La revolución capitalista

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[Extraído de Liberty & Property]

El sistema precapitalista de producción era restrictivo. Su base histórica era la conquista militar. Los reyes victoriosos habían dado la tierra a sus paladines. Estos aristócratas eran señores en el sentido literal de la palabra, ya que no dependían del apoyo de consumidores comprando o absteniéndose de comprar en un mercado. Por otro lado, ellos mismos eran los principales clientes de las industrias de procesado que, bajo el sistema de gremios, se organizaban siguiendo un esquema corporativo. Este esquema se oponía a la innovación. Prohibía el desvío de los métodos tradicionales de producción. El número de personas para las que había trabajo incluso en la agricultura o en las artesanías estaba limitado. Bajo estas condiciones, muchos hombres, por usar las palabras de Malthus, tuvieron que descubrir que “en la fiesta poderosa de la naturaleza no hay espacio para ellos” y que “esta les dice que se vayan”.[1] Pero algunos de estos marginados se las arreglaron sin embargo para sobrevivir, tener hijos y hacer que el número de indigentes aumentara cada vez más.

Pero entonces llegó el capitalismo. Es habitual ver las innovaciones radicales que produjo el capitalismo en la sustitución de los métodos más primitivos y menos eficientes de los talleres artesanos por las fábricas mecánicas. Es una visión bastante superficial. Lo característico del capitalismo que lo distingue de los métodos precapitalistas de producción era su nuevo principio para el mercado. El capitalismo no es simplemente producción en masa, sino producción en masa para satisfacer las necesidades de las masas.

Las artesanías de los viejos y buenos tiempos habían atendido casi exclusivamente los deseos de los ricos. Pero las fábricas producían bienes baratos para la mayoría. Todas las primeras fábricas resultaban estar diseñadas para atender a las masas, los mismos estratos sociales que trabajaban en las fábricas. Les servían suministrándoles directa o indirectamente mediante exportación y proporcionándoles así comida y materias primas extranjeras. Este principio del mercado fue la señal del primer capitalismo y también lo es del capitalismo actual. Los propios empleados son consumidores que consumen la mayor parte de todos los bienes producidos. Son los clientes soberanos los que “tienen siempre la razón”. Su compra o abstención de compra determina qué hay que producir, en qué cantidad y de qué calidad. Al comprar lo que le resulta más apropiado hacen que algunas empresas se beneficien y expandan y hacen que otras empresas pierdan dinero y disminuyan. Por tanto, están trasladando continuamente el control de los factores de producción a las manos de aquellos empresarios que tengan más éxito en atender sus deseos.

Bajo el capitalismo, la propiedad privada de los factores de producción es una función social. Los emprendedores, capitalistas y terratenientes son mandatarios, por decirlo así, de los consumidores y su mandato es revocable. Para ser rico, no basta haber ahorrado y acumulado capital de una sola vez. Es necesario invertirlo una y otra vez en aquellas líneas que mejor atiendan los deseos de los consumidores. El proceso del mercado es un plebiscito repetido diariamente y expulsa inevitablemente de las filas de la gente rentable a quienes no emplean su propiedad de acuerdo con las órdenes recibidas del público. Pero el negocio, la diana del odio fanático por parte de todos los gobiernos contemporáneos y los supuestos intelectuales, adquiere y mantiene su grandeza solo porque funciona para las masas. Las fábricas que atienden los lujos de unos pocos nunca llegan a ser grandes. El error de los historiadores y políticos del siglo XIX fue que no se dieron cuenta de que los trabajadores eran los principales consumidores de los productos de la industria. En su opinión, el asalariado era un hombre que trabajaba solo en beneficio de una clase parasitaria y ociosa. Trabajaban bajo el engaño de que las fábricas habían limitado el botín de los trabajadores manuales. Si hubieran prestado alguna atención a las estadísticas habrían descubierto fácilmente lo mentiroso de su opinión. La mortalidad infantil cayó, la esperanza de vida se prolongó, la población se multiplicó y el hombre corriente disfrutó de amenidades que ni siquiera habían podido soñar los ricos de épocas anteriores.

Sin embargo, este enriquecimiento sin precedentes de las masas fue sencillamente una consecuencia indirecta de la Revolución Industrial. Su mayor logro fue la transferencia de la supremacía económica de los propietarios de terrenos a la totalidad de la población. El hombre común ya no era un esclavo que tuviera que conformarse con las migajas que caían de las mesas de los ricos. Desaparecieron las tres castas de parias que eran características de las épocas precapitalistas (los esclavos, los siervos y aquella gente a quien los autores artísticos y escolásticos, así como la legislación británica de los siglos que van del XVI al XIX, llamaban pobres). Sus vástagos se convirtieron, en esta nueva disposición de los negocios, no solo en trabajadores libres, sino también en clientes.

Este cambio radical se reflejó en la importancia que se dio a las empresas en los mercados. Lo primero que necesitan las empresas son mercados y después mercados. Esa era la palabra clave de la empresa capitalista. Mercados, lo que significa empresarios, compradores, consumidores. Bajo el capitalismo solo hay una vía a la riqueza: atender a los consumidores mejor y más barato que otras personas.

Dentro del taller y la fábrica, el propietario (o en las sociedades anónimas, el representante de los accionistas, el presidente) es el jefe. Pero esta autoridad es meramente aparente y condicional. Está sometido a la supremacía de los consumidores. El consumidor es el rey, es el jefe real, y el fabricante estará acabado si no supera a sus competidores en atender mejor a los consumidores.

Fue esta gran transformación económica la que cambió la cara del mundo. Transfirió muy pronto el poder político de las manos de una minoría privilegiada a las manos del pueblo. El empoderamiento adulto se produjo tras el empoderamiento industrial. El hombre común, a quien el proceso del mercado le había dado el poder para elegir empresarios y capitalistas, adquirió un poder análogo en el campo del gobierno. Se convirtió en votante.

Muchos economistas eminentes han observado, creo que el primero fue el último Frank A. Fetter, que el mercado es una democracia en la que cada penique da un derecho a votar. Sería más correcto decir que el gobierno representativo del pueblo es un intento de disponer los asuntos constitucionales de acuerdo con el modelo del mercado. Pero esta disposición no puede lograrse nunca completamente. En el campo político siempre existe la voluntad de la mayoría que prevalece y las minorías deben soportarla. También sirve a las minorías, siempre que no sean tan insignificantes en número como para convertirse en insignificantes. El sector de la moda produce ropa no solo para gente normal, sino también para los obesos, y el sector editorial no solo pública novelas del oeste y detectives para masa, sino también libros para lectores cultos.

Hay una segunda diferencia importante. En la esfera política, no hay manera de que una persona o un pequeño grupo de personas desobedezca la voluntad de la mayoría. Pero en el campo intelectual la propiedad privada hace posible la rebelión. El rebelde tiene que pagar un precio por su independencia: en este universo no hay premios que pueda lograrse sin sacrificios. Pero si un hombre está dispuesto a pagar el precio, es libre para desviarse de la ortodoxia o neoortodoxia gobernante. ¿Cuáles habrían sido las condiciones en la comunidad socialista para herejes como Kierkegaard, Schopenauer, Veblen o Freud? ¿Para Monet, Courbet, Walt Whitman, Rilke o Kafka?

En todas las épocas los pioneros en nuevas formas de pensar y actuar pudieron trabajar solo porque la propiedad privada hizo posible el desdén por las formas de la mayoría. Solo unos pocos de estos separatistas fueron lo suficientemente independientes económicamente como para desafiar al gobierno y a las opiniones de la mayoría. Pero encontraron en la ecología de la economía libre a gente dispuesta a ayudarles y sostenerles. ¿Qué habría hecho Marx sin su patrón, el fabricante Friedrich Engels?


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, 2 ed. (Londres, 1803), p. 531.

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