Ni las guerras ni los líderes fueron grandes

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El rey de Prusia, Federico II (“el Grande”) confesó que había quitado la provincia de Silesia a la Emperatriz María Teresa en 1740 porque, como recién llegado al trono, tenía que hacerse un nombre. Esto inició una guerra con Austria que se convirtió en una guerra mundial (en Norteamérica fue la guerra franco-india) y duró hasta 1763. Por supuesto muchas decenas de miles murieron en esa serie de guerras.

El reconocimiento de Federico es probablemente único en los anales de los líderes de los estados. En general, los gobernantes han sido mucho más circunspectos al revelar las verdaderas razones para sus guerras, así como los métodos con los que las condujeron. Los pretextos y evasivas han proliferado. En las sociedades democráticas actuales, son refrendadas (y a menudo inventadas) por profesores y otros intelectuales obedientes.

Durante generaciones, desenmascarar esas excusas para la guerra y su realización ha sido la esencia delrevisionismo histórico, o sencillamente el revisionismo. El revisionismo y el liberalismo clásico, hoy día llamado libertarismo, han estado siempre ligados muy de cerca.

El gran pensador liberal clásico sobre asuntos internacionales fue Richard Cobden, cuya campaña para revocar las Leyes del Grano triunfó en 1846, trayendo el libre comercio y la prosperidad a Inglaterra. Los dos volúmenes dePolitical Writings de Cobden son relatos revisionistas de la política exterior británica.

Cobden mantenía que

Las clases medias e industriosas de Inglaterra no pueden tener ningún interés aparte de la preservación de la paz. Los honores, la fama, los emolumentos de la guerra no les pertenecen: el campo de batalla es el lugar de cosecha de la aristocracia, regado por la sangre del pueblo.

Anhelaba un día en que el lema “sin política exterior” se convirtiera en el santo y seña de todos los que aspiraran a ser representantes de un pueblo libre. Cobden llegaba a atribuir las calamitosas guerras inglesas contra la Francia revolucionaria (que duraron una generación y solo acabaron en Waterloo) a la hostilidad de las clases altas británicas a las políticas antiaristocráticas de los franceses.

Castigar a la aristocracia por su supuesto ardor bélico fue habitual entre los escritores liberales de las primeras generaciones. Pero las opiniones de Cobden empezaron a cambiar cuando observó el entusiasmo popular por la Guerra de Crimea contra Rusia y a favor de los turcos otomanos. Su declarada oposición a esa guerra, secundada por su amigo y colíder de la Escuela de Manchester, John Bright, les costó a ambos sus escaños en la Cámara de los Comunes en las siguientes elecciones.

Bright sobrevivió 20 años a su colega, siendo testigo de la creciente pasión por el imperio en su país. En 1884, el proclamado primer ministro liberal, William Gladstone, ordenó a la Royal Navy bombardear Alejandría para recuperar lo que les debían los egipcios a los inversores británicos. Bright lo rechazó desdeñosamente como “una guerra de intermediarios”, una guerra a favor de una clase privilegiada de capitalistas y aceptada por el gabinete de Gladstone. Pero nunca olvidó lo que le había iniciado en el camino del antiimperialismo. Cuando Bright pasaba con su joven nieto por delante de la estatua de Londres llamada “Crimea”, el niño le preguntó por el significado del monumento. Bright replicó sencillamente “un crimen”.

Herbert Spencer, el filósofo más leído de su tiempo, estaba directamente dentro de la tradición liberal clásica. Su hostilidad al estatismo  se ejemplifica en su afirmación de que “Sea cierto o no que el hombre está moldeado en la iniquidad y concebido en el pecado, es incuestionablemente cierto que el Gobierno se engendra de la agresión y por la agresión”.

Al tiempo que apuntaba la tendencia implícita del estado hacía la “beligerancia” (en oposición al discurrir pacífico de la sociedad civil), Spencer denunciaba las distintas apologías de las guerras de su país en su tiempo, en China, Sudáfrica y otros lugares.

En Estados Unidos, el autor anarquista Lysander Spooner fue un renombrado abolicionista, incluso conspirando con John Brown para promover una insurrección de esclavos en el sur. Aún así se opuso rotundamente a la Guerra de Secesión, argumentando que violaba el derecho de los estados del sur a separarse de una Unión que ya no les representaba. E.L. Godkin, influyente editor de la revista The Nation, se oponía al imperialismo de EEUU al final de su vida, condenado la guerra contra España. Igual que Godkin, William Graham Sumner era un decidido defensor del libre comercio y el patrón oro y enemigo del socialismo. Fue el primer profesor de sociología (en Yale) y autor de muchos libros. Pero su obra más duradera es su ensayo “La conquista de los Estados Unidos por España”, reimpreso muchas veces y hoy en día disponible en línea. En esta obra titulada irónicamente, Sumner retrataba la salvaje guerra de EEUU contra Filipinas que costó la vida a unos 200.000 filipinos, como una versión estadounidense del imperialismo y la codicia de colonias que había llevado a España al lamentable estado de su tiempo.

No es sorprendente que el más cabal de los revisionistas liberales fuera el archirradical Gustave de Molinari, creador de lo que llegaría a conocerse como el anarcocapitalismo. En su obra sobre la Gran Revolución de 1789, Molinari desentrañaba el mito fundador de la República Francesa. Francia había ido avanzando gradual y orgánicamente  hacia una reforma liberal a finales del siglo XVIII; la revolución puso fin a ese proceso, sustituyendo una expansión del poder del estado y una generación de guerras sin precedentes. Los autoproclamados partidos liberales del siglo XIX eran, en realidad, maquinarias de explotación de la sociedad  por la ahora depredatorias clases medias, que se beneficiaban de aranceles, contratos públicos, subvenciones estatales para ferrocarriles y otras industrias, banca patrocinada por el estado y legiones de trabajos disponibles en una burocracia en perpetua expansión.

En su obra, publicada un año antes de su muerte en 1912, Molinari no cedía. La Guerra de Secesión estadounidense no había sido sencillamente una cruzada humanitaria para liberar a los esclavos. La guerra “arruinó las provincias conquistadas”, pero los plutócratas del norte que movían los hilos alcanzaron su objetivo: la imposición de un proteccionismo malvado que llevó al final “al régimen de trusts y creó los multimillonarios”.

El revisionismo libertario continuó durante el siglo XX. La Primera Guerra Mundial produjo pingües beneficios, entre los cuales estaban The Myth of a Guilty Nation, de Albert Jay Nock y las continuas y por supuesto sagaces denuncias de H.L. Mencken de las mentiras de las guerras y los guerreros de Estados Unidos. En la siguiente generación Frank Chodorov, el último de los grandes de la Vieja Derecha, escribió que “El aislacionismo no es una postura política, es una actitud natural de la gente”. Dejado a su propia suerte el pueblo “no siente ningún impulso por imponer sus propias costumbres y valores a extraños”. Rechazando eludir la palabra miedo, Chodorov pedía un retorno “al aislacionismo que, durante más de cien años, hizo prosperar a la nación y que nos ganáramos el respeto y la admiración del mundo”. Chodorov, fundador del ISI, al que llamó Sociedad Intercolegial de Individualistas, luego lo cambió a “Instituto de Estudios Intercolegiales”, rompió con la “Nueva Derecha”, los neocones de aquel entonces, por su oposición a la Guerra de Corea.

Murray Rothbard fue el heredero de todo este legado, completamente familiarizado con él y actualizándolo. Aparte de sus muchas otras contribuciones realmente asombrosas, Murray y su colega Leonard Liggio introdujeron el revisionismo histórico al creciente movimiento libertario (incluido yo mismo). Es una labor ahora desarrollada con gran gusto por Lew Rockwell, del Instituto Mises, y sus preparados investigadores, en particular el infatigableTom Woods.

Los ensayos y críticas que he publicado y ahora recopilado y extendido en este volumen están en la tradición del revisionismo libertario, animados por el espíritu de Murray Rothbard. Exponen mentiras y delitos consagrados de algunos de los más inicuos, y amados, gobernantes recientes. Mi esperanza es, modestamente, dejar al descubierto históricamente la naturaleza del estado.

Tangencialmente, también he tenido en cuenta el extraño fenómeno, ahora casi olvidado, del profundo cariño de multitud de renombrados intelectuales occidentales en las décadas de 1930 y 1940 por el gran experimento del socialismo que tenía lugar en la Rusia soviética bajo Josef Stalin. Su propaganda impactó en varios líderes occidentales y en la política occidental hacia la Unión Soviética. Para mi que esto merece cierto revisionismo incluso hoy.


Publicado originalmente el 29 de marzo de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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