El muro sigue en pie, y hay que derribarlo

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Al escritor de estas líneas le sorprende cuán obtusos podemos llegar a ser los seres humanos. Que hoy se celebre el 25º aniversario de la caída de un muro físico no significa que la Humanidad haya ganado la guerra al totalitarismo. ¡Apenas significa la constatación de un hecho que Ludwig von Mises ya había predicho en el año 1920 \”Economic Calculation in the Socialist Commonwealth\”!

Por supuesto que los defensores de la libertad nos congratulamos por tan simbólico acontecimiento, y es bueno que se lo recordemos cada año, cada día, a los impulsores y colaboradores del totalitarismo en todas sus formas y lugares. Pero también hemos de ser conscientes de lo que queda por delante. Tenemos la obligación moral de no ser ingenuos. En especial, los filósofos y científicos de la acción humana debemos evitar caer en la complacencia por lo ya logrado en el terreno de la lucha contra el estatismo. El muro sigue en pie, por mucho que sea menos visible que el de Berlín. Y esto es así porque la democracia es, qué duda cabe, el nuevo Dios que ha caído, parafraseando al gran Hans-Hermann Hoppe.

El otro día podíamos escuchar nuevamente este mensaje en palabras del profesor Jesús Huerta de Soto \”Liberalismo vs Anarcocapitalismo\”, otro conspicuo observador de la realidad sociopolítica de nuestros días. El enemigo, decía nuestro profesor, no es el socialismo, sino el estatismo, en clara alusión a toda forma de intervención de los estados en la vida de los individuos. Así, nos recuerda Huerta de Soto que los problemas de información que Mises, ya en su escrito de 1920, detectaba para el socialismo están presentes igualmente en el ideal del Estado moderno. En resumidas cuentas, todo sistema que coarta la libertad del individuo está condenado al fracaso. De ahí la imposibilidad del estatismo, porque el Estado es coacción, esto es, cercena la función empresarial de los individuos, eliminando así la fuente primaria de información necesaria para la cooperación social. El telón de acero tardó en colapsar unos ochenta años, cuando la farsa de la planificación central de la economía socialista fue tan evidente que hasta los propios dirigentes soviéticos se rindieron ante la evidencia de la imposibilidad del estatismo.

El socialismo real supuso una asfixia tal a la libertad del individuo que en pocas décadas terminó cayendo como un castillo de naipes. La democracia, entendida hoy por hoy como Estado del bienestar, empieza ya a mostrar sus primeros indicios de resquebrajamiento: la eliminación de la libertad individual es más sutil, si se quiere, viene en forma de sistema impositivo, con la justificación ‘buenista’ de una redistribución de la riqueza (el mismo ideal de igualdad que sostuvo la ideología marxista insuflada en la Revolución bolchevique); pero no nos engañemos, coacción es coacción, y una vez que se permite el robo sistemático en la sociedad la misma está condenada a la ruina moral. Lo vemos todos los días con los casos de corrupción política.

¿Pero “Podemos” encontrar una opción política capaz de subsanar todos los males que hasta ahora los políticos han generado? Claro que no. Ni siquiera las políticas más liberales pueden dejar de echar fuego al fuego del estatismo. El Estado mínimo lleva la semilla del totalitarismo en sus entrañas. No hay solución política para dicho mal. La única vía es acabar con el problema de raíz.

La Humanidad ha entendido sólo teóricamente que la esclavitud es algo que se debe erradicar. Para ilustrar por qué toda forma de estatismo es esclavitud me permito recordar el Tale of the Slave de Robert Nozick. El anarcocapitalsimo es, a fecha de hoy, la única forma de organización de la sociedad que elimine la esclavitud.
The Tale of the Slave

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