Crimen organizado – Capítulo 30 – 32

0

Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

CAPÍTULO 30 – La Banca Centralizada como motor de corrupción

Mucho se ha escrito acerca del famoso debate entre Thomas Jefferson y Alexander Hamilton sobre la constitucionalidad del primer Banco Central de los Estados Unidos, el Bank of the United States (BUS). Es entonces cuando Jefferson, siendo Secretario de Estado, enunció su visión “estrictamente construccionista” de la Constitución, defendiendo ante el Presidente George Washington la postura de que como la creación de un Banco Nacional no era uno de los poderes específicamente delegados por los Estados al gobierno central, y como la idea había sido expresamente rechazada por la convención constitucional, un Banco Central era inconstitucional. Es bien conocido el hecho de que el Secretario del Tesoro Hamilton respondió inventando el concepto de los poderes “implícitos” frente a los explícitamente delegados por la Constitución. George Washington firmó la ley que instituía el Bank Of The United States no por la solidez del argumento de Hamilton sino como consecuencia de un oscuro pacto político. La capital de la nación se estaba trasladando de New York a Virginia y Washington quería que el nuevo distrito de Columbia colindara con su propiedad en Mount Vernon. A cambio de modificar los límites del distrito (presumiblemente para aumentar el valor de su propiedad), Washington firmó la legislación federalista por la que se creaba el BUS. El primer Banco Central de los Estados Unidos nacía de un corrupto pacto político, pero ese acto particular de argucia política palidece en comparación con lo que Hamilton y sus secuaces nacionalistas tenían realmente en mente para el país. Como escribió Murray Rothbard en “The Mistery of Banking” (“El Misterio de la Banca“), Hamilton y sus compatriotas políticos, especialmente el políticamente bien relacionado contratista de armas Robert Morris, querían

volver a imponer en los Estados Unidos un sistema mercantilista con un Estado grande similar al de Gran Bretaña, contra el que se habían rebelado los colonos. El objetivo era tener un gobierno fuerte, en particular, un poderoso presidente o rey como jefe ejecutivo, erigido sobre la base de elevados impuestos y una abultada deuda pública.

Una parte especialmente importante de lo que Rothbard denominó “el estratagema o el plan de Morris” era “organizar y dirigir un Banco Central, para que le proporcionara a él y a sus aliados crédito barato y más dinero”. Hamilton era esencialmente un hombre de Robert Morris en la Administración de Washington cuya misión era crear un sistema económico “mercantilista” al estilo británico que principalmente beneficiara a plutócratas como Morris a costa de casi todo el mundo. Como explicó el historiador Douglas Adair, uno de los editores de los Federalist Papers:

Con taimada brillantez y mediante un programa legislativo clasista Hamilton consiguió unir los intereses de los propietarios de la costa Este en un partido cohesionado en torno a la Administración, mientras que al mismo tiempo intentó que el ejecutivo dominase al Congreso recurriendo a un generoso reparto de cargos y prebendas. Para llevar adelante su plan, Hamilton transformó cada transacción financiera del Departamento del Tesoro en una orgía de especulación y soborno en la que participó un selecto grupo de senadores, de congresistas y algunos de sus partidarios que se contaban entre los hombres más ricos de toda la nación.

De lo que el profesor Adair está hablando en este pasaje es de cómo se las arregló Hamilton para nacionalizar la vieja deuda del gobierno. Se emitieron nuevos bonos del gobierno y la vieja deuda se tenía que reembolsar por su valor facial. Como escribió John Steele Gordon en su “Hamilton’s Blessing” (“Las Bendiciones de Hamilton“), en la ciudad de Nueva York este plan se hizo del dominio público entre los integrantes del gobierno y quienes se movían a su alrededor, pero las noticias sobre el mismo se abrieron paso muy lentamente por el resto del país, a lomos de caballo y a bordo de veleros. Por ello, se creó una enorme oportunidad de negocio para quienes estaban bien conectados políticamente como Robert Morris y sus socios políticos y comerciales, lo que incluía a miembros del Congreso. En su clásico libro “Jefferson and Hamilton“, el historiador Claude Bowers describió cómo muchos miembros del Congreso, políticos influyentes y sus allegados se aprovecharon de cientos de confiados veteranos de la Guerra Revolucionaria, a los que se había pagado parcialmente sus servicios con bonos del gobierno, comprándoles los bonos al dos por ciento de su valor nominal. Bowers describe la escena como sigue:

transportes expresos cargados de grandes sumas de dinero … chapotearon y traquetearon por las lamentables carreteras invernales … de camino a Carolina del Norte para especular en él … Dos rápidos veleros contratados por un miembro del Congreso … surcaban las aguas rumbo al Sur con una misión similar.

Según Bowers, muchos miembros del Congreso se hicieron millonarios de la noche a la mañana. Se dice que Morris ganó millones con esta operación y que el mismísimo Hamilton también participó en ella. En cuanto Jefferson tuvo conocimiento del embrollo que había organizado Hamilton, supo que la intención de aquél era crear un sistema de corrupción institucionalizada para comprar el apoyo político del Congreso al programa mercantilista de su partido centrado en implantar un gran gobierno, tarifas proteccionistas, subvenciones a las empresas y centralización bancaria. En un ensayo escrito el 4 de febrero de 1818, mucho después de que Hamilton falleciera, Jefferson apuntó que “el sistema de Hamilton tenía un doble objetivo. Primero, el de despistar y evitar que la gente comprendiera y preguntara, y, segundo, el de servir de mecanismo para corromper al legislativo”. Con respecto a la acusación de corrupción, Jefferson explicó que Hamilton había confesado que en su opinión el hombre solo puede ser gobernado por uno de dos motivos, la fuerza y el interés. La fuerza, señaló, es en este país inadmisible, y, por consiguiente, los intereses de los miembros (del Congreso) deben ser sujetados para mantener al legislativo al unísono con el ejecutivo. Y por triste y vergonzoso que parezca, hay que reconocer que su maquinaria funcionó. … Algunos miembros del Congreso fueron lo bastante ruines como para doblegar su deber a sus intereses y a anteponer sus propios intereses personales al bien público.

“Hombres enriquecidos gracias a la habilidad de un líder (como Hamilton)”, escribió Jefferson, “seguirían por supuesto al jefe que los estaba haciendo ricos y de este modo se convertirían en entusiastas colaboradores de todas sus empresas”. Pero Jefferson creía que el problema al que se enfrentaba Hamilton era que los apoyos políticos que compraba merced a la estafa del arbitraje de la deuda pública eran solo temporales. “Si llegara a perder el apoyo de los miembros del Congreso a los que había enriquecido (por jubilación o fallecimiento) estaría acabado”. Por consiguiente, razonó Jefferson, tiene que idearse “algún motor más permanente de corrupción”. Este motor permanente de “influencia” o corrupción, dijo, “era el Bank of the United States“. Un Banco Central, una vez establecido, instantáneamente aglutinaría tras de sí a unos intereses políticos y sería difícil destruirlo. Jefferson temía que pudiera convertirse en un permanente motor de sobornos a políticos y de corrupción al servicio de la expansión del tamaño y del poder del gobierno fuera de los límites de la Constitución. Thomas Jefferson concluyó que “Hamilton no solo era un monárquico sino que era partidario de una monarquía edificada sobre corrupción”, con un banco central que sería la pieza central del tipo de régimen corrupto que Hamilton aspiraba crear. Jefferson llegó a esta conclusión basándose en la conducta de Hamilton y en sus palabras también. En su ensayo del 4 de febrero de 1818 Jefferson recordó una conversación personal que sostuvo con Hamilton, el Secretario de Guerra de Henry Knox, el Presidente John Adams y el Fiscal General Edmund Randolph en 1791, el año en el que se creó el Banco de los Estados Unidos. Recordó como el Presidente Adams dijo refiriéndose a la Constitución británica, “quítese a esa Constitución su corrupción y dese a su rama popular igualdad de representación y será la más perfecta Constitución que la mente humana haya concebido nunca”. Ante esa afirmación, Hamilton hizo la objeción siguiente: “Quítese su corrupción y dese igualdad de representación a su rama popular y se convertirá en un gobierno impracticable. Como está en el momento presente, con todos sus supuestos defectos, es el gobierno más perfecto que haya existido nunca”. Por tanto, para el maquiavélico Hamilton, la existencia de corrupción en el gobierno británico era algo bueno, no algo malo, ya que ayudó a centralizar el poder político en torno al ejecutivo. Hamilton está “tan cautivado y pervertido por el ejemplo Británico”, escribió Jefferson, “que está por completo convencido de que la corrupción es esencial para el gobierno de una nación”. Y la creación de un banco central era el ingrediente esencial de tal corrupción.

CAPÍTULO 31 – Derechos de los Estados frente a Monopolio Monetario

Los norteamericanos no siempre fueron tan esclavos de la burocracia del gobierno como lo son en la actualidad. Uno de los mejores ejemplos históricos de esto puede verse en la forma en que los americanos utilizaron en una ocasión la tradición Jeffersoniana de los derechos a la nulificación e interposición de los Estados para ayudar al Presidente Andrew Jackson en la batalla que libró para suspender al Second Bank of The United States, el sucesor del primer Bank of the United States (BUS). El BUS se constituyó originalmente por veinte años (empezando en 1791), plazo que el Congreso no renovó porque el banco hizo exactamente lo que Jefferson temía que haría: creó una inflación de precios del 71 % en sus primeros cinco años, generó ciclos expansivos y depresivos muy agudos y corrompió la política. Fue resucitado por el Congreso en 1816 ostensiblemente para ayudar a monetizar la deuda de la guerra de 1812. El mismo año que el BUS fue resucitado (1816), Indiana e Illinois modificaron sus Constituciones Estatales para prohibir al BUS establecer ramas o filiales dentro de sus respectivas jurisdicciones. Carolina del Norte, Georgia y Maryland se unieron a la batalla imponiendo elevados impuestos a las filiales que existían en sus Estados. Su objetivo obvio era hundirlas a impuestos. El libro de James KilpatrickThe Sovereign States: Notes of a Citizen of Virginia” (“Los Estados Soberanos: anotaciones de un ciudadano de Virginia“) narra toda la historia.

Al darse cuenta de que tales impuestos podrían destruir al BUS, el gobierno federal litigó en Maryland (McCulloch contra Maryland, 1819), con la confianza de que el Presidente del Tribunal Supremo John Marshall, un nacionalista partidario del Banco que idolatraba a Alexander Hamilton, sentenciaría a su favor. Y así lo hizo, acuñando la famosa frase según la cual “el derecho a gravar con impuestos es el poder de destruir”.

Pero eso sucedió en una época en que la opinión del Tribunal Supremo era vista solo como la opinión del Tribunal Supremo y no como hoy se concibe: como un mandamiento venido del cielo y entregado por Dios. En la década posterior a 1820 los americanos aún eran de la opinión que había tres ramas de gobierno, no solo una (la judicial), y que las tres ramas tenían que poder opinar en la misma medida sobre cuestiones constitucionales, al igual que los ciudadanos de los distintos Estados soberanos a través de actos de nulificación, si fuera preciso. La Constitución, después de todo, nada dice respecto de la cuestión de quién ha de ser el árbitro de la constitucionalidad y desde luego no concede esa responsabilidad solamente a los jueces federales.

A pesar de la opinión de Marshall de que el BUS era constitucional e ilegítimos los impuestos que lo gravasen, numerosos Estados siguieron acosando al Banco. Ohio gravó con un impuesto anual de 50.000 dólares a cada una de las dos ramas del BUS. Cuando el Banco se negó a pagar, el Auditor del Estado de Ohio despachó a un diputado suyo, un tal John L. Harper, para que cobrase el impuesto. Como explica Kilpatrick:

En la mañana del 17 de septiembre, Harper hizo un último requerimiento de pago voluntario. Cuando fue denegado, saltó por encima del mostrador, irrumpió en las cámaras acorazadas del Banco y se apoderó de 100.000 dólares en papel y en especie. Lo entregó a un diputado … que metió ese sustancioso tesoro en una pequeña maleta con la que los que eran de la partida se habían convenientemente equipado.

El Congreso de Ohio consideró que la opinión de Marshall y la existencia del Banco nacional, eran una grave amenaza para la soberanía de los ciudadanos y un peligroso precedente para todos los americanos, no solo para el pueblo de Ohio. Hizo una proclamación según la cual: “Consentir semejante atropello de los privilegios y de la autoridad de los Estados, sin esforzarse por defenderlos, sería un acto de traición al propio Estado y a todos los Estados que componen la Unión Americana”. La legislatura del Estado de Ohio declaró que conocía la teoría según la cual el Tribunal Supremo debe ser el único intérprete de la Constitución, una teoría inventada por John Marshall, por cierto. Pero, como escribió Kilpatrick, también declaró que “nunca podría aceptar esa doctrina”. Los legisladores del Estado de Ohio para respaldar su tesis citaron a Jefferson quien en su Resolución de Kentucky argumentó que cada una de las partes de un contrato o pacto constitucional tiene por si sola el mismo derecho a interpretar la Constitución. Dijeron que John Marshall estaba equivocado y consideraron que no tenían ninguna obligación de aceptar su decisión. El Congreso de Ohio prometió entonces devolver los 100.000 dólares si el BUS abandonaba el Estado. Si no lo hacía, amenazó con promulgar una ley que prohibiría “a los guardianes de nuestras prisiones” encarcelar a cualquier persona “condenada a resultas de un juicio promovido por el Bank of the United States“, prohibiría a los juzgados y tribunales del Estado de Ohio “reconocer legitimación al Banco en los procedimientos en los que fuese parte” y prohibiría a “nuestros tribunales, juzgados de paz, jueces y grandes jurados oír y tener cualquier conocimiento de cualesquiera infracciones contra cualquier clase de propiedad del Banco”. Denunció entonces al Tribunal Supremo y a su Presidente el Juez John Marshall por haber violado la Constitución. El Banco de los Estados Unidos contra-atacó, consiguiendo que policías federales arrestaran y encarcelasen al Tesorero del Estado de Ohio. Estando en la prisión, le quitaron físicamente las llaves de los cofres del gobierno del Estado y empleados federales se llevaron por valor de 100.0000 dólares de cuanto en ellos había. Esto enfadó aún más a los ciudadanos de Ohio que continuaron oponiéndose al Banco, como hicieron otros muchos Estados. Kentucky y Connecticut adoptaron la posición de Ohio respecto del Banco, Carolina del Sur estableció un impuesto especial a los accionistas residentes en su Estado, los legisladores de New York y de New Hampshire dictaron resoluciones pidiendo que no se volviera a constituir el Banco. Como concluyó James Kilpatrick

Enfrentado a esa incesante hostilidad, el Banco no podía sobrevivir. La retirada de depósitos por parte del público empezó en agosto de 1833, por orden de Jackson; y cuando Wolf, a la sazón Gobernador de Pennsylvania, que había sido uno de los más firmes defensores del Banco, denunció a la Institución en marzo de 1834, la opinión pública estaba ya fatalmente influenciada en contra del Banco. El Senado de Pennsylvania adoptó nuevas resoluciones instando a que no se volviese a constituir el Banco. Al mes siguiente, el Congreso de los Estados Unidos adoptó el mismo parecer y los días del Banco llegaron a su fin.

Se atribuye generalmente al Presidente Jackson el haber vetado la constitución del Second Bank of The United States, cosa que ciertamente hizo. Pero tuvo mucha ayuda  en su interminable batalla política y esa ayuda vino del pueblo de los Estados libres, soberanos e independientes que se opusieron a cualquier movimiento que fuese en la dirección de otorgar un monopolio monetario a los políticos de Washington, D.C.

CAPÍTULO 32 – Cómo la centralización bancaria oculta los costes de la guerra

Ludwig Von Mises creía que la inflación de precios causada por la centralización bancaria es “un instrumento indispensable del militarismo” porque hace que las repercusiones de la guerra sean mucho menos evidentes. El “hastío de la guerra” llegaría mucho antes si las guerras se financiaran mediante impuestos directos. Los políticos americanos siempre han recurrido a la falsificación legal del dinero de los bancos centrales para financiar guerras, el más caro de todos los programas de gobierno. Si los ciudadanos tuvieran más clara idea de los verdaderos costes de la guerra estarían más inclinados a oponerse a las agresiones armadas y a forzar una más rápida conclusión de todas las guerras. El gobierno puede financiar guerras (y todo lo demás) únicamente por tres medios: impuestos, deuda e inflación, o sea, imprimiendo dinero. Los impuestos son el medio más visible y doloroso, seguido del recurso al endeudamiento, que absorbe el crédito disponible para el sector privado, hace que suban los tipos de interés e impone a los contribuyentes la doble carga de devolver el principal y pagar los intereses. La creación de dinero, el aumento del crédito y del dinero en circulación, de otro lado, hace que la guerra parezca menos costosa a los ojos de los ciudadanos, ya que es más probable que culpen a los “codiciosos empresarios” de la subsiguiente subida de precios antes que a su verdadero causante, el Estado. Como regla general, la planificación centralizada y el control gubernamental de toda una economía se intensifican cuanto más larga es una guerra. Y continúa durante cierto tiempo aún después de acabada la guerra . Es bien conocida la frase de Randolph Bourne según la cual la guerra es la salud del Estado y el crecimiento del Estado significa

un declive en la libertad y de la prosperidad. Como escribió Robert Higgs en “Crisis y Leviathan“, por ejemplo, los efectos de la Primera Guerra Mundial (1ª GM) fueron la colusión masiva del gobierno con grupos organizados de intereses especiales, la nacionalización de facto de las industrias del transporte marítimo y ferroviario, el aumento de la intervención del gobierno federal en los mercados del trabajo y de capitales, comunicaciones y agricultura y cambios duraderos en la doctrina constitucional con respecto al servicio militar obligatorio y a las libertades civiles, en especial, de la libertad de expresión.

La financiación de la guerra mediante inflación con frecuencia conduce a que se pidan controles de precios que infligen aún mayores daños sobre el sistema de empresa privada al generar escaseces de bienes y servicios. El Estado utiliza la excusa de la escasez que él mismo genera para adjudicarse aún más poder y adjudicar las escaseces a quien le parece. Inflar la moneda como método para financiar la guerra es con frecuencia un primer paso en la adopción de lo que esencialmente es fascismo económico. Se dice que el papel y la imprenta se inventaron en China, pero los políticos americanos fueron probablemente los primeros en utilizar papel moneda emitido por el gobierno. Fue adoptado por el gobierno colonial de Massachussets en 1690. Como escribió Murray Rothbard en “A History of Money and Banking in the United States” (“Una Historia del Dinero y de la Banca en los Estados Unidos“), el gobierno de Massachussets de aquella época estaba acostumbrado a realizar “expediciones de saqueo” contra los prósperos franceses de Québec. Parte del producto de la rapiña era utilizado para pagar las soldadas de los mercenarios pero cuando algunas de las expediciones de saqueo fracasaron en sus intentos y los soldados mercenarios amenazaron con amotinarse, el gobierno de Massachussets imprimió 7.000 libras británicas en billetes de papel para pagarles. El gobierno prometió canjear el papel moneda con oro o plata, pero le llevó cuarenta años hacerlo. Mientras, el público tenía tan poca confianza en los billetes que se depreciaron un 40 por ciento el primer año después de su emisión. En 1740 cada una de las colonias excepto Virginia había seguido el ejemplo de Massachussets y habían emitido su propio papel moneda fiat o fiduciario. Los resultados fueron una enorme inflación de precios, una depreciación de la divisa y ciclos de auge y caída. Durante la Revolución Americana se adoptó una forma de centralización bancaria cuando en 1775 el Congreso Continental emitió los “Continentales”. Como no estaba respaldado por nada que tuviera algún valor, los Continentales se depreciaron tanto que en 1781 prácticamente no valían nada. La frase “No vale un Continental” se hizo popular en la jerga coloquial. Algunos de los Estados intentaron hacer frente a la inflación causada por la impresión masiva de Continentales con leyes de control de precios. El efecto predecible (para los estudiantes de Economía) fueron escaseces tan severas que el ejército de George Washington casi se muere de hambre en Pennsylvania. La situación se hizo tan desesperada que el Congreso Continental emitió una resolución el 4 de junio de 1778 instando a todos los Estados a que aboliesen sus leyes de control de precios. Según relatan Robert Scheuttinger y Eamon Butler en “Forty Centuries of Wage and Price Controls: How not to Fight Inflation” (“Cuarenta Siglos De Controles De Precios y Salarios: Cómo No Combatir la Inflación“) gracias a este cambio en la política, en tres meses el ejército estaba bien provisto. A pesar de las calamidades económicas que en América causaron las primeras incursiones en pos de un control centralizado de la oferta monetaria, al final de la Guerra Revolucionaria se instituyó el primer Banco Central de la nación, el Bank of North America, nombrándose presidente del mismo al contratista de armas y congresista Robert Morris. La banca centralizada podría haber sido ruinosa para el público general, pero influyentes políticos se aprovecharon espléndidamente. Se dio al Banco el monopolio de emisión del papel moneda y éste utilizó la mayor parte del dinero recién creado para prestárselo al gobierno federal. Al hacerlo infló su moneda tan rápidamente que en un año el público había perdido toda la confianza en el banco y tuvo que ser privatizado. Como señala el Federal Reserve Board en una de sus publicaciones, el auténtico padre fundador de la banca centralizada fue Alexander Hamilton. Su Bank of The United States (BUS), establecido en 1791, fue un intento parcial de financiar “emergencias repentinas” como la guerra, según las propias palabras de Hamilton. El BUS no se volvió a constituir en 1811 cuando expiró su plazo original, pero a pesar de ello el gobierno federal ideó un procedimiento para monetizar la deuda de guerra. Fomentó que se creasen docenas de bancos privados y en 1814 anunció una “suspensión de los pagos en especie”. Esto es, los bancos ya dejaban de estar obligados a canjear sus billetes por oro o plata. De esta forma, bajo la dirección del Congreso de los Estados Unidos, durante dos años y medio se impulsó a los bancos a que inflaran sus divisas a voluntad. La inflación de precios durante los años de la guerra fue de un 35 por ciento de promedio. Para ayudar a pagar la deuda de guerra, en enero de 1817 volvió a instituirse el Bank of The United States (BUS) y se le autorizó a emitir un papel moneda nacional, a comprar deuda pública y a recibir en depósito fondos del Tesoro de los Estados Unidos. Murray Rothbard en su “History of Money and Banking in the United States” explicó las políticas que se siguieron para refundar el BUS:

El Second Bank of The United States fue impulsado en el Congreso por el Secretario del Tesoro Alexander J. Dallas … un rico abogado de Philadelphia, amigo íntimo, consejero y socio financiero del comerciante de Philadelphia y banquero Stephen Girard, al que se tenía como uno de los dos hombres más ricos del país … Girard era el mayor accionista del primer Bank of The United States y durante la guerra de 1812 invirtió grandes sumas de dinero en la deuda de guerra del gobierno federal … Para poder deshacerse de su deuda pública, Girard empezó a agitar para que se crease un nuevo Banco de los Estados Unidos.

Escribe Rothbard que el Segundo BUS “lanzó una inflación monetaria y de crédito espectaculares”, aderezada con una dosis elevada de fraude bancario. Creó rápidamente el “Pánico de 1819“, la primera real Depresión de la historia Americana en la que por primera vez hubo mucho desempleo en las ciudades. Rothbard señaló en su libro, “The Panic of 1819“, que el número de empleados en la farbicación de productos de artesanía en Philadelphia cayó de 9.700 personas en 1815 a solo 2.100 en 1819. Después que el presidente Andrew Jackson vetara la constitución del Segundo Banco de los Estados Unidos, el banco se extinguió, pero quienes abogaban por la planificación centralizada (de la economía) a través de la planificación bancaria nunca se dieron por vencidos. Finalmente durante el mandato de Lincoln, tuvieron éxito y lograron que se aprobase la Ley de Curso Legal de 1862 (Legal Tender Act) que autorizaba al Secretario del Tesoro a emitir durante los años de la contienda un papel moneda, los llamados “greenbacks[1], que no eran redimibles en oro o plata. Las leyes monetarias nacionales (National Currency Acts) de 1863 y 1864 crearon un sistema de bancos nacionales que podían emitir los billetes que les suministrase el nuevo Comptroller of the Currency (Controlador o Interventor de la Moneda). Esas leyes también instauraron un impuesto del 10 por ciento a los billetes de los bancos competidores para echarlos del negocio y crear un monopolio monetario federal. El efecto previsible fue una importante inflación de precios que llevó a que los billetes verdes se depreciasen hasta el punto de que al cabo de un año valían 35 centavos en oro. Todos los efectos económicos negativos de la inflación (disminución de valor de la riqueza privada, injusta redistribución de la renta de los acreedores hacia los deudores) dañaron al esfuerzo de guerra del Norte pero no tanto como al Sur. El Norte financió la mayor parte de la Guerra Civil mediante deuda pública. El Sur lo hizo imprimiendo dólares Confederados. En consecuencia, la inflación de precios en la Confederación alcanzó un promedio de más del 2.200 por cien por año. Finalmente en 1913 se creó el Federal Reserve Board que se convirtió en el instrumento que hizo posible financiar la desastrosa e inútil participación de América en la Primera Guerra Mundial. La Fed no solo imprimió billetes verdes, como ocurrió durante la Guerra Civil. Imprimió dinero en cantidad suficiente para comprar más de 4 mil millones de dólares en bonos del gobierno que se utilizaron para financiar la guerra. La cantidad de dinero en circulación durante el período que media entre 1914, primer año de existencia de la Fed, y 1820, se duplicó. Durante esos mismos años el nivel de precios también se duplicó, generando una enorme carga tributaria oculta para el contribuyente norteamericano al reducir a la mitad el valor de la riqueza en manos de particulares y deprimir los salarios reales. El auge creado por la financiación de la guerra por la Fed tuvo inevitablemente su caída, la Depresión de 1920. El primer año de la Depresión de 1920 fue incluso peor que el primer año de la Depresión de una década antes. El Producto Interior Bruto cayó un 24 por ciento entre 1920 y 1921, mientras que el número de desempleados americanos más que se dobló, de 2,1 millones a 4,9 millones. La Gran Depresión de 1920 duró solo ese año, sin embargo, gracias a la inspirada política del Presidente Warren Harding de fuertes recortes de gasto público y de impuestos.

En todas las guerras que siguieron a la Primera Guerra Mundial la centralización bancaria causó esencialmente los mismos perjuicios a la sociedad americana: inflación de precios, caos económico, reducción de salarios reales, controles de precios, desestabilizadoras y empobrecedoras reglamentaciones gubernamentales y otros controles del gobierno además de ataques ideológicos contra el capitalismo en vez de contra la verdadera culpable: la Reserva Federal.

Adam Smith reconoció la ventaja de financiar guerras con impuestos en comparación a hacerlo con deuda pública cuando escribió en “La Riqueza de las Naciones” que “las guerras en general acabarán más pronto y parecerán menos gratuitas” cuando se financien con impuestos. “Al sentir el pueblo toda la carga de la guerra pronto se cansará de ella y el gobierno, para contentarlo, no se verá en la necesidad de proseguirla por más tiempo del que fuese necesario hacerlo”. La inflación aparejada a la centralización bancaria hace que los costes de la guerra sean aún menos visibles que cuando se financian con deuda y es, por consiguiente, aún más desastrosa desde la perspectiva del público obligado a pagar los impuestos.



[1] billetes verdes por el color verde de la tinta utilizada para imprimirlos (N. del T.)  

Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.

Print Friendly, PDF & Email