Por qué algunas personas son más pobres que otras

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[The Freeman, 1972]

A lo largo de la historia, hasta aproximadamente la mitad del siglo XVIII, la pobreza masiva era en casi todas partes la condición normal del hombre. Luego la acumulación de capital y una serie de grandes invenciones dieron paso a la Revolución Industrial. A pesar de contratiempos ocasionales, el progreso económico se fue acelerando. Hoy, en Estados Unidos, en Canadá, en casi toda Europa, en Australia, Nueva Zelanda y Japón, la pobreza masiva ha sido prácticamente eliminada. Ha sido erradicada o está en proceso de ser erradicada mediante un capitalismo progresista. Todavía se encuentra pobreza masiva en la mayoría de Latinoamérica, la mayoría de Asia y la mayoría de África.

Aun así, incluso Estados Unidos, el más rico de todos los países, continúa plagado de “bolsas” de pobreza y de pobreza individual.

Las bolsas temporales de pobreza, o de peligro, son un resultado casi necesario de un sistema de libre empresa competitiva. En un sistema así algunas empresas e industrias están creciendo o naciendo y otras están decreciendo o muriendo y muchos empresarios y trabajadores en las industrias agonizantes no están dispuestos o no son capaces de cambiar su residencia o su ocupación. Las bolsas de pobreza puede ser el resultado de un fracaso al enfrentarse a la competencia nacional o extranjera, de una disminución o desaparición de la demanda un producto, de minas o pozos que se han agotado, de tierras que se han convertido en estériles y de sequías, inundaciones, seísmos y otros desastres naturales. No hay manera de prevenir la mayoría de estas situaciones y no hay ninguna solución que incluya a todas. Cada una de ellas reclama sus propias medidas especiales de alivio o ajuste. Cualquier medida general que pueda ser recomendable puede considerarse en el mejor de los casos como parte del problema más amplio de la pobreza individual.

Los socialistas se refieren casi siempre a este problema como “la paradoja de la pobreza en medio de la abundancia”. La implicación de la expresión no solo es que dicha pobreza es inexcusable, sino que su existencia debe ser culpa de aquellos que tienen “abundancia”. Sin embargo, es más probable que veamos el problema con claridad si dejamos de culpar a la “sociedad” por adelantado y realizamos un análisis no emocional.

Diverso e internacional

Cuando empezamos a pormenorizar seriamente las causas de la pobreza individual, absoluta o relativa, parecen tan diversas y numerosas como para ser clasificadas. Aun así, en la mayoría en de las explicaciones encontramos las causas de la pobreza individual divididas tácitamente en dos grupos distintos: aquellas que son culpa del pobre individual y aquellas que no lo son. Históricamente, muchos llamados “conservadores” han tendido a culpar totalmente de la pobreza a los pobres: son vagos o borrachos o vagabundos: “Que trabajen”. Muchos de los llamados “liberales” por el contrario, han tendido a culpar de la pobreza a todos menos a los pobres: en el mejor de los casos son los “desafortunados”, los “desfavorecidos”, si no realmente los “explotados”, las “víctimas” de la “mala distribución de la riqueza” o del “despiadado laissez faire”.

Por supuesto, la verdad no es tan sencilla en todo caso. Podemos ocasionalmente encontrar una persona que parece ser pobre sin ninguna culpa en absoluto (o rica sin ningún mérito propio). Y podemos ocasionalmente encontrar a alguien que parece ser pobre únicamente por su culpa (o rico totalmente por su propio mérito). Pero más a menudo encontramos una mezcla inextricable de causas para la pobreza o riqueza relativa de cualquier persona. Y cualquier estimación cuantitativa de culpa frente a la desgracia parece puramente arbitraria. ¿Tenemos derecho decir, por ejemplo, que la pobreza de una persona concreta es solo en un 1% culpa suya o en un 99% culpa suya o fijar cualquier porcentaje concreto? ¿Podemos hacer alguna estimación cuantitativa razonablemente ajustada del porcentaje, incluso de aquellos que son pobres principalmente por su propia culpa, comparados con aquellos cuya pobreza es principalmente resultado de circunstancias fuera de su control? ¿Tenemos de hecho algún patrón objetivo para hacer la distinción?

Una buena idea de algunas de las maneras antiguas de aproximarse al problema puede obtenerse del artículo sobre “Pobreza” de The Encyclopedia of Social Reform, publicada en 1897.[1] Se refiere a una tabla compilada por el profesor A. G. Warner en su libro American Charities. Esta tabla reunía los resultados de investigaciones de 1890 a 1892 por las sociedades caritativas de Baltimore, Buffalo y New York; las sociedades caritativas asociadas de Boston y Cincinnati; los estudios de Charles Booth en las parroquias de Stepney y St. Pancras en Londres y los trabajos de Böhmert sobre 76 ciudades alemanas publicados en 1886. Cada uno de estos estudios trataba de determinar la “causa principal” de la pobreza para cada uno de los pobres individuales o de las familias pobres que tenían. Se listaban veinte “causas principales”.

El profesor Warner convirtió el número de casos listados bajo cada causa en cada estudio en porcentajes, siempre que esto no se hubiera hecho antes; luego tomó una media no ponderada de los resultados obtenidos en los quince estudios para cada una de estas “Causas de la pobreza determinadas por número de casos” y llegó a los siguientes porcentajes. Primero aparecían seis “Causas indicando mala conducta”: Bebida 11,0%, Inmoralidad 4,7%, Indolencia 6,2%, Ineficacia y Holgazanería 7,4%, Delitos y Deshonestidad 1,2% y Disposición al Vagabundeo 2,2%, lo que hacía un total de causas debidas a la mala conducta de un 32,7%.

El profesor Warner detallaba después catorce “Causas que indican mala suerte”: Encarcelamiento del Cabeza de Familia 1,5%, Huérfanos y Abandonados 1,4%, Abandonados por parientes 1,0%, Sin Apoyo Masculino 8,0%, Falta de Empleo 17,4%, Empleo Insuficiente 6,7%, Empleo Mal Pagado 4,4%, Empleo Insalubre o Peligroso 0,4%, Ignorancia del Inglés 0,6%, Accidente 3,5%, Enfermedad o Muerte en la Familia 23,6%, Defecto Físico 4,1%, Locura 1,2% y Senilidad 9,6%, lo que hacía un total de causas debidas a la mala suerte del 84,4%.

No hay patrones objetivos

Dejadme decir para empezar que como ejercicio estadístico esta tabla es casi inútil y está tan llena de más confusiones y discrepancias que no parece merecer la pena analizarlas. Las medias ponderadas y no ponderadas están lamentablemente mezcladas. E indudablemente parece extraño, por ejemplo, listar todos los casos de desempleo o empleo mal pagado como “mala suerte” y ninguno bajo defectos personales.

Incluso el profesor Warner señala lo arbitrarias que son la mayoría de las cifras: “Un hombre ha sido un vago toda su vida y ahora es viejo, ¿la causa de su pobreza es la indolencia o la senilidad? (…) Tal vez no haya un solo caso entre los 7.000 en el que la miseria haya derivado de una sola causa”.

Pero aunque la tabla tiene poco valor como intento de cuantificación, cualquier intento de nombrar y clasificar las causas de la pobreza sí llama la atención sobre cuántas y tan variadas pueden ser dichas causas y sobre la dificultad de distinguir aquellas que son culpa de una persona de las que no lo son.

Últimamente se ha hecho un intento de aplicar patrones objetivos por parte de la Administración de la Seguridad Social y otras agencias federales al clasificar a las familias pobres bajo “condiciones asociadas con la pobreza”. Así conseguimos tabulaciones comparativas de rentas de familias rurales y no rurales, de familias blancas y negras, de familias clasificadas por edad o “cabeza de familia” masculino o femenino, tamaño de familia, número de miembros de menos de 18 años, formación de la cabeza (años en escuelas primarias, institutos o universidades), estado laboral de la cabeza, experiencia laboral de la cabeza (cuántas semanas trabaja o está ocioso), “principales razones para no trabajar; enfermo o incapacitado, cuidar del hogar, ir a la escuela, incapaz de encontrar trabajo, otros, 65 años o más”, ocupación del trabajo más duradero de la cabeza, número de personas con ingresos en la familia y así sucesivamente.

Estas clasificaciones y sus números relativos y rentas comparativas sí ofrecen una visión objetiva sobre el problema, pero mucho sigue dependiendo de cómo se interpreten los resultados.

Orientados hacia el futuro

El profesor de Harvard, Edward C. Banfield, ha presentado una tesis provocativa en su libro The Unheavenly City.[2] Este divide a la sociedad estadounidense en cuatro “culturas de clase”: alta, media, trabajadora e inferior. Estas “subculturas”, advierte, no están determinadas necesariamente por la situación económica actual, sino por la orientación psicológica distintiva de cada uno para prever un futuro más o menos distante.

En el extremo más orientado al futuro de esta escala, las personas de la clase alta y esperan una larga vida, se preocupan por el futuro de sus hijos, nietos e incluso biznietos y están preocupadas también por el futuro de entidades abstractas, como la comunidad, la nación o la humanidad. Confían que dentro de unos límites bastante amplios podrán, si se esfuerzan, dar forma al futuro de acuerdo con sus propósitos. Por tanto, tienen fuertes incentivos para “invertir” en la mejora de la situación futura, es decir, de sacrificar algunas satisfacciones presentes con la expectativa de permitir a alguien (él mismo, sus hijos, la humanidad, etc.) disfrutar de mayores satisfacciones en algún momento futuro. En comparación con este:

Las personas de la clase baja viven el momento. Si tienen alguna conciencia de un futuro, es algo fijo, predestinado, más allá de su control: a ellos les pasan las cosas, no hacen que ocurran. El impulso gobierna su comportamiento, ya sea porque no pueden disciplinarse para sacrificar una satisfacción presente por una futura o porque no tienen sentido del futuro. Son por tanto radicalmente imprevisores: lo que no puedan consumir inmediatamente consideran que no tiene valor. Sus necesidades físicas (especialmente el sexo) y su gusto por la “acción” tienen prioridad y sobre cualquier otra cosa, e indudablemente sobre cualquier disciplina laboral. Trabajan solo porque tienen que mantenerse vivos y pasan de un trabajo sin cualificar a otro sin interesarse por la tarea.[3]

El profesor Banfield no trata de ofrecer estimaciones precisas del número de dichas personas de la clase baja, aunque nos dice en cierto momento que “esas familias [‘multiproblemáticas’] constituyen una pequeña proporción tanto de todas las familias de la ciudad (tal vez un 5% como máximo) como de aquellas con rentas por debajo de la línea de pobreza (tal vez un 10% o un 20%). Los problemas que presentan son, sin embargo, desproporcionados en relación con sus cifras: por ejemplo, en St. Paul, Minnesota, una encuesta demostraba que el 6% de las familias de la ciudad absorbían el 77% de su asistencia social, el 51% de sus servicios sanitarios y el 56% de sus servicios sociales de salud mental y correccionales”.[4]

Evidentemente, si la “cultura de la clase baja” de nuestras ciudades es tan persistente e intratable como dice el profesor Banfield (y nadie puede dudar de la fidelidad de su retrato de un grupo considerable), establece un límite sobre lo que pueden lograr los políticos del gobierno.

Por mérito o por suerte

Al juzgar un programa social, nuestros antepasados normalmente pensaban que era necesario distinguir claramente entre los pobres que lo “merecían” y los que “no lo merecían”. Pero esto, como hemos visto, es extremadamente difícil de hacer en la práctica. Y plantea grandes problemas filosóficos. Normalmente pensamos en dos factores principales como determinantes del estado de pobreza o riqueza de una persona concreta: mérito personal y “suerte”. Definimos tácitamente “suerte” como algo que hace que el estatus económico (o de otro tipo) de una persona sea mejor o peor de lo que sus méritos personales o esfuerzos le habrían hecho conseguir.

Poco somos objetivos al medir esto en nuestro propio caso. Si tenemos un éxito relativo, la mayoría tendemos a atribuirlo completamente a nuestros dones intelectuales o al trabajo duro; si no hemos llegado a nuestras expectativas atribuimos el resultado a algún golpe de mala suerte, tal vez incluso a una mala suerte crónica. Si a nuestros enemigos (o incluso a algunos de nuestros amigos) les ha ido mejor que a nosotros, nuestra tentación es atribuir su mayor éxito principalmente la buena suerte.

Pero incluso si pudiéramos ser estrictamente objetivos en ambos casos, ¿es posible distinguir siempre entre los resultados del “mérito o” y la “suerte”? ¿No es suerte haber nacido de padres ricos en lugar de pobres? ¿O haber recibido una buena crianza y una buena educación en lugar de haber crecido en la privación y la ignorancia? ¿Cómo de amplio hacemos el concepto de suerte? ¿No es también simple mala suerte haber nacido con una baja herencia intelectual: estúpido, bobo, imbécil? Pero entonces, siguiendo la misma lógica, ¿no es meramente un asunto de buena suerte si un hombre nace con talento, brillante o genial? Y si es así, ¿hay que negarle cualquier mérito por ser brillante?

Normalmente alabamos a la gente que es activa o trabaja duro y denigramos a los ociosos o indolentes. ¿Pero no es posible que estas mismas cualidades, estas diferencias en grados de energía, sean tan innatas como las diferencias en fortaleza o debilidad física o mental? En ese caso, ¿estamos justificados al alabar la industriosidad o censurar la ociosidad?

Por muy difíciles que sean de responder filosóficamente esas preguntas, sí damos respuestas concretas a ellas en la práctica. No criticamos a la gente por defectos corporales (aunque algunos no dejemos de burlarnos de ellos), tampoco les culpamos (excepto cuando estamos irritados) por ser lamentablemente estúpidos. Pero sí los culpamos por ociosidad o indolencia o les castigamos por ello, porque hemos descubierto en la práctica que la gente responde normalmente a la acusación y el castigo y a la alabanza y la recompensa, poniendo más esfuerzo que en caso contrario. Esto es realmente lo que tenemos en mente cuando tratamos de distinguir entre los pobres que lo “merecen” y los que “no lo merecen”.

Qué pasa con los incentivos

La pregunta importante siempre es el efecto de la ayuda exterior sobre los incentivos. Debemos recordar, por un lado, que la debilidad o desesperación extrema no conducen a incentivos. Si alimentamos a un hombre que realmente se estaba muriendo de hambre, durante un tiempo probablemente aumentemos en lugar de disminuir sus incentivos. Pero tan pronto como demos a un hombre ocioso y capacitado más de lo que necesita para mantener una salud y fortaleza razonables, y especialmente si continuamos haciendo esto a lo largo de un periodo prolongado, nos arriesgamos a menoscabar sus incentivos para trabajar y mantenerse a sí mismo. Hay por desgracia mucha gente que prefiere bordear la miseria a asumir un trabajo constante. Cuanto más alto hagamos cualquier nivel garantizado de renta, mayor será el número de personas que no vean ninguna razón para trabajar ni ahorrar. El coste de igualar una comunidad rica podría acabar convirtiéndose en ruinoso.

Un programa “ideal” de asistencia, ya sea privado público:

  1. Suministraría a cualquier necesitado sin culpa lo suficiente como para mantenerle con una salud razonable.
  2. No debía nadie que no tuviera esas necesidades.
  3. No disminuiría ni menoscabaría el incentivo de nadie para trabajar o ahorrar o mejorar sus habilidades y ganar poder, sino que cabría esperar que incluso aumentara dicho incentivo.

Pero estos dos objetivos son extremadamente difíciles de reconciliar. Cuanto más cerca podamos llegar a lograr uno de ellos completamente, menos probable es que logremos uno de los otros. La sociedad no ha encontrado una solución perfecta para esto en el pasado y parece improbable que lo encuentre en el futuro. Lo mejor que podemos esperar, sospecho, es algún equilibrio nunca demasiado satisfactorio.

Afortunadamente, en Estados Unidos el problema de la ayuda social ahora es sencillamente un problema residual, probablemente de una importancia en constante disminución ya que, bajo la libre empresa, aumentamos constantemente la producción total. El problema real de la pobreza no es un problema de “distribución”, sino de producción. Los pobres no son pobres porque se les haya quitado algo, sino porque, por cualquier razón, no están produciendo suficiente. La única forma permanente de remediar su pobreza es aumentar su poder adquisitivo.


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Editada por Wm. D. P. Bliss (Nueva York: Funk & Wagnalls).

[2] Boston: Little Brown, 1970.

[3] Ibíd., p. 53.

[4] Ibíd., p. 127.

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