La liberación de los demonios

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La historia de la humanidad es la historia de las ideas. Pues son ideas, teorías y doctrinas las que guían la acción humana, determinan los fines últimos que buscan los hombres y la elección de los medios para alcanzar dichos fines. Los acontecimientos sensacionales que estimulan las emociones y captan el interés de los observadores superficiales son meramente la consumación de cambios ideológicos. No existen transformaciones abruptas que arrasen con todo en los asuntos humanos. Lo que se llama, en términos bastante equívocos, un “punto de inflexión en la historia” es la llegada a la escena de fuerzas que ya habían estado durante mucho tiempo detrás del escenario. Nuevas ideologías, que ya hacía mucho tiempo que habían desbancado a las viejas, se quitaban su último velo e incluso la gente menos advertida era consciente de los cambios que no había advertido antes.

En este sentido, la toma del poder de Lenin en octubre de 1917 fue sin duda un punto de inflexión. Pero este significado era muy diferente del que le atribuyen los comunistas.

La victoria soviética desempeñó solo un pequeño papel en la evolución hacia el socialismo. Las políticas pro-socialistas de los países industriales de Europa central y occidental tuvieron consecuencias mucho mayores en este aspecto. La plan de seguridad social de Bismarck fue pionero de forma más trascendental en la vía al socialismo que la expropiación de las atrasadas fábricas rusas. Los Ferrocarriles Nacionales Prusianos han proporcionado el único ejemplo de una empresa operada por el gobierno que, al menos por un tiempo, ha evitado un manifiesto fracaso financiero. Los británicos incluso antes de 1914 adoptaron partes esenciales del sistema alemán de seguridad social. En todos los países industriales, los gobiernos siguen políticas proteccionistas que han de acabar en definitiva en el socialismo. El programa alemán de Hindenburg, que, por supuesto, no pudo ejecutarse completamente debido a la derrota alemana, no era menos radical, pero sí estaba mucho mejor diseñado que los muy comentados planes quinquenales rusos.

A los socialistas de los países más industrializados de Occidente, los métodos rusos no podían valerles para nada. Para estos países, la producción de manufacturas para la exportación era indispensable. No podían adoptar el sistema ruso de autarquía económica. Rusia nunca había exportado manufacturas en cantidades dignas de mención. Bajo el sistema soviético, sacaba casi todo del mercado mundial de cereales y materias primas. Ni siquiera los socialistas fanáticos podrían dejar de admitir que Occidente no podría aprender nada de Rusia. Es evidente que los logros tecnológicos de los que se glorían los bolcheviques fueron sencillamente malas imitaciones de cosas logradas en Occidente. Lenin defendía el comunismo como: “el poder soviético más electrificación”. Pero la electrificación indudablemente no era de origen ruso y las naciones occidentales sobrepasan a Rusia en el campo de la electrificación no menos que cualquier otro sector industrial.

La importancia real de la revolución de Lenin ha de verse en el hecho de que fue el estallido del principio de la violencia y la opresión sin restricciones. Fue la negación de todos los ideales políticos que habían dirigido durante tres mil años la evolución de la civilización occidental.

Estado y gobierno son el aparato social de coacción y represión violenta. Tal aparato, el poder policial, es indispensable para impedir que individuos y bandas antisociales destruyan la cooperación social. La prevención y supresión violenta de las activida­des antisociales benefician a toda la sociedad y a cada uno de sus miembros. Pero la violencia y la opresión son, a pesar de todo, males y corrompen a los que están al cargo de su aplicación. Es necesario restringir el poder de los que están al cargo para que no se conviertan en déspotas absolutos. La sociedad no puede existir sin un aparato de coacción violenta. Pero tampoco puede existir si los que están al mando son tiranos irresponsables libres para infligir daño sobre aquellos que no les gustan.

La función social de las leyes es limitar la arbitrariedad de la policía. El estado de derecho restringe la arbitrariedad de los funcionarios tanto como sea posible. Limita estrictamente su discreción y por tanto asigna a los ciudadanos una esfera en la que son libres de actuar sin verse frustrados por la interferencia del gobierno.

Libertad significa siempre libertad frente a interferencia policial. En la naturaleza no existe la libertad. Solo existe la firme rigidez de las leyes naturales  las que el hombre debe someterse incondicionalmente si quiere alcanzar algún fin en absoluto. Tampoco había libertad en las condiciones paradisíacas imaginarias que, según la palabrería fantástica de muchos escritores, precedió al establecimiento de límites sociales. Donde no hay gobierno, todos están a merced de su vecino más fuerte. La libertad solo puede conseguirse dentro de un estado establecido dispuesto a impedir a un matón matar y robar a sus conciudadanos más débiles. Pero solo el estado de derecho impide a los gobernantes convertirse en los peores matones.

Las leyes establecen normas de acción legítima. Fijan los procedimientos requeridos para el rechazo o alteración de las leyes existentes y la aprobación de otras nuevas. Igualmente fijan los procedimientos requeridos para la aplicación de las leyes en casos concretos, el proceso apropiado del derecho. Establecen tribunales y juzgados. Así que pretenden evitar una situación en la que los individuos estén a merced de los gobernantes.

Los hombres mortales están sujetos a errores y los legisladores y jueces son hombres mortales. Puede ocurrir que una y otra vez las leyes válidas o su interpretación por los tribunales impida a los órganos ejecutivos recurrir a algunas medidas que podrían ser beneficiosas. Sin embargo, no pueden producir ningún gran daño. Si los legisladores reconocen deficiencias en leyes válidas, pueden alterarlas. Indudablemente es malo que un criminal pueda a veces eludir el castigo porque queda un agujero en la ley o porque el fiscal ha olvidado ciertas formalidades. Pero es un mal menor cuando se compara con las consecuencias de un poder discrecional ilimitado por parte del déspota “benevolente”.

Es precisamente esto lo que los individuos antisociales no consiguen ver. Esa gente condena el formalismo del proceso debido en el derecho. ¿Por qué deberían las leyes impedir que el gobierno recurra a medidas beneficiosas? ¿No es fetichismo hacer supremas las leyes y no la eficacia? Defienden la sustitución del estado de derecho (Rechtsstaat).por el estado de bienestar (Wohlfahrtsstaat). En este estado del bienestar, el gobierno paternalista debería ser libre para hacer todas las cosas que considere beneficiosas para la comunidad. Ninguna “pieza de papel” debería restringir a un gobernante ilustrado en sus intentos de promover el bienestar general. Todos los opositores deben ser aplastados sin piedad para que no frustren la acción benéfica del gobierno. Ninguna formalidad vacía debe protegerlos más frente a su merecido castigo.

Es habitual calificar al punto de vista de los defensores del estado del bienestar como el punto de vista “social”, para distinguirlo del punto de vista “individualista” y “egoísta” de los defensores del estado de derecho. Sin embargo, de hecho, los defensores del estado del bienestar son fanáticos completamente anti-sociales e intolerantes. Pues su ideología implica tácitamente que el gobierno ejecutará exactamente lo que ellos mismos consideren justo y benéfico. Desdeñan completamente la posibilidad de que pueda aparecer desacuerdo con respecto a la cuestión de qué es justo y conveniente y qué no. Defienden un despotismo ilustrado, pero están convencidos de que el déspota ilustrado compartirá con todo detalle sus opiniones respecto de las medidas a adoptar. Están a favor de la planificación, pero lo que tienen en mente es exclusivamente su propio plan, no el de otra gente. Quieren exterminar a todos los oponentes, es decir, a todos los que están en desacuerdo con ellos. Son completamente intolerantes y no están dispuestos a permitir ninguna discusión. Todo defensor del estado del bienestar y de la planificación es un dictador potencial. Lo que planea es privar a todos los demás hombres de todos sus derechos y establecer su propia omnipotencia y la de sus amigos. Rechaza convencer a sus conciudadanos. Prefiere “liquidarlos”. Se burla de la sociedad “burguesa” que adora el derecho y el procedimiento legal. Él adora la violencia y el derramamiento de sangre.

El conflicto irreconciliable entre estas dos doctrinas (estado de derecho frente a estado del bienestar) estaba presente en todas las luchas que libraron los hombres por su libertad. Fue una evolución larga y dura. Una y otra vez triunfaban los defensores del absolutismo. Pero finalmente el estado de derecho predominó en el ámbito de la civilización occidental. El estado de derecho o gobierno limitado, salvaguardados por constituciones y declaracio­nes de derechos, es la señal característica de esta civilización. Fue el estado de derecho el que trajo los maravillosos logros del capitalismo moderno y de (como deberían decir los marxistas coherentes) su “superestructura”: la democracia. Proporcionó a una población en constante aumento un bienestar sin precedentes. Las masas en los países capitalistas actuales disfrutan hoy de un nivel de vida muy por encima del de los ricos de épocas anteriores.

Todos estos logros no han amedrentado a los defensores del despotismo y la planificación. Sin embargo habría sido absurdo para los defensores del totalitarismo mostrar abiertamente las inevitables consecuencias dictatoriales de sus intentos. En el siglo XIX, las ideas de libertad y estado de derecho habían conseguido tal prestigio que parecía una locura atacarlas abiertamente. La opinión pública estaba firmemente convencida de que el despotismo estaba acabado y nunca podría restaurarse. ¿No se había visto forzado el mismo zar de Rusia a abolir la servidumbre, a establecer el juicio con jurado, a conceder una limitada libertad de prensa y a respetar las leyes?

Así que los socialistas recurrieron a un truco. Continuaron explicando la llegada de la dictadura del proletariado, es decir, la dictadura de las ideas propias de cada autor socialista en sus círculos esotéricos. Pero al público en general le hablaban de una manera diferente. El socialismo, afirmaban, traerá la verdadera y completa libertad y democracia. Eliminará todo tipo de coerción y coacción. El estado se “desvanecerá”. En la comunidad socialista del futuro no habrá jueces ni policías, ni prisiones ni mazmorras.

Pero los bolcheviques se quitaron la máscara. Estaban completamente convencidos de que había llegado el día de su victoria final e inquebrantable. Ya no era posible ni necesario más disimulo. El evangelio del derramamiento de sangre podía predicarse abiertamente. Encontraron una respuesta entusiasta entre todos los intelectuales degenerados y de salón que durante muchos años habían vagado en torno a los escritos de Sorel y Nietzsche. Los frutos de la “traición de los intelectuales”[1] llegaban a la madurez. Los jóvenes que habían sido alimentados con las ideas de Carlyle y Ruskin estaban listos para tomar las riendas.

Lenin no fue el primer usurpador. Muchos tiranos le precedieron. Pero sus predecesores estaban en conflicto con las ideas sostenidas por sus contemporáneos más ilustres. Se les oponía la opinión pública porque sus principios de gobierno eran contrarios a los principios aceptado de derecho y legalidad. Fueron desdeñados y detestados como usurpadores. Pero la usurpación de Lenin se vio desde una perspectiva diferente. Era el superhombre brutal  cuya llegada habían anunciado los pseudo-filósofos. Era el sabio falsificado a quien la historia había elegido para traer la salvación a través del derramamiento de sangre. ¿No era el más ortodoxo adepto del socialismo “científico” marxista? ¿No era el hombre destinado a llevar a cabo los planes socialistas para los cuales los débiles estadistas de las decadentes democracias eran demasiado tímidos? Toda la gente bienintencionada reclamaba socialismo; la ciencia, en boca de los infalibles profesores, lo recomendaban; las iglesias predicaban socialismo cristiano; los trabajadores ansiaban la abolición del sistema salarial. Era el hombre que cumpliría todos estos deseos. Era suficientemente juicioso como para saber que no puedes hacer una tortilla sin romper los huevos.

Medio siglo antes, todos los pueblos civilizados habían censurado a Bismarck cuando declaró que los grandes problemas de la historia deben resolverse con sangre y hierro. Ahora la mayoría de los hombres cuasi-civilizados se inclina ante el dictador que estaba dispuesto a derramar mucha más sangre que la que nunca derramó Bismarck.

Este fue el significado verdadero de la revolución de Lenin. Todas las ideas tradicionales de derecho y legalidad fueron abolidas. El gobierno de la violencia sin restricciones y la usurpación sustituyeron al estado de derecho. El “estrecho horizonte de la legalidad burguesa”, como lo calificó Marx, fue abandonado. A partir de entonces ninguna ley podía limitar el poder del elegido. Eran libres de matar ad libitum. Los impulsos innatos del hombre hacia la exterminación violenta de todos los que le disgustan, reprimidos por una evolución larga y tediosa, se hicieron añicos. Se desataron los demonios. Llegaba una nueva era, la era de los usurpadores. Se llamó a la acción a los gánsteres y ellos escucharon la Voz.

Por supuesto, Lenin no quería esto. No quería conceder a otros las prerrogativas que reclamaba para sí mismo. No quería asignar a otros hombres el privilegio de liquidar a sus adversarios. Sólo él había sido elegido por la historia y sólo a él se le había confiado el poder dictatorial. Era el único dictador “legítimo” porque… se lo había dicho una voz interior. Lenin no fue lo suficientemente brillante como para prever que otra gente, imbuida de otras creencias, podría ser lo suficientemente audaz como para pretender que también ellos fueron llamados por una voz interna. Pero en unos pocos años dos de esos hombres, Mussolini e Hitler, se hicieron bastante conocidos.

Es importante entender que el fascismo y el nazismo fueron dictaduras socialistas. Los comunistas, tanto los miembros registrados de los partidos comunistas como los compañeros de viaje, estigmatizan el fascismo y el nazismo como la etapa más alta, final y más depravada del capitalismo. Esto está perfectamente de acuerdo con su costumbre de calificar a todo partido que no se someta incondicionalmente a los dictados de Moscú (incluso los socialdemócratas alemanes, el partico clásico del marxismo) como mercenario del capitalismo.

Muchas mayores consecuencias tiene que los comunistas hayan conseguido cambiar la connotación semántica del término fascismo. El fascismo, como veremos después, era una variedad italiana del socialismo. Se ajustaba a las condiciones particulares de las masas en la superpoblada Italia. No fue un producto de la mente de Mussolini y sobrevivirá a la caída de Mussolini. Las políticas exteriores del fascismo y el nazismo, desde el principio, fueron bastante opuestas. El hecho de que nazis y fascistas cooperaran estrechamente después de la guerra de Etiopía y fueran aliados en la Segunda Guerra Mundial, no elimina las diferencias entre estas dos ideas como la alianza entre Rusia y Estados Unidos no elimina las diferencias entre el sovietismo y el sistema económico estadounidense. Fascismo y nazismo estaban ambos comprometidos con el principio soviético de la dictadura y la represión violenta de los disidentes. Si uno quiere asignar al fascismo y al nazismo a la misma clase de sistemas políticos, debe llamar a esta clase régimen dictatorial y no debe olvidar asignar a los soviéticos a la misma clase.

En años recientes, las innovaciones semánticas comunistas han ido incluso más allá. Califican a todos los que les desagradan, a todo defensor de un sistema de libre empresa, como fascista. El bolchevismo, dicen, es el único sistema realmente democrático. Todos los países y partidos no comunistas son esencialmente antidemocráticos y fascistas.

Es verdad que a veces también no socialistas (los últimos vestigios de la vieja aristocracia) jugaron con la idea de una revolución aristocrática siguiendo el patrón de la dictadura soviética. Lenin les había abierto los ojos. ¿Qué tontos hemos ido!, se lamentaban. Nos hemos dejado engañar por la falsa palabrería de la burguesía liberal. Creíamos que no era tolerable desviarse del estado de derecho y aplastar sin piedad a los que desafían nuestro derecho. ¡Qué tontos fueron esos Romanov al conceder a sus enemigos mortales los beneficios de un juicio justo! Si alguien despierta las sospechas de Lenin, está listo. Lenin no duda en exterminar, sin ningún juicio, no solo a cualquier sospechoso, sino también a todos sus parientes y amigos. Pero los zares temían supersticiosamente infringir las normas establecidas por esas hojas de papel llamadas leyes. Cuando Aleksandr Uliánov conspiró contra la vida del zar, solo se le ejecutó a él; su hermano Vladimir se salvó. Así que el propio Alejandro III conservó la vida de Uliánov-Lenin, el hombre que exterminó despiadadamente a su hijo, su nuera y sus hijos y con ellos a todos los demás miembros de la familia que pudo atrapar. ¿No fue la política más estúpida y suicida?

Sin embargo, no podía resultar ninguna acción de los sueños de estos viejos tories. Eran un pequeño grupo de gruñones sin poder. No estaban respaldados por ninguna fuerza ideológica y no tenían seguidores.

La idea de esa revolución aristocrática motivaba al Stahlhelm alemán y a los cagoulards franceses.[2]El Stahlhelm fue simplemente disuelto por orden de Hitler. El gobierno francés pudo encarcelar fácilmente a los cagoulards antes de que tuvieran ninguna oportunidad de producir daños.

La aproximación más cercana a una dictadura aristocrática es el régimen de Franco. Pero Franco fue simplemente una marioneta de Mussolini y Hitler, que querían asegurarse la ayuda española en la inminente guerra contra Francia o al menos la neutralidad “amistosa” de España. Al desaparecer sus protectores, tendrá que adoptar métodos occidentales de gobierno o afrontar su destitución.

La dictadura y la opresión violenta de todos los disidentes son hoy exclusivamente instituciones socialistas. Esto queda claro al mirar más de cerca al fascismo y el nazismo.


[1] Benda, La trahison des clercs (Paría, 1927). [La traición de los intelectuales]

[2] El Stahlhelm era una asociación de veteranos alemanes de la Guerra Mundial, establecida en 1918. Los cagoulards eran miembro de una organización terrorista francesa de extrema derecha, la Cagoule. Fue responsable de varios asesinatos de socialistas y antifascistas italianos y colaboró con los nazis y el gobierno francés de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial (nota del editor).


Este artículo es el capítulo seis del libro Caos Planificado. Descarga el resto del libro aquí.

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