¿Qué ha hecho el gobierno de nuestro dinero? (cont.)

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La oferta adecuada de dinero

Ahora podemos preguntar: ¿Cuál es la oferta de dinero en una sociedad y cómo se utiliza? En particular, podemos plantear la eterna cuestión de “¿Cuánto dinero nos hace falta?” ¿Debe utilizarse algún tipo de criterio para regular la oferta de dinero o puede dejarse al libre mercado?

En primer lugar, el stock total u oferta de dinero disponible de una sociedad en un momento dado es el peso total del dinero que tiene. Asumamos, de momento, un mercado en el que se emplea una sola mercancía como dinero. Supongamos que esa mercancía es el oro (aunque podríamos haber tomado la plata o incluso el hierro; es el mercado, y no nosotros, quien ha de decidir cuál es la mejor mercancía a utilizar como dinero). Como el dinero es el oro, la oferta total de dinero es el peso total del oro que esa sociedad tiene. La forma de ese oro no importa – excepto cuando el coste de cambiarla a otra es mayor (por ejemplo es más caro acuñar monedas que fundirlas en lingotes). En ese caso, una de las formas será la elegida por el mercado como el dinero de cuenta, y las demás formas tendrán en el mercado una prima o descuento acorde con sus costes relativos.

Los cambios en la cantidad de oro disponible se verán gobernados por las mismas causas que afectan a los demás bienes. Los incrementos tendrán su origen en la mayor producción minera; los decrementos, de su consumo, a resultas del desgaste, de su utilización industrial, etc … Como el mercado elegirá utilizar como dinero un material duradero y como el dinero no se consume a la velocidad que lo hacen otros bienes -sino que es utilizado como medio de intercambio- la proporción de la nueva producción anual con respecto al total disponible tenderá a ser bastante pequeña. O sea que los cambios en la cantidad total de oro disponible generalmente tienen lugar muy lentamente.

¿Cuál debería ser la oferta de dinero? Se ha adelantado todo tipo de criterios: que el dinero debe variar en concordancia con la población, con el “volumen del comercio”, con las “cantidades de bienes producidas” de forma que se mantenga constante el “”, etc … No obstante, pocos han sugerido que se deje la decisión al mercado. Sin embargo el dinero difiere de las demás mercancías en un hecho esencial. Y captar esta diferencia es clave para entender los asuntos monetarios.

Cuando la oferta de cualquier otra mercancía aumenta, este incremento confiere un beneficio social; es motivo de júbilo general. Más bienes de consumo significan un mayor nivel de vida para la gente; más bienes de capital suponen un nivel de vida sostenido e incrementado en el futuro. El descubrimiento de nuevas tierras fértiles o de nuevos recursos también promete aumentar el nivel de vida presente y futuro ¿Pero qué sucede con el dinero? ¿También beneficia al gran público un aumento de la oferta de dinero?

Los bienes de consumo son usados por los consumidores; los bienes de capital y los recursos naturales se consumen en el proceso de producir bienes de consumo.  Pero el dinero no se consume; su función es actuar como un medio de intercambio – hacer posible que los bienes se transmitan de una persona a otra de forma más expedita. Todos esos intercambios se realizan en términos de precios monetarios. Por consiguiente, si un televisor se cambia por tres onzas de oro, decimos que el “precio” del televisor es de tres onzas.  En cualquier momento, todos los bienes de una economía se cambiarán a una cierta ratio con oro o lo que es igual, por cierto precio. Como hemos dicho, el dinero -o sea, el oro- es el denominador común de todos los precios. ¿Pero qué ocurre con el dinero mismo?  ¿Tiene un “precio”?  Como un precio es simplemente una tasa o ratio de intercambio, claramente lo tiene. Y en tal caso, el “precio del dinero” es una serie formada por el infinito número de tasas de intercambio que hay en el mercado para todos los distintos bienes.

Así pues, supongamos que un televisor cuesta tres onzas de oro, un coche sesenta onzas, una hogaza de pan 1/100 de una onza y que una hora de servicios jurídicos del Sr. Jones cuesta una onza. El “precio del dinero” será entonces una serie de tipos de cambio alternativos. Una onza de oro valdrá tanto como 1/3 del televisor , 1/60 de un coche, 100 hogazas de pan, o una hora de servicios jurídicos del Sr. Jones. Y así sucesivamente. El precio del dinero es entonces el “poder de compra” de la unidad monetaria – en este caso, de la onza de oro. Indica qué puede comprar esa onza a cambio, del mismo modo que el precio monetario de un televisor nos indica la cantidad de dinero que un televisor puede aportarnos a cambio.

¿Qué es lo que determina el precio del dinero? Las mismas fuerzas que determinan todos los precios del mercado, esa ley venerable pero eterna verdad: “oferta y demanda”. Todos sabemos que si la oferta de huevos aumenta, el precio de los huevos tenderá a bajar; si la demanda de los compradores de huevos aumenta, el precio tenderá a subir. Lo mismo es cierto en el caso del dinero. Un aumento en la oferta de dinero tenderá a hacer bajar su “precio” ; un aumento en la demanda de dinero lo hará subir ¿Pero cuál es la demanda de dinero? En el caso de los huevos, sabemos lo que quiere decir su “demanda”; es el monto de dinero que los consumidores están dispuestos a gastar en huevos más los huevos retenidos y no vendidos por los hueveros. Paralelamente, en el caso del dinero, su “demanda” equivale a los variados bienes que los consumidores ofrecen a cambio de dinero, más el dinero retenido en efectivo y no gastado durante cierto período temporal. En ambos casos, la “oferta” se refiere a la cantidad total del bien que está disponible en el mercado.

¿ Qué ocurre entonces si la oferta de oro aumenta, permaneciendo igual la demanda ? El “precio del dinero” cae, es decir, el poder de compra de la unidad monetaria caerá correlativamente. Una onza de oro valdrá ahora menos que 100 hogazas de pan, 1/3 de televisor, etc … Inversamente, si la oferta de oro cae, el poder de compra de la onza de oro aumenta.

¿Cuál es el efecto de un cambio en la oferta de dinero? Siguiendo el ejemplo de David Hume, uno de los primeros economistas, podemos preguntarnos que sucedería si, de un día para otro, un hada buena nos metiera subrepticiamente dinero en el bolsillo, en la bolsa y en la cuenta bancaria y doblara nuestro dinero. En nuestro ejemplo, mágicamente doblaría nuestro oro ¿Seríamos el doble de ricos? Obviamente no. Lo que nos hace ricos es la abundancia de bienes y lo que limita la abundancia es la escasez de recursos, es decir, de tierra, de trabajo y de capital. Multiplicar la cantidad de monedas no va a generar esos recursos de la nada. De momento podemos sentirnos el doble de ricos, pero todo lo que estamos evidentemente haciendo es diluir la oferta de dinero. Conforme la gente sale a la calle a gastar su recién descubierta riqueza, los precios, muy aproximadamente, se doblarán – o al menos, subirán hasta que la demanda sea satisfecha, y los compradores ya no compitan con otros por conseguir los bienes existentes.

Así que aunque vemos que un aumento en la oferta de dinero, al igual que un aumento en la oferta de cualquier bien, hace bajar su precio, el cambio no confiere -a diferencia de lo que ocurre con otros bienes- un beneficio social. El público en general no se convierte en más rico. Mientras que nuevos bienes de consumo o de capital aumentan el nivel de vida, el nuevo dinero solo aumenta los precios, esto es, diluye su propio poder de compra. La razón de este misterio es que el dinero tan solo es útil por su valor de intercambio. Otros bienes tienen una utilidad “real”, de forma que un aumento en su oferta satisface más deseos de los consumidores. El dinero solo tiene utilidad para ser canjeado; su utilidad se halla en su valor de intercambio o “poder de compra”. Nuestra ley -que un aumento del dinero no confiere un beneficio social- resulta de su exclusiva utilización como medio de cambio.

Un aumento de la oferta de dinero entonces, solo sirve para diluir la efectividad de cada onza de oro; de otro lado, una caída en la oferta de dinero aumenta el poder de cada onza para cumplir con su misión. Llegamos a la asombrosa conclusión de que no importa cual sea la oferta de dinero. Cualquier oferta dará lo mismo. El libre mercado se ajustará simplemente cambiando el poder de compra, o efectividad de la unidad de oro. No hay necesidad de inmiscuirse en el mercado para alterar la oferta de dinero que éste determina.

En este punto, el planificador  monetario podría objetar: “De acuerdo, admitiendo que carece de sentido incrementar la oferta monetaria ¿No supone la minería del oro un desperdicio de recursos? ¿No debería el gobierno mantener constante la oferta de dinero y prohibir la apertura y explotación de nuevas minas? Este argumento podría ser plausible para aquéllos que no mantienen objeciones de principio a la intervención del gobierno aunque no convencerá a los firmes defensores de la libertad. Pero la objeción descuida un punto importante: que el oro no solo es dinero sino que también es inevitablemente una mercancía. Un aumento en la oferta de oro puede no conferir ningún beneficio monetario, pero si que confiere un beneficio no-monetario – esto es, aumenta la oferta de oro utilizable para su consumo (joyería, trabajos dentales y otros) y para la producción (trabajo industrial). La minería del oro, por consiguiente, no es en absoluto un inútil dispendio de recursos para la sociedad.

Concluimos, por consiguiente, en que es mejor dejar al mercado que libremente determine la oferta de dinero, como la de los demás bienes. Aparte de las ventajas generales de tipo moral y económico de la libertad sobre la coerción, ningún dictado podrá determinar mejor la cantidad de dinero necesaria y el mercado establecerá libremente la producción de oro en concordancia con su relativa habilidad para satisfacer las necesidades de los consumidores, en comparación con todos los demás bienes productivos [1].


[1]La minería del oro no es, por supuesto, más rentable que cualquier otro negocio; a la larga, su tasa de retorno será igual a la tasa de retorno neta de cualquier otra industria.


Traducido del inglés por Juan Gamón Robres.

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