Aranceles y guerras estadounidenses de la Revolución a la Depresión

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[Este artículo se publicó por primera vez en Future of Freedom Foundation]

El comercio justo es de nuevo un grito de campaña para muchos estadounidenses. Muchos izquierdistas contemporáneos creen que el gobierno de EEUU debería imponer restricciones o aranceles a productos importados que supuestamente han fabricado trabajadores mal pagados u oprimidos del Tercer Mundo. Pocos proteccionistas contemporáneos conocen la historia sórdida de los conflictos comerciales anteriores en la historia estadounidense.

Las políticas comerciales restrictivas fueron una razón importante para la Revolución Americana. “En 1732, Inglaterra impuso altos gravámenes sobre el hierro en bruto estadounidense y, en un golpe mortal a la industria de los sombreros, decretó que a los sombrereros se les prohibía tener más de dos aprendices cada uno”, como señalaba una monografía de 1892 de la Universidad de Stanford. En 1750, Gran Bretaña prohibió a los estadounidenses construir ninguna factoría para ondulación o ranurado de hierro; William Pitt exclamó: “Está prohibido incluso fabricar un clavo para una herradura”. La Declaración de Independencia denunciaba al rey Jorge por “interrumpir el comercio con todas las partes del mundo”. Muchos Padres Fundadores reconocían la naturaleza corrupta de dichas restricciones. Benjamin Franklin observaba: “La mayoría de estatutos o leyes, edictos, órdenes y anuncios de parlamentos, príncipes y estados para regular, dirigir o restringir el comercio han sido, o errores políticos, o tareas obtenidas por hombre habilidosos para obtener ventajas privadas, bajo la pretensión de un bien público”.

Aranceles y embargos en los nuevos Estados Unidos

El primer Congreso bajo la Constitución aprobó un nuevo arancel en 1789 y un tipo ad valorem del 8%: todo el código arancelario consistía en una sola hoja de tipos publicados en las aduanas de EEUU. (En la década de 1980, al código fiscal ocuparía dos enormes tomos con más de 8.000 categorías distintas). Aunque el arancel de 1789 parecía alto a muchos estadounidenses en ese momento, los niveles arancelarios continuaron aumentando y llegaron al triple de ese nivel en 1816.

En 1791, el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, publicó “Informe sobre las manufacturas”, en el que trataba de convencer a los estadounidenses para apoyar altos aranceles para que las empresas jóvenes estimularan el desarrollo económico: “Aunque fuera cierto que el efecto inmediato y seguro de las regulaciones controlando la competencia de los productos extranjeros con los nacionales fuera un aumento de precios, es universalmente cierto que lo contrario es el efecto último con toda manufactura con éxito. (…) En una visión nacional, un aumento temporal del precio siempre se verá bien compensado por una reducción permanente de este”. Hamilton no explicaba por qué los precios más altos llevan siempre a precios más bajos, pero eso no impidió a generaciones posteriores de proteccionistas invocarle como si su informe hubiera bajado del Monte Sinaí.

Al empezar la década de 180, el comercio de Estados Unidos disfrutaba de los embargos en competencia impuestos al comercio europeo por Gran Bretaña y por Napoleón en Francia. En respuesta a los ataques británicos a barcos estadounidenses, Thomas Jefferson  impuso un embargo temporal en el comercio con Inglaterra en 1807. A los ineficaces fabricantes estadounidenses les encantó el boicot y también se beneficiaron enormemente con la Guerra de 1812. Después de que se acabara esa guerra, la parte norte de Estados Unidos estaba llena de “industrias champiñón”, negocios que solo habían prosperado porque estaban protegidos de la competencia extranjera. Para proteger a las nuevas empresas, el Congreso aprobó un arancel en 1816 que era muy superior a cualquier otra barrera anterior a la importación.

Los beneficios para los dueños de fábricas generados por ese arancel generaron más propaganda a favor del arancel en Washington. Los congresistas del norte empezaron a  defender una prohibición a la importación de cualquier producto que algún estadounidense decidiré fabricar. Los granjeros sureños, cuyo algodón y tabaco eran las principales exportaciones de la nación, de veían obligados a comprar en un mercado protegido y vender en un mercado libre. Incluso antes de que las doctrinas de David Ricardo llegaran a América, los granjeros de Virginia estaban protestando ante el Congreso porque la política del gobierno no debería desdeñar una ventaja competitiva de una nación: “Que en lugar de luchar contra los dictados de la razón y la naturaleza y tratar locamente de producir toda cosa en el interior, los países deberían estudiar dirigir sus trabajos hacia aquellos sectores de la industria para los cuales su situación y circunstancias están mejor adaptados”.

El arancel de las abominaciones y más

En 1821, un Comité de Manufacturas del Congreso publicó un informe afirmando “que el comercio es exportar, no importar” y que “el exceso de exportaciones sobre importaciones es la tasa de beneficio”. Las propuestas de aranceles se veían generalizadamente como una forma de enriquecer al norte a costa del sur. El comité se libraba fácilmente de esta objeción: “Así que el comité declara públicamente que si el arancel propuesto hubiera en su opinión participado del carácter que se le imputa, no habría recibido su sanción; esta Cámara indudablemente la hubiera evitado”. El comité recomendaba una fe ciega en la generosidad (futura) de los dueños de fábricas: “Es un hecho, que no puede repetirse lo suficiente, que se ha verificado en cada experiencia, confirmado en cada juicio, que, cuando el mercado nacional es seguro para el fabricante nacional, la competencia interior ha reducido el precio para el consumidor”.

En senador de Virginia, John Taylor, en una feroz réplica al informe del Congreso titulada “Tiranía desenmascarada”, advertía: “El comité ha olvidado completamente la rama más importante con mucho de la economía política, que es la economía que enseña a las naciones no renunciar a los principios que garantizan su libertad, en busca de dinero. (…) ¿Cómo puede ser que los intercambios de propiedad con extranjeros deban arruinarnos, pero esas transferencias de propiedad a los capitalistas no deban hacernos ningún daño?” Taylor conocía mucho mejor la historia económica que el comité del Congreso: “En la historia del mundo, no hay ningún ejemplo de economía política basada en privilegios exclusivos, habiendo realizado alguna compensación por la privación que inflige”.

Los primeros estadounidenses entendieron el principio de las restricciones comerciales mucho más claramente que sus sucesores. Un Comité de Ciudadanos de Boston advertía en 1827: “Que nunca se olvide que la cuestión (…) no es tanto qué puede ser beneficioso para los fabricantes, como si el gobierno tiene algún derecho a beneficiar a estos, con un daño manifiesto para las clases tanto agrícola como comercial”. En senador Daniel Webster, de Massachusetts, fue uno de los opositores más elocuentes a las barreras comerciales. Denostaba el proteccionismo como “un apolítica que ningún nación ha adoptado y seguido son haber descubierto que era una política que no podía seguirse sin un gran perjuicio nacional, ni abandonada sin una extensa ruina individual”.

Los aranceles al azúcar fueron una de las cargas más pesadas para los consumidores estadounidenses en la década de 1820. Después de 1816, los aumentos en los aranceles llevaron a los precios del azúcar en EEUU  a más que doblar el precio mundial. Los azucareros en Luisiana pidieron a Washington que mantuviera el arancel, afirmando que necesitaban la ayuda del estado en su “guerra contra la naturaleza”, tratando de producir azúcar en un clima que era el ideal. Un político sureño advertía que la eliminación de los aranceles azucareros podrían infligir un daño colateral porque “la ruina de los cultivadores de azúcar depreciaría la propiedad de esclavos en Estados Unidos en 100.000.000$”.

La lana fue el producto que recibió más atención por los primeros proteccionistas estadounidenses. La principal razón de la obsesión del Congreso por proteger la lana (una de las industrias más primitivas) era la distribución generalizada de ovejas en distritos del Congreso. En la década de 1820, la lana costaba el doble en Estados Unidos que en Gran Bretaña. Como señalaba el estudio de Stanford de 1892: “Aunque el arancel llegara hasta el 150% en algunos productos laneros, un tercio de la oferta de lana seguía viniendo del exterior. Naturalmente, los aranceles estaban pensados cuidadosamente para de forma que fueran mucho mayores en las ropas de inferior calidad que en la de alta: esto permitía a los ciudadanos más pobres participar mejor de los beneficios del ‘sistema estadounidense’”. A finales de la década de 1820, el lobby de la lana infestaba Washington, quejándose de una supuesta epidemia de contrabando de ropa a través de las fronteras nacionales.

En 1828, el Congreso aprobó el “arancel de las abominaciones”, un arancel aplastante y duro que sacrificaba explícitamente una parte del país a la otra. Los fabricantes del norte conseguían casi todos los beneficios de la protección, mientras que los granjeros del sur se veían obligados a pagar precios más altos por productos estadounidenses comparativamente inferiores y perdían sus mercados de exportación de algodón debido a las represalias extranjeras contra Estados Unidos.

En 1832, el Congreso subió aún más los aranceles. Carolina del Sur declaró inconstitucional el nuevo arancel y por tanto nulo, y se dedicó a comprar cañones y reclutar voluntarios para defender los derechos de su estado. El Congreso se echó atrás y rebajó los aranceles, pero el enfrentamiento separó amargamente al norte y al sur y ayudó a abrir el camino para la Guerra de Secesión.

Los proteccionistas insistían desde hace mucho tiempo en que restricciones sagaces del gobierno podían acelerar el desarrollo de la economía estadounidense. Pero algunos de los aranceles que impuso el Congreso en realidad subvirtieron el desarrollo industrial. Antes de la Revolución, los fabricantes americanos de hierro habían sido competitivos con los productos extranjeros. Pero después de que el Congreso impusiera un alto arancel sobre las importaciones de hierro, los productoras de EEUU aumentaron bruscamente sus precios. El antiguo secretario del Tesoro, Albert Gallatin, en un informe de 1832, condenaba “la injusticia y los malos efectos de un tasa exagerada sobre un artículo de un uso tan generalizado como el hierro. Recae sobre el granjero, el mecánico, el interés de la navegación y sobre todo sector de la manufactura de hierro, excepto en aquellos pocos que haya abarcado el sistema parcial de protección”.

En 1845, los demócratas llegaron a la Cas Blanca y empezaron a trabajar por una reducción arancelaria. El secretario del Tesoro, Robert Walker, emitió un informe en 1845 sobre la naturaleza de los efectos del arancel, observando: “Al menos dos tercios de los impuestos  que fija el arancel actual se pagan, no al Tesoro, sino a las clases protegidas. (…) [El arancel] es demasiado desigual e injusto, demasiado desorbitado y opresivo y está demasiado en conflicto con los principios fundamentales de la Constitución”. Walker concluía: “Si Inglaterra derogara ahora sus tasas sobre nuestro trigo, harina, maíz y otros productos agrícolas, nuestro propio sistema restrictivo estaría sin duda condenado a su derrocamiento”. Walker suponía esto porque los proteccionistas estadounidenses habían apuntado siempre a las barreras comerciales inglesas para justificar la perpetuación de los altos aranceles estadounidenses. En 1846, los británicos derogaron casi todos los aranceles sobre productos agrícolas. Aun así, los proteccionistas estadounidenses no se sintieron satisfechos e inventaron rápidamente nuevas razones por las que Estados unidos debía tener aranceles altos. Durante los siguientes 40 años, cualquiera que defendiera el libre comercio sería acusado ruidosamente de haber aceptado “oro británico”.

Los aranceles y la Guerra de Secesión

Pero a finales de la década de 1840 se recortó una serie de aranceles. La década de 1850, una época de aranceles bajos, ser reconoce ampliamente como con mucho la época más próspera de la historia de Estados Unidos hasta entonces. Sin embargo, el auge del Partido Republicano pronto pondría fin a esas políticas. Abraham Lincoln  haría campaña prometiendo  aumentar los aranceles, un factor clave que le ayudó a ganar Pennsylvania y la presidencia en 1860. Pero la campaña de Lincoln sobre los aranceles alejó aún más a los estados del sur y convenció a muchos sureños  de que serían las bestias sacrificales para los industriales del norte.

Después de que se secesionaran siete estos del sur (por encima de la esclavitud), los republicanos en el Congreso se apresuraron a aprobar un arancel prohibitivo incluso antes de que Lincoln asumiera el cargo. Un editorial del New York Times del 14 de febrero de 1861, advertía que aumentar los aranceles hasta el 216% podría llevar a los estados limítrofes fuera de la Unión: “Uno de los argumentos más fuertes que [los estados secesionados] podrían dirigir a [los estados fronterizos] integraría un arancel altamente protectivo por parte de nuestro gobierno, hacia el cual tienen la más profunda aversión”. El Times condenaba la propuesta de ley como una “medida desastrosa” que “aleja extensas secciones del país que pretendemos retener” y “sería un golpe fatal (…) para las medidas ahora en progreso para sanar nuestras diferencias políticas”. El Times señalaba que “la tendencia de todas las naciones comerciales importantes, va inequívocamente hacia el libre comercio. (…) Deberíamos estar resolviendo esto, con libre comercio en todo puerto del sur y un arancel prohibicionista en Nueva York, Philadelphia y Boston”. Los sensatos argumentos del Times no tuvieron ningún impacto en la estampida republicana y seis estados más se independizaron después de que se aprobara la ley del arancel Morrill y de que Lincoln movilizara tropas en respuesta al episodio de Fort Sumter.

Aranceles, Hawaii y la Guerra Hispano-Estadounidense

Las luchas arancelarias fueron intensas en la década de 1880, produciendo algunos de los mejores análisis de lo absurdo anterior o posterior. El representante Frank H. Hurd declaraba en 1881: “Está fuera del ámbito del verdadero poder gubernamental gravar a un hombre para ayudar al negocio de otro. (…) Es un robo, ni más ni menos”. Y no había ninguna razón para esperar una guía benevolente. E l economista Henry George observaba:

Presentar una propuesta de arancel en el Congreso es como echar un plátano en una jaula de monos. Tan pronto como se propone proteger un sector, los demás empiezan a chillar y pelear por ella. El profesor de Yale, William Graham Sumner testificaba ante la Comisión de Aranceles en 1882: “Los aranceles proteccionistas nunca se han implantado a la vista de ningún conocimiento real de las circunstancias industriales y nunca pueden serlo”. Ahora, de una maraña de absurdos y contradicciones e ignorancias y pronósticos, se espera que llegue alguna guía que lleve al productor estadounidense a una mejor organización de la industria de aquella a la que podría llegar si se le dejara en paz, de forma que a esto le seguirían un mayor ajuste de capital y mayores salarios.

En lugar de potenciar las manufacturas estadounidenses en todas partes, los altos aranceles de la década de 1880 sacrificaban unas industrias a otras.  Como señalaba Henry George: “Así, el mineral de hierro se ha protegido a pesar del hecho de que los acereros estadounidenses necesitan mineral extranjero para mezclarlo con el estadounidense y se ven obligados a importarlo incluso bajo ese alto impuesto. As, el mineral de cobre se ha protegido, en perjuicio de los fundidores estadounidenses, así como en todas las muchas ramas de manufactura en las que entra cobre. Así, la madera se ha protegido a pesar de su importancia en las manufacturas, así como las protestas de quienes han investigado las consecuencias de la rápida desaparición de nuestros bosques naturales. Así, el carbón se ha protegido, aunque para muchas ramas de las manufacturas, el combustible barato es de importancia capital”.

Los altos aranceles de la década de 1880 fueron reconocidos ampliamente como una bola y una cadena para las exportaciones estadounidenses. Como observaba Jacob Schoenhof en su libro de 1885, The Destructive Influence of the Tariff, “La palabra ‘protección’ presupone la existencia de una potencia extranjera contra la que se desea protección. Excepto quizá España, solo Estados Unidos, a pesar de la experiencia de otras naciones, mantiene que una Muralla China [de altos aranceles] resulta necesaria para el bienestar y la felicidad de su pueblo”. Schoenhof apuntaba los impactos adversos de las barreras comerciales: “La naturaleza de toda protección  es que, o estimula la sobreproducción, o invita a la indolencia, el descuido y la negligencia”. Apuntaba una verdad básica que los políticos del Congreso ignoraron contantemente: “La protección de las industrias y los impuestos [a la importación] sobre materias primas no pueden coexistir”.

En su influyente “Informe sobre las manufacturas”, el secretario del tesoro, Alexander Hamilton, había prometido que un periodo corto de protección para empresas jóvenes egneraría una mayor productividad industrial, que traería pronto una recompensa de precios más bajos para los consumidores. En la década de 1890, los proteccionistas estaban usando un argumento muy diferente, afirmando que era injusto que los productores estadounidenses tuvieran que competir con productores extranjeros que tenían todo tipo de ventajas en costes. El informe de recursos de la Cámara de Representantes sobre el Arancel McKinley de 1890 proclamaba un ideal de igualar costes de producción nacionales y extranjeros. Pero eso patrón nunca tuvo ningún sentido.

Una investigación del Congreso de 1908 sobre la industria del papel concluía: “La diferencia en el coste de producción entre plantas modernas y bien ubicadas e ineficientes y mal situadas en este país, era mayor que la diferencia entre plantas eficientes aquí y plantas eficientes en el extranjero”. El código arancelario había “evolucionado” de una forma de proporcionar beneficios futuros a consumidores a un medio para proporcionar protección ilimitada y permanente a productores, independientemente de su eficacia, competencia o avaricia. Los aranceles de 1890 en adelante se basaron en el principio de que cualquier ventaja extranjera era de por sí injusta.

El Arancel McKinley de 1890 también ayudó a arrastrar a la nación a la guerra más adelante en esa década. Como explicaba John Dobson  en su libro de 1976, Two Centuries of Tariffs: The Background and Emergence of the U.S. International Trade Commission:

Cuando William McKinley  estaba redactando su revisión abrumadoramente proteccionista de los planes arancelarios en 1890, se dio cuenta de que algunas fuentes de ingresos extraordinarios tendrían que eliminarse para justificar el aumento de otras tarifas. Por esta y otras razones, el azúcar acababa en lo más alto de la lista gratuita, reduciendo en la práctica  el ingreso de las cargas aduaneras en aproximadamente 50 o 60 millones de dólares anuales. (…) Para no dejar a los productores de EEUU sin una ventaja competitiva, la ley autorizaba al gobierno a pagarles una recompensa de 2 centavos por libra en su producción. (…) Cuando los demócratas revisaron el arancel 4 años después , restauraron una porción de la vieja tasa sobre el azúcar y eliminaron la recompensa. Posteriormente, en 1897, los republicanos restauraron la recompensa, pero no eliminaron la tasa.

Como los agricultores del Reino de Hawaii no podían exportar rentablemente azúcar al mercado de EEUU con las tarifas arancelarias posteriores a la Guerra de Secesión, el Gobierno Real consiguió finalmente negociar un acuerdo comercial recíproco en 1875 que permitía al azúcar hawaiano entrar en EEUU sin pagar impuestos. A cambio, Hawaii reducía o eliminaba impuestos sobre ciertos bienes de EEUU que compraba. El acuerdo comercial recíproco de EEUU-Hawaii hacía tremendamente rentable el cultivo del azúcar en las islas e hizo que se cultivaran enormes porciones de tierra, importando miles de trabajadores japoneses y chinos para trabajar en sus campos. Entre 1875 y 1890, el consumo de azúcar hawaiano en EEUU aumentó en más del 1.400%. Así que el tratado de reciprocidad confirmaba la dependencia económica hawaiana de EEUU. Cuando la Ley McKinley de 1890 eliminó el arancel sobre el azúcar, destruyó en la práctica la ventaja de la reciprocidad que tenía Hawaii frente a otras regiones tropicales y la economía de las islas se vino abajo. En la consiguiente crisis económica, los agricultores estadounidenses en las islas derrocaron la monarquía hawaiana, crearon una república y buscaron la anexión a Estados Unidos.

Mientras que la cancelación del arancel del azúcar de EEUU había dañado drásticamente la economía hawaiana, había beneficiado enormemente a la colonia española de Cuba. La economía cubana tuvo un auge económico radical, ya que el azúcar cubano podía enviarse ahora libre de impuestos a los mercados estadounidenses. La restauración de la tasa en 1894, pisando los talones a la depresión mundial de 1893, dañó seriamente la prosperidad de Cuba. En pocos meses, los revolucionarios cubanos habían capitalizado el descontento de los empobrecidos campesinos cubanos y renovado la sangrienta lucha por la independencia iniciada 25 años antes. (…) Este conflicto acabó llevando a EEUU a una guerra contra España en 1898. La guerra, a su vez, llevó a EEUU a establecer la posesión de varias islas en el Caribe  y el Pacífico, así como a iniciar la anexión de Hawaii. Así, el aparentemente inocente juego de la tasa del azúcar tuvo importantes consecuencias para EEUU y para el mundo.

Los republicanos recobraron la Casa Blanca en 1896 y a eso le siguió un gran aumento en el arancel en 1897. Como observaba el editor liberal-clásico de The Nation, Oswald Garrison Villard, sobre el arancel de 1897: “Su efecto en el nivel de vida del trabajador estadounidense deriva del hecho de que en los diez primeros años después de su aprobación, el precio de las materias primas aumentó un 50% y el de los bienes manufacturados un 32%, mientras que los salarios en más de cuatro mil establecimientos aumentó solo un 19%”.

El Reform Club de Nueva York publicó un estudio en 1903 que demostraba que “de un gasto medio familiar de 940$. No menos de 111$ representaba el impuesto arancelario total, y de estos 111$, solo 16,52$ los recibe el gobierno, pasando los otros 94,48$ pasaron a capitalistas en los comercios protegidos”.

La Primera Guerra Mundial y su repercusión

Durante la Primera Guerra Mundial, desapareció el comercio normal con Europa. Igual que en la Guerra de 1812, aparecieron muchas nuevas industrias estadounidenses. Naturalmente, como había nuevas industrias, la nación necesitaba aranceles mucho más altos después de la guerra. Los aranceles aumentaron brutalmente en 1921 y 1922, aunque Estados Unidos tuviera un enorme superávit comercial en ese momento. Los altos aranceles obstaculizaban a los europeos que habían tomado prestados miles de millones durante y después de la guerra, prohibiéndoles prácticamente ganar dólares para pagar sus deudas. Más de cien mil estadounidenses murieron en una guerra que se afirmaba que impediría la subyugación de Bélgica, Francia, Gran Bretaña y otros países. Luego, tan pronto como las tropas llegaron a casa, el Congreso trabajó febrilmente para impedir que los estadounidenses compraran productos belgas, franceses y británicos. La política republicana de altos aranceles, llegó a su clímax con la Ley de Aranceles Smoot-Hawley  de 1930, una de las causas principales de la Gran Depresión mundial, que ayudó a abrir el camino a la Segunda Guerra Mundial.

La historia de la política comercial de EEUU debería vacunar a todos contra la expectativa de pensamiento económico visionario en Capitol Hill. Por desgracia, la mayoría de los estadounidenses no son conscientes del papel de las barreras comerciales de EEUU en estimular la explotación en el interior y el conflicto en el exterior.


Publicado el 1 de noviembre de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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