La acción humana, sobre la guerra

1

[Este discurso se pronunció en la Conferencia de Investigadores Austriacos en Auburn, Alabama, el 16-17 de abril de 1999]

 

Lo esencial del capítulo de Mises de la acción humana titulado “La economía de la guerra” está en estas palabras: “Lo que ha transformado la guerra limitada entre armadas reales en un guerra total, el conflicto entre pueblos, no son los tecnicismos del arte militar, sino la sustitución del laissez faire por el estado del bienestar” (p. 820).

El que Mises pusiera un capítulo sobre la guerra en su tratado sobre economía es una de las características más notables frente a tratados de autores de otras escuelas. No solo no hay ningún capítulo sobre la guerra en los Fundamentos del análisis económico de Paul Samuelson publicado dos años después de que apareciera La acción humana, sino que el tema parece completamente incongruente con su aproximación. ¿Qué tipo de función matemática nos ofrecería Samuelson como explicación de la guerra o siquiera para distinguir la guerra del comercio?

Como respetaba la naturaleza de la acción humana, Mises podía hacer distinciones de sentido común y fundamentales: la agresión violenta es la antítesis del comercio y la guerra, la destrucción de la sociedad.

“Guerras, guerras civiles y revoluciones son perjudiciales para el éxito del hombre en la lucha por la existencia”, escribía Mises, “porque desintegran el aparato dela cooperación social” (p. 175). Más aún, como la cooperación social, es decir, la división del trabajo y el intercambio voluntario, producen la riqueza sobre la que aparece y florece la civilización, la propia civilización es una víctima de la guerra. “La civilización”, escribe Mises, “es un logro del espíritu ‘burgués’, no del espíritu de conquista. Aquellos pueblos bárbaros que no sustituyeron el saqueo por el trabajo desaparecieron de la escena histórica. Si todavía queda alguna traza de su existencia, está en los logros que alcanzaron bajo la influencia de la civilización de los pueblos sometidos” (p. 645). Así que la guerra reduce a la barbarie la vida civilizada que fue posible por una economía de mercado.

El no entender el papel del marcado a la hora de crear, sostener y mejorar la vida social fue la razón, según Mises, de que las naciones occidentales estuvieran tan dispuestas a ir a la guerra en este siglo. La política de guerra total en la edad moderna, que para Mises empieza con la Revolución Francesa, es un retorno a las relaciones entre tribus primitivas que no tenían nada que perder con guerras de exterminio, ya que no tenían división intertribal del trabajo y el comercio.

Mises lo decía así: “Las luchas en las que hordas y tribus primitivas luchaban entre sí (…) eran (…) guerras despiadadas de aniquilación. Fueron guerras totales” (p. 168). Solo cuando los vencedores llegaron a percibir la posibilidad de cooperación futura entre ellos y los conquistados se empezó a limitar la guerra. Luego, según Mises, “Por encima del odio implacable y el frenesí de destrucción y aniquilación empezó a prevalecer un elemento social (…) La guerra ya no se consideraba el estado normal de las relaciones entre humanos (…) Podemos incluso decir que tan pronto como la gente entendió que era más ventajoso esclavizar a los derrotados que matarlos, los guerreros, mientras todavía luchaban, pensaron en los posterior, en la paz. La esclavitud fue en buena medida un paso preliminar hacia la cooperación” (pp. 168-169).

El siguiente paso, escribía Mises, fue “El volverse predominante la idea de que ni siquiera en la guerra cualquier acto ha de considerarse permisible, de que hay actos bélicos legítimos e ilícitos, de que hay leyes, es decir, relaciones sociales que están por encima de todas las naciones, incluso por encima de aquellas que están luchando momentáneamente entre sí” y la extensión de esta idea “ha establecido finalmente la Gran Sociedad que abarca a todos los hombres y todas las naciones” (p. 169).

La verdadera Gran Sociedad se alcanzó más completamente, después de una larga lucha, en Europa Occidental en los trecientos años anteriores a la Revolución Francesa. La filosofía de conquista que animaba al Imperio Romano también vivía en los gobernantes de la Europa medieval. Pero, bajo el feudalismo, sus medios de guerra estaban estrictamente limitados. La agresividad de los reyes estaba controlada por sus vasallos, lo que llevó a la normalización de las relaciones pacíficas entre estados soberanos. Cuando se derrumbó el feudalismo, los reyes organizaron sus propios ejércitos de mercenarios; un sistema en el que las consideraciones financieras limitaban la guerra. La amenaza de coaliciones entre naciones frente a un agresor también limitaba la conquista. Con la paz como situación normal de la vida, las leyes de la Gran Sociedad empezaron a codificarse, culminando con la obras de Grocio en el siglo XVII.

En esta época la mayoría de la gente no formaba parte de la maquinaria bélica. La guerra la libraban pequeños ejércitos de soldados profesionales que daban a los no combatientes el estatus de neutrales: su vida y propiedades eran sacrosantas. La guerra limitada no afectaba a la actividad cotidiana de la gente normal, salvo las cargas de impuestos, inflación y deuda, que aborrecían.

Por desgracia, los intelectuales llegaron a conclusiones erróneas sobre la realización de una guerra limitada. Como la guerra la libraban aristócratas que ganaban con la victoria y perdían con la derrota, mientras la gente protestaba contra la guerra, pensaron que la democracia acabaría con la guerra. Una revolución que sustituyera a la clase dirigente por el pueblo sería la guerra que acabaría con todas las guerras.

Solo los liberales del siglo XIX entenderían la verdad de que, como explicaba Mises, “lo que puede asegurar una paz perdurable no es simplemente el gobierno por el pueblo, sino el gobierno por el pueblo bajo un laissez faire in límites. A sus ojos, el libre comercio, tanto en asuntos nacionales como en relaciones internacionales, era el requisito previo necesario para la conservación de la paz” (p. 819).

Los historiadores, al ignorar este hecho, concluyeron erróneamente que la causa de la guerra total moderna era el nacionalismo agresivo. Mises proporcionaba el correctivo: “el nacionalismo agresivo es la derivada necesaria de las políticas de intervencionismo y planificación nacional. Mientras que el laissez faire elimina las causas del conflicto internacional, la interferencia pública con los negocios y el socialismo crean conflicto para los que no puede encontrarse ninguna solución pacífica” (pp. 819-820).

En un mundo de laissez faire, el movimiento de bienes, capital y gente produciría una igualación de precios, tipos de interés y salarios en todo el mundo. En ese mundo, “A ninguna persona le interesa la expansión del tamaño de su territorio nacional”, razonaba Mises, “ya que no puede obtener ninguna ganancia de ese agrandamiento. La conquista no merece la pena y la guerra se convierte en obsoleta” (p. 681).

Pero si los estados extranjeros impiden a los capitalistas invertir en el exterior para conseguir acceder a materias primas y mano de obra más baratas o a los consumidores comprar productos extranjeros más baratos, estos beneficios solo pueden conseguirse por conquista. “Es una ilusión suponer que las naciones desarrolladas estarán de acuerdo con ese estado de cosas”, escribía Mises, “Recurrirán al único método que les da acceso a las materias primas que tanto necesitan: recurrirán a la conquista. La guerra es la alternativa a la libertad de inversión extranjera producida en los mercados internacionales de capital” (p. 499).

Pero no puede producirse la inversión y el préstamo en mercados extranjeros si los gobiernos extranjeros no están comprometidos con el laissez faire. Debe respetarse la propiedad privada y debe renunciarse a los planes para erradicar el capitalismo. “Fueron esas expropiaciones”, afirmaba Mises, “las que destruyeron los mercados internacionales de capitales” y por tanto abrieron el camino para la guerra. (p. 499)

Tampoco los préstamos intergubernamentales “sustituyen el funcionamiento de los mercados internacionales de capitales”. Como “se conceden como subvenciones virtuales sin ninguna consideración por el pago de principal e interés”, escribía Mises, “imponen restricciones sobre la soberanía de la nación del deudor. De hecho, estos ‘préstamos’ son en su mayor parte el precio pagado por la ayuda militar en guerras posteriores” (p. 499).

Aunque los conflictos económicos sean a menudo la causa próxima de la guerra, estos conflictos “no derivan del funcionamiento de la sociedad de mercado no intervenido”. Más bien aparecen por “las políticas anticapitalistas pensadas para controlar el funcionamiento del capitalismo” (pp.680-681).

El intento de las naciones de vivir a medio camino entre el laissez faire y la autarquía ha tenido dos consecuencias importantes. Primero, ha hecho inevitable la guerra en un mundo de nacionalismo. La división internacional del trabajo se ha desarrollado tanto que los bienes importados se han convertido en artículos de consumo masivo. “Las naciones europeas más desarrolladas solo podrían arreglárselas sin estas importaciones a costa de una rebaja muy considerable de su nivel de vida”, escribía Mises, y consecuentemente “sus intereses vitales se ven dañados por las políticas comerciales proteccionistas de los países que producen estos productos primarios” (p. 681). Y, como se ha dicho antes, las políticas proteccionistas también dañan a los intereses nacionales al impedir la explotación de las diferencias internacionales en precios, tipos de interés y salarios.

Con una división del trabajo parcialmente desarrollada, hay un conflicto real entre los que tienen y los que no tienen. La guerra moderna, escribía Mises, “es una guerra para abolir aquellas instituciones que impiden la aparición de una tendencia hacia la igualación de salarios en todo el mundo” mediante la conquista del territorio en lugar de extender pacíficamente las división del trabajo” (p. 499).

No puede evitarse la guerra centrando la política en el intervencionismo doméstico. El control público de los negocios nacionales no puede lograrse, salvo que el gobierno recurra al proteccionismo. Si el gobierno permite a los sindicatos usar violencia para excluir a los trabajadores en competencia con el fin de aumentar los salarios de sus miembros, por ejemplo, aumentarán los precios nacionales de los automóviles y los consumidores pasarán a demandar importaciones más baratas. Solo los aranceles y las cuotas pueden impedir la consecuente caída de los salarios sindicales. Pero el daño que el proteccionismo hace a los extranjeros engendra conflicto. “Es una ilusión”, escribía Mises, “suponer que los dañados tolerarían el proteccionismo de otras naciones si creyeran que son lo suficientemente fuertes como para acabar con ella con el uso de las armas. La filosofía del proteccionismo es una filosofía de guerra. Las guerras de nuestro tiempo no están en desacuerdo con la doctrina económica popular; son, por el contrario, el resultado inevitable de una aplicación coherente de estas doctrinas” (p. 683).

Aunque la Gran Sociedad, y por tanto la guerra duradera, requieren la aceptación internacional de leyes que defiendan la propiedad privada y los contratos, esto no implica un gobierno supranacional. “No es la soberanía de los gobiernos como tal la que crea la guerra”, escribía Mises, “sino la soberanía de gobiernos no completamente comprometidos con los principios de la economía de mercado”.

“El liberalismo”, continuaba, “no puso ni pone sus esperanzas en la abolición de la soberanía de los diversos gobiernos nacionales”. Esa “aventura (…) generaría guerras eternas (…) Lo que hace falta para hacer duradera la paz no son ni tratados ni acuerdos internacionales ni tribunales ni organizaciones internacionales, como la difunta Sociedad de Naciones o su sucesora, las Naciones Unidas. Si el principio de la economía de mercado se acepta universalmente, esos sustitutivos resultan innecesarios; si no se acepta, son inútiles. La paz duradera solo puede ser el resultado de un cambio en las ideologías” (p. 682).

El segundo efecto del desarrollo parcial de la división internacional del trabajo es el dispar impacto que tiene la producción especializada en la capacidad de ir a la guerra de una nación. “Fue en la Guerra de Secesión en la que, por primera vez los problemas de la división interregional del trabajo jugaron el papel decisivo”, escribía Mises, “el Sur era predominantemente agrícola (…) dependía del suministro de manufacturas desde Europa. Al ser las fuerzas navales de la Unión lo suficientemente fuertes como para bloquear su costa, pronto empezó a faltarles el equipamiento necesario” (p. 825). Los alemanes sufrieron el mismo problema en ambas guerras mundiales. Fueron incapaces de aplicar el bloqueo británico para las importaciones necesarias de comida. “En ambas guerras”, escribía Mises, “el resultado se decidió por las batallas en el Atlántico” (p. 825).

Los críticos de la economía de mercado llegan a conclusiones erróneas a partir de estas experiencias con la división internacional del trabajo parcialmente desarrollada. Razonan que hasta el día feliz en que la Gran Sociedad se establezca completamente debemos tolerar el control público de las empresas para prepararnos para la próxima guerra y, cuando llegue, debemos adoptar el socialismo de guerra como precio de la victoria y, cuando se acabe, debemos mantener el estatismo en preparación para la siguiente guerra.

A esta mentalidad de guerra fría, Mises respondía con un análisis de la experiencia estadounidense de la Segunda Guerra Mundial. “Lo que necesitaba Estados Unidos para ganar la guerra era una conversión radical de todas sus actividades de producción”, escribía Mises, “si el gobierno hubiera conseguido todos los fondos necesarios para la guerra gravando a los ciudadanos y pidiéndoles prestado, todos se habrían visto obligados a recortar drásticamente su consumo (…) El gobierno, ahora el mayor comprador del mercado, en virtud del flujo de entrada de impuestos y de dinero prestado, habría estado en disposición de obtener todo lo que quisiera” (pp. 822-823). Para completar la transición, es absolutamente necesario no interferir con los cambios consiguientes en precios y rentabilidad dando poder completo a los incentivos del mercado necesarios para producir las alteraciones de la producción.

Por el contrario, la administración Roosevelt recurrió a controles de precios, cuotas y racionamiento para impedir los mismos cambios en demanda, precios y beneficios necesarios para alcanzar el patrón de producción que cumpliría los objetivos bélicos de la forma más eficiente. Pero “lo más importante en la guerra”, escribía Mises, “no es evitar la aparición de latos beneficios, sino dar el mejor equipo a los soldados y marineros de tu país” (p. 823).

Al contrario que los economistas de otras escuelas que afirman que la guerra es la salud de la economía, Mises consideraba que la guerra suplanta la satisfacción de las preferencias de los consumidores, incluso si el gobierno evita controles en tiempo de guerra. Los peores niveles de vida los sufre la generación de la guerra, independientemente de que el gobierno la financie con impuestos, deuda o inflación. “La justificación popular de los préstamos de guerra no tiene sentido”, escribía Mises, “todos los materiales necesarios para el desarrollo de una guerra deben proveerse mediante restricción del consumo civil, usando parte del capital disponible y trabajando más duro. Toda la carga de la guerra recae sobre la generación viva” (p. 228).

Aunque Mises reconocía que podía justificarse la deuda como una manera de pasar la carga de las restricciones necesarias de un grupo a otro, deploraba la deuda pública permanente. “El crédito público y semipúblico a largo plazo es un elemente extraño y perturbador en la estructura de la economía de mercado”, escribía, “es evidente que antes o después todas estas deudas se liquidarán de una forma u otra, pero indudablemente no con el pago de intereses y principal de acuerdo con las condiciones del contrato” (p. 228).

Si un gobierno beligerante prefiere el socialismo de guerra a financiar el esfuerzo bélico, entonces la propia economía no se redirige, sino que se obstaculiza, en el mejor de los casos, y se arruina, en el peor. Además, el socialismo de guerra hace problemática la transición de la posguerra a la normalidad. Si se ha usado financiación pública, entonces cuando llega la guerra el gobierno simplemente reduce los impuestos, restaurando así las rentas de los consumidores, lo que da a los emprendedores amplio espacio para reconstruir la división del trabajo para satisfacer de nuevo las preferencias de los consumidores. Sin embargo, los controles de guerra suplantan la dirección empresarial de los negocios basados en las pérdidas y ganancias con una dirección burocrática basada en reglas y regulaciones. Desmantelar una estructura así para que pueda volver la normalidad es más difícil.

“El capitalismo es esencialmente un esquema para naciones pacíficas”, escribía Mises, “Pero esto no significa que una nación que se vea obligada a repeler agresores extranjeros deba sustituir la empresa privada por el control público. Si hiciera esto, se privaría de los medios más eficaces de defensa. No hay antecedentes de una nación socialista que derrotara a una nación capitalista. A pesar de su muy glorificado socialismo de guerra, los alemanes fueron derrotados en ambas guerras mundiales” (p. 684).

Supuestamente, la máxima de financiar la guerra mediante el mercado, es decir, usando el mercado para proveer recursos para la guerra, se aplica al trabajo igual que a los materiales. La eficacia requeriría que hombres y mujeres fueran asignados a la producción bélica por demanda empresarial de sus servicios de acuerdo con su rentabilidad, permitiendo así a los empresarios reconstruir la división del trabajo para satisfacer los objetivos bélicos. Así que también los soldados se adquirirían de la forma más eficiente por financiación y no por reclutamiento obligatorio.

Dejadme concluir con las palabras de Mises usadas para cerrar su capítulo sobre la guerra: “¡Qué lejos estamos hoy de las normas del derecho internacional desarrolladas en la época de la guerra militada! La guerra moderna es despiadada, no perdona a mujeres embarazadas ni niños; es una matanza y destrucción indiscriminadas. No respeta los derechos de los neutrales. Millones mueren, son esclavizados o expulsados de los lugares en los que vivieron sus antepasados durante siglos. Nadie puede prever qué pasará en el último capítulo de esta eterna lucha (…) La civilización moderna es un producto de la filosofía del laissez faire. No puede preservarse bajo la ideología de la omnipotencia del gobierno. La estadolatría debe mucho a las doctrinas de Hegel. Sin embargo, se puede dejar pasar muchos de los fallos inexcusables de Hegel, pues Hegel también acuñó la expresión ‘la futilidad de la victoria’. Derrotar a los agresores no basta para hacer duradera la paz. Lo principal es descartar la ideología que genera la guerra” (p. 828).


Publicado originalmente el 16 de abril de 1999. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email