¿Los mercados son como el lenguaje?

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[The Quarterly Journal of Austrian Economics 1, Nº 3 (Otoño de 1998): pp. 15-27]

Ludwig von Mises contribuyó en mucho a entender cómo funcionan los mercados, por supuesto, pero también mostró un gran interés por el lenguaje. Le recuerdo mencionando, en dos o tres discursos, la ventaja para un investigador de la economía y la historia como él de ser capaz de usar materiales de investigación en más de solo uno o dos idiomas. Economía y lenguaje como campos de estudio se superponen de maneras que hacen que los economistas tengan un interés legítimo por ambos. Me gustaría desarrollar este punto antes de pasar a los aspectos similares al lenguaje de mercados, dinero y precios.

Adam Smith ([1761, 1790] 1985) hizo conjeturas acerca de los orígenes del lenguaje y la escritura y acerca de cómo los idiomas gramaticalmente complejos tienden a simplificarse con el tiempo. Ludwig von Mises mostraba su interés por el lenguaje en muchas páginas de su Nación, estado y economía ([1919] 1983). Mostraba un conocimiento considerable sobre la lingüística y la historia del lenguaje. Investigaba cómo se relaciona un idioma principal con sus dialectos. Explicaba, por ejemplo, cómo Vuk Stefanovic Karadzic y Ljudevit Gaj, trabajando por separado, crearon en buena medida el lenguaje serbocroata estándar a partir de los dialectos existentes. Incluso hizo un comentario profético (pp. 16–17) acerca de cómo el factor idiomático podría llevar a los eslovacos la independizarse de los checos.

En particular, Mises exploraba las relaciones entre idioma y nacionalidad. ¿Por qué se identifica una persona (si lo hace) con una nacionalidad concreta? ¿Cuál es la esencia de la nacionalidad? No es donde vive una persona, decía Mies, no es la ciudadanía, no es una historia compartida, ni una raza o antepasados. La nación es una comunidad lingüística. “La comunidad de lenguaje agrupa y la diferencia de lenguajes separa a personas y pueblos” ([1919] 1983, p. 13). “Un alemán es una persona que piensa y habla en alemán” (p. 13). Sin embargo, un completo dominio de un idioma no basta para definir la nacionalidad del que habla: debe hablarlo como su idioma nativo y debe haber “asimilado completamente la manera especial de pensar que lo caracteriza”; debe procesar “todo lo que oye en idiomas extranjeros a través de una forma de pensar que se ha visto moldeada por la estructura y formación de conceptos de su propio idioma” (p. 14). Siguiendo esa definición, pocas personas pertenecen a dos o más nacionalidades, aunque algunas sí. Ocasionalmente, una persona adquiere una nacionalidad adicional o cambia de nacionalidad.

Mises no quería realmente imponer una relación íntima de lo político con las fronteras lingüísticas, pero apreciaba las ventajas de un lenguaje nativo común dentro de una unidad política. Así ningún grupo tiene una ventaja idiomática en el diálogo político ni ningún grupo se siente condenado a un estatus de minoría perpetua debido a su idioma. (Volveré sobre esto más adelante). Mises había observado esas dificultades en los territorios políglotas de Austria-Hungría y Prusia Oriental, donde los hablantes de distintas lenguas se mezclaban incluso dentro de los pueblos. “En territorios políglotas, la democracia parece opresión a la minoría” ([1919] 1983, p. 56). Mises argumentaba que el factor idiomático explicaba en buena medida por qué la democracia política nunca floreció realmente en Austria-Hungría y Alemania antes de la Primera Guerra Mundial.

Por razones como estas, y también culturales, Mises simpatizaba con movimientos de liberación y unidad nacional, incluso con el irredentismo. Como explicaba, el nacionalismo liberal (frente al nacionalismo militarista e imperialista) puede ser una actitud admirable y un baluarte de la paz. Los distintos pueblos deberían ser capaces de respetar e incluso compartir su orgullo por su propia cultura e historia.[1]

El lenguaje como ciencia social

Tanto la economía como la lingüística pueden afirmar plausiblemente ser ciencias sociales prototípicas. Ambas investigan cómo cooperan las personas entre sí y cómo coordinan sus actividades. Ambas investigan los instrumentos de comunicación (pues, como argumentaré más adelante, mercados, dinero y precios conllevan información, así como incentivos). F.A. Hayek observaba que “en el campo de los fenómenos sociales, solo la economía y la lingüística parecen haber tenido éxito en crear un cuerpo coherente de teoría”. La mayoría sus comentarios acerca de teoría económica, continuaba Hayek, “podrían aplicarse igualmente a la teoría lingüística” (1967, cap. 2, pp. 34-35).  Hayek usaba el lenguaje como ejemplo principal de cómo la gente puede seguir normas que pocos podrían denunciar explícitamente. Con palabras que nos hacen pensar en la obra de Noam Chomsky, Hayek destacaba la sorprendente “capacidad de los niños pequeños para usar el lenguaje de acuerdo con las reglas de la gramática y el idioma, de las cuales son completamente ignorantes” (ibíd., cap. 3, p. 43). El lenguaje ilustra la trasmisión de cultura de generación en generación. Se produce un proceso de selección a través del cual “prevalecen aquellos modos de conducta que llevan a la formación de un orden más eficiente para todo el grupo, porque esos grupos prevalecerán sobre otros” (Hayek 1978, p. 9). Las instituciones económicas y lenguaje por igual, junto con la ética y el derecho común, ilustran lo que Hayek, siguiendo a Adam Ferguson, llamaba “resultados de la acción humana, pero no del diseño humano” (1967, cap. 6); ambos ilustran fenómenos que han evolucionado espontáneamente y que sin embargo están abiertos a modificación deliberada.

La lingüística tiene más razones para afirmar que es una ciencia social prototípica. El lenguaje es básico para la antropología cultural. Las afinidades lingüísticas proporcionan pistas sobre tierras de origen, migraciones, tecnologías y otras características y acontecimientos antes de que se llegara a escribir historia. La lingüística busca uniformidades en medio de diversidades; propone hipótesis; desarrolla leyes.

Sir William Jones, juez británico en la India, publicó en 1786 sus descubrimientos de parecido sistemáticos entre sánscrito, latín y griego. Teorizó una relación entre estos idiomas, un antecesor común para ellos y otras familias de lenguajes y procesos de cambio lingüístico.

La Ley de Grimm descubre toda una serie de cambios de sonidos al ir evolucionando el lenguaje primigenio indoeuropeo hacia el griego, el latín y las lenguas germánicas, haciendo que esos idiomas diverjan entre sí de formas sistemáticas. Las leyes del cambio de sonidos al alto alemán codifican varias desviaciones sistemáticas entre el inglés y otras lenguas germánicas por un lado y el alemán estándar moderno por el otro. Las lenguas romances individuales han divergido de su origen latino de maneras características para cada idioma. Sus divergencias muestran patrones sistemáticos y regularidades similares a leyes.

Estos fenómenos llevan a entender por qué la lingüística, como la economía, emplea individualismo metodológico. Ambas ciencias sociales tratan de remontar sus leyes a circunstancias y acciones de individuos. La lingüística trata de explicar los cambios en el lenguaje por su conveniencia fisiológica y psicológica para el hablante individual en el entorno al que se enfrenta. Este entorno incluye los sonidos usados en su idioma y otras circunstancias que mencionaré.

El lingüista André Martinet dedica varias secciones de uno de sus libros (1972, cap. 6) a la economía del lenguaje y los costes de aprovechar sus funciones. Es principalmente la comunicación, pero también la sociabilidad y el juego. Para explicar los rasgos del lenguaje y sus cambios a lo largo del tiempo, invoca ideas como el “principio de mínimo esfuerzo” de George Zipf. En pocas palabras, la gente trata de aprovechar las funciones del lenguaje con el mínimo coste. Los costes son esfuerzos a la hora de colocar los órganos vocales, de recordar sonidos, palabras, significados y características gramaticales y de atender a los mensajes recibidos. Se produce una compensación entre precisión y facilidad de uso. Tener muchas unidades de sonido y significado ayuda hacer precisa la comunicación; por otro lado, tener pocas, junto con analogías entre los que existen, ayudan hacer al lenguaje fácil de usar.

Las características concretas que constituyen la facilidad de uso dependen del entorno al que se enfrenten los hablantes de un idioma concreto. Este entorno consta de todas las características ya existentes, incluyendo patrones que sugieren analogías psicológicamente atractivas de sonido, significado y gramática. El entorno también incluye los objetos y relaciones sobre los que quiere hablar la gente, como las condiciones naturales y sociales y la tecnología, así como otros idiomas con los que los hablantes del idioma particular entrar en contacto frecuente. Saltarse distinciones y usar abreviaturas se convierte en más tentador o económico para sonidos y expresiones de uso frecuente.  Chemin de fer métropolitain se convirtió en métro (llamado así en Washington, igual que en París). Todo esto es explicable en general en términos de economía o ahorro de costes en relación con la eficacia.

Individuo y sociedad

El lenguaje es un buen ejemplo del sentido en el que la persona es un producto de su sociedad. El ejemplo es relevante para la economía política (el área de superposición entre economía, ciencia política y filosofía) y para preguntas apropiadas sobre el tipo adecuado de individualismo y comunitarismo en el moldeado de las instituciones políticas. En estas interacciones, lenguaje y ética se muestran en paralelo y las preguntas relacionadas afectan, por ejemplo, a estilos y modelos de vida para los jóvenes que crecen en comunidades pobres.

Todas las palabras y significado y estructura de un lenguaje que existen en un momento determinado fueron contribuciones de personas, sobre todo de miembros de generaciones anteriores. Cada persona ha crecido “en” un idioma que ya funcionaba. Y este forma sus pensamientos, valores y actividades. Las palabras conllevan evaluaciones morales (por ejemplo, “asesinato”, “raído”, “cabeza de chorlito”, “tenaz”, “con principios”). Sin usar palabras socialmente dadas y estructuras de oraciones, cada uno de nosotros difícilmente podría pensar o razonar en absoluto. Aun así, el lenguaje se debe a la interacción de mentes individuales. Cada persona y tal vez cada generación se ha visto más influida por el lenguaje de lo que ha influido en el lenguaje. Aun así, como las tradiciones morales, es la creación de todas las personas, pasadas y presentes. (Aquí he estado parafraseando al amigo de Mises, Henry Hazlitt (1964, p. 167). Hay que señalar que Hazlitt aplica individualismo metodológico a un fenómeno incuestionablemente colectivo).

Reconocer al individuo como un producto social no niega en modo alguno que las personas experimentan alegría y tristeza, éxito y frustración: no existe una felicidad colectiva distinta y que trascienda la felicidad de las personas. Entender cómo la sociedad moldea a sus miembros no impone en modo alguno colectivismo o comunitarismo en lugar de pensamiento y políticas individualistas.

Comunicación y coordinación a través del lenguaje y los mercados

El papel de los precios en comunicar conocimiento aparece en el análisis de Mises de por qué es imposible un cálculo económico preciso bajo el socialismo. Sin precios reales, los planificadores no podrían calcular el coste de producir diversas cantidades de cualquier producto concreto. En último término, coste significa el valor para los consumidores de los productos alternativos sacrificados para producir el producto concreto. Los planificadores en una economía que no sea de mercado no podrían comparar los costes y los beneficios a esperar por producir diversas cantidades. Los datos numéricos, especialmente los precios del mercado, son necesarios para el cálculo; la información cualitativa no basta (Salerno 1993, p. 121). Sin intercambios genuinos de factores ni una determinación genuina del mercado de sus precios, los planificadores centrales no podrían “valorar” los recursos y asignarlos eficaz o intencionadamente (ibíd., p. 130). Los resultados cuantitativos (cantidades de productos y factores apropiados) suponen entradas cuantitativas. Estas deben incluir en algún momento del proceso de calculo las concreciones numéricas de las funciones de utilidad y producción. Pero estas, junto con la información cualitativa que también es necesaria, nunca podrían estar disponibles para decisiones centralizadas fuera del mercado.

Heyak desarrolló el análisis de Mises; al menos así es como interpretó la contribución de este. Destacaba

la fragmentación del conocimiento y su dispersión entre la multitud de consumidores y productores individuales como el principal problema de la economía y la cooperación social del sistema de precios del mercado como el medio por el que se integra ese conocimiento disperso y se comunica a las personas relevantes que toman las decisiones del proceso de producción. (Salerno 1993, p. 115).

En mi opinión, no se aprecia ninguna gran diferencia entre fijarse en la fragmentación del conocimiento y centrarse “en el cálculo monetario usando precios reales del mercado como condición previa necesaria para la asignación racional de recursos dentro de un sistema económico que muestre especialización y división del trabajo” (ibíd., p. 125). Ambos paradigmas, como los llama Salerno, forman parte de una descripción completa del problema y el proceso del cálculo económico.

Los precios del mercado, aunque esenciales para el cálculo, no son datos definitivos. Representan pasos intermedios al tener en cuenta los datos más cercanos a los definitivos, a menudo resumidos como “deseos, recursos y tecnología”. El “coste” de un productor en una línea concreta de producción requiere de algún modo tener definitivamente en cuenta innumerables bits de información acerca de oportunidades y procesos de producción en innumerables líneas de producción e información acerca de los gustos del consumidor para todo tipo de productos. En palabras de Israel Kirzner (1996, p. 150), calcular el valor de una acción prospectiva requiere conocer “la importancia para otros de los bienes y servicios que se comprometen en esa acción y la importancia para otros de los bienes que se obtendrán de esa acción”.

En todo caso, está claro que el problema el cálculo no puede diferenciarse del problema del conocimiento.

Los planificadores tendrían que saber más que los aspectos técnicos de la producción y más que los gustos reales y potenciales de consumidores y trabajadores. El uso eficiente de recursos requeriría además usar lo que Hayek (1945) llamaba “conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y lugar”. Algunos ejemplos son el conocimiento de una máquina que normalmente no se usa, alguien a quien llamar para una reparación de emergencia de una caldera con una fuga, las habilidades de un empleado que podrían usarse del modo más valioso, existencias de materiales que podrían usarse durante una interrupción de suministros, espacio vacío en un buque de carga a punto de partir y aprovechar las diferencias interlocales en precios de materias primas. Ese conocimiento localizado y temporal solo puede usarse por quienes toman las decisiones en el lugar y se desperdiciarían bajo centralización.

Pero quienes toman las decisiones descentralizadas no pueden trabajar solo con este conocimiento particular y con conocimiento tecnológico. Las decisiones eficientes deben también tener en cuenta las condiciones en todo el resto del sistema económico: las disponibilidades y productividades valorativas de los recursos de las innumerables líneas de producción que compiten con ellos. Aquí, la explicación de Hayek retrata el sistema de precios como una enorme computadora y como un comunicador de información e incentivos, de manera abreviada, para todos los consumidores y empresarios que toman decisiones para quienes son relevantes estos asuntos en concreto. Aquí también (si el ejemplo no os resulta ya familiar) sería lugar para indicar el ejemplo de Hayek del papel de los precios cambiados a la hora de motivar respuestas apropiadas hacia una mayor escasez de lata, independientemente de qué la cause.

Los mercados trasladan información mediante precios de maneras que recuerdan cómo traslada información el lenguaje. Pero los precios no son la única manera en que los mercados trasladan y movilizan información. Excesos y escaseces de bienes y servicios y creaciones y rebajas en inventarios empresariales resultan directamente evidentes para los participantes en el mercado y les motivan para actuar. En el mundo imaginario de la teoría abstracta, las funciones del subastador “walrasiano” omnisciente incluyen no solo establecer un patrón de equilibrio general de los precios, sino también poner en contacto posibles socios comerciales entre sí y trasladar información a cada uno acerca de los deseos y capacidades de otros. En realidad, ni siquiera existe en los propios escritos de Walras ese prodigioso subastador. En realidad, los empresarios descubren fallos que habría encontrado el subastador y tratan de arreglarlos obteniendo un beneficio. Agencias de empleo, empresas de clasificación de crédito, medios generales y especializados, oficinas de estándares y pruebas de productos, vendedores al por mayor, grandes almacenes, franquicias, aseguradoras y todo tipo de otras empresas llevan a cabo funciones de movilización de información, además de tomar parte en el establecimiento y la respuesta a los precios.

Puedo decir más acerca de cómo el sistema del mercado utiliza el conocimiento aclarando una mala interpretación común, aunque vagamente expresada del famoso artículo de Hayek de 1945, algo que ya he hecho. Esa mala compresión muestra a Hayek afirmando que los precios trasladan toda la información necesaria para decisiones económicas bien calculadas. No afirma eso. Sabe tan bien como cualquiera que los precios no sustituyen el conocimiento de las técnicas de producción y “las circunstancias particulares de tiempo y lugar”. Ya he mencionado ejemplos de dicho conocimiento y he explicado por qué ponerlo en uso requiere decisiones descentralizadas. En lugar de ser trasladado por los procesos, ese conocimiento local y fluctuante se refleja en las acciones de sus poseedores. Por supuesto, esas acciones afectan y se ven afectadas por las condiciones del mercado. Y las condiciones del mercado a menudo son una indicación de precios de desequilibrio.

Pero que los precios trasladan mucha información, aunque no sea toda, también es verdad para el lenguaje. Desempeñan un papel coordinador. Los precios actuales, que en realidad son precios de un pasado muy reciente, nunca son completamente correctos en el sentido de ser soluciones para un sistema de equilibrio general. Además, solo son meras pistas, aunque pistas indispensables, para lo que realmente importa: los precios que prevalecerán en el futuro cercano y el más remoto. Sin embargo, los empresarios tienen incentivos para percibirlos y actuar y reducir así las discrepancias en los precios y prever el futuro correctamente y el sistema de pérdidas y ganancias funciona eliminando a los malos empresarios y dejar la administración de los recursos en las manos de los más perspicaces. También de esta manera, como explicaba Mises, el mercado hace disponible el conocimiento y los pone en práctica de forma eficaz.

Lenguaje y dinero

He estado dando por hecho que los precios son precios expresados en dinero. Sus funciones se verían muy perjudicadas si los precios se expresaran en un revoltijo de tipo de intercambio en trueque. El análisis de Mises del papel de los precios en el cálculo económico bajo el capitalismo y el socialismo presupone que los precios son precios monetarios.

Hace mucho que los economistas han advertido una analogía entre lenguaje y dinero. Joseph French Johnson lo hacía en 1905.

Igual que el lenguaje es un medio de intercambio de ideas, el dinero es un medio de intercambio de bienes y servicios. El dinero lleva a cabo su trabajo en virtud de su intercambialidad e igualmente el lenguaje de uso común. Una afasia universal tendría casi el mismo efecto sobre la conversación que la que tienen las fluctuaciones del dinero sobre la producción e intercambio de riqueza. (Johnson, p. 172, citado en Dorn 1987, p. 4)

James Tobin señala que la analogía es una

Observación habitual de los economistas monetarios. Ambos son medios de comunicación. El uso de un idioma concreto o una moneda concreta por una persona aumenta su valor para otros usuarios reales o potenciales. Aumentar las economías de escala en este sentido limita el número de idiomas o monedas en una sociedad y de hecho explica la tendencia hacia un idioma o moneda básicos que monopolizan el terreno. La teoría debe dejar paso a la historia a la hora de explicar qué lenguaje y qué dinero (…) son adoptados cualquier comunidad concreta. (1980, pp. 86-87)

Cuando habla de “moneda concreta”, Tobin se refiere evidentemente (o debería referirse) a una unidad concreta de cuenta (dólar, franco o lo que sea). Usar medios distintos de intercambio, como billetes y cheques de distintos bancos, no causa ningún problema importante. La analogía para la lingüística de una unidad de cuenta es un lenguaje concreto en abstracto: su vocabulario, gramática e idiomas. Documentos concretos y grabaciones de discursos se corresponden mejor con los medios de intercambio.

Tobin señalaba (p. 87) que la arbitrariedad y circularidad afectan a la aceptabilidad del dinero, como sugiere la analogía con el lenguaje. Casi independientemente de por qué un idioma concreto o una moneda concreta se ha convertido en preeminente em territorios o actividades concretas, esa preeminencia tiende a autorreforzarse. La razón principal se hace obvia cuando se considera la posición y elección del usuario individual.

Kevin Dowd y David Greenaway (1993) examinan cómo la elección de una divisa por un individuo depende de los beneficios privados de usarla, los beneficios de red (o los beneficios externos, que dependen de grado en que los use otra gente) y los costes de pasar de una moneda a otra. Es posible que piensen que los beneficios marginales de red, aunque sigan siendo positivos, disminuyen con el tamaño de la red. Aunque su articulación corresponde solo al dinero, sus conceptos se aplican bastante evidentemente también al lenguaje.

Charles Kindleberger (1976), que escribía antes de que colapsara el sistema de Bretton Woods, describía la analogía entre lenguajes dominantes y monedas dominantes en su uso internacional. Mencionaba el inglés y el dólar de EEUU, Los costes de traducción son un tipo de costes de transacción: incluyen pérdida de tiempo o precisión y pérdida de intimidad en la comunicación. La eficiencia mundial requiere que todos los países aprendan el mismo segundo lenguaje, pensaba Kindleberger, igual que las diferentes nacionalidades usan el inglés como lengua franca. El deseo de los franceses de reentronizar el oro le recordaba la intención de resucitar el latín como para las relaciones internacionales. Los tipos flexibles de cambio se parecerían a una vuelta a Babel, usando los lenguajes extranjeros solo para traductores profesionales. Las cuestiones con respecto al área óptima del lenguaje y el área óptima de la divisa son análogas. Las áreas óptimas de lenguaje y divisa no son hoy países ni continentes, sino el mundo. Eso decía Kindleberger, reclamando mantener el patrón dólar internacional, que, de todas formas, había evolucionado espontáneamente, igual que ha evolucionado el papel del inglés. Cito su ensayo y el que citaré a continuación, no para estar de acuerdo con todo lo que dicen, sino más bien como ilustrar cómo emplean los economistas la analogía entre dinero y lenguaje.

Robert Barro invocaba la analogía con un espíritu distinto del de Kindleberger: señalaba que lo que consideramos como algunos aspectos indeseables de la unificación monetaria y política europea. Citaré, pero sobre todo parafrasearé su artículo de 1992. Establecer un idioma único eliminaría los costes de transacción. Estos ahorros serían mucho mayores que los alcanzados por una moneda común. Aun así, naciones pequeñas están a menudo dispuestas a asumir costes altos ara promocionar sus idiomas diferenciadores, como en Cataluña y Quebec, lo que sugiere que la gente allí ve beneficios reales en conservar una herencia local común ligada al lenguaje. Los beneficios de mantener las divisas nacionales podrían ser mucho menores que estos beneficios culturales e incluso así superar los ahorros en costes de transacción que podría conseguir una divisa única. (Barro deduce por tanto que los ahorros en costes de transacción serían relativamente pequeños).

La unificación monetaria tiene costes propios, continuaba Barro:

Contribuye a la centralización del gobierno más en general: Representa una represión de la identidad nacional que también podría aplicarse al idioma, la cultura, las rentas por cabeza, el grado de actividad del sector público y así sucesivamente. La apelación a una sola divisa es como la atracción superficial de la planificación centralizada. (…) En ambas situaciones, los beneficios de la planificación centralizada se exageran y las recompensas de la competencia se infravaloran.

¿Cuál es el tamaño ideal de un país y, correspondientemente, el dominio ideal de un lenguaje o una divisa? Barro piensa que es mejor evitar ambos extremos: “un solo gobierno mundial con un idioma y una sola divisa y una proliferación de miles de países, cuando uno con sus propios medios de expresión e intercambio”.

El dinero como dispositivo de liquidación

El dinero, como el lenguaje escrito, es un dispositivo que guarda registros o, más exactamente, un dispositivo para descentralizar y simplificar la guarda de registros. Como tal, facilita la liquidación de intercambios multilaterales. La liquidación permite a una persona o empresa reclamar derechos adquiridos entregando bienes y servicios a algunos socios comerciales para pagar bienes y servicios obtenidos de otros. En un ejemplo sencillo (Schumpeter 1970, p. 227), un cirujano opera a un cantante, el cantante actúa en la fiesta de un abogado y el abogado defiende una demanda del cirujano. Si sus servicios tuvieran el mismo valor, estas personas podrían acordar evitar pagos reales entre ellos cancelando sus derechos y obligaciones.

Los “acopios abiertos”, como los llama Robert Kuenne (1958), serían inviables: dejar que cada persona contribuya y tome del flujo total de la producción como le pareciera. Las transacciones deben identificarse de alguna manera. Sin liquidación o algún sustitutivo, cada persona tendría que pagar bienes o servicios adquiridos de cada contraparte suministrando a esta bienes o servicios de igual valor. Aunque las partes puedan evitar tener que hacer sus entregas al mismo tiempo y conceder a otros créditos a corto plazo, este bilateralismo de las transacciones seguiría siendo restrictivo e ineficiente.

La liquidación de transacciones multilaterales requiere monitorizar de alguna manera las contribuciones y retiradas del flujo de producción de cada persona para mantenerlo en equilibrio (con calificaciones acerca del comercio en bienes antiguos, crédito, regalos y similares). Si reunir y transmitir información (incluyendo información acerca de los valores relativos de las cosas), monitorizar transacciones y mantener registros fuera mucho más sencillo y barato de lo que es realmente (y si no fueran ominosos los aspectos del Gran Hermano) la liquidación centralizada podría funcionar.

En realidad, la descentralización usando dinero es más barata y más eficiente. Schumpeter llama al dinero un “resguardo” para las contribuciones productivas y un “comprobante” sobre bienes a recibir a cambio ([1917–18] 1956, pp. 154-155 y passim). Tener dinero es una evidencia presunta de tener derecho a tomar bienes de igual valor. Llamar al dinero dispositivo de liquidación (o, lo que es igual, sustitutivo de la liquidación centralizada) no es negar su función como medio de intercambio: es examinar con más profundidad esa función. El dinero facilita las transacciones multilaterales porque es una manera relativamente barata y sencilla de controlar, bajo principios del mercado, quién tiene derecho a adquirir qué cantidad de cosas. El dinero hace lo que en otro caso se haría más ineficientemente por el lenguaje, es decir, por registros escritos centralizados y explícitos.

No deberíamos olvidar esta función principal del dinero en el mundo moderno preocupándonos de cómo evolución inicialmente el dinero, por muy correcta que sea la explicación de Carl Menger. Suponer que la esencia de una institución desarrollada sigue especificada por su forma más primitiva, su génesis, es caer en la “falacia genética”. “El dinero no es un producto, ni siquiera cuando es un material valioso” (Schumpeter [1917–18] 1956, p. 161). Es un dispositivo técnico para facilitar el comercio.

Aun así, algunas personas olvidan este papel esencial como dispositivo de liquidación y caen en el error de pensar en el aspecto antiguo del dinero como producto como algo similar a su esencia. Exageran la supuesta necesidad de algún dinero definitivo o básico y e preocupan por las grandes estructuras del crédito los derechos acumulados piramidalmente sobre una base estrecha. Tienden a pensar en la banca de depósitos como un método para economizar en dinero base y solo les preocupan los depósitos respaldados fraccionalmente. Estas intuiciones pueden aplicarse a algunas instituciones monetarias, pero no al dinero en general.

La inestabilidad en el valor del dinero tiende a subvertir el cálculo y la coordinación, de forma similar a la tendría en el significado de las palabras. Por esta razón, los economistas tienden a favorecer instituciones que conservan el valor del dinero. Ligar el dinero al oro puede ser útil, como pensaba Schumpeter, para impedir que el gobierno abuse del sistema monetario. Aun así, un buen análisis requiere recordar cómo el dinero se parece más al lenguaje que al oro.

Dificultades para la coordinación

Las dificultades del lenguaje proporcionan ejemplos de impedimentos no monetarios para la coordinación, tal vez en instructivo contraste con las perturbaciones monetarias. La ley de Quebec requería, hasta su reciente modificación y solo con pequeñas excepciones, que la publicidad exterior y otras señales aparecieran solo en francés y una agencia provincial proporcionaba diversos incentivos para promover el uso del francés incluso dentro de empresas. Esa legislación debe dificultar la coordinación económica hasta cierto punto, tal vez especialmente en ciudades en la frontera con la angloparlante Ontario y un investigador inteligente podría idear maneras de estimar lo grave que es este efecto. Creo que cualquier efecto medible resultaría ser pequeño en comparación con otros impedimentos para la coordinación, en particular, con los desórdenes monetarios que hacen erróneos los precios existentes. Las fuentes de perturbación no monetarias, como los problemas de idioma, son fáciles de diagnosticar. Vienen con incentivos incluidos para que las personas ideen maneras de evitarlos. Lo mismo pasa con las perturbaciones monetarias. Pero se considere o no que las barreras idiomáticas causan graves perturbaciones, el dato debería interesar a los economistas.

Por cierto, incluso una perturbación sustancial no condenaría inequívocamente la política idiomática de Quebec. La política proporciona un interesante caso de estudio de economía política sobre el problema de qué debería hacerse cuando derechos individuales y colectivos, como podríamos llamarlos, no son completamente compatibles entre sí.

Un lenguaje auxiliar internacional y el “constructivismo”

Un lenguaje auxiliar es uno creado para su uso en organizaciones y conferencias internacionales y otras comunicaciones internacionales: no pretende reemplazar los idiomas nacionales entre sus hablantes nativos. Consideraciones económicas, consideradas en general, recomiendan adoptar alguno. Podría ahorrar la mayoría de los costes de trabajar e interpretar y traducir entre múltiples idiomas. Al ser más sencillo, más regular y más fácil de aprender que cualquier idioma nacional, vivo o muerto, y siendo distinto a todos ellos, un lenguaje auxiliar conseguiría superar las barreras lingüísticas. Pero tendría que ser neutral, sin favorecer a ninguna nacionalidad particular. (Recordad el punto relacionado de Mises acerca de la desventaja que sienten las minorías lingüísticas dentro de países concretos).

El concepto de efectos de red, que mencioné antes, nos hace sin embargo preguntarnos cómo podría llegarse a ese lenguaje. ¿Qué razón podría tener alguien para aprenderlo antes de que muchísimas personas ya lo estuvieran usando? ¿Quién tendría una razón para ser el primero?[2]

Sin embargo, voy a seguir con mi tema de interrelaciones entre lenguaje y ciencia social. La cuestión de un lenguaje auxiliar puede ser un buen ejemplo para discusiones acerca de valorar los méritos respectivos de las instituciones evolucionadas espontáneamente frente a las ideadas deliberadamente, incluyendo instituciones económicas y políticas. Hayek ha destacado la sabiduría no articulada, el producto de siglos de cambios mínimos, que puede encarnarse en “los resultados de la acción humana, pero no del diseño humano” (1967, cap. 6). Ha aplicado el adjetivo “constructivista” a planes de una reconstrucción social excesivamente ambiciosa. Algunos otros miembros de la Escuela Austriaca han llegado a distorsionar las ideas de Hayek interpretándolas como un criterio real para evaluar instituciones y reformas. Las que evolucionaron o pudieron haber evolucionado espontáneamente como resultados de la selección natural social son supuestamente más valiosas por esa misma razón; otras (notablemente algunas reformas monetarias propuestas) son “constructivistas” y por tanto malas. Algunos otros economistas han criticado a Hayek porque piensan, erróneamente mi opinión, que defendía la evolución espontánea como una prueba real de admisibilidad.

Charles Kindleberger ha tratado este problema (aunque supongo no directamente de los austriacos). Dice (ibíd., p. 8) que “tratar de usar un dinero internacional recién creado o un lenguaje internacional recién creado sería patentemente ineficiente”. La analogía con el esperanto le sugería la inutilidad de un medio internacional de intercambio sintético y creado deliberadamente. (Por cierto, el esperanto no es lo mismo que la interlingua y es incluso algo que abochorna a los interlingüistas). Un experto en lingüística podría idear un lenguaje común mejor que el esperanto, decía, y algo similar era aplicable al Triffin y otros planes de reforma monetaria en circulación cuando Kindleberger estaba escribiendo. Sin embargo, desde su punto de vista (p. 10), todos comparten la debilidad esencial de no derivar de la vida cotidiana de los mercados.

¿Pero qué tiene de bueno derivar de la vida cotidiana? Pueden establecerse distinciones, pero igualar lo “evolucionado espontáneamente” con lo “bueno” y lo “constructivista” con lo “malo” es una simplificación. Instituciones y prácticas que nadie ideó deliberadamente, incluso aquellas cuya justificación todavía no se ha percibido y articulado completamente, pueden realmente encarnar una sabiduría aprobada por el tiempo. Los científicos sociales deberían tratarlas con cierta humildad, en lugar de impulsar el reemplazo de lo que no entienden por alguna idea brillante de algún reformador. Por otro lado, ninguna institución o práctica existente es completamente inmune, solo sobre la base de la espontaneidad y la longevidad, a la investigación, evaluación y modificación o reemplazo. Echar abajo todas las instituciones de la sociedad y reconstruir desde cero según un plan racional es algo realmente arrogante. Muy distinto es evaluar instituciones concretas y mejorarlas poco a poco de maneras que que se consideren incompatibles con los aspectos buenos de la sociedad existente.

Muchos idiomas nacionales son estandarizaciones deliberadas en ese mismo sentido general. Los esfuerzos de la Académie Française son conocidos. El alemán moderno apareció como una especie de interlingua entre dialectos medievales. El serbocroata se creó, como observa Mises, por los esfuerzos deliberados de dos intelectuales de estandarizar el ilirio y otros dialectos de la Eslavia del sur (Mises [1919] 1983, p. 18). La resurrección y modernización del hebreo como idioma hablado se remonta a Eliezer Ben Yehuda, que emigró a Palestina en 1881 e impuso el idioma, entonces solo hablado por él, a su esposa e hijo (Masson 1983, esp. p. 454;  varios otros artículos que acompañan al de Masson en una obra en tres tomos se ocupan también del tema general de este párrafo). Los turcos realizaron reformas deliberadas llevadas a cabo bajo Kemal Atatürk. El rumano moderno deriva de los esfuerzos de intelectuales y figuras literarias del siglo XIX por estandarizar los dialectos y enriquecer el resultado con préstamos, sobre todo del francés y el italiano. Intentos deliberados de estandarización del italiano literario sobre la base del dialecto florentino se remontan a la fundación, probablemente 1582, de la Accademia della Crusca, llamada así porque sus miembros trataban de cribar su uso malo frente al bueno. Durante siglos, el italiano fue el idioma de solo una pequeña minoría. Fuera de la Toscana y Roma, solo lo conocía la gente letrada y, en 1861, cuando se creó el reino de Italia, casi cuatro quintos de la población eran analfabetos y solo aproximadamente un 2,5% podían hablar italiano. Todavía en 1951, la enorme mayoría de los italianos seguían siendo bilingües, hablando la mayoría un dialecto como primer idioma. La publicidad, las películas y otros factores culturales y políticos continúan sin embargo dando al idioma estándar preferencia sobre los dialectos (Migliorini y Griffith 1984, pp. 228, 352, 356, 363, 417, 510-512, y passim).

¿La moraleja? No me asustan las acusaciones de “constructivismo” ni en el lenguaje ni en las instituciones económicas.

En conclusión, no afirmo que mercados, dinero y precios sean como el lenguaje, pero sí que comparten algunas funciones. Todos son instrumentos de lo que Mises llamaba cooperación social. Todos ayudan a coordinar actividades que están dispersas a lo largo del espacio y el tiempo; todos movilizan conocimiento y lo usan eficazmente, como en el cálculo económico. Lenguaje, mercados y dinero son ejemplos principales de la evolución en buena parte espontánea y solo parcialmente planificada de instituciones útiles, pero a menudo improbables. Algunas analogías, especialmente entre dinero y lenguaje, resultan ilustrativas. Se refieren, por ejemplo, a cómo el dominio tiende a reforzarse a través de efectos de red y cómo el dinero facilita la liquidación multilateral de intercambios al servir en la práctica como un dispositivo de monitorización y registro. Más en general, la economía y la lingüística tienen mucho en común como probablemente las ramas mejor desarrolladas de la ciencia social. Los economistas pueden legítimamente tener interés por el lenguaje.


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Viene a la cabeza dificultades en la definición de nacionalidad de Mises. Para su satisfacción, mostraba casos de un lenguaje actuando como lengua materna en dos o más países, de dialectos existiendo en paralelo con un lenguaje estándar y de países con comunidades con dos o más idiomas. Explicaba por qué Suiza, con cuatro idiomas, no es un embarazoso contraejemplo. Sin embargo, no es mi intención profundizar ahora en la cuestión de la nacionalidad.

[2] Aquí me tienta echar una mano a interlingua, explicando por qué es útil incluso para el aprendiz individual, muy lejos de cualquier beneficio de red que pueda proporcionar posteriormente a medida que más gente empiece a usarlo. En particular, interlingua ya es útil para comunicarse con muchos millones y tal vez cientos de millones de hablantes de español y otros idiomas romances, la mayoría de los cuales nunca han oído hablar de él. Y es un medio para profundizar en el vocabulario internacional de la ciancia y la tecnología y el vocabulario del idioma propio. (Hay información disponible en www.interlingua.com).

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