Entendiendo el “quid pro quo”

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Como otros sistemas de evolución espontánea, el idioma tiende a moverse en la dirección de una cooperación más eficaz. Pero a veces su uso distorsiona palabras que una vez fueron claras para convertirlas en fuente de confusión.

C.S. Lewis citaba “caballero” como ejemplo. Su uso pasó de indicar un hecho (un hombre que tenía terrenos y poseía un escudo de armas) a una forma de alabar el comportamiento de alguien, algo para lo que ya teníamos bastantes palabras. Pero, en el proceso, la palabra perdió su capacidad de comunicar claramente lo que alguna evz significó.

Quid pro quo es una expresión que ha evolucionado igualmente de ofrecer claridad a producir confusión. Originalmente significaba “algo por algo”. Eso ofrecía una distinción útil entre disposiciones voluntarias del mercado, en las que se induce a la gente a cooperar al ofrecérsele una compensación adecuada, y disposiciones del gobierno (o robos) en los que esas inducciones no tienen que ofrecerse.

Sin embargo, el uso de quid pro quo ha evolucionado para significar normalmente un intercambio de bienes y servicios de igual valor. En el proceso, ha enturbiado la distinción entre disposiciones voluntarias e involuntarias.

Los bienes intercambiados no se valoran por igual

Los intercambios del mercado no son quid pro quo en el nuevo sentido. El interés propio de los individuos requeriría que si me intercambias voluntariamente un bate de béisbol a cambio de un guante, tendría que ser verdad que yo valoro el bate más que el guante y tú valoras más el guante que el bate. Todo intercambio así es mejor que igual para todas las partes.

Como reconocía Clarence Carson: “La igualdad consiste en la ventaja que recibe cada parte, no algún tipo de igual que se suponga que haya en los bienes intercambiados”. Como ambos ganan, mejorando su bienestar a sus propios ojos, es igualdad. Investigar si se intercambian valores iguales, cuando el propio intercambio demuestra que las partes dieron valores distintos a los bienes o servicios en cuestión, solo puede disminuir la comprensión.

Riqueza ganada en cada intercambio libre

Considerar que los intercambios del mercado implican valores iguales también ciega a la gente ante el hecho de que las restricciones artificiales del gobierno que reduzcan el volumen de los intercambios voluntarios destruyen riqueza que se habría creado en ausencia de esas restricciones. Estas incluyen impuestos, aranceles y cargas regulatorias onerosas que actúan como impuestos; precios máximos y mínimos; barreras de entrada y otras limitaciones a la competencia, etc.

La distorsión de pensar en términos de disposiciones supuestamente iguales, quid pro quo, también se extiende a la redistribución del gobierno. Esas acciones implican conferir derechos adicionales a ciertas personas. Pero como el gobierno no tiene más recursos que lo que toma de los miembros de la sociedad, eso requiere la extracción de derechos de otros. Esas acciones pueden expresarse por algunos como quid pro quo entra la sociedad y los “ayudados”, pero esa caracterización es inapropiada de por sí, porque deja fuera al que William Graham Sumner llamaba “el hombre olvidado”, a quien se le hace perdedor por fuerza en esas disposiciones.

La redistribución del gobierno no es un verdadero quid pro quo

Cuando no se ofrece ningún “quid” a terceros que se ven dañados involuntariamente por esos impuestos o regulaciones, lo que hay implicado no es un intercambio de valores iguales, sino la imposición injusta de daño sobre algunos, respaldada por el monopolio público sobre el uso legal de coacción. Como decía Clarence Carson, “En la medida en que la fuerza desempeña un papel, el quid pro quo no es la regla”. Después de todo, la fuerza solo es necesaria cuando algo es involuntario.

Quizá  Frank Chodorov fue el que resumió mejor las intervenciones del gobierno cuando escribió:

Es una disposición quid pro quo, por la que el poder de la compulsión se subarrienda a personas o grupos favorecidos a cambio de su aquiescencia para la adquisición de poder. El Estado vende un privilegio, que no es sino una ventaja económica obtenida por algunos a costa de otros (…) nunca es un intercambio honorable y por tanto tiene que aplicarse por fuerza.

La idea de que los intercambios deben ser iguales abre aún más la puerta a la envidia, que siempre degrada la cooperación social. Si los intercambios son supuestamente iguales, puede llevarse fácilmente a la gente a protestar porque cada vez que cualquier parte de un intercambio obtiene una ganancia “demasiado alta” por un acuerdo voluntario, es “injusto” para otros, aunque hayan llegado al acuerdo sin coacción ni engaño. No quedan muy lejos las amenazas de más cargas o regulaciones (como pasa con los servicios públicos regulados) y la costosa incertidumbre que conllevan, que disminuyen el grado y las ganancias de los acuerdos voluntarios.

Precios e intercambio voluntario

En la misma línea, si se supone que las disposiciones son iguales cuando se hacen, los aumentos de precios cobrados por vendedores pueden calificarse siempre como desiguales, imponiendo un daño injusto y, por tanto, siendo algo a impedir. Por ejemplo, cuando aumenta bruscamente la demanda, la demanda de intercambios “iguales” significa que no deberían aumentar los beneficios (después de todo, los productores no hicieron nada por “merecer” mayores beneficios). Por supuesto, son estas perspectivas de un mayor beneficio las que inducen el aumento en la producción con el tiempo, en respuesta a los deseos de consumidores expresados en el mercado. Cuando se refuerzan por una extendida mala comprensión y demonización de los beneficios (de lo que Karl Marx, que escribió en El Capital que “el intercambio de productos (…) es un intercambio de equivalentes, por lo tanto, no es un método para aumentar el valor”, merece mucha de la responsabilidad), esto lleva a más supervisión innecesaria y obstaculizadora del gobierno donde no debería existir ninguna, como pasa con las leyes antitrust y contra la subida de precios.

La idea quid pro quo de intercambios que implican valores iguales también conlleva la suposición de que algo fuera del cuerpo o la persona (por ejemplo, el sistema de tribunales o el aparato administrativo del ejecutivo) puede determinar si un intercambio fue “igual” y potencialmente invalidarlo o modificarlo por la fuerza si no lo es. Por supuesto, en ausencia de fraude o coacción, todas las partes de esos intercambios “desiguales” esperan beneficiarse, así que tanto la pregunta planteada como la potencial “solución” de no permitir los acuerdos son incapaces de realizar la salomónica tarea que se les impone.

Quizá sea incluso más importante, como los escritores en la tradición austriaca han empezado a apuntar, es que ningún tercero puede conocer todos los determinantes del valor para todos los afectados, incluyendo muchas que los mismos que toman las decisiones pueden ser incapaces de articular, pero cuyas compensaciones voluntarias pueden sin embargo revelarse por sus decisiones en el mercado. Cuando el gobierno ignora estas decisiones, ese modo de comunicación desaparece, asegurando que cualquier intento es un ejercicio de dictado arbitrario del gobierno en lugar de dejar tanto la decisión como la responsabilidad en manos de los propietarios afectados.

Caracterizar los acuerdos sociales como implicando valores iguales induce a error. Infravalora enormemente tanto el valor creado por los acuerdos voluntarios del mercado como los costes de las “mejoras” del gobierno para esos resultados. Crea confusión y potencia la envidia para hacer crecer el gobierno, disminuyendo la libertad y la cooperación social que sólo dicha libertad hace posible. Y la nueva versión del quid pro quo no ha ofrecido a la sociedad ninguna compensación por los problemas que ha creado.


Publicado el 23 de octubre de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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