Del 1884 de Spencer al 1984 de Orwell

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[Este ensayo se ha tomado de Man vs. the Welfare State]

En 1884, Herbert Spencer escribió el que se convertiría rápidamente en un libro famoso, El hombre contra el estado. El libro se referencia poco hoy y se cubre de polvo en las estanterías de la bibliotecas (si es que, de hecho, sigue almacenado en muchas bibliotecas). Las opiniones políticas de Spencer se consideran por la mayoría de los escritores actuales que se molestan en mencionarlo como “de laissez faire extremo” y por tanto “desacreditadas”.

Pero cualquier persona de mente abierta que se tome la molestia hoy de leer o releer El hombre contra el estado probablemente se sorprenderá por dos cosas. La primera es la rara clarividencia con la que Spencer preveía que las futuras transgresiones del Estado probablemente serían a la libertad individual, sobre todo en el ámbito económico. La segunda es el grado en que esas transgresiones ya se habían producido en 1884, el año en que estaba escribiendo.

A la generación actual se le ha hecho creer que la preocupación del gobierno por la “justicia social” y los problemas de los necesitados era algo que ni siquiera existía hasta que llegó el New Deal en 1933. Las épocas anteriores que han sido retratadas como periodos en los que nadie se “preocupaba”, en los que el laissez faire era rampante, en los que todos los que no tenían éxito en la competencia de cortar gargantas a la que se llamaba eufemísticamente libre empresa (pero era simplemente un sistema de lobos contra lobos y en el que el mal acababa triunfando) se le hacía morir de hambre. Y si la generación actual piensa que esto es cierto incluso en la década de 1920, está absolutamente convencida de que esto era así en la de 1880, a la que probablemente considere el punto máximo de la prevalencia del laissez faire.

Aun así, el asombro inicial del nuevo lector cuando empieza el libro de Spencer puede empezar a disminuir antes de llegar a la mitad, porque una causa de sorpresa explica la otra. Todo lo que estaba haciendo Spencer era proyectar o extrapolar al futuro las tendencias legislativas existentes en la década de 1880. Era porque estaba tan perspicazmente horrorizado por estas tendencias que las reconocía mucho más agudamente que sus contemporáneos y veía así con mucha más claridad a dónde llevarían si no se controlaban.

Incluso en su prólogo a El hombre contra el estado, apuntaba cómo el “aumento de la libertad en lo formal” venía seguido por la “disminución de la libertad en la práctica”:

Las regulaciones se han llevado a cabo en cifras que crecen anualmente, restringiendo a los ciudadanos en aspectos en los que sus acciones antes no estaban controladas y obligándoles a cosas que antes podían hacer o no a su gusto; y al mismo tiempo cargas públicas más duras (…) han restringido su libertad, disminuyendo la porción de sus ganancias que pueden gastar según les plazca y aumentando la porción que se le arrebata para gastarla como les place los agentes públicos.

En el primer capítulo, “The New Toryism”, Spencer sostiene que “la mayoría de los que ahora pasan como liberales, son conservadores de un nuevo tipo”. Los liberales de su tiempo, apunta, ya habían “perdido de vista la verdad de que el liberalismo en tiempos pasados normalmente defendía la libertad individual frente a la coerción del Estado”.

Así que el completo cambio de referencia del angloamericano, por el que hoy un “liberal” ha llegado a significar principalmente un intervencionista del Estado, ya había empezado en 1884. Ya se estaban realizando “propuestas plausibles (…) de que debería organizarse un sistema de seguro obligatorio, por el que los hombres en las primeras etapas de su vida se verían obligados a guardar para el momento en que estén incapacitados”. He aquí ya la semilla para la Ley de la Seguridad Social de Estados Unidos de 1935.

Spencer también presenta sus respetos a las implicaciones anti-libertarias de una creciente carga fiscal. Quienes crean impuestos adicionales están diciendo en la práctica: “Hasta ahora habéis sido libres de gastar esta parte de vuestras ganancias como os ha parecido; a partir de ahora no seréis libres de gastarlas, sino que las gastaremos nosotros para el beneficio general”.

Spencer se ocupa luego de las presiones que los sindicatos ya estaban entonces imponiendo a sus miembros y pregunta: “Si los hombres usan su libertad de una forma que renuncian a su libertad, ¿son entonces algo menos esclavos?”

En su segundo capítulo, “The Coming Slavery”, Spencer presta atención a la existencia de lo que llama “inercia política”: la tendencia de las Intervenciones del estado y medidas políticas similares a aumentar y acelerar en la dirección en la que ya se estaba moviendo. Los estadounidenses se han familiarizado demasiado con esta inercia en los últimos años.

Spencer ejemplifica: “El formulario en blanco de una investigación realizada diariamente es: ‘Ya hemos hecho esto, ¿por qué no deberíamos hacer aquello?’” “La compra y operación de telégrafos por el Estado” (que ya los operaba en Inglaterra cuando escribía), continuaba, “ se hizo una razón para reclamar que el Estado debería comprar y operar los ferrocarriles”. Y luego continúa citando las reclamaciones de un grupo de que el Estado debería tomar posesión de los ferrocarriles “con o sin indemnización”.

El estado británico no compró y operó los ferrocarriles hasta 65 años después, en 1948, pero llegó a hacerlo, tal y como temía Spencer.

No es solo el precedente lo que lleva a la constante expansión de las medidas intervencionistas, apunta Spencer:

Sino también la necesidad que aparece de complementar medidas ineficaces y de ocuparse de los males artificiales continuamente causados. El fracaso no destruye la fe en los medios empleados, sino que simplemente sugiere un use más estricto de dichos medios o ramificaciones más amplias de los mismos.

Un ejemplo que da es cómo “los males producidos por la caridad obligatoria se propone ahora que se atiendan con un seguro obligatorio”. Hoy, en Estados Unidos, uno podría apuntar decenas de ejemplos (desde medidas para resolver “el déficit en la balanza de pagos” a la constante multiplicación de medidas para llevar a cabo la “guerra contra la pobreza” del gobierno”) de intervenciones principalmente pensadas para eliminar los males artificiales producidos por intervenciones anteriores.

En todas partes, continúa Spencer, la suposición tácita es que “el gobierno debería intervenir en todo lo que no vaya bien (…) Cuanto más numerosas se hagan las intervenciones públicas (…) más ruidosas y perpetuas serán las reclamaciones de intervención”. Toda medida adicional de alivio genera esperanzas de otras:

Cuanto más numerosos sean los organismos públicos, más se genera allí en los ciudadanos la idea de que todo se hace para ellos y nada por ellos. Toda generación se hace menos familiar con el logro de fines deseados por acciones individuales o agencias privadas; hasta que por fin las agencias públicas llegan a considerarse las únicas agencias disponibles.

“Todo socialismo”, concluye Spencer, “implica esclavitud (…) Lo que distingue fundamentalmente al esclavo es que trabaja bajo coerción para satisfacer los deseos de otros”. La relación admite muchos grados. Los impuestos opresivos son una forma de esclavitud del individuo a la comunidad en su conjunto. “La cuestión esencial es: ¿A cuánto se le obliga a trabajar para que se beneficie otro y cuánto puede trabajar para su beneficio?”

Incluso Spencer habría probablemente considerado con incredulidad una predicción de que en menos de dos generaciones Inglaterra tendría tipos en el impuesto de la renta por encima del 90% y que un hombre ambicioso y con engería en Inglaterra y Estados Unidos se vería obligado dedicar más de la mitad de su tiempo y trabajo a apoyar a la comunidad y se le permitiría que menos de la mitad de su tiempo y trabajo se dedicara a cuidar de su propia familia y de sí mismo.

El actual impuesto progresivo de la renta proporciona una medida cuantitativa del grado relativo de la libertad y servidumbre económicas de un hombre.

Los que piensan que la vivienda pública es algo completamente nuevo se verán asombrados al oír que sus inicios (así como sus dañinas consecuencias) ya estaban presentes en 1884:

Donde los municipios se convierten en constructores [escribía Spencer], inevitablemente rebajan los valores de las casas que se habrían construido y limitan la oferta de más. (…) La multiplicación de casas, y especialmente de casas pequeñas, al versa cada vez más limitada, debe llevar a un aumento de la demanda a la autoridad local para que resuelva la deficiente oferta. (…) Y cuando en los pueblos este proceso haya llegado tan lejos como para hacer a la autoridad local la principal dueña de casas, habrá un buen precedente para la provisión pública de casas para la población rural, como propone el programa de los radicales y reclama la Federación Democrática, [que insiste en] la construcción obligatoria de alojamientos sanos para artesanos y trabajadores agrícolas en proporción a la población.

Una intervención del Estado que no previó Spencer fue la futura imposición de controles de alquileres, que hace no rentable para personas privadas poseer, reparar o renovar viviendas antiguas de alquiler o crear otras nuevas. Las consecuencias del control de alquileres provocan la indigna acusación de que “la empresa privada sencillamente no está haciendo el trabajo” de proporcionar suficiente vivienda. La conclusión es que por tanto el gobierno debe intervenir y asumir esa tarea.

Lo que sí temía expresamente Spencer, en otro campo, era que la educación pública, proporcionando gratos lo que las escuelas privadas tenían que cobrar, con el tiempo destruiría a estas últimas. Pero por supuesto no previó que el gobierno acabaría proporcionando formación gratuita incluso en universidades sostenidas con impuestos, amenazando así cada vez más la continuidad de las universidades privadas y tendiendo así cada vez más a producir una formación conformista uniforme, con los empleos de las facultades universitarias dependiendo en último término del gobierno y desarrollando así un interés económico en profesar y enseñar una ideología estatista, pro-gobierno y socialista. La tendencia de la educación pública debe lograr finalmente un monopolio público de la educación.

Igual que los lectores “liberales” de 1970 puede sorprenderse al saber que las recientes intervenciones del Estado que consideran como las últimas expresiones de pensamiento avanzado y compasivo se previeron en 1884, los lectores estatistas de tiemposd e Spencer deben haberse sorprendido al saber por él cuántas de las últimas intervenciones del Estado de 1884 fueron previstas en tiempos romanos  y en la Edad Media. Pues Spencer les recordaba, citando a un Historial, que en la Galia, durante la decadencia del Imperio Romano, “eran tan numerosos los receptores en comparación con los pagadores y tan enorme el peso de los impuestos, que el trabajador se arruinaba, las llanuras se convertían en desiertos y crecían bosques donde había habido arados”.

Spencer recordaba a sus lectores también las leyes de la usura bajo Luis XV de Francia, que aumentaron el tipo de interés “del cinco al seis cuando pretendían bajarlo al cuatro”.

Les recordaba las leyes contra el “acaparamiento” (comprar bienes para revenderlos luego), también en Francia. El efecto de  dichas leyes era impedir que nadie comprara “más de dos fanegas de trigo en el mercado”, lo que impedía a comerciantes y vendedores igualar ofertas con el tiempo, intensificando así las escaseces.

Recordaba asimismo a sus lectores la medida que, en 1315, para disminuir la presión de la hambruna, prescribía los precios de los alimentos, pero que fue posteriormente revocada después de que hubiera causado la completa desaparición de varios alimentos de los mercados.

También les recordaba los muchos esfuerzos por fijar salarios, empezando por el Estatuto de Trabajadores bajo Eduardo III (1327-77).

Además también del Estatuto 35 de Eduardo III, que buscaba mantener bajo el precio del arenque (pero fue revocado enseguida porque aumentó su precio).

Y también además de la ley de Eduardo III, bajo la cual los posaderos en los puertos juraban indagar sobre sus huéspedes “para impedir la exportación de dinero o plata”.

Este último ejemplo recordará con inquietud a los estadounidenses la presente prohibición de tener y exportar oro privadamente y la propuesta de la administración Johnson de poner un impuesto punitivo a los viajes al extranjero, así como el actual impuesto punitivo que sí se aplica a la inversión extranjera. Añadamos las prohibiciones aún existentes incluso por naciones europeas supuestamente avanzadas contra llevarse más allá de una diminuta cantidad de su papel moneda local fuera del país.

Llego a un último paralelismo entre 1884 y la actualidad. Este se refiere a la eliminación de chabolas y la renovación urbana. El gobierno británico en tiempos de Spencer respondía a la existencia de viviendas ruinosas y sobrepobladas aprobando las Leyes de Casas de Artesanos. Estas daban a las autoridades poderes para derribar las casas malas y promover la construcción de buenas:

¿Cuáles han sido los resultados? Un resumen de las operaciones del Consejo de Obras Metropolitanas, fechado el 21 de diciembre de 1883, muestra que hasta el pasado septiembre, con un coste de un millón y cuarto para los contribuyentes, había desalojado a 21.000 personas y proporcionado casas para 12.000, con las restantes 9.000 quedando, entretanto sin vivienda. Esto no es todo (…) Los desplazados (…) de un total de casi 11.000 que se quedan artificialmente sin vivienda, que han tenido que encontrar rincones para ellos en lugares miserables que ya estaban saturados.

Quienes estén interesados en un estudio meticulosos del paralelismo actual con esto han de acudir a The Federal Bulldozer (1964) de Martin Anderson.  Cito solo un corto párrafo de sus conclusiones:

El programa federal de renovación urbana ha agravado en realidad la escasez de viviendas para grupos de renta baja. De 1950 a 1960, se destruyeron 126.000unidades de alojamiento, la mayoría de renta baja. Este estudio estima que la cifra de nuevas unidades de alojamiento construidas es de menos un cuarto del número de las demolidas y que la mayoría de las nuevas unidades son de renta alta. Contrasta el aumento neto de millones de unidades estándar de alojamiento a la oferta de viviendas de la empresa privada con el esfuerzo diminuto de construcción del programa federal de renovación urbana.

Hay un párrafo elocuente en el libro de Spencer recordando a sus lectores de la década de 1880 lo que no debían al Estado:

No es al estado al que debemos la multitud de inventos útiles de la pala al teléfono; no es el estado el que hizo posible extender la navegación con una astronomía desarrollada; no fue el estado el que hizo los descubrimientos en física, química y el resto que guían a los fabricantes modernos; no fue el estado el que ideó la maquinaria para fabricar telas de todo tipo, de transportar hombres y cosas de un lugar a otro y de administrar de mil maneras nuestras comodidades. Los transportes mundiales realizados en oficinas de comerciantes, el tráfico que llena nuestras calles, el sistema de distribución al por menor que pone todo a nuestro alcance y envía lo necesario para la vida diaria hasta nuestras puertas, no son de origen gubernamental. Todos son resultados de las actividades espontáneas de ciudadanos, separados o agrupados.

Nuestros estadistas actuales están tratando afanosamente de cambiar todo esto. Estas recabando miles de millones de dólares adicionales de los contribuyentes para dedicarlos a “investigación científica”. Con esta competencia pública subvencionada obligatoriamente, están desanimando y drenando los fundos para la investigación científica privada y amenazan con hacer de la investigación, con el tiempo, un monopolio público. Pero el que esto vaya a producir más progreso científico a largo plazo es algo dudoso.

Es verdad que se está gastando muchísimo más dinero en “investigación”, pero se está desviando en direcciones cuestionables: en investigación militar; en desarrollar superbombas cada vez más grandes y otras armas de destrucción y aniquilación masiva; en planificar aviones supersónicos de pasajeros suponiendo que la gente debe llegar a sus lugares de vacaciones en Europa o el Caribe a 2.000 o 3.000 km/h en lugar de a solo 900, sin que importe cuántos tímpanos o ventanas revientes en el proceso y finalmente en dobles de Buck Rogers como hombres que llegan a la Luna (por muy emocionante que sea) o incluso a Marte. No es lo que los científicos piensen que es más importante o urgente, sino lo que los políticos deciden que impresionará y dejara estupefactas a las masas, lo que determina la dirección de la investigación.

Es bastante evidente que esto implicará un enorme desperdicio, que los burócratas serán capaces de dictar quién obtiene los fondos de investigación y quién no y que esta decisión dependerá o bien de cualificaciones fijadas arbitrariamente como las determinadas por los exámenes de los funcionarios (difícilmente la forma de encontrar las mentes más originales) o bien de que los concesionarios mantengan el favor del nombrado en concreto por el gobierno al cargo de la distribución de prebendas.

Pero nuestros estatistas sociales parecen decididos a ponernos en una situación en la dependeremos del gobierno incluso para nuestro futuro progreso científico e industrial o en una situación en l que al menos podríamos argumentar con razón que somos así de dependientes.

Spencer se dedica luego a mostrar que el tipo de intervención del estado que deplora equivale no solo a una abreviatura sino a un rechazo básico de la propiedad privada: una “confusión de ideas, causada por mirar solo a una cara de la transacción, puede encontrarse en toda la legislación que toma por la fuerza la propiedad de este hombre con el fin de dar gratis prestaciones a ese otro hombre”.

La suposición básica que subyace a todos estos actos de redistribución es que

Ningún hombre tiene ningún derecho a su propiedad, si siquiera a lo que ha ganado con el sudor de su frente, si no es con permiso de la comunidad y el que la comunidad pueda cancelar el derecho en cualquier grado que estime apropiado. No puede hacerse ninguna defensa de esta apropiación de las posesiones de A en beneficio de B, salvo una que parta del postulado de que la sociedad en su conjunto tiene un derecho absoluto sobre las posesiones de cada miembro.

En el último capítulo (precediendo a un epílogo), Spencer concluía: “La función del liberalismo en el pasado era poner un límite a los poderes de los reyes. La función del verdadero liberalismo en el futuro será la de poner un límite al poder de los parlamentos”.

Al apoyar algunos de los argumento en El hombre contra el estado de Spencer y reconocer lo penetrante de muchas de sus ideas y la notable precisión de sus predicciones del futuro político, no tenemos que suscribir cualquier postura que adoptara. El mismo título del libro de Spencer fue desafortunado en un aspecto. Hablar de “el hombre contra el estado” es deducir que el estado, como tal, es innecesario y malo. El estado, por supuesto, es absolutamente indispensable para la conservación de la ley y el orden, lo que limita la libertad y amenaza al verdadero bienestar del individuo es el estado que ha usurpado excesivos poderes y ha crecido más allá de sus funciones legítimas: el superestado, el estado socialista, el estado redistributivo, en resumen, el paradójicamente mal llamado “estado del bienestar”.

Repito que no tenemos que aceptar el “primer principio” del propio Spencer (como establecía en su Estática Social en 1850) para determinar la función del derecho y los límites del estado: “Todo hombre tiene libertad para hacer lo que quiera, siempre que no se entrometa en la misma libertad de cualquier otro hombre”.

Tomado literalmente, esto podría interpretarse como que un matón tiene derecho a quedarse en una esquina con una maza y golpear en la cabeza a quien pase, siempre que reconozca el derecho de sus víctimas a hacer lo mismo.

Al menos el principio de Spencer parece permitir cualquier cantidad de molestia mutua salvo la coacción. Es completamente cierto, como apuntaba Locke, que “el fin del derecho no es abolir las limitaciones, sino conservar y agrandar la libertad”. Pero la única fórmula breve que podemos usar para describir la función del derecho sería que debería maximizar libertad, orden y felicidad minimizando limitaciones, violencia y daño.

La aplicación detallada una fórmula tan sencilla presenta muchas dificultades y problemas. No tenemos que ocuparnos ahora de ellas, excepto para decir que el Derecho Común, desarrollado de las costumbres antiguas y cientos de miles de sentencias de jueces, ha estado resolviendo estos problemas durante épocas enteras y que en la nuestra los juristas y economistas han estado refinando aún más estas sentencias.

Pero Spencer indudablemente tenía razón en lo principal de su argumento, que era esencialmente el de Adam Smith y otros liberales clásicos, de que dos funciones indispensables del gobierno son, primero, proteger a la nación contra agresiones de cualquier otra nación, y segundo, proteger al ciudadano individual de la agresión, injusticia u opresión de cualquier otro ciudadano, y que toda extensión de las funciones del gobierno más allá de estas dos tareas primarias debería revisarse con celo vigilante.

Otro tema con el que no tenemos que estar necesariamente de acuerdo con Spencer era su completo rechazo de la ayuda estatal, basado en un aplicación inflexible y doctrinaria de su doctrina de la “supervivencia de los más aptos”. Tenía bastante razón en citar con aprobación un informe de los antiguos comisionados de la Ley de Pobres: “Encontramos, por un lado, que apenas un estatuto conectado con la administración de la caridad pública que ha producido el efecto pretendido por el legislativo y que la mayoría de ellos han creado nuevos males y agravado aquellos que se intentaba evitar”. Este juicio podría evidentemente aplicarse hoy aún con más fuerza a la enorme proliferación, expansión y enmiendas de medidas caridad.

Pero aunque no se haya resuelto el problema del alivio de la pobreza y l desgracia, no podemos negar cruelmente que exista el problema. Tampoco podemos dejar su solución enteramente a la caridad privada. Por citar un ejemplo extremos, pero desgraciadamente diario: Si un niño es atropellado en la calle o si chocan dos vehículos, tendría que haber una provisión lo más rápida posible para llevar y atender a la víctima o víctimas inmediatamente a un hospital, si es necesario, antes de que haya habido tiempo de determinar si pueden permitirse o no pagar al doctor o el servicio hospitalario y sin depender de la oferta de algún buen samaritano privado, que puede que esté allí o no, para garantizar el pago de la factura del hospital. Debería haber una provisión pública para atender todas esas emergencias.

Por supuesto, el gran problema es cómo proporcionar esa emergencia sin permitirle degenerar en una ayuda permanente, cómo aliviar la preocupación extrema de quienes son pobres con poca o ninguna culpa por su parte, sin apoyar la indolencia de quienes son pobres principal o completamente por su culpa.

Por describir el problema de otra manera (como he hecho antes): ¿Cómo podemos mitigar las sanciones del fracaso y la mala fortuna sin socavar los incentivos para el esfuerzo y el éxito? ¿En qué casos concretos y hasta que nivel concreto es tarea del estado desempeñar un papel en la solución de este problema? ¿Y cuál debería ser exactamente ese papel? Durante tres mil años de historia, este problema nunca se ha resuelto satisfactoriamente por ningún gobierno en ninguna parte. No pretendo conocer la solución concreta. Pero las dos caras del problema de aliviar el sufrimiento sin destruir el incentivo deben reconocerse francamente tanto por “conservadores” como por “liberales” y hay al menos una ganancia en declararlos simple y llanamente.

Pero sean cuales sean las reservas o cualificaciones que podamos tener, estamos profundamente en deuda con Herbert Spencer al reconocerle un ojo más agudo que cualquiera de sus contemporáneos y advertirles contra “la inminente esclavitud” hacía la que estaba derivando su propio tiempo y hacia la que derivamos hoy más rápidamente.

Es más que una nefasta coincidencia que Spencer estuviera advirtiendo de la inminente esclavitud en 1884 y que George Orwell, en nuestro tiempo, haya predicho que la consumación final de esta esclavitud se alcanzará en 1984, exactamente un siglo después.


Publicado el 20 de junio de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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