Por qué me convertí en un anarcocapitalista

0

Antes de nada, debo aclarar que imagino el anarcocapitalismo como un resultado evolutivo de la civilización humana, como un orden espontáneo, y no como un modelo impuesto desde arriba hacia abajo, ni instalado vía revolución o a partir de cualquier arreglo técnico o filosófico preconcebido.

Creo que ese modelo, si un día llega, sólo podrá florecer a partir de sociedades moral, económica y cívicamente muy avanzadas.

No tengo ninguna pretensión de llegar a ver el anarcocapitalismo en funcionamiento dondequiera que sea. Si un día ocurre, será sólo dentro de muchas generaciones en el futuro. Por lo tanto, mi opción “ancap” es más una cuestión moral que pragmática. Simplemente, no consigo admitir que el ser humano vaya a ser, para siempre jamás, rehén del “más frío y cruel de los monstruos”.

Cualquier persona normal estaría de acuerdo en que un individuo que atenta contra la vida, la libertad o la propiedad de otro comete un mal, un acto injusto. Por otro lado, la mayoría de nosotros también acepta la existencia de ciertas circunstancias atenuantes que podrían mitigar una acción injusta. Aún en ese último caso, sin embargo, la violencia sería aún lamentable y, por lo tanto, algo a ser evitado. En otras palabras, aunque una acción criminal jamás se haga realmente buena, puede hacerse defendible y hasta disculpable.

En cualquier caso, no obstante, lo que justifica una acción es el motivo, la circunstancia, y no la entidad, la organización o la cantidad de personas que la practican.

Si yo afirmara que un atentado a la vida, a la libertad o a la propiedad se hace menos nocivo en la proporción en que aumenta el número de agentes que lo cometen, usted pensaría que soy estúpido, loco o moralmente deficiente. Sin embargo, muchas personas entienden que la violencia contra derechos individuales elementales, no importa cuán absurda y vil, puede hacerse buena y justa, siempre que esté ejecutada por agentes gubernamentales elegidos a través de elecciones democráticas.

Como bien resumió Maggie McNeill, llega a ser patética la gimnasia mental de ciertas personas (muchos liberales incluidos) en su tentativa por justificar lo injustificable. Esas personas entienden que la democracia, como un truco de magia, absuelve casi todos los crímenes e injusticias cometidos colectivamente, de igual manera que nuestros antepasados atribuían un derecho divino a sus monarcas y emperadores. Algunos llegan a hacer afirmaciones apologéticas sobre el poder de la ley votada democráticamente, como si ésta hubiera sido dictada por una divinidad celestial y esculpida en piedra.

Ahora bien, un gobierno sólo es un grupo de individuos, seleccionados por medios arbitrarios, de acuerdo con reglas arbitrarias utilizadas por grupos lo suficientemente poderosos como para imponer su propia opinión sobre el resto de la población. Peor aún: ningún gobierno puede imponer sus leyes y decretos sino a través de la amenaza y de la violencia, lo que lo hace inexorablemente un ente tiránico, cuya intensidad del mal perpetrado dependerá de la índole de aquellos que lo controlan. La tiranía es, por lo tanto, inherente a cualquier gobierno, variando sólo en género y grado.

Eso no significa que la humanidad pueda quedar enteramente sin gobierno, por lo menos en esta fase de nuestra evolución. Sería ingenuo si creyera que una sociedad completamente anárquica podría sobrevivir actualmente sin degenerar en el caos, en la ley del más fuerte. Por otro lado, no hay nada que justifique la creencia de que esta realidad será permanente. Pensemos, por ejemplo, en las prácticas médicas del pasado. ¿Cuántas intervenciones absolutamente absurdas según los patrones actuales – como la lobotomía, las sangrías, shocks eléctricos, ingestión de orina, entre otras – no fueron un día consideradas males necesarios y practicadas bajo efusivos aplausos y reconocimiento?

Como nos recuerda Bryan Caplan, si hace mil años alguien sugiriera que el sistema democrático sería hoy el arreglo común en la mayoría de las naciones, ciertamente sería tachado de loco. Según él, la “locura”, en ese caso, tiene que ver con las expectativas. Durante la Edad Media, todos estaban acostumbrados al despotismo. Nadie esperaba que un gobernante derrotado entregara voluntariamente el poder. En efecto, el rechazo a entregar el poder no parecía locura a los ojos de nadie.

En las sociedades modernas, en contraste, todos están acostumbrados a la democracia. Todos esperan de un derrotado que entregue voluntariamente el poder. El rechazo, en este caso, es lo que parecerá locura, lo cual resultaría probablemente no en el fin de la democracia, sino de la carrera de ese gobernante.

Imagine ahora a alguien que, hace dos milenios, se levantase contra la esclavitud o predijera que, dos mil años después, la esclavitud no sólo estaría extinta de la faz de la Tierra, sino que sería considerada como un crimen hediondo en todos los lugares. Ni Jesucristo osó tanto, pues ciertamente habría sido visto como un loco. ¿Qué decir entonces de alguien que, hace sólo doscientos años, hablara de cosas como viajes espaciales, aviones, automóviles, televisión, ordenador, internet y edificios de doscientos metros de altura? ¿No serían tales cosas, en aquella época, más inverosímiles (utópicas) que el que imaginemos, hoy día, una eventual futura sociedad sin Estado, viviendo de forma ordenada y próspera? ¿No sería mucha arrogancia por nuestra parte pretender saber cómo se organizarán las civilizaciones futuras?

No importa. Como dije arriba, mi opción por el anarcocapitalismo es más una opción moral que pragmática. Pero dejo que el gran Bob Higgs lo explique:

Muchas discusiones sobre el anarquismo podrían evitarse si esos dos aspectos distintos de la ideología se tuvieran siempre en mente – su posibilidad práctica y su ideal moral.

Me siento sin ninguna obligación de argumentar de forma convincente de qué forma este orden social puede ser establecido en la práctica. No sé si es posible o no, así como desconozco muchos otros desarrollos que pueden o no hacerse realidad en el futuro.

Sin embargo, voy a continuar defendiendo el anarquismo libertario como un ideal moral que, creo, todas las personas decentes deberían defender. Si nosotros, los anarcocapitalistas, tenemos éxito, el resultado, de hecho, será espléndido, pero si fallamos, creo que habremos hecho lo correcto. Al final, ¿qué menos podemos hacer sino abstenernos de apoyar ciertos crímenes? ¿Dónde está el mal en denunciar a quién los comete o a quien contribuye a justificar los crímenes inherentes al funcionamiento del estado?

En otro pasaje, es aún más enfático:

Aunque no pido disculpas por esa elección ideológica, tampoco comparto la expectativa aparente de algunos compañeros anarquistas libertarios, según los cuales la revolución es inminente, u ocurrirá como mucho en breve (…).

Como entiendo el mundo de esta forma, algunas personas preguntan, ¿cuál es mi objetivo al abrazar el anarquismo libertario? Bien, obviamente no lo defiendo con el fin de quedar del lado vencedor. Si ese fuera mi objetivo, ya habría encontrado una manera de hacerme útil participando en los lobbies del Congreso. No, yo me puse donde estoy ahora un poco como Martín Lutero hizo cuando anunció: “Heme aquí. No consigo estar en ningún otro lugar”.

En mi caso, esta declaración significa simplemente que estoy haciendo lo que me parece la cosa decente que hay que hacer; que tomar cualquier otra posición ideológica significaría implicarme en males de los cuales no quiero participar. Aunque sinceramente crea que un mundo sin estado sería mejor que el mundo actual de incontables maneras, tales como mejor salud, mayor riqueza y mayor bienestar material, no soy un anarquista libertario por razones utilitarias, sino, principalmente, porque creo que es equivocado para cualquiera – inclusive aquellos designados gobernantes y sus funcionarios- hacer lo que es considerado equivocado para mí o para cualquier otro individuo en la esfera privada.


Traducido en Xoandelugo.org.

Print Friendly, PDF & Email