios eran tan corruptos como ahora (tal vez más) tenían mucho menos para corromper. Los ciudadanos privados gastaban alrededor de quince veces más que todos los gobiernos combinados. Sin embargo, esos días pasaron hace tiempo.

[17] Sobre el crecimiento del gobierno de EEUU y en particular el papel de la guerra en esta evolución, ver John V. Denson, ed., The Costs of War: America’s Pyrrhic Victories (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 1997); Higgs, Crisis and Leviathan; Eckehart Krippendorff, Staat und Krieg (Frankfurt/M.: Suhrkamp, 1985), esp. pp. 90-116; Ronald Radosh y Murray N. Rothbard, eds., A New History of Leviathan (Nueva York: Dutton, 1972); Arthur A. Ekirch, The Decline of American Liberalism (Nueva York: Atheneum, 1967).

[18] Para la declaración más vigorosa en este sentido, ver Lysander Spooner, No Treason: The Constitution of No Authority (Colorado Springs, Colo.: Ralph Myles, 1973); también Murray N. Rothbard, The Ethics of Liberty(Nueva York: New York University Press, 1998), especialmente los capítulos 22 y 23.

[19] De hecho, un contrato de protección como ése no solo es empíricamente improbable, sino praxeológicamente imposible. Al “acordar ser gravado y legislado para ser protegido”, una persona entregaría o renunciaría en la práctica a toda su propiedad en favor de la autoridad fiscal y se sometería a una esclavitud permanente respecto de la agencia legislativa. Pero un contrato como ése sería desde el principio intolerable y por tanto nulo, porque contradice la misma naturaleza de los contratos de protección,  que es que se proteja la autopropiedad de uno y la existencia de algo en posesión del protegido (en lugar de la de su protector), es decir, la propiedad privada separada.

Curiosamente, a pesar del hecho de que ninguna constitución estatal conocida ha sido aprobada por todos sobre los que recae su jurisdicción y a pesar de la aparente imposibilidad de que este hecho pueda ser nunca diferente, la filosofía política, de Hobbes a Locke hasta el presente, abunda en intentos de ofrecer una justificación contractual para el estado. La razón de estos esfuerzos aparentemente inacabables es evidente: o bien el estado puede justificarse como el resultado de contratos o no puede justificarse en absoluto. Sin embargo, de forma poco sorprendente, esta búsqueda, como la de la cuadratura del círculo o el perpetuum mobile, ha resultado vana y simplemente ha generado una larga lista de pseudojustificaciones poco ingeniosas, si no fraudulentas, por medio de trucos semánticos: un “no contrato” es realmente un contrato “implícito” o “tácito” o “conceptual”. En resumen, “no” realmente significa “sí”. Para un prominente ejemplo moderno de esta “neolengua” orveliana, ver James M. Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent(Ann Arbor: University of Michigan Press, 1962) [Publicado en España como El cálculo del consenso: fundamentos lógicos de la democracia constitucional (Madrid: Espasa-Calpe, 1980)]; James M. Buchanan, The Limits of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1975) [Publicado en España como Los límites de la libertad: entre la anarquía y el Leviatán  (Madrid: Katz Barpal, 2009)] e ídem, Freedom in Constitutional Contract(College Station: Texas A&M University Press, 1977). Para una crítica de Buchanan y la llamada Escuela de la Elección Pública, ver Murray N. Rothbard, The Logic of Action Two (Cheltenham, U.K.: Edward Elgar, 1997), caps. 4 y 17 y Hans-Hermann Hoppe, The Economics and Ethics of Private Property (Boston: Kluwer, 1993), capítulo 1.

[20] Ver para lo que sigue también el capítulo 12; Morris y Linda Tannehill, The Market for Liberty (Nueva York: Laissez Faire Books, 1984), especialmente el capítulo 8.

[21] De Molinari, The Production of Security, p. 12.

[22] Como ha explicado Rothbard, incluso

si el gobierno se limitara a la “protección” de la persona y la propiedad y los impuestos se “limitaran” a ofrecer solo ese servicio, ¿cómo va a decidir el gobierno cuánta protección proporcionar y cuántos impuestos recaudar? Pues, frente a lo que dice la teoría del gobierno limitado, la “protección” no es más una “cosa” colectiva y en bloque que cualquier otro bien o servicio en la sociedad. (…) De hecho, la “protección” podría implicar cualquier cosa de un policía para todo un país a proporcionar un guardaespaldas armado y un tanque a cada ciudadano (una propuesta que haría quebrar inmediatamente a la sociedad). ¿Pero quién va a decidir cuánta protección, ya que es innegable que toda persona estaría mejor protegida del robo y el ataque si se le proporciona un guardaespaldas armado que si no es así? En el mercado libre, las decisiones sobre cuánto y de qué calidad debería ser cualquier bien o servicio proporcionado a cada persona se hace por medio de compras voluntarias por parte de cada individuo, pero ¿qué criterio puede aplicarse cuando la decisión la toma el gobierno? La respuesta es que ninguno en absoluto y que esas decisiones gubernamentales solo pueden ser puramente arbitrarias. (The Ethics of Liberty, pp. 180-181)

Ver también Murray N. Rothbard, For A New Liberty: The Libertarian Manifesto, ed. rev. (Nueva York: Collier, 1978), pp. 215 y ss.

[23] Rothbard comenta:

La idea de la primacía de la reparación a la víctima tiene muchos precedentes en el derecho; de hecho es un principio antiguo del derecho que se ha permitido que se desvanezca al agrandarse el Estado y monopolizar las instituciones de la justicia. (…) En realidad, en la Edad Media en general, la reparación a la víctima era el concepto dominante del castigo; solo cuando el estado se hizo más poderoso (…) se trasladó el énfasis de la reparación a la víctima, (…) al castigo de supuestos delitos cometidos “contra el Estado”. (…) Lo que ocurre hoy es el siguiente absurdo: A roba 15.000$ a B. El gobierno localiza, juzga y condena a A, todo a costa de B, como uno de los numerosos contribuyentes que son víctimas de este proceso. Así que el gobierno, en vez de obligar a A a indemnizar a B o a realizar trabajos forzados hasta que se pague la deuda, obliga a B, la víctima a pagar impuestos para mantener al delincuente en prisión durante diez o veinte años. ¿Dónde está aquí la justicia? (The Ethics of Liberty, pp. 86-87)

[24] Las aseguradoras, al entrar en un contrato bilateral con cada uno de sus clientes, cumplen completamente con el deseo antiguo y original del gobierno “representativo” del que ha señalado Bruno Leoni que “la representación política estaba conectada íntimamente en su origen con la idea de que los representantes actúan como agente de otra gente y de acuerdo con la voluntad de estos últimos” (Freedom and the Law, pp. 118-119) [ver también la nota 8 anterior]. Muy al contrario, el gobierno democrático moderno implica la completa perversión (de hecho, la anulación) de la idea original de gobierno representativo. Hoy a una persona se la considera políticamente “representada” sin que importe nada, es decir, independientemente de su propia voluntad y acciones o las de su representante. Se considera que una persona está representada si vota, pero también si no vota. Se considera representada si el candidato por el que ha votado a sido elegido, pero también si se ha elegido otro candidato. Está representada, haga o no el candidato que votó o no lo que quería que hiciera. Y se la considera políticamente representada, encuentre “su” representante una mayoría de apoyo entre todos los representantes electos o no. “En realidad”, como ha apuntado Lysander Spooner,

votar no ha de tomarse como prueba de consentimiento (…) Por el contrario, ha de considerarse que, sin haberse pedido su consentimiento un hombre se encuentra rodeado por un gobierno al que no puede resistirse, un gobierno que le obliga a pagar dinero, prestar servicios y renunciar al ejercicio de muchos de sus derechos naturales, bajo el peligro de duras sanciones. Ve también que otros hombres practican esta tiranía sobre él mediante el uso del voto. Ve además que, si quiere usar él mismo el voto, tiene alguna posibilidad de aliviar su tiranía respecto de otros, sometiéndolos a él mismo. En resumen, se encuentra, sin su consentimiento, situado de tal manera, si usa su voto, puede convertirse en amo y, si no lo usa, debe convertirse en esclavo. Y no tiene otra alternativa que esas dos. Para defenderse, intenta la primera. Su caso se similar a de un hombre al que se la ha obligado a combatir, donde debe matar a otros o que le maten. Como, para salvar su propia vida en la batalla, un hombre trata de quitar las vidas de sus oponentes, no debe deducirse que él haya elegido la batalla. (…) (15) [Por consiguiente, los cargos electos] no son ni nuestros servidores, ni agentes, ni abogados, ni representantes (…) [pues] no nos hacemos responsables de sus actos. Si un hombre es mi servidor, agente o abogado, necesariamente me hago responsable de todos sus actos dentro de los límites del poder que le he otorgado. Si he confiado en él como mi agente, ya sea con poder absoluto o con cualquier otro, sobre las personas o propiedades de otros hombres distintos de mí, me estoy haciendo así necesariamente responsable ante esas otras personas de cualquier daño que pueda hacerles, siempre que actúe dentro de los límites del poder que le he otorgado. Pero ningún individuo que puede ser dañado en su persona o propiedad por actos del Congreso puede dirigirse a los electores individuales y hacerles responsables de estos actos de sus llamados agentes o representantes. Este hecho demuestra que estos pretendidos agentes del pueblo, de todos, son realmente agentes de nadie (29). (Spooner, No Treason, pp. 15 y 29)

[25] Sobre la “lógica” del seguro, ver Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, Scholar’s Edition (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1998), capítulo 6 [Publicado en España como La acción humana: tratado de economía (Madrid: Unión Editorial, 2011)]; Murray N. Rothbard, Man, Economy, and State, 2 vols. (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1993), pp. 498 y ss. [Publicado en España como El hombre, la economía y el estado (Madrid: Unión Editorial, 2011)] y Hans-Hermann Hoppe, “On Certainty and Uncertainty, Or: How Rational Can Our Expectations Be?” Review of Austrian Economics 10, nº 1 (1997).

[26] Al ser obligadas, por un lado, a ubicar a individuos con un riesgo igual o similar en el mismo grupo de riesgo y cobrara a cada uno de ellos el mismo precio por valor asegurado y al ser obligadas, por el otro, a distinguir adecuadamente entre las distintas clases de individuos con grupos de riesgo objetivamente (factualmente) distintos y a cobrar un precio distinto por valor asegurado a miembros de distintos grupos de riesgo (con los diferenciales de precios reflejando adecuadamente el grado de heterogeneidad entre los miembros de tales grupos diferentes), las aseguradoras promoverían sistemáticamente la tendencia natural humana antes mencionada (ver la anterior nota 2) de asociarse la “gente similar” y a discriminar y separarse físicamente de los “disimilares”. Sobre la tendencia de los estados a romper y destruir los grupos y asociaciones homogéneas mediante una política de integración forzosa, ver capítulos 7, 9 y 10.

[27] Ver también el capítulo 12 y Tannehill y Tannehill, The Market for Liberty, capítulos 11, 13 y 14.

[28] Sobre esto, ver Murray N. Rothbard, “Concepts of the Role of Intellectuals in Social Change Toward Laissez-Faire”, Journal of Libertarian Studies 9, nº 2 (1990).

[29] Sobre la importancia fundamental de la opinión pública para el poder del gobierno, ver Etienne de la Boetie, Discurso de la servidumbre voluntaria; David Hume “On the First Principles of Government”, en ídem,Essays: Moral, Political and Literary (Oxford: Oxford University Press, 1971) y Mises, Human Action, capítulo 9 sección 3.Allí apunta Mises (p. 198):

Quien quiera aplicar violencia necesita la cooperación voluntaria de alguna gente. (…) El tirano debe tener un séquito de partisanos que obedezcan sus órdenes voluntariamente. Su obediencia espontánea le proporciona el aparato que necesita para conquistar a otra gente. El que tenga éxito o no en hacer que dure su influencia depende de la relación numérica de los grupos, los que le apoyen voluntariamente y los que muestren sumisión. Aunque un tirano puede gobernar temporalmente con una minoría si ésta está armada y la mayoría no, a largo plazo, una minoría no puede mantener en la servidumbre a una mayoría.

[30] Ver sobre esta “vieja” concepción liberal, por ejemplo, Ludwig von Mises, Liberalism: In the Classical Tradition (Irvington-on-Hudson, N.Y.: Foundation for Economic Education, 1985). [Publicado en España comoLiberslismo: La tradición clásica (Madrid: Unión Editorial, 2010)]. “El derecho de autodeterminación respecto de la cuestión de se miembro de un estado”, escribe Mises,

significa así: siempre que los habitantes de un territorio concreto, ya sea una sola villa, todo un distrito o una serie de distritos adyacentes, den a conocer, mediante un plebiscito realizado libremente, que ya no quieren permanecer unidos al estado al que pertenecen en ese momento, sino que quieren o bien formar un estado independiente o unirse a algún otro estado, hay que respetar sus deseos y cumplirlos. Es la única forma viable y efectiva de impedir revoluciones y guerras civiles e internacionales. (p. 109)

[31] Para un análisis detallado de los asuntos que afectaron a la Guerra de la Independencia del Sur, ver Thomas J. DiLorenzo, “The Great Centralizer. Abraham Lincoln and the War Between the States”, Independent Review 3, nº 2 (1998).

[32] Sobre la importancia de las ciudades libres en la Europa medieval en el subsiguiente desarrollo de la tradición propiamente europea del liberalismo (clásico), ver Charles Tilly y Wim P. Blockmans, eds., Cities and The Rise of States in Europe, A.D. 1000 to 1800 (Boulder, Colo.: Westview Press, 1994).

[33] El peligro de un aplastamiento por el gobierno es máximo durante la etapa inicial de este escenario secesionista, es decir, mientras el número de territorios de ciudades libres siga siendo pequeño. Por tanto, durante esta fase es recomendable evitar cualquier confrontación directa con el gobierno central. En ligar de denunciar totalmente su legitimidad parecería prudente, por ejemplo, garantizar la “propiedad” publica de los edificios federales, etc. dentro del territorio libre y “solo” denegar su derecho a fijar impuestos y legislaciones futuras respecto a nadie ni nada dentro de este territorio. Siempre que esto se haga con el tacto diplomático apropiado y dada la necesidad de un nivel sustancial de apoyo en la opinión pública, es difícil imaginar cómo el gobierno central se atrevería a invadir un territorio y aplastar a un grupo de gente que no ha cometido otro pecado que ocuparse de sus propios asuntos. Por consiguiente, una vez que el número de territorios secesionistas llegara a una masa crítica (y todo éxito en una localidad promovería la imitación de otras), las dificultades de aplastar a los secesionistas aumentarían exponencialmente y el gobierno central se declararía pronto impotente y se desplomaría bajo su propio peso.


Publicado el 28 de junio de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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