No consentiste en ser la víctima del estado

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Igual que en la vida diaria es importante diferenciar entre un baño y una cocina, lo mismo pasa con una distinción crucial en filosofía económica política entre gobierno y acuerdos privados contractuales. Pero aquí es donde acaba la analogía. Hay otras ideas, incluso más importantes, a considerar en la vida ordinaria que entre estos dos espacios (por ejemplo, no comas veneno, date de comer, cuida de los bebés); simplemente no hay una delimitación más importante en teoría libertaria que la que existe entre coacción (el gobierno) y cooperación voluntaria (el mercado).

Aun así, es tal la naturaleza engañosa de nuestra disciplina que hay incluso gente que presume de libertaria que desconoce esta distinción. Lo que es peor, son quienes escriben artículos en revistas profesionales, e incluso libros, que se dedican en su totalidad a olvidar las diferencias entre el estado y la interacción del mercado privado.

No les faltan argumentos, por muy irrisorios que sean. La prueba “A” en su arsenal es el acuerdo de condominio. Estos “libertarios” hablan elocuentemente acerca de la severidad y la amplitud de esos desarrollos urbanos. Por ejemplo, normalmente requieren que todos los exteriores se pinten del mismo color; que las vallas sean idénticas (por ejemplo, todos deben tener una valla de madera); que no haya unidades de aire acondicionado en las ventanas. Algunos llegan hasta el punto de estipular el color de las cortinas que puedan verse desde el exterior y a obligar o prohibir cosas como moquetas, persianas venecianas, puertas con tela metálica y si los automóviles deben o no pueden estacionarse en los garajes. Algunos prohíben completamente los niños; otros especifican una edad mínima para los residentes (por ejemplo, 60 años para comunidades de jubilados). Y son legión las normas y regulaciones respecto al ruido a qué horas, fiestas, dónde pueden dejarse los triciclos, etc. Comparados incluso con algunas poblaciones y pequeños pueblos, las órdenes de estas comunidades privadas pueden ser intrusivas, completas y a veces arbitrarias.

Está también el hecho de que ambos tipos de organizaciones normalmente se gestionan bajo principios completamente democráticos. Y no solo eso: hay una sensación de que, en ambos casos, puede decirse con veracidad que la gente acepta tomar parte en las elecciones en principio.

En el caso de la vivienda cooperativa, esto es fácil de ver. Todos los miembros de la urbanización firman un contrato de compra, indicando la voluntad de verse obligados por la constitución del condominio y por una fórmula (mayoría, mayoría cualificada, la que sea) para alterar sus cláusulas.

En los pueblos, por supuesto, nadie firma la constitución. (Si no me creéis, volved a leer Sin traición, de Spooner). Sin embargo, argumentan estos “libertarios”, al mudarse a una población, el recién llegado conoce muy bien las normas de la entidad política o puede aprenderlas fácilmente: no escupir en la calle, las especificaciones urbanísticas, los límites de velocidad, etc. Y, en prácticamente todos los casos, regulaciones locales que son mucho menos minuciosas que las de los condominios. Es verdad, concluye este argumento, que el gobierno local recauda “impuestos”, mientras que el condominio cobra “cuotas”, pero es una distinción sin diferencias.

La primera grieta en este alegato aparentemente impenetrable puede verse cuando examinamos la posición, no del recién llegado al pueblo, sino la de el dueño de un terreno que estaba allí antes de que se creara el pueblo o, alternativamente, cuando vemos las cargas del dueño de una vivienda que vivía justo fuera de los límites de la población, cuando esta se expande para poner dentro de su jurisdicción a gente como él viviendo en áreas contiguas pero previamente no incorporadas. (Consideraremos el segundo de estos casos, no el primero, ya que ahora hay muchas más personas vivas que han experimentado esto último, no lo primero).

Así que el alcalde se dirige a este propietario y le dice: “Tengo noticias para ti, Zeke. Ahora eres parte del pueblo. Te recogeremos la basura, te daremos agua de la ciudad y servicios de alcantarillado, policía, protección contra incendios, ser miembro de la biblioteca; vaya, hasta tenemos una piscina municipal. Tendrás que pagar también ayudas sociales para los pobres, por supuesto, siempre has ayudado a tus vecinos desafortunados antes, así que no debería suponerte ninguna carga”.

Zeke responde: “Suena de verdad maravilloso. Nos estamos modernizando, ¿verdad Clem? Pero te diré algo. Voy a tener que dejar pasar esta maravillosa oportunidad. No veo razón para cambiar. Gracias, pero no, gracias”.

Con lo cual el alcalde Clem responde: “No creo haber dejado mi postura completamente clara. Realmente no puedes elegir. Votamos esto y tu bando perdió. Estás dentro, te guste o no”.

En este punto, Zeke dice: “Hitler llegó al poder mediante unas elecciones. Así que no me hables de urnas. Sin embargo, que reconozco una cosa, Clem. Al menos tú no añades el insulto a la injuria. Al menos no agravas la agresión directa con la abierta mentira, Clem, como esos llamados ‘libertarios’ que no ven diferencia entre ser amalgamados en un pueblo contra su voluntad y comprar en una comunidad residencial. Tu reclamación de mi dinero de impuestos fue refrescantemente honrada, aunque un poco brutal, para una persona que solía considerar como un buen vecino”.

Hasta aquí la primera grieta en la armadura, el caso en que el dueño de la propiedad es incorporado por la fuerza al pueblo. En realidad hay una diferencia relevante entre verse obligado a ser parte de una población y unirse voluntariamente al condominio.

¿Pero qué pasa con el caso más sólido del lado “libertario” de este argumento, aquel en el que un recién llegado llega al pueblo, compra una casa, etc., sabiendo muy bien a qué normas e impuestos está obligado? ¿No es verdad que al menos en este caso el gobierno municipal es indistinguible del consejo estratificado que dirige el condominio?

En absoluto. Consideremos el siguiente caso. Compro una casa en un barrio peligroso, digamos el sur del Bronx. Sé muy bien que allí la tasa de delitos es alta que que seré un objetivo especial, dado el color de mi piel. Tal vez haya tomado esta decisión económica debido a que los inmuebles son más baratos o porque quiero estar más cerca de “la gente”, para estudiar mejor su situación y ayudar a erradicar la pobreza. En todo caso, tan pronto como me mudo, me enfrento a un matón callejero con una navaja que me dice: “Dame tu cartera, j… blanco, o te rajo, tío”.

Con lo cual, saco mi arma y le digo al delincuente: “Buen hombre, soy demasiado para usted, sea consciente de mi poder de fuego. Cesa y desista en sus malos modos y vuelva a sus negocios legítimos, si es que tiene alguno”.

Esta persona de la calle, que yo desconocía que es realmente un poco filósofo, expone como sigue: “No pareces entenderlo. Soy uno de esos ‘libertarios’ que mantienen que como te mudaste al sur del Bronx con pleno conocimiento de que podrías ser sometido a atracos del tipo que estoy realizando (o al menos tratando de realizar; nunca encontré una víctima menos cooperativa que tú; ¿a dónde iremos a parar?) en la práctica has aceptado verte atracado por gente como yo. Así que sigue el programa, tío”.

Como podemos ver, la capacidad de prever un acontecimiento no es en absoluto equivalente a aceptarlo. Sí, bien puedo prever que si me mudo al sur del Bronx, es probable que sea víctima del delito callejero. Pero esto no es en absoluto lo mismo que aceptar esas perversas actividades. Aun así, de acuerdo con el argumento “libertario” que estamos considerando, las dos cosas serían indistinguibles.

Igualmente, la persona que se establece en una ciudad con impuestos, zonas urbanas, etc. puede esperarse  que sepa que estará sujeto a estas depredaciones, igual que cualquier otro que esté allí. Pero eso está a kilómetros de haber aceptado ser coaccionado por estos malvados. La nueva llegada al pueblo no da más permiso al recaudador de impuestos para estafarle fondos que al atracador del sur del Bronx para violar los derechos del recién llegado.

Muy al contrario, el comprador de una unidad en una urbanización no solo prevé que estará sometido a un pago mensual por ser miembro y a un maremágnum de restricciones respecto de lo que puede hacer con su propiedad, pero en realidad consiente en pagar lo primero y verse obligado por lo segundo. La prueba de esto es que firma un escritura de compraventa, estipulando todo lo anterior. En el caso del ciudadano del pueblo, no existe ese contrato escrito.

No es exageración decir que la distinción más importante en toda la teoría libertaria está entre la coacción y la no coacción. Olvidemos esta diferencia y no quedará nada en absoluto para el libertarismo. Es tan importante que merece repetirse: el libertarismo consiste nada más que en las implicaciones de esta única distinción solitaria. Sin ella, no hay ninguna teoría en absoluto.


Publicado el 14 de junio de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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