Seis errores fundamentales de la ortodoxia actual

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[Extraído de Independent Review (Invierno de 2010)]

Al irse agudizando la recesión e ir pasando la debacle financiera de un rebrote a otro durante el pasado año y medio, el comentario sobre los problemas de la economía se ha incrementado tremendamente. Los expertos han pontificado; los periodistas y editores han informado y opinado; los locutores de radio han resoplado; los cargos públicos han lanzado más evasivas de las habituales; torpes expertos académicos, deslumbrados por las cámaras como ciervos ante los faros, han parpadeado y tropezado en sus breves periodos como bustos parlantes en TV. Nos han inundado con una enorme avalancha de diagnósticos, pronósticos y recetas, siendo al menos el 95% de ellos asombrosamente malos.

La mayoría han sido malas por las mismas razones. La mayoría de la gente que pretende poseer conocimientos de economía se basa en un grupo común de presupuestos y modos de pensar. Yo llamo a este revoltijo pseudointelectual “keynesianismo vulgar”. Es la misma estupidez que ha pasado por ser sabiduría económica en este país durante más de 50 años y parece haber originado en la primera edición de la Economía  (1948) de Paul Samuelson, el libro de texto de economía más vendido de todos los tiempos y del que varias generaciones de alumnos universitarios adquirieron lo que saben acerca del análisis económico. Hace mucho, que esta visión caló en el discurso ilustrado, los medios de comunicación y la política y se estableció como una ortodoxia.

Por desgracia, esta forma de pensar acerca del funcionamiento de la economía (en particular, sus fluctuaciones generales) es una sarta de errores tanto por comisión como por omisión. Lo más desgraciado han sido las implicaciones políticas derivadas de este modo de pensar: sobre todo la idea de que el gobierno puede y debe usar políticas fiscales y monetarias para controlar la macroeconomía y estabilizar sus fluctuaciones. A pesar de haberse originado hace más de medio siglo, esta opinión parece estar tan viva en 2009 como lo estaba en 1949.

Consideremos brevemente los seis aspectos más indignantes de esta desgraciada aproximación a la comprensión y tratamiento de los auges y declives económicos.

Agregación

John Maynard Keynes convenció a sus compañeros economistas (y luego estos convencieron a la gente) de que tiene sentido pensar en la economía en términos de un puñado de agregados para toda la economía: renta o producción total, gasto total en consumo, gasto total en inversión y exportaciones netas totales. Si la gente recuerda algo de su curso de introducción a la economía, lo más probable es que sea la ecuación Y = C + I + G + (X – M).

A veces se iguala Q · P a las variables en el lado derecho de la ecuación. Así que la idea es que la oferta agregada (producción física por nivel de precios) es igual a la demanda agregada, que es igual a la suma de cuatro tipos de gasto en dinero para bienes y servicios finales recién producidos.

Esta forma de comprimir diversas transacciones en toda la economía en variables únicas tiene el efecto de suprimir el reconocimiento de las complejas relaciones y diferencias dentro de cada uno de los agregados. Así, en este marco, el efecto de añadir un millón de dólares a gasto de inversión en inventarios de ositos de peluche es el mismo que el efecto de añadir un millón de dólares a gasto de inversión para cavar una nueva mina de cobre. Igualmente, el efecto de añadir un millón de dólares a gasto de consumo para entradas de cine es el mismo que el efecto de añadir un millón de dólares a gasto de consumo para gasolina. Igualmente, el efecto de añadir un millón de dólares a gasto público para vacunas infantiles contra la poliomielitis es el mismo que el efecto de añadir un millón de dólares a gasto público para munición de 7,62 milímetros. No hay que pensar mucho para idear formas en las que la supresión de las diferencias dentro de cada uno de los agregados podrían causar que nuestro pensamiento acerca de la economía se vea seriamente afectado.

En realidad “la economía” no produce una masa indiferenciada a la que llamamos “producción”. Por el contrario, los millones de productores que generan la “oferta agregada” proporcionan una variedad casi infinita de bienes y servicios concretos que difieren de múltiples maneras. Además, una inmensa cantidad de lo que pasa en una economía moderna orientada al mercado consiste en acuerdos entre productores que no suministran bienes ni servicios “finales” en absoluto, sino que proporcionan materias primas, componentes, productos intermedios y servicios de unos a otros. Como estos productores están relacionados en un patrón complejo de relaciones, que deben asumir ciertas proporciones si todo el dispositivo ha de funcionar eficazmente, las consecuencias críticas se convierten en lo que se produce en concreto, cuándo, dónde y cómo.

Estas microrrelaciones extraordinariamente complejas son alas que nos referimos realmente cuando hablamos de “la economía”. Definitivamente no es un proceso único y sencillo para producir un emplasto agregado uniforme. Además, cuando hablamos de “acción económica”, nos estamos refiriendo a las decisiones que toman millones de participantes diversos al elegir un curso de acción y dejar aparte una posible alternativa. Sin decisión, limitada por la escasez, no tiene lugar ninguna acción económica. Así, el keynesianismo vulgar, que pretende ser un modelo económico o al menos un marco coherente de análisis económico, excluye en realidad la misma posibilidad de genuina acción económica, sustituyéndola por una concepción simple y mecánica, el equivalente intelectual a un juguete.

Precios relativos

El keynesianismo vulgar no tiene en cuenta los precios relativos o los cambios en dichos precios. En este marco, solo hay un precio, al que se llama “el nivel de precios” y representa una media ponderada de todos los precios en dinero a los que se venden los incontables bienes y servicios reales de la economía. (También hay un tipo de interés, que se trata como un precio de una forma limitada y equívoca y sobre el que diré más cosas más adelante). Si cambian los precios relativos, lo que por supuesto siempre hacen en algún grado, incluso en los periodos más estables, estos cambios se “promedian” y afectan al cambio calculado, si lo hay, de nivel agregados de precios solo de una forma superficial y analíticamente irrelevante.

Así que si la economía se expande siguiendo ciertas líneas, pero no otras, y la configuración de los precios relativos ha cambiado, los keynesianos vulgares saben que la “demanda agregada” y la “oferta agregada” han aumentado, pero no tienen ni idea de por qué o de qué manera han aumentado. Tampoco les importa. En su opinión, la producción agregada de la economía (la única producción que tratan como digna de atención) está dirigida por la demanda agregada, a la cual responde la oferta agregada más o menos automáticamente, y no importa si solo ha aumentado la demanda de pepinos o, por citar un ejemplo usado por el propio Keynes, solo ha aumentado la demanda de pirámides. La demanda agregada es demanda agregada es demanda agregada.[1]

Como el keynesiano vulgar no tiene ninguna idea de la estructura de producción de la economía, no puede entender cómo una expansión de la demanda a lo largo de ciertas líneas, pero no de otras podría ser problemática. En su opinión, no se puede tener, por ejemplo, demasiadas casas y apartamentos. Aumentar el gasto para casas y apartamentos es, piensa, siempre bueno siempre que la economía haya empleado recursos, independientemente de cuántas casas y apartamentos estén ahora vacíos e independientemente de qué tipos concretos de recursos no se estén empleado y dónde estén ubicados en este enorme territorio. Aunque los trabajadores desempleados puedan ser mineros de plata con experiencia de Idaho, sigue siendo supuestamente algo bueno si la demanda de apartamentos aumenta en Palm Beach, porque para el keynesiano vulgar, no hay clases individuales de trabajadores o mercados laborales independientes: trabajo es trabajo es trabajo. Si alguien (sean cuales sean sus habilidades, preferencias o ubicación) está desempleado, entonces en su marco de pensamiento podemos esperar ponerle a trabajar de nuevo aumentando suficientemente la demanda agregada, independientemente de en lo que gastemos el dinero, ya sean cosméticos o computadoras.

Esta escueta simplicidad existe, veréis, porque la producción agregada es una simple función incremental del trabajo agregado empleado: Q = f(L), donde  dQ/dL > 0.

Advirtamos que esta “función de producción agregada” solo tiene una entrada, trabajo agregado. ¡Los trabajadores aparentemente producen sin ayuda de capital! Si se le presiona, el keynesiano vulgar admite que los trabajadores usan capital, pero insiste en que la existencia de capital puede tomarse como “dada” y fija a corto plazo. Y (un punto muy importante) todo su aparato de pensamiento pretende exclusivamente ayudarle a entender este corto plazo. A largo plazo, puede insistir, estamos “todos muertos”, como dijo Keynes[2] o puede sencillamente negar que el largo plazo es lo que tenemos cuando ponemos una serie de cortos plazos uno junto a otro. El keynesiano vulgar trata en la práctica de vivir para el momento y solo para él, como una virtud importante. En cualquier momento concreto, el futuro puede dejarse con tranquilidad que se ocupa de sí mismo.

El tipo de interés

Los keynesianos vulgares pueden preocuparse por el tipo de interés, pero solo en un sentido restringido. Para ellos, el tipo de interés es el “precio del dinero”, es decir, la renta de alquiler pagada sobre dinero prestado. Este préstamo es siempre bueno y cuanto más haya, siempre es mejor, porque la gente usa el dinero prestado para comprar bienes de consumo, “creando empleos” de esta manera y un empleo es lo mejor de todo el universo conocido. Por tanto, cuanto más bajo sea el tipo de interés, más gente tomará prestado y gastará y mejor funcionará la economía, de nuevo siempre que exista algún desempleo en algún lugar del país.

Como siempre existe algún desempleo, el keynesiano vulgar siempre quiere que el tipo de interés sea más bajo del que es. Si puede rebajarse artificialmente por acción del banco central, está fuertemente a favor de dicha acción. El Sistema de la Reserva Federal recientemente ha puesto su objetivo de tipo de interés sobre “fondos federales” (balances overnight que los bancos se prestan entre sí) a un rango que empieza en cero y economistas prestigiosos han jugado con la idea absurda de apuntar a un tipo negativo de interés (ver, por ejemplo, Mankiw 2009). (¿Dónde tengo que firmar para un préstamo?)

El keynesiano vulgar no entiende qué es realmente el tipo de interés. No comprende que es un precio relativo esencial: el precio de los bienes disponibles ahora en relación con los bienes disponibles en el futuro. Recordemos que no piensa en términos de precios relativos en absoluto, así que es completamente natural que no reconozca cómo afecta el tipo de interés a la alternativa entre el consumo actual y el ahorro, es decir, actuar para hacer posible un mayor consumo futuro al no consumir la renta actual. En un mercado libre, una reducción en el tipo de interés refleja un deseo de trasladar más consumo del presente al futuro.

Un mercado libre comprendería proveedores y demandantes privados de fondos prestables y el tipo de interés prevalente sería aquel en el que la cantidad que los demandantes quieren tomar prestado se iguala a la cantidad que los suministradores quieren prestar. Pero, sin embargo, prestamistas y prestatarios toman sus decisiones a la vista de su “preferencia temporal”, lo que equivale a decir al tipo al que están dispuestos a intercambiar bienes presentes por bienes futuros. La gente con una “tasa alta de preferencia temporal” prefiere consumir ahora que después  y para inducirles a renunciar al consumo presente, los tomadores de préstamos deben compensarles pagándoles y tipo alto de interés por el uso de sus fondos.

Aunque los keynesianos vulgares reconocen que un tipo más bajo de interés animará a las empresas a tomar más dinero prestado e invertirlo, imaginan que esos planes empresariales de inversión son naturalmente volátiles y esencialmente irracionales, dirigidos, como decía Keynes por los “espíritus animales” (1936, 161-162) de los empresarios. Por tanto, el grano en que la inversión responda a un cambio en el tipo de interés es pequeño y puede ser más o menos ignorado.

Para los keynesianos vulgares, la importancia del tipo de interés es que regula la cantidad que los individuos tomarán prestado para financiar sus compras de bienes de consumo. Esas compras, en su opinión, son el elemento esencial en la determinación de cuánto quieren producir las empresas y cuánto quieren invertir en expandir su capacidad de producir. Sin embargo, tampoco  en este marco importa qué tipo de inversión tiene lugar: inversión es inversión es inversión.

El capital y su estructura

Como ya se ha señalado, el keynesiano vulgar ve las existencias de capital como “dadas”. Si piensa algo en ellas, las considera una especie de herencia masiva del pasado y supone que nada de lo que pueda sumarse o restarse a ellas a corto plazo las cambiará lo bastante como para generar preocupación. Pero si piensa poco en el capital, no piensa nada en su estructura: los patrones de grano fino de especialización e interrelación entre las incontables formas concretas de bienes de capital en las que se han encarnado los pasados ahorros e inversiones. En este marco de análisis, no importa si las empresas invierten en nuevos teléfonos o en nuevas centrales hidroeléctricas: capital es capital es capital.

Como en este marco se desatiende la estructura de las existencias de capital (incluso economistas sofisticados, como Frank Knight, han insistido en que las existencias de capital son esencialmente una masa indiferenciada de valor monetario, de la que cualquier parte puede ser sustituida perfectamente por cualquier otra parte de igual valor monetario (Hennings 1987, 330)), no se presta ninguna atención a cómo los cambios en el tipo de interés producen cambios en la estructura de las existencias de capital. Después de todo, ¿qué posible diferencia puede suponer ese cambio? Esta ceguera voluntaria ha hecho que muchos economistas, incluyendo el recientemente premiado con el Nobel, Paul Krugman (1998), interpreten incorrectamente la teoría austriaca del ciclo económico como una teoría de la “sobreinversión”, algo que definitivamente no es.

Por el contrario, la teoría encabezada por Ludwig von Mises y F.A. Hayek en la primera mitad del siglo XX (una teoría que cayó casi en el olvido después de la revolución keynesiana en la macroeconomía) es una teoría de las malas inversiones, lo que equivale a decir una teoría de cómo un tipo de interés artificialmente reducido lleva a empresas a invertir en tipos equivocados de capital, en particular los bienes de capital de más larga duración, como edificios residenciales e industriales, frente a inventarios, equipos y software con una vida relativamente corta. Así, en la perspectiva austriaca, los bajos tipos de interés inducidos por la Fed, como los de los años de 2002 a 2005, llevaron a las empresas a sobrevalorar proyectos de capital a plazo más largo y trasladar su gasto de inversión en esa dirección, produciendo auges en la construcción, entre otras cosas. Ese traslado tendría sentido económico si el tipo de interés hubiera caído en un mercado libre, indicando así que la gente quiere diferir más consumo ahorrando más de su renta actual.

Pero si la gente no ha cambiado sus preferencias de esta manera y continúa prefiriendo el consumo presente en tanta cantidad relativa como antes, entonces las empresas cometerán errores al elegir estos tipos de proyectos de inversión, que son, en la práctica, intentos de anticipar demandas futuras que nunca se producirán. Cuando los proyectos acaban fracasando, el auge que pusieron en marcha los tipos de interés artificialmente rebajados colapsa en un declive, con las correspondientes quiebras y mano de obra desempleada, ya que los proyectos insostenibles se liquidan y los recursos se trasladan (dolorosamente en muchos casos) a usos más viables.

Como el keynesiano vulgar está ciego ante estas microdistorsiones y la necesidad de su corrección tras un auge inducido artificialmente, no consigue ver ninguna necesidad de las quiebras y el desempleo que conlleva necesariamente una reestructuración económica importante. Supone: bastaría con que el gobierno interviniera y usara su propio gasto en déficit para compensar la inversión privada y el gasto de consumo reducidos, y así las empresas volverían a la rentabilidad y los trabajadores recontratados sin ninguna reestructuración económica.

Así que no resulta una sorpresa que la gente que piensa siguiendo estas líneas esté actualmente trabajando para continuar una política que contribuyó en gran medida a producir el auge insostenible de 2002-2006, que consiste en préstamos subvencionados para convertirse en propietarios de viviendas que no pueden cualificar normalmente para recibir esos préstamos. A los keynesianos vulgares no se les ocurre que se han dirigido demasiados recursos a la construcción de viviendas y apartamentos y que prestar a los propietarios de viviendas que no pueden permitirse comprar casas sin estar subvencionados indica un uso no económico de recursos a costa de los contribuyentes, que financian directa o indirectamente estas subvenciones.

Malas inversiones e inyección monetaria

Con su fe grande y simple en la eficacia del gasto público como balanceador, los keynesianos vulgares ignoran las malas inversiones, pasadas y futuras, y apoyan el gasto público por encima de los ingresos públicos, cubriendo las diferencia con préstamos. Por supuesto, están a favor de acciones del banco central para hacer más baratos estos préstamos para el gobierno. De hecho, prefieren crónicamente “dinero fácil” a política más restrictivas del banco central.

Como se ha señalado antes, prefieren el dinero fácil, no solo porque rebaja el coste visible de financiar el gasto en déficit del gobierno, sino también porque induce a las personas a tomar prestado más dinero y gastarlo en bienes de consumo: ese gasto aumentado en consumo se ve siempre como algo bueno, a pesar dela tasa de ahorro cercana a cero por parte de individuos en Estados Unidos en años recientes. Reflexionando sobre la actitud del keynesiano vulgar hacia la política de la Fed, sigo recordando una vieja canción country cuyo estribillo era “whisky más viejo, caballos más rápidos, mujeres más jóvenes, más dinero”.

Los keynesianos vulgares no dedican mucho tiempo a preocuparse acerca de la inflación potencial; por el contrario, están obsesionados con un miedo irracional e incluso el más mínimo indicio de deflación. Si la inflación debería convertirse en un problema innegable, podemos contar con ellos para apoyar controles de precios, que, basándose en el conocimiento esquemático de dichos controles durante la Segunda Guerra Mundial están convencidos de que puede hacerse que funcione bien.

Incertidumbre de régimen

Los keynesianos vulgares no son otra cosa que activistas políticos. Como Franklin D. Roosevelt, creen que el gobierno debería “intentar algo” y, si no funciona, intentar alguna otra cosa (Roosevelt 1933, 51). Mejor aún si el gobierno trata de hacer varias cosas a la vez y, si no dan con el truco, continuar echando dinero en ello y tratar algo distinto para arrancar.

Las épocas que consideran como más gloriosas en la historia político-económica de EEUU son el primer mandato de Roosevelt y los primeros años de Lyndon B. Johnson en la presidencia. En estos periodos fuimos testigos de un flujo de nuevas medidas del gobierno para gastar, gravar, regular, subvencionar y en general crear maldades económicas a una escala extraordinaria. Los planes ambiciosos de la administración Obama para la acción del gobierno en muchos frentes llenan a los keynesianos vulgares de esperanza en que haya empezado ya un tercer Gran Salto Adelante.

El keynesiano vulgar no entiende que el activismo político extremista puede actuar en contra de la prosperidad económica al crear lo que llamo “incertidumbre de régimen”, una incertidumbre omnipresente acerca de la misma naturaleza del inminente orden económico, especialmente acerca de cómo tratará el gobierno los derechos de propiedad privada en el futuro (Higgs 1997). Este tipo de incertidumbre desanima especialmente a inversores a poner dinero en proyectos a largo plazo. Esa inversión, que casi desapareció después de 1929, no se recobró completamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Más de un observador ha comentado en meses recientes que se ha generado incertidumbre de régimen por las frenéticas series de rescates, infusiones de capital, préstamos de emergencia, fusiones, paquetes de estímulo y otras medidas extraordinarias del gobierno, apiñadas en un periodo de menos de un año (ver, por ejemplo, Boettke 2008, Gonigam 2009 y Lam 2009). Con la administración Obama a las riendas, las perspectivas parecen favorables para una continuación de este tipo de activismo político frenético. No puede ayudar y puede dañar mucho.


Referencias

Boettke, Peter. 2008. “Regime Uncertainty“. The Austrian Economists, 6 de octubre.

Cantor, Paul. 2002. “Keynes y las pirámides“. Mises Daily, 14 de octubre.

Gonigam, Dave. 2009. “Regime Uncertainty“. The Daily Reckoning, 4 de marzo.

Hennings, K. H. 1987. “Capital as a Factor of Production,” en The New Palgrave: A Dictionary of Economics editado por John Eatwell, Murray Milgate y Peter Newman, 327-333. Nueva York: Stockton Press.

Higgs, Robert. 1997. “Regime Uncertainty: Why the Great Depression Lasted So Long and Why Prosperity Resumed after the War“. The Independent Review 1, no. 4 (spring): 561-590.

Keynes, John Maynard. 1936. The General Theory of Employment, Interest, and Money. Nueva York: Harcourt, Brace and World. [La teoría general del dinero y el crédito]

Krugman, Paul. 1998. “The Hangover Theory: Are Recessions the Inevitable Payback for Good Times?“, Slate, 4 de diciembre.

Lam, Carlos. 2009. “‘Regime Uncertainty’ Further Delays Economic Growth“. Seeking Alpha, 3 de abril.

Mankiw, N. Gregory. 2009. “It May Be Time for the Fed to Go Negative“. New York Times, 18 de abril.

Roosevelt, Franklin D. 1933. Looking Forward. Nueva York: John Day.

Samuelson, Paul A. 1948. Economics: An Introductory Analysis. Nueva York: McGraw-Hill. [Economía]


[1] En la Teoría General, Keynes escribía: “Construcción de pirámides, terremotos, incluso guerras pueden servir para aumentar la riqueza” (1936, 129). Provocado por la afinidad keynesiana con la construcción de pirámides, Paul Cantor bromea: “Si a Keynes le gustaban las pirámides, tenían que tener algo malo y de hecho parece haber una conexión entre que te gusten las pirámides y te guste el Gran Gobierno” (2002).

[2] La declaración tan citada de Keynes no es realmente tan ridícula como normalmente se hace parecer. Su declaración en contexto, en el Tratado sobre Reforma Monetaria de 1923, es: “El largo plazo es una guía equívoca para temas actuales. A largo plazo todos estamos muertos. Los economistas se dan un tarea demasiado fácil y demasiado inútil si en  tiempos tempestuosos solo pueden decirnos que cuando pasa la tormenta el océano está de nuevo en calma”.


Publicado el 2 de mayo de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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