Haz lo que quieras

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La idea de una sociedad en la que la gente es libre de “hacer lo que quiera” es muy atractiva. Está implícita en el eslogan “Vive y deja vivir” que ha sido adoptado por muchos grupos libertarios, y también se encuentra en el centro del ideal marxista de la alienación del trabajador bajo el capitalismo, lo cual es simplemente una consecuencia de la división natural del trabajo.[1]

Esta noción confusa, apenas entendida, ha sido el pilar central de muchas visiones ideológicas opuestas desde hace siglos, y ha recibido a veces reconocimiento explícito, de alguna forma, en ideologías políticas que se han presentado desde la aparición del liberalismo clásico. Varias ideologías que compiten entre sí han construido su justificación en términos de sus deseos de que las personas sean capaces de vivir como les plazca, incluso cuando dichas ideologías tienen conceptos radicalmente distintos de lo que esto tendría como consecuencia.

Pero al considerar la libertad de hacer cada uno lo que quiera, debemos recapacitar sobre exactamente  de qué es de lo que vamos a ser libres. ¿Vamos a ser libres de la coerción por otros, de la intromisión violenta contra nuestros cuerpos y propiedades? ¿Vamos a ser libres de vernos limitados o acosados cuando tratemos de “vivir a nuestro aire”? ¿Es que vamos a ser libres de las consecuencias adversas de nuestras acciones o quizá del juicio desfavorable de los demás?

Esta es una cuestión importante, porque estas cosas son en última instancia incompatibles entre sí. Si alguien quiere liberarse de los juicios desfavorables de los demás, esto significa que cada uno de “los otros” va a estar forzado a pensar y actuar contra su propia conciencia —pues deben abstenerse de sostener o expresar puntos de vista que alterarían a aquellos que simplemente están “viviendo a su aire”. ¿Y qué pasa si los otros quieren seguir los dictados de su conciencia porque esto es lo que ellos consideran “vivir a su aire”? De la misma manera, si una persona se va a liberar de las consecuencias desfavorables de sus propios actos, entonces esto quiere decir que serán otros los que se verán obligados a protegerse de dichas consecuencias —serán obligados a contribuir con sus recursos y servicios a aquellos que “viven a su aire”. ¿Y si los otros desean conservar su propiedad privada y el uso de la misma para sí mismos y quienes ellos quieran, qué pasa si son ellos los que “viven a su aire”? ¿Cuál “a tu aire” va a prevalecer?

Para los que defienden las políticas de redistribución y de antidiscriminación, la respuesta está clara: la libertad de “hacer lo que quieras” le da a una persona derecho a recursos que la ayuden e inmunidad ante las críticas por el estilo de vida que ha escogido… ¡pues se trata de sus propios asuntos! Este es precisamente el punto de vista del moderno estado del bienestar, relativista en cuanto a la moral. Esto es lo que tienen en mente los abogados de las políticas redistributivas y de antidiscriminación cuando se esconden detrás de una frase tan inofensiva. ¿Cómo te atreves a no querer contribuir con tus ganancias para otros que no están más que intentando vivir a su aire? ¿Cómo te atreves a criticar las acciones de otros, o discriminar en su contra? ¿No ves que están simplemente “viviendo a su aire”?

En este sentido corrompido, el concepto de una sociedad en la que las personas son libres de “vivir a su aire” se vuelve un chiste cruel, una pesadilla tiránica en la cual tan pacífico eslogan es desmentido por un riguroso sistema de dominación y control. En tal sociedad, las personas no son libres para vivir a su aire de ninguna manera. No si “su propio aire” consiste en pensar y decir la verdad acerca de la gente y las instituciones que les rodean, afirmando objetivamente y juzgando las ideas y las acciones de otros, y tratando de vivir sus propias vidas libres del acoso totalitario. En una sociedad como esa, las personas son libres de hacer lo que quieran solo en la medida en que evitan el razonamiento objetivo y se doblegan a los principios del relativismo moral, adoptando el sentimentaloide pensamiento “sin censura”.

En una sociedad verdaderamente libre, las personas estarían liberadas no de los juicios desfavorables de otros o de las consecuencias de sus propias acciones, sino del inicio de la fuerza por parte de otros.[2] Serían libres de utilizar sus propiedades como les pareciese adecuado, siempre que sus acciones no violasen los derechos de otros. En tal sociedad las personas serían libres de llevar todos los estilos alternativos de vida que quisieran —desde el uso de drogas duras a la poligamia, el nudismo o la vida en comunas— pero no se les permitiría forzar a otros a contribuir a su estilo de vida o a protegerlos de las consecuencias de sus actos. No les estaría permitido el impedir a otros por la fuerza el criticar sus ideas, condenar pacíficamente sus actos o discriminarlos. Y, por el contrario, podrían no ser forzados a contribuir a favor de sus propios detractores, a pagar su propia supresión o demonización o a tratar con aquellos a los cuales no les gusten. En pocas palabras: serían libres de “vivir a su aire” y soportar ellos mismos las consecuencias de esto.

Esa línea de pensamiento ha sido expresada a veces haciendo una distinción entre lo que se denomina libertad negativa y libertad positiva. Esta última es la libertad que se da al liberarse de la violencia por parte de otros, mientras que la primera es la libertad que da por medio de la apropiación de recursos y la asistencia de otros. El punto de vista de que la libertad de “hacer lo que uno quiera” acarrea el derecho a ser aislado de las consecuencias mediante los esfuerzos de otros o ser inmune a los juicios adversos de otros, es una expresión de la idea de que la libertad negativa debería ser sacrificada a la positiva —lo cual significa que liberarse de la violencia debe ser sacrificado al deseo de liberarse de la realidad.[3]

No todos los intentos de suprimir la libertad se hacen con el objetivo de ayudar a las personas a vivir como quieran. A menudo se adopta una prohibición precisamente con el objeto de prevenir ciertos modos de vida que se contemplan como destructivos. Después de todo, esta noción de permitir a otros “vivir a su aire” roza contra la sensibilidad de las personas que ven a los gobiernos como un medio de promover la virtud y protegerse de la inmoralidad. A algunos les parce que en cuanto a la gente que actúa irresponsablemente el papel del gobierno sería transformarlos en buenos ciudadanos por medio de la coerción —hacer esto precisamente impidiéndoles a la fuerza “vivir a su aire”. Pero estas mismas personas cometen el más despreciable exceso de todos cuando aumentan su desaprobación de las acciones (no violentas) de otros por medio de campañas de coerción contra ellos. En palabras de John Galt:

Aunque todo pueda estar abierto al desacuerdo, hay un acto de maldad que no lo está, el acto que nadie cometería contra otros y nadie olvidaría o perdonaría. Mientras los hombres deseen vivir juntos, nadie puede iniciar  —¿me oyes bien? ninguno puede empezar— el uso de la fuerza física contra otros.[4]

Realmente, la atmósfera que mejor conduce a una sociedad a cultivar la virtud moral es aquélla en la que las personas son libres de tomar sus propias elecciones y luego acarrear con las consecuencias naturales de sus propios actos. Esto permite una oportuna adaptación a la realidad y permite inculcar un buen carácter.

La prohibición y el subsidio a la fuerza de estilos de vida son dos tirones a la cadena del váter del declive social —pues ambos limpian a la sociedad civilizada al inhibir el proceso natural de nuestras elecciones vitales a seguir su propio curso. A media descarga, prohibimos una acción voluntaria que creemos será destructiva, con el resultado de que impedimos que sea comprobada contra la realidad. A descarga completa, subvencionamos a otros para que puedan seguir actuando destructivamente y desviamos las consecuencias hacia otros. Estos dos planteamientos retrasan el desarrollo de buenos hábitos y de carácter y los dos son enemigos de una sociedad honesta.

Las personas que desean tener la libertad de “ir a su aire” no deberían tolerar las prohibiciones legales de los estilos de vida que han elegido —siempre y cuando estos estilos no tengan que ver con la violencia hacia otros. Pero deben también tener en mente que la verdadera libertad incluye la libertad de otros para negarse a tratar con ellos, a hacer discriminaciones contra ellos o incluso a no gustarles o despreciarlos. A menos que y hasta que esta clase de libertad sea ampliamente aceptada, nadie será verdaderamente libre de “hacer lo que quiera”.


[1] Marx estaba particularmente preocupado con el que la mano de obra asalariada aliena al trabajador, ya que lo separa del producto de su trabajo (o sea, que el trabajador no es el que usa o consume el producto). El contemplaba la propiedad privada de los medios de producción como incompatibles con la capacidad de los trabajadores de llevar a cabo una tarea positiva. (Para una discusión de la teoría de Marx sobre la alienación, véase por ejemplo A.W. Gouldner, The two Marxisms, Oxford University Press: New York (1980), pp. 177-198. Aunque aquí estamos tratando una idea más específica, se encuentra ciertamente en el espíritu del un poco vago sentimiento de que las personas deberían ser libres para hacer lo que quisieran.

[2] Específicamente, en una sociedad libre las personas interactuarían a través del libre intercambio y obedecerían al principio de no agresión. (Cf. Rothbard, M.N. (2002) The Ethics of Liberty. New York University Press: New York, pp. 35-62. Edición española: Ética de la Libertad. Unión Editorial,1995, Col. Nueva biblioteca de la Libertad nº 13. ISBN: 978-84-7209-480-2).

[3] Este conflicto fue subrayado notablemente por el economista Frédéric Bastiat en su correspondencia con el escritor y político francés Alphonse de Lamartine, donde afirmaba que el deseo de Lamartine de imponer “la fraternidad” mediante la fuerza de la ley destruiría la auténtica libertad (Cf. Bastiat, The Bastiat Collection(Volumen 1), Ludwig von Mises Institute: Auburn, 2007, p. 62).

[4] Ayn Rand, For the New Intellectual, Signet: New York (1992), p. 133.


Publicado el 17 de enero de 2012. Traducido del inglés por Carmen Leal. El artículo original se encuentra aquí.

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