Cómo los neocones destruyeron una posibilidad de paz con Irán después del 11-S

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Aunque la mayoría de los titulares que ha dado la administración Trump sobre política exterior han tendido a centrarse en Siria y Corea del Norte, la aproximación del presidente a Irán puede acabar siendo el más importante. El nombramiento del terrible halcón John Bolton, cuyo objetivo en su carrera ha sido provocar un cambio de régimen en Teherán, se ve comprensiblemente como un indicador de que Trump puede abandonar su retórica de campaña de oponerse a cambios de régimen en Oriente Medio en el caso del ayatolá. Lo mismo pasa con la nueva amistad de Trump con el príncipe coronado saudí Mohammed bin Salman, quien dijo recientemente que el líder supremo de Irán “hace que Hitler parezca bueno”.

Al reaparecer en las noticias la polémica de si EEUU debería o no continuar cumpliendo con el Tratado de Irán, merece la pena echar la vista atrás para reevaluar un momento olvidado de las relaciones entre Estados Unidos e Irán: el breve periodo de tiempo en el que este se convirtió en un aliado militar de Estados Unidos.

Cuando criticaba la política exterior de Estados Unidos en la época de la Guerra contra el Terrorismo, Ron Paul explicaba a menudo el concepto de represalia. Uno de los mejores ejemplos de esto fue evidentemente la Revolución Iraní, cuando los iraníes seculares se unieron con los fundamentalistas islámicos para levantarse en contra del régimen del sha después de años de intervención por parte de Estados Unidos a favor de la dinastía de los Pahlevi. Tras esto, los liberales seculares de Irán se vieron sobrepasados por los teócratas islámicos, liderados por el ayatolá Jomeini. El resultado es la actual República Islámica de Irán.

Como revuelta directa hacia un régimen respaldado por Occidente, el Irán revolucionario era de por sí hostil a Estados Unidos. La crisis de los rehenes de Irán ayudó a acabar con la presidencia de Jimmy Carter y llevó al apoyo estadounidense a Saddam Hussein en la guerra entre Irán e Irak en la década de 1980. También impuso sanciones contra el país, aunque eso no impidió que miembros del gobierno de EEUU vendieran misiles a Irán en ese tiempo. Aunque hubo algunos intentos de descongelar las relaciones entre los dos países durante la administración de George H.W. Bush, todos los progresos desaparecieron cuando la administración Clinton ordenó un embargo completo a Irán en 1995.

Entonces se produjo el 11-S.

El gobierno iraní condenó los ataques, mientras los ciudadanos del país tomaban las calles con velas para recordar a las víctimas. Posteriormente, el gobierno de Irán ofreció ayuda militar a Estados Unidos en sus esfuerzos contra Afganistán y al Qaeda.

En palabras de James Dobbins, el principal negociador de la administración Bush sobre Afganistán, los iraníes fueron “completamente serviciales”, compartiendo información y ayudando a organizar a los aliados regionales para actuar contra los talibanes, incluso pusieron en contacto a las fuerzas estadounidenses con la Alianza del Norte.

Durante un momento, parecía que el 11-S podía ser el catalizador para una nueva era de relaciones entre EEUU e Irán.

Luego, en 2002, el presidente George W. Bush pidió a David Frum que escribiera su discurso sobre el estado de la unión. A los ojos de Frum y sus compañeros neoconservadores de la administración Bush, la ayuda vital de Irán a EEUU en la “Guerra contra el Terrorismo” no excusaba su continua hostilidad hacia Israel. En ese sentido, Irán estaba agrupado con su rival Irak y el régimen de Corea del Norte como “el eje del mal”. La administración Bush excluyó a Irán como aliado en contra del mismo rival contra el que habían estado trabajando ambos bandos en los últimos cinco meses, para alegría de la familia real de Arabia saudí que había ayudado a los secuestradores del 11-S.

Al tiempo que esta decisión daba una mala imagen a la fiabilidad de hacer negocios con Estados Unidos, las consecuencias dentro del propio Irán fueron importantes. Los grandes perdedores en el discurso de Bush fueron los moderados anticlericales dentro del país. Esas tres palabras eliminaron toda esperanza para Irán de beneficiarse de unas mejores relaciones económicas con EEUU, lo que les hubiera dado ventajas políticas dentro del país.

Con el acuerdo con Occidente ahora muerto, el gobierno iraní trato de consolidar su apoyo interior atizando el sentimiento antiestadounidense y apelando a los islamistas más duros dentro del país. Eligieron a un ingeniero de un pequeño pueblo en el norte de Irán que había ascendido al cargo de alcalde de Teherán: Mahmoud Ahmadinejad. Como describe Valir Nasr en su libro The Rise of Islamic Capitalism, los clérigos le consideraban “el instrumento perfecto para suscitar el fervor populista y revolucionario de las clases inferiores y reprimir una creciente marea de sentimiento reformista”.

Ahmadinejad hizo lo que se esperaba de él. Era un defensor populista de los fundamentalistas iraníes que despreciaban a Occidente y querían ver a Israel desaparecer del mapa. En respuesta tanto a su retórica como a su repetido compromiso con el programa nuclear de Irán, la ONU impuso nuevas acciones al país. Le siguió EEUU con ataques al sistema bancario iraní.

Curiosamente, cuando acabó la presidencia de Ahmadinejad, este había conseguido perder el favor del ayatolá. Los apoyos claves de Ahmadinejad fueron arrestados, los censores del gobierno atacaron su sitio web y a su jefe de personal, Esfandiar Rahim Mashaei, se le prohibió aspirar a la presidencia.

Por desgracia, estos movimientos hacia la moderación habían tenido poco impacto sobre el deseo de los creadores de la política neoconservadora de reclamar un cambio en el régimen iraní. Igual que destruyeron una oportunidad de consolidar relaciones bajo Bush, John Bolton y sus aliados tratan de impedir que se produzca la paz bajo Trump. Ya hemos visto a la administración aumentar las sanciones sobre el país.

Como escribía Mises en Gobierno omnipotente: “La guerra moderna no es una guerra de ejércitos de reyes, es una guerra de los pueblos, una guerra total”. Esto es tan verdad en Irán como en cualquier otro sitio.

Aunque la retórica contra Irán se dirige normalmente hacia el gobierno teocrático del país, debe entenderse que es la gente del país la que más ha sufrido por las acciones realizadas contra ella. Más allá del evidente e inevitable daño colateral de una operación militar liderada por EEUU contra Irán, ha sido la gente inocente (aquellos que se oponían más a Ahmadinejad y al fundamentalismo iraní) la que ha pagado el precio más caro de la larguísima guerra económica de Estados Unidos contra el país.

Si la administración Trump quiere servir mejor a los intereses tanto de Estados Unidos como de las fuerzas anticlericales en Irán, debería acabar con las sanciones de EEUU y reabrir el comercio con la economía persa.

O puede actuar siguiendo los deseos de John Bolton y la doctrina neoconservadora y continuar destruyendo Irán a costa de EEUU.

Pero que se sepa que no tiene que ser así.


El artículo original se encuentra aquí.

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