Por qué los hombres buenos no hacen nada

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[Capítulo de The Art of Being Free]

Esta es una pregunta clave para aquellos que sueñan con un mundo mejor. La gran mayoría de gente que conoces en la vida cotidiana son seres humanos decentes. Compras alimentos y gasolina de ellos, confías a tus hijos a los maestros y niñeras; le prestas 5$ a un compañero sin dudar en tu mente que él te los devolverá con un agradecimiento; tu perro se aleja y la persona que lo encuentra te llama para que pueda recoger al malandrín. Y, sin embargo, este mundo de gente decente está repleto de miseria artificial, injusticia y una crueldad gratuita -en resumen, con el mal. ¿Cómo pueden conciliarse los dos?

Una de las razones es que las buenas personas a menudo no hacen nada para prevenir que el mal prevalezca. Para muchos, esta inercia proviene de lo que se llama indefensión aprendida.

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En su libro Thoughts on the Cause of Present Discontents (1770), el filósofo británico Edmund Burke escribió: “Cuando se unen los hombres malos, los buenos deben asociar, de otra forma van a caer uno por uno…”. Este sentimiento ha sobrevivido como “todo lo que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada”.

¿Por qué los hombres buenos no hacen nada frente al mal especialmente cuando el mal invade agresivamente sus vidas? Por ejemplo, el buen ciudadano alemán bajo el régimen de Hitler o el ruso promedio bajo el estalinismo.

La pregunta tiene un interés candente para aquellos que valoran la tradición de la libertad individual en la que los Estados Unidos nacieron -una tradición que incluye la libertad de expresión y el derecho a portar armas y exigir el debido proceso. Las libertades tradicionales se derrumban ante un gobierno fuera de control. A través de docenas de “agencias-alfabeto” -el IRS, BATF, CPS, DHS- el gobierno está inmiscuyéndose en la vida de los hombres buenos que muchas veces parecen no hacer nada para protegerse o proteger a sus familias del mal.

¿Por qué? Algunas personas están paralizadas por el miedo, otras por la negación. Pero muchas otras se encuentran inmovilizadas por una apatía que las despoja de la voluntad emocional necesaria para actuar en legítima defensa.

En términos psicológicos, la apatía es un estado de indiferencia constante que generalmente se asocia con la depresión. La apatía deja a un individuo sin respuesta ante el mundo y crea una desconexión entre lo que él cree, cómo se siente y las acciones que toma. Por ejemplo, un hombre puede reconocer plenamente qué alimento es necesario para su vida, pero -debido a que no le importa- no comerlo.

Traducido en términos políticos, podría darse cuenta de que un gobierno glotón hace un festín con su libertad, su riqueza, e incluso en el futuro de sus hijos, pero sólo porque se siente entumecimiento hacia el gobierno, no actúa en defensa propia. Obedece a la autoridad, incluso cuando el comando es auto-destructivo y dañino para su familia.

La pregunta sobre por qué la gente obedece pasivamente al gobierno ha atormentado a la historia del discurso político desde siempre. En 1552, Étienne de la Boétie abordó lo que  él llamó el problema más importante al cual enfrenta la libertad: el consentimiento de la gente a su propia esclavitud. Su análisis del “por qué” dio como resultado el primer libro del mundo sobre la resistencia no violenta, el Discurso sobre la Servidumbre Voluntaria [2]

Hoy en día, los historiadores modernos se hacen la misma pregunta. Durante las detenciones en masa de la Rusia estalinista las personas presuntamente dormían en su ropa no para huir más fácilmente, sino a fin de estar completamente vestidas cuando se sometan. En la Europa de Hitler,  los judíos obedecían las órdenes de informar a los centros de deportación que los llevaron a la muerte y la de sus hijos. ¿Por qué? Hasta los observadores más desapasionados sienten las ganas de gritar “¿POR QUÉ?”.

Parte de la compleja respuesta radica en lo que los psicólogos llaman apatía del “objeto específico”. Es decir, el entumecimiento de una persona se dirige hacia una situación específica y no está necesariamente manifiesto en otras áreas de su vida. El mismo hombre que es un apasionado de la música o de su esposa puede sentirse impotente en su carrera. Un atleta puede no tener miedo en un campo de deporte y, sin embargo, haber sido víctima de violencia doméstica a manos de su esposa. Un abogado que es agresivo en los tribunales puede estar tan paralizado en lo que respecta a exigir su propia libertad que ni siquiera puede sentir la necesidad de hacerlo.

Dicha respuesta es una forma de lo que se denomina “indefensión aprendida”. Se aprende porque la respuesta viene de un ser individual que exhaustivamente, sin descanso, le enseñó que él no tiene control sobre la situación y que sus esfuerzos son inútiles. “¿Qué puede lograr  una persona? No puedes luchar contra el ayuntamiento”. Esto es la indefensión aprendida, la impotencia aprendida.

El original y ahora famoso experimento del cual se deriva el término “indefensión aprendida” involucró perros aturdidos con electricidad hasta que desarrollaron la psicología de la sumisión. Cuando se aplica a los seres humanos, el concepto de “indefensión aprendida” es más usado para describir a las personas que han sido recluidas, por ejemplo, en las cárceles, en las instituciones psiquiátricas u orfanatos. Allí, la reglamentación priva a una persona de la más mínima opción y castiga las expresiones de preferencia. Con el tiempo, muchas personas recluidas aceptan la inevitabilidad de su entorno. Algunas de ellas incluso pierden toda capacidad de sentir sus propias preferencias.

La profundidad de la indefensión aprendida que proviene de la reclusión es rara. Pero la mayoría de nosotros hemos absorbido cierto grado de apatía por la exposición constante a una sociedad que intenta controlar casi cualquier elección de nuestra vida: fumar, comer comida rápida, poseer armas, contar una broma grosera en el trabajo, casarse y divorciarse, subir a un avión, la atención médica, la banca… Es difícil encontrar una opción que no es analizado por la burocracia y que no ha sido cubierta por algún tipo de control gubernamental. El mensaje es claro: la conformidad es recompensada, las decisiones equivocadas son castigados y las contrarias desalentadas. El sistema escolar público es sólo un ejemplo de lo que podría llamarse la institucionalización o burocratización de la vida diaria que nos conduce a la indefensión aprendida.

El Castillo, una brillante novela de Franz Kafka, nos ofrece una ventana a lo que sucede con la psicología de un hombre que se enfrenta a la burocracia. Por un error en el papeleo, el personaje principal, K. es llamado a trabajar en un pueblo como agrimensor, pero termina como un conserje. El Castillo es la autoridad que convoca a K. y a la cual él se debe, pero no puede hacer frente porque no puede comunicarse con el funcionario apropiado. La futilidad del largo y agonizante ejercicio de K. revela el impacto que tiene la burocracia sobre el alma humana: embota.

El error de K fue en primer lugar aceptar la autoridad del Castillo.

La observación precedente contiene una buena noticia: la burocracia y la autoridad requieren un consentimiento. Y, si es que el consentimiento es una conducta aprendida, entonces también se puede desaprender.


Traducido del inglés por Oscar Rosales Krumdieck. El artículo original se encuentra aquí.

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