Cómo trata la civilización a los estados torturadores

0

descarga (1)[Rule of Law, Misrule of Men • Elaine Scarry • MIT Press: A Boston Review Book, 2010 • Xxii + 191 páginas]

Elaine Scarry, famosa profesora de Inglés en Harvard, fue muy aclamada pronto en su carrera académica por su estudio The Body in Pain (1985). Así que resulta poco sorprendente que el uso de la tortura en la Guerra de Iraq haya atraído su atención.

En Rule of Law, Misrule of Men, su mordaz acusación a la administración Bush, Scarry argumenta que la prohibición absoluta de la tortura está en la base del estado de derecho.

Es esencial para el país reconocer que hay un delito con un perfil legal tan singular que puede (incluso por sí mismo) mostrar el desprecio absoluto por el estado de derecho de la administración Bush. Ese delito es la tortura. La prohibición absoluta de la tortura en la ley nacional e internacional, como argumenta [el filósofo del derecho] Jeremy Waldron (…) “personifica” el “espíritu de nuestra ley”, la “prohibición marca una línea entre la ley y el salvajismo”, requiere un “respeto a la dignidad humana” incluso cuando la ley es más vigorosa y sus sometidos son más vulnerables”. La norma absoluta contra la tortura es fundamental y mínima; es la piedra angular sobre la que se erige toda la estructura de la ley. (p. 133)

Esta muy bien dicho. Quienes, como Eric Posner y Adrian Vermeule en Terror in the Balance (Oxford, 2007), consideran la libertad y la seguridad como bienes a “compensar” entre sí, sin que nada se considere absoluto, rechazarán a Scarry, pero tiene toda la razón.

El hecho de que las fuerzas estadounidenses realicen torturas, en Abu Ghraib, Guantánamo y otros lugares, es bien conocido; lo que probablemente no lo sea tanto es que esto ocurrió con completo conocimiento y aprobación de los niveles más altos de la administración. En un caso, el de Mohammed al-Qahtani, prisionero en Guantánamo, “contra el que acabaron retirándose todos los cargos legales (…) el equipo del Presidente Bush estaba en contacto directo con la habitación en la que se estaban realizando las lesiones físicas” (p. 135, paréntesis eliminado). En otros casos, la gente habría sido “prestada” a Egipto, Arabia Saudita y otros países conocidos por la práctica de la tortura.

Scarry extiende su crítica de la tortura de una forma original e ilustrativa. Evitar la tortura no es sino una de las múltiples convenciones esenciales que, si se cumplen, impiden que la guerra trastoque completamente la vida civilizada. La civilización depende de la comunicación y aunque pocos estén de acuerdo con San Agustín y Kant en que mentir no esté justificado en ninguna circunstancia, el uso del engaño tiene que estar radicalmente restringido.

¿Puede esto aplicarse a la guerra? ¿No son las artimañas y los engaños el procedimiento habitual? Sin duda es así, pero, como apunta Scarry, la ley internacional ha condenado ciertas formas de engaño en la guerra como “pérfidos”, sosteniendo que son enemigos de la estructura de la comunicación. Entre ellas están las operaciones bajo “bandera falsa” y el abuso del símbolo de la cruz roja.

Algunas partes pequeñas del lenguaje de guerra deben permanecer completamente intactas, inflexibles, inquebrantables, inalterables en su significado. Esas pocas insignias se ponen hors de combat, o “fuera del combate”: constituyen una estructura civil que permanece en vigor en la esfera internacional (…) (p. 66).

Estados Unidos ha utilizado banderas falsas en interrogatorios, por ejemplo, en el caso de presunto terrorista de al-Qaeda Abu Zubayda, al tratar de convencerle de que le estaban interrogando los árabes saudíes.

¿Por qué está prohibido este abuso del símbolo de la cruz roja? Scarry apunta que esta prohibición se basa en otra: los hospitales no pueden atacarse en ninguna circunstancia. Los Estados Unidos violaron también esta prohibición en la famosa operación para rescatar a la soldado Jessica Lynch de su cautiverio iraquí. Se supo que el asalto al hospital era completamente innecesario. Lynch había sido bien tratada y sus captores estaban intentando devolverla a un hospital estadounidense, intento bruscamente interrumpido por el fuego estadounidense.

Y por si esto fuera poco, las fuerzas estadounidenses violaron otra regla de la guerra civilizada. Estas reglas prohíben estrictamente el asesinato de los líderes políticos enemigos: la fuerza letal puede dirigirse sólo contra soldados enemigos. (Scarry apunta una opinión discrepante, pero argumenta con determinación que no está justificada). Estados Unidos desobedeció descaradamente esta norma con su baraja mostrando miembros del gobierno de Saddam Hussein. Se ofrecieron recompensas por la captura de esta gente, viva o muerta, en completa violación de esta prohibición.

Las acciones destructivas de la administración Bush no se limitaron en modo alguno al enemigo. Scarry afirma que Bush invirtió la relación adecuada entre el pueblo y el gobierno. Mantiene que el gobierno debe ser transparente para el pueblo. Las leyes derivan de la deliberación pública, no de conspiraciones secretas. Por el contrario, el pueblo tiene derecho a una esfera privada inmune a los ojos escrutadores del gobierno. La privacidad es un derecho fundamental y la Cuarta Enmienda restringe severamente el poder del gobierno de revisar nuestros hogares y negocios.

Cuando decimos que la democracia requiere que se asegure la privacidad del pueblo, no queremos decir que nuestras vidas permanezcan en secreto: más bien queremos decir que controlamos individualmente el grado en que se revelan nuestras vidas íntimas y a quién. (p. 10).

La Patriot Act invierte el requisito constitucional de que las vidas de la gente han de ser privadas y el trabajo de los funcionarios, público; por el contrario impone una serie de condiciones en el que nuestra vida íntima se hace transparente y el trabajo del gobierno, opaco. (pp. 9-10).

La Guerra de Iraq no se inició mediante una decisión del Congreso, como ordena la Constitución. Por el contrario, Bush lanzó el ataque por voluntad propia, después de una campaña de propaganda basada en un informe falso y erróneo puesto a disposición de la administración. Esa inteligencia, a su vez, aunque no apoyó las inferencias de Bush y sus subordinados, se obtuvo mediante la presión dirigida a asegurar conclusiones por adelantado.

La Patriot Act, junto con otras medidas, permite al gobierno amplios poderes de supervisión sobre los estadounidenses  incompatibles con la Constitución. No sólo los registros bancarios y otros pueden examinarse sin tener en cuenta los límites impuestos por la Cuarta Enmienda, sino que a aquéllos a quienes se puede reclamar la información no pueden, bajo sanción penal, divulgar esas esa reclamación a nadie.

En una obra anterior, Scarry ha hecho hincapié en la capacidad de la gente de actuar por sí misma.[1] Aquí vuelve sobre ese tema. Muchos pueblos y ciudades han asumido eso, declarando que rechazarían cooperar con la Patriot Act. “A pesar de los impedimentos a la resistencia, 238, pueblos, ciudades y condados han creado una barrera contra el invasión del ejecutivo en sus comunidades” (p. 32; el número deriva de un ensayo que escribió en septiembre de 2004 y sin duda ahora es mayor).

Scarry va más allá. Afirma que Bush y sus principales asesores deberían ser imputados criminalmente por su conducta. Más aún, sostiene que en algunos casos, p. ej. en las torturas, la ley internacional obliga a la imputación. No es una mera opción, aceptable o no en función de la prudencia:

Finalmente (y para nosotros, lo más importante) las normas internacionales contra crímenes de guerra y torturas no permiten entender que la imputación sea discrecional: no permiten escaparse basándose en una euforia electoral o el las dudas sobre las propias fuerzas en luchar contra la injusticia. (p. 156).

No pienso que tenga razón en este caso. Me parece dudoso asimilar las leyes internacionales con las locales. Si una nación viola un tratado, al menos una escuela de pensamiento sostiene que esto termina el tratado. El tratado, en esta postura, no puede tratarse como legislación ordinaria, mientras que alguien sujeto a la ley debe cumplirla, lo quiera o no. Es verdad que no es la opinión prevalerte, como indican los juicios de Nuremberg y sus muchos sucesores, pero la nueva opinión pervierte la justicia. Imponer sanciones penales por violar las leyes internacionales estimula a llevar las guerras y cruzadas ideológicas hasta el final. Quienes afrontaran sanciones penales si perdieran una guerra se resistirían a rendirse.[2]

Yo debería inclinarme por pensar, entonces, que la imputación siguiendo las líneas que marca Scarry es una mala idea. La violación de la ley nacional por parte de la administración Bush es, por supuesto, otra cosa y Scarry en todo caso nos ha dado en su excelente y provocativo libro una imputación a la reciente política estadounidense difícil de contestar.


[1] Ver su Who Defended the Country? (2003) sobre la acción de ciudadanos privados en los aviones secuestrados implicados en los ataques del 11-S.

[2] Vre, p. ej, Danilo Zolo, Victor’s Justice: From Nuremberg to Baghdad y mi crítica en The Mises Review Otoño de 2009.


(Publicado el 21 de mayo de 2010) Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email