Despotismo suave

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[Soft Despotism, Democracy’s Drift: Montesquieu, Rousseau, Tocqueville, and the Modern Prospect Paul A. Rahe • Yale University Press, 2009 • Xxiii + 374 páginas]

El excepcional libro de Paul Rahe puede considerarse un comentario extenso sobre un famoso pasaje de La democracia en América, de Tocqueville:

Sobre estos [ciudadanos] se eleva un poder tutelar inmenso, que es el único que se hace cargo de asegurar su disfrute y de ocuparse de su destino. Es absoluto, atento al detalle, regular, previsor y amable (…) Funciona buscando su felicidad, pero desea ser su único agente y su único árbitro de esa felicidad. Les proporciona seguridad, prevé y atiende sus necesidades, les guía en sus asuntos principales, dirige sus testamentos, divide sus herencias (…) De esta manera, cada día, hace que el uso del albedrío sea menos útil y más raro; limita la acción de la voluntad dentro de un espacio más pequeño y, bocado a bocado, roba a cada ciudadano el uso de los que es suyo. La igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas: ha dispuesto que se las entreguen y a considerarlas a menudo incluso como un beneficio. (pp. 187-188, citando a Tocqueville)

Como demuestra abundantemente Rahe, este pasaje tiene gran relevancia para la historia estadounidense reciente. Demuestra que el comentario de Tocqueville representa la culminación de una línea de pensamiento que empezaba en Montesquieu. Aunque Montesquieu en el siglo XVIII era considerado un gran pensador, no aparece mucho hoy en discusiones de teoría política. La mayoría de la gente la ve como un personaje sencillamente de interés histórico. Rahe demuestra que la visión moderna es gravemente errónea: Montesquieu ofreció una aguda explicación de los problemas de los regímenes políticos modernos.[1]

Montesquieu, en Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y su decadencia rechazaba tanto la deseabilidad como la posibilidad de un retorno moderno a la virtud característica de la antigüedad clásica, con su énfasis principal en el valor militar.

Lo que trataba de decir Montesquieu está bastante claro. No debería querer imitar a los romanos (…) E incluso si por alguna razón perversa querríamos imitar a los romanos, luego demuestra que su Monarquía Universal, que no podríamos conseguirlo. (p. 7)

Por el contrario, una sociedad comercial, de la que Inglaterra era el mejor ejemplo, ofrecía las mejores perspectivas para un orden social floreciente bajo las condiciones modernas. Inglaterra, aunque gobernada ostensiblemente por un rey, era en realidad “una república escondida bajo la forma de una monarquía” (p. 37). Al contrario que una verdadera monarquía, buscaba la libertad y la prosperidad económica y no requería ninguna virtud particular al pueblo.

Sin embargo no puede deducirse en modo alguno del éxito de la sociedad inglesa, que la gente de allí viviera en l alegría. Muy al contrario, se encontraban en un estado de ansiedad, al que Montesquieu llamaba “inquiétude”. Con su erudición característica, Rahe remonta esta idea al jansenista Blaise Pascal y su discípulo Pierre Nicole. Sostenían que, después de la Caída, los seres humanos cayeron presa de la concupiscencia. Aunque era una emoción maligna, podía estimular los efectos de las virtudes y producir, sin pretenderlo, una sociedad practicable.

Nicole dedicó un ensayo seminal a sugerir que la caridad cristiana es política y socialmente superflua, que, en su ausencia, gracias a la particular providencia de Dios, l’amour propre es perfectamente capaz de proporcionar una base para el ordenamiento adecuado de la sociedad civil, del orden político y de la vida humana en este mundo más en general. (p. 43)

Montesquieu, siguiendo a Montaigne, secularizó esta idea; aquí tenemos una fuente importante de la idea de Bernard Mandeville de que los defectos privados eran beneficios públicos y, más en general, del concepto de la ilustración escocesa de las consecuencias no previstas de la acción humana.

En el mundo moderno, podemos por tanto obtener un orden tolerable, aunque no ideal, siguiendo el modelo inglés. Pero un peligro amenaza este resultado feliz: bajo ciertas circunstancias, el ejecutivo podría apoderarse de las riendas del poder y transformar la sociedad en un sistema despótico.

A juicio de Montesquieu, el legislativo dentro de una república moderna estaría en un grave peligro de sucumbir completamente a la influencia del ejecutivo solo en el improbable caso de que la gestión del comercio y la industria dentro de esa república estuvieran de alguna manera, en un grado muy considerable, confiados al ejecutivo. Con esa política, dependiendo del gobierno el pueblo en general y la clase media en particular para su bienestar económico, la situación de los ciudadanos sería realmente  triste. (p. 58)

Para impedir eta transición al despotismo es esencial conservar los poderes intermedios, como la nobleza y el clero, que puedan interponer su autoridad entre el gobierno central y el pueblo. Sin estos poderes, el ejecutivo puede tomar el control de la manera que hemos descrito. El curso de la historia francesa antes de 1789 muestra una transición análoga, aunque en una monarquía en lugar de en una república. Bajo Luis XIV y sus sucesores se había suprimido el poder de la nobleza para resistir a la autoridad real; el correspondiente crecimiento de un estado central todopoderoso ayudó a traer la revolución, como reacción contra los excesos del estado. Malesherbes, un aristócrata liberal bien emplazado y lector atento de Montesquieu, advirtió a Luis XVI sobre los peligros de una centralización innecesaria, sin éxito. En las Grandes Remonstrances de 1775, Malesherbes y sus colegas en el Cour des aides acusaban “que el sistema de administración puesto en marcha por Luis XIV y desarrollado posteriormente bajo Luis XV había hecho de la monarquía francesa un ‘despotismo oriental’”. Malesherbes, que fue ejecutado durante la Revolución por su defensa de Luis XVI, era el bisabuelo de Tocqueville y, como su antepasado, Tocqueville continuó en la línea de análisis iniciada por Montesquieu.[2]

Antes de ocuparse de Tocqueville, Rahe explica otro personaje muy influido por Montesquieu. Jean-Jacques Rousseau tomó mucha de su crítica de la sociedad burguesa de Montesquieu, pero su remedio era completamente distinto del de su gran predecesor. Rousseau abrazaba el ideal clásico que rechazaba Montesquieu:

Rousseau pensaba que la descripción de Montesquieu de las antiguas repúblicas y su análisis de su carácter era completamente justa, pero no compartía los recelos que habían hecho que el filósofo francés dedicara tanto esfuerzo a evaluar las virtudes y expectativas de la monarquía y la peculiar forma de gobierno que había en Inglaterra. De hecho, las mismas características del republicanismo clásico que había generado esos recelos por parte de Montesquieu eran las características que Rousseau consideraba más atractivas. (p. 120)

Pero a pesar de su alabanza de la ciudad antigua, Rousseau, igual que Montesquieu, dudaba si sería posible recrear un régimen así en el mundo moderno. Las condiciones para hacerlo eran tan exigentes que hacían la tarea imposible en la práctica.

Como ya hemos visto, Rahe desea contrastar pronunciadamente la teoría política de la época moderna con el republicanismo clásico. Puede llevar a cabo esta tarea tratando a Rousseau como una excepción, pero, como podría suponerse, ve con desagrado los intentos de J.G.A. Pocock y otros en la Escuela de Cambridge de encontrar una tradición republicana clásica en el centro de la primera teoría política moderna. Dedica una nota mordaz a la opinión a la que se opone:

Hoy, en un grado notable, estos argumentos [de Rousseau] infectan la investigación contemporánea sobre el pensamiento republicano antes de Rousseau, mucha de la cual consiste en un intento equivocado de remontar la visión característica de Rousseau hasta Maquiavelo, el pensamiento republicano del interregno inglés y los whigs ingleses más en general; para un intento de este tipo, ver J.G.A. Pocock, The Machiavellian Moment (…) y para otro, considerar las diversas obras de Quentin Skinner. (p. 310, nota 56)[3]

Aunque fue un lector atento de Rousseau, Tocqueville no compartía su admiración quijotesca por la república clásica. Por el contrario, Tocqueville es para Rahe, “el heredero de Montesquieu”. Como Montesquieu, deploraba el crecimiento del centralismo administrativo en Francia. Por el contrario, Estados Unidos estaba marcado por el fuerte énfasis en las instituciones locales y era por tanto más capaz que Francia de reconciliar el impulso revolucionario hacia la igualdad con la libertad. (Tocqueville no era tampoco totalmente optimista acerca de Estados Unidos). Rahe mantiene que, a pesar de su objeto ostensible, La democracia en América realmente era una intervención en la política francesa:

La democracia en América constituye una polémica muda, pensada ante todo para consideración de sus contemporáneos. Las advertencias que lanzaba con respecto a las propensiones inherentes en la condición social democrática se dirigían a ellos y cuando especificaba diversos aspectos de la vida estadounidense como augurios de destrucción o como heraldos de esperanza, casi siempre lo hacía con un ojo en la presencia de los primeros y la ausencia de los segundos en su nativa Francia. (p. 222)

Por desgracia, un movimiento político concertado que empezó en el siglo XIX y continuó en el XX ha socavado las guardias contra el despotismo en Estados Unidos que analizó Tocqueville. Los progresistas reclamaban eficacia en el gobierno y desdeñaban las prácticas tradicionales estadounidenses como obstáculos en el camino de las reformas necesarias.

Se pusieron los cimientos del estado administrativo (…) durante y después de las décadas de 1870 y 1880, pensando en un grupo de personas excepcionales, en su mayor parte profesores universitarios, que consideraban la separación de poderes, el sistemas controles y contrapesos, el sistema federalista y la primacía del gobierno local (las mismas características en las instituciones estadounidenses que habían obtenido más poderosamente la admiración de Tocqueville) como desesperadamente arcaicos. (p. 244)

Rahe destaca el papel de Woodrow Wilson en el ataque de los progresistas al sistema estadounidense. A Wilson, un ardiente admirador del sistema administrativo prusiano, no le interesaba Montesquieu. La idea de controles y contrapesos, sostenía, reflejaba una filosofía mecánica pasada de moda. La biología, y no la física, debería ser nuestra guía, y una visión “orgánica” del estado debe reemplazar el gobierno limitado. Rahe también apunta que Wilson “dio a la supremacía blanca un tremendo impulso” (p. 250) con su apoyo a El nacimiento de una nación  de D.W. Griffith.

El New Deal de Franklin Roosevelt continuó la tendencia progresista y Rahe da una idea especialmente valiosa en respuesta a la proclamación por Roosevelt de una segunda declaración de derechos, económica, en 1944.

Todo (…) lo que denominaba Roosevelt como un derecho es, por supuesto, algo intrínsecamente deseable y bueno; todo puede decirse que es un elemento dentro de la “felicidad” que los Padres Fundadores esperaban que buscaran la mayoría de los estadounidenses. Pero en su momento, y también en Tocqueville, se daba por sentado que nadie tenía un “derecho” a esos bienes (…) Además, en el momento de la fundación, los americanos creían (y nadie más fervientemente que Thomas Jefferson) que la expansión de una administración centralizada necesaria para garantizar “igualdad en la búsqueda de la felicidad” y requisito para la provisión de dichos bienes era incompatible con los derechos políticos que Roosevelt listaría posteriormente en su mensaje al Congreso. Tocqueville era de la misma opinión. (p. 261)

Hayek, por supuesto, argumentaba igualmente en Camino de servidumbre y el gran logro de Rahe es demostrar que este tipo de crítica tuvo sus orígenes en Montesquieu y Tocqueville.[4] Además, ha realizado esta tarea con extraordinaria erudición. Es una gran obra de investigación que todos deberían leer.

He advertido unos pocos errores pequeños: Cuando habla de las aspiraciones de Luis XIV a una “monarquía universal en Europa” en la Guerra de Secesión española (p. 3), creo que debería tener en cuenta la investigación revisionista de Mark Thompson sobre la guerra. No es del todo correcto referirse “los Estados Generales en su forma tradicional como tres asambleas separadas” (p. 146): los tres estamentos habían deliberado a veces en el pasado, pero no siempre, de forma separada. Roosevelt fue el vicesecretario de marina de Wilson, no el secretario (p. 252).


[1] Al tomarse en serio a Montesquieu como teórico político, Rahe sigue a Leo Strauss.

[2] Después de considerar a Malesherbes, Rahe dedica varias páginas de Turgot. Los lectores de esta revista encontrarán interesante la siguiente nota: “Para una apreciación sagaz de las cualidades de Turgot como economista y un intento de situarlo al nivel de sus predecesores y sucesores inmediatos, ver Murray N. Rothbard, An Austrian Perspective on the History of Economic Thought I”, p. 290, nota 23.

[3] Para más explicaciones de la opinión de Rahe sobre la tradición republicana, ver su monumental Republics Ancient and Modern.

[4] Rahe se refiere a Mises y Hayek en la p. 26; ver también la nota 68.


Publicado el 9 de junio de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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