Burocratización

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[Liberalismo (1927)]

 

Hay otro sentido en que se dice comúnmente que hay ya no se dan las condiciones necesarias para alcanzar el ideal liberal de sociedad. En las grandes empresas que se hicieron necesarias debido al progreso en la división del trabajo, el personal empleado de aumentar cada vez más. Por tanto, estas empresas deben, al llevar a cabo sus negocios, hacerse cada vez más similares a la burocracia del gobierno que los liberales en particular han hecho el objeto de su crítica. De día en día se hacen más inmanejables y menos abiertas a las innovaciones. La selección de personal para puestos directivos ya no se hace basándose en la eficacia demostraba en el trabajo, sino de acuerdo con criterios puramente formales, como historial educativo o veteranía y a menudo solo como resultado de un favoritismo personal. Así que la característica distintiva de la empresa privada frente a la pública acaba desapareciendo. Si en la época del liberalismo clásico seguía siendo justificable oponerse a la propiedad pública basándose en que paraliza toda libre iniciativa y ahogando la alegría del trabajo, hay ya no lo es, ya que las empresas privadas se gestionan no menos burocrática, pedante y formalistamente que las de propiedad y gestión pública.

Para poder evaluar la validez de estas objeciones, debe quedar primero claro qué se entiende por burocracia y dirección burocrática de los negocios y cómo se distingue esto de la empresa comercial y la dirección comercial de los negocios. La oposición entre la mentalidad comercial y burocrática es la contraparte en el ámbito intelectual de la oposición entre capitalismo (propiedad privada de los medios de producción) y socialismo (propiedad comunal de los medios de producción). Quién tenga factores de producción a su disposición, ya sean propios o prestados por sus dueños a cambio de alguna compensación, debe cuidar siempre de emplearlos de tal forma que satisfagan aquellas necesidades de la sociedad que, bajos las circunstancias concretas, sean las más urgentes. Si no hace esto, funcionará con pérdidas y se encontrará de entrada en la necesidad de abandonar esta actividad como propietario y emprendedor y acabará totalmente fuera de esa situación. Deja de ser lo uno y lo otro y tiene que volver a las filas de los que solo tienen su propio trabajo para vender y que no tienen las responsabilidad de dirigir la producción hacia aquellos canales que, desde el punto de vista de los consumidores, son los correctos. En el cálculo de pérdidas y ganancias, que constituye toda la suma y sustancia de la contabilidad empresarial, empresarios y capitalistas poseen un método que les permite verificar, con la máxima precisión posible, cada paso en su procedimiento hasta el más mínimo detalle y, cuando sea posible, ver qué efecto tendrá cada transacción  individual en la gestión de sus operaciones en el resultado total de la empresa. El cálculo monetario y la contabilidad de costes constituyen la herramienta intelectual más importante del empresario capitalista y fue nada menos que Goethe el que proclamó al sistema de contabilidad de doble entrada “uno de los mayores inventos de la mente humana”. Goethe pudo decir esto porque estaba libre del resentimiento que los ínfimos literatos siempre tienen contra el empresario. Son ellos los que forman el coro cuyo estribillo constante es que el cálculo monetario y la preocupación por las pérdidas y ganancias son los pecados más lamentables.

Cálculo monetario, contabilidad y estadísticas de ventas y operaciones hacen posible para incluso los negocios más grandes y complejos controlar exactamente los resultados en cada departamento y así formarse un juicio de grado en que el encargado de cada departamento ha contribuido al éxito total de la empresa. Así se proporciona una guía fiable para determinar el tratamiento apropiado para los gestores de los diversos departamentos. Se puede saber cuánto valen  y cuánto se les debe pagar. El progreso a puestos más altos y de mayor responsabilidad se realiza por medio de éxitos incuestionablemente demostrados en una esfera de acción más limitada. E igual que se puede controlar la actividad del gestor de cada departamento por medio de la contabilidad de costes, también se puede analizar la actividad de la empresa en cada campo concreto de sus operaciones, así como los efectos de ciertas medidas organizativas y similares.

Es verdad que hay límites a este control exacto. No se puede determinar el éxito o fracaso de la actividad de cada individuo dentro de un departamento como se puede hacer con su gestor. Hay además departamentos cuya contribución al resultado total no puede estimarse por medio del cálculo: los de un departamento de investigación, un área legal, una secretaría, un servicio estadístico, etc., logros que no pueden evaluarse de la misma forma que, por ejemplo, el rendimiento de un departamento concreto de ventas o producción. Los primeros pueden dejarse tranquilamente a la estimación aproximada de la persona a cargo del departamento y los últimos a la del director general afectado, pues la condiciones pueden verse con relativa claridad y a quienes se les reclama estos juicios (tanto la dirección general como la de los diversos departamentos) tienen un interés personal en que sean correctos, ya que sus propios ingresos están afectados por la productividad de las operaciones que tienen a su cargo.

Lo opuesto a este tipo de empresas, en la que toda transacción está controlada por el cálculo de pérdidas y ganancias, está representado por el aparato de la administración pública. Si un juez (y lo que vale para un juez, vale de la misma forma para todo alto cargo administrativo) ha desatendido sus tareas mejor o peor no puede demostrarse por ningún cálculo. No hay manera posible de establecer por un criterio objetivo si un distrito o provincia está siendo administrado bien o mal, de forma barata o cara. El juicio de la actividad de los cargos públicos es por tanto una opinión subjetiva y por tanto bastante arbitraria. Incluso la pregunta de si una oficina concreta es necesaria, si tiene demasiados o demasiados pocos funcionarios y si su organización es o no apropiada para su fin, es algo que solo puede decidirse sobre la base de consideraciones que incluyen algún elemento de subjetividad. Solo hay un campo de la administración pública en el que el criterio de éxito o fracaso es incuestionable: la guerra. Pero incluso aquí lo único cierto es si la operación se ha visto coronada por el éxito. La pregunta de hasta dónde la distribución de poder determinó el asunto incluso antes de empezar las hostilidades y cuánto del resultado hay que atribuir a la competencia o incompetencia de los líderes en la gestión de la operaciones y a lo apropiado de las medidas que toman, no puede responderse estricta y precisamente. Ha habido generales alabados por sus victoria que, en realidad, hicieron todo por facilitar el triunfo del enemigo y que debieron su éxito únicamente a circunstancias tan favorables que compensaron sus errores. Y han sido a veces condenados héroes derrotados cuyo genio había hecho todo lo posible para impedir la inevitable derrota.

El director de una empresa privada da a los empleados a los que asigna tareas independientes solo una directiva: obtener tanto beneficio como sea posible. Todo lo que tiene que decirles está comprendido en esta sola orden y un examen de las cuentas posibilita determinar fácilmente y con precisión hasta qué grado la han cumplido. El director de un departamento burocrático se encuentra en una situación muy diferente. Puede decir a sus subordinados lo que tienen que lograr, pero no está en disposición de evaluar si los medios empleados para alcanzar este resultado son los más apropiados y económicos bajo esas circunstancias. Si no es omnipresente en todas las oficinas a él subordinadas, no puede juzgar si no habría sido posible alcanzar el mismo resultado con menos gasto de trabajo y materiales. El hecho de que el propio resultado no sea tampoco susceptible de medición numérica, sino solo de evaluación aproximada, no tiene que explicarse aquí. Porque no estamos considerando la técnica administrativa desde el punto de vista de sus efectos externos, sino simplemente de su reacción ante el funcionamiento interno del aparato burocrático, así que nos preocupamos por el resultado obtenido solo en su relación con los gastos incurridos.

Como está fuera de lugar tratar de determinar esta relación por medio de cálculos siguiendo el modelo de la contabilidad comercial, el director de una organización burocrática debe proporcionar a sus subordinados instrucciones cuyo cumplimiento se hace obligatorio. En estas instrucciones se realizan provisiones, de forma general, para el curso normal y habitual del trabajo. Sin embargo, en todos los casos extraordinarios, antes de gastar dinero, se debe obtener permiso previo de la autoridad superior, un procedimiento tedioso y bastante ineficaz a favor del cual todo lo que puede decirse es que es el único método posible. Pues si a toda oficina subalterna, a todo jefe de departamento, a toda sucursal, se le diera el derecho a hacer los gastos que estimen pertinentes, los costes de la administración pronto aumentarían sin límite. No deberíamos engañarnos acerca del hecho de que este sistema sea seriamente defectuoso y muy insatisfactorio. Se incurre en muchos gastos que son superfluos y muchos que sería necesario hacer no se realizan porque un aparato burocrático no puede, por su propia naturaleza, ajustarse a las circunstancias como puede hacerlo una organización comercial.

El efecto de esta burocratización es más visible en su representante: el burócrata. En una empresa privada, la contratación de mano de obra no es otorgar un favor, sino un transacción de negocios en la que se benefician ambas partes, empresario y empleado. El empresario debe tratar de pagar salarios correspondientes en valor al trabajo realizado. Si no hace eso, corre el riesgo de ver cómo el trabajador abandona su empleo por el de un competidor que pague más. El empleado, para no perder su empleo, debe a su vez tratar de cumplir las tareas de su cargo lo bastante bien como para merecer su salario. Como el empleo no es un favor, sino una transacción de negocios, el empleado no tiene que temer que pueda ser descartado si cae en desgracia personal. Pues el empresario que despide por razones de inclinaciones personales a un empleado útil que se merece su paga se daña solo a sí mismo y no al trabajador, que puede encontrar un puesto similar en otro lugar. No existe la más mínima dificultad en confiar al director de cada departamento la autoridad para contratar y despedir empleados, pues bajo la presión del control ejercitado sobre sus actividades mediante contabilidad general y de costes debe hacerse ver que su departamento muestra tanto beneficio como es posible obtener y por tanto está obligado, por su propio interés, a cuidarse de mantener ahí a los mejores empleados. Si de todas formas despide a alguien al que no tendría que haber despedido, si sus acciones están motivadas por consideraciones personales y no objetivas, es él mismo el que debe sufrir las consecuencias. Cualquier deficiencia en el éxito del departamento que encabeza debe acabar redundando en su pérdida. Así que la incorporación del factor inmaterial, el trabajo, en el proceso de producción tiene ligar sin ninguna fricción.

En una organización burocrática, las cosas son bastante distintas. Como la contribución productiva del departamento individual, y por tanto del empleado individual, incluso cuando ocupa un puesto ejecutivo, no pueden evaluarse en este caso, la puerta está abierta al favoritismo y la inclinación personal, tanto en los nombramientos como en las remuneraciones. El hecho de que la intercesión de personas influyentes desempeñe cierto papel en el nombramiento de cargos oficiales en el funcionariado no se debe a un carácter especial por parte de los responsables de designar estos cargos, sino al hecho de que desde su mismo inicio no hay criterio objetivo para determinar la cualificación de un individuo para ser nombrado. Por supuesto, es el más competente el que debería ser nombrado, pero la cuestión es quién es el más competente. Si esta pregunta pudiera responderse tan fácilmente como la de cuánto vale un herrero o un compositor, no habría problema. Pero como no es así, hay necesariamente un elemento de arbitrariedad a la hora de comparar las cualificaciones de distintas personas.

Para mantener esto dentro de los límites más estrechos posibles, se busca establecer condiciones formales para nombramientos y promociones. Alcanzar un puesto determinado se hace depender del cumplimiento de ciertos requisitos educativos, de la aprobación de exámenes y del empleo continuado durante cierto periodo de tiempo en otros cargos; la promoción se hace depender de los años de servicio previo. Naturalmente, todas estas disposiciones no son en modo alguno un sustitutivo de la posibilidad de encontrar al mejor hombre disponible para cada cargo por medio del cálculo de pérdidas y ganancias. Estaría fuera de lugar señalar en particular que acudir a una escuela, exámenes y veteranía no ofrecen la más mínima garantía de que la selección será la correcta. Todo lo contrario: este sistema impide desde el principio que los activos y los competentes ocupen puestos en línea con sus talentos y capacidades. Hasta ahora nadie de valor real ha llegado a lo alto por medio de un programa prescrito de estudio y una promoción debida siguiendo las líneas establecidas. Incluso en Alemania, que tiene una fe devota en sus burócratas, la expresión “un perfecto funcionario” se usa para indicar una persona débil e ineficaz, aunque bienintencionada.

Así que el aspecto característico de la gestión burocrática es que le falta la guía que proporcionan las consideraciones de pérdidas y ganancias a la hora de juzgar el éxito de su operación en relación con los gastos incurridos y está consecuentemente obligada, en su esfuerzo por compensar esta deficiencia, a recurrir a la forma completamente inadecuada de someter a una serie de prescripciones formales su gestión de los asuntos y contratación de su personal. Todos los males que se atribuyen habitualmente a la dirección burocrática (su inflexibilidad, su falta de recursos y su impotencia ante problemas que son resueltos fácilmente por la empresa con ánimo de lucro) son el resultado de esta deficiencia fundamental. Mientras la actividad del estado se restrinja al estrecho campo que le asigna el liberalismo, las desventajas de la burocracia no pueden, en modo alguno, hacerse demasiado evidentes. Se convierten en un problema grave para toda la economía solo cuando el estado (y naturalmente lo mismo vale para municipios y otras formas de gobierno) procede a socializar los medios de producción y a tomar un papel activo en ella o incluso en el comercio.

Una empresa pública dirigida con un ojo puesto en maximizar los beneficios puede, es verdad, hacer uso del cálculo monetario mientras la mayoría de los negocios sean de propiedad privada y por tanto todavía exista un mercado y se formen precios de mercado. El único impedimento para su funcionamiento y desarrollo es el hecho de que sus directores, como funcionarios del estado, no tienen el interés personal en el éxito o fracaso de su negocio que es característico de la gestión de las empresas privadas.

Por tanto no se puede dar al director libertad para actuar independientemente a la hora de tomar decisiones cruciales. Como no sufriría las pérdidas que podrían producirse, bajo ciertas circunstancias, de su política de negocios, su gestión de los asuntos podría demasiado fácilmente estar dispuesta a correr riesgos que no tomaría un director que, debido a que debe compartir la pérdida, sea genuinamente responsable. Por tanto, su autoridad debe estar limitada de alguna manera. Ya esté obligado por una serie de regulaciones rígidas o las decisiones de un consejo de control o el consentimiento de una autoridad superior, la gestión burocrática en todo caso continúa sufriendo la inmanejabilidad  y la falta de capacidad de ajustarse a condiciones cambiantes que han llevado de fracaso en fracaso a las empresas públicas en todas partes.

Pero hecho es raro que una empresa pública busque nada más que beneficios y deje aparte todas las demás consideraciones. En general, se reclama a una empresa pública que tenga en mente ciertas consideraciones “nacionales” y de otro tipo. Se espera, por ejemplo, en su política de adquisiciones y ventas, que favorezca la producción nacional frente a la extranjera. Se reclama a los ferrocarriles estatales que establezca un plan de tarifas que sirva a una política comercial específica por parte del gobierno, que construyan y mantengan líneas que no pueden ser rentables, sencillamente para promover el desarrollo económico de cierta área y que hagan funcionar algunas otras por razones estratégicas o similares.

Cuando esos factores desempeñan un papel en la dirección de un negocio, todo control por los métodos de contabilidad de costes y cálculo de pérdidas y ganancias está fuera de lugar. El director de los ferrocarriles estatales que presente un balance desfavorable en final del año está en disposición de decir: “Las líneas ferroviarias bajo mi supervisión es verdad que han funcionado con pérdidas si se considera desde un punto de vista estrictamente comercial de una empresa privada con ánimo de lucro, pero si se tiene en consideración factores como nuestra política económica y militar nacional, no hay que olvidar que se ha conseguido mucho que no entra en el cálculo de pérdidas y ganancias”. Bajo esas circunstancias, el cálculo de pérdidas y ganancias ha perdido claramente todo valor para juzgar el éxito de una empresa, así que (incluso aparte de otros factores que tengan la misma tendencia) debe gestionarse necesariamente tan burocráticamente como, por ejemplo, la administración de una prisión o una oficina de hacienda.

Ninguna empresa privada, sea cual sea su tamaño, puede convertirse nunca en burocrática mientras funcione total y únicamente sobre la base del beneficio. La firme adhesión al principio empresarial de buscar el máximo beneficio hace posible hasta para la mayor de los afectados evaluar con completa precisión la parte desempeñada por cada transacción y por la actividad de cada departamento en contribuir al resultado total. Mientras las empresas miren solo el beneficio, están seguras contra los males del burocratismo.

La burocratización de empresas de propiedad privada que vemos que se produce hoy en todas partes es completamente el resultado del intervencionismo, que les obliga a tener en cuenta factores que, si fueran libres de determinar sus políticas por sí mismas, estarían lejos de desempeñar ningún papel en absoluto en la dirección de sus negocios. Cuando un afectado debe prestar atención a prejuicios políticos y sensibilidades de todo tipo para evitar verse continuamente acosado por diversos órganos del estado, pronto descubre que ya no está en disposición de basar sus cálculos sobre la base sólida de las pérdidas y ganancias. Por ejemplo, algunas de las empresas de servicios públicos en Estados Unidos, para evitar conflictos con la opinión pública y los órganos legislativos, ejecutivos y judiciales en los que influye este, sigue una política de no contratar católicos, judíos, ateos, darwinistas, negros, irlandeses, alemanes, italianos y todo inmigrante recién llegado. En el estado intervencionista, toda empresa tiene la necesidad de ajustarse a los deseos de las autoridades para evitar costosas sanciones.

El resultado es que estas y otras consideraciones extrañas al principio del ánimo de lucro de la gestión empresarial pasan a desempeñar un papel cada vez mayor en la dirección de los negocios, mientras que la parte desempeñada por el cálculo preciso y la contabilidad de costes disminuye en significado y la empresa privada empieza a adoptar cada vez más el modo de gestión de las empresas públicas con su elaborado aparato de normas y regulaciones formalmente descritas. En una palabra, se burocratiza.

Así que la progresiva burocratización de las grandes empresas no es en modo alguno el resultado de una tendencia inexorable propia del desarrollo de la economía capitalista. No es sino la consecuencia necesaria de adoptar una política de intervencionismo. En ausencia de interferencia pública con sus operaciones, incluso las empresas más grandes podrían dirigirse de forma tan empresarial como las pequeñas.


Publicado originalmente el 23 de abril de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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