Mentiras protegidas: Cómo la doctrina legal de la “inmunidad absoluta” ha creado “problemas limón” en los tribunales penales estadounidenses

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[Quarterly Journal of Austrian Economics 21, nº 1 (Primavera de 2018): pp. 22-51]

SINOPSIS: En su famoso trabajo de 1970 que planteaba los problemas de los “limones” en los mercados, en los que la información asimétrica coloca al menos a una parte de un intercambio (normalmente los compradores) en una gran desventaja, George Akerlof escribía que si persistía la falta de honradez, podría producirse una situación de la Ley de Gresham en la que los productos malos eliminarían a los productos buenos de ciertos mercados. Aplicamos no solo el análisis de Akerlof, sino también análisis de Mises (1944) y Rothbard (2004) y otros, junto con diversas teorías de la regulación, para mostrar cómo la doctrina legal de la inmunidad de la acusación crea un problema de “limones” en los tribunales penales a través del riesgo moral. Como los fiscales son inmunes tanto a las demandas como a la mayoría de los procedimientos disciplinarios a los que se enfrentan los abogados privados cuando se les acusa de mala praxis, tienen incentivos para ocultar evidencias y mentir en los tribunales para obtener condenas. Esto es especialmente cierto dado que las condenas son importantes para avanzar en su carrera. Aunque los tribunales penales no son iguales que los mercados privados, aun así, la información fiable es vital para el funcionamiento de amos. Sin embargo, los mercados tienen mecanismos para tratar información asimétrica, tanto legales como económicos, pero los tribunales son mucho más resistentes a las medidas usadas para asegurar que todas las partes implicadas tienen acceso a la verdad. Este trabajo examina la situación, incluyendo las razones para proporcionar a los fiscales inmunidad absoluta y concluye que derogar esa inmunidad no solo generaría menos , sino que también proporcionaría incentivos a los fiscales para ser más precisos a la hora de presentar evidencias en casos penales.

PALABRAS CLAVE: información asimétrica, problema de los limones, Ley de Gresham, derecho penal, derecho común

CLASIFICACIÓN JEL: B4, H1, H4, H7, K1, K3, K4

1.     Introducción

El 4 de noviembre 2009, el Tribunal Supremo de EEUU escuchó las argumentaciones en el caso Pottawattamie County v. McGhee, en el que el Alto Tribunal tenía que decidir si anular o modificar o no su sentencia de 1976 en Imbler v. Pachtman, en la que había decidido que los fiscales, en los casos penales, tanto estatales como federales, están protegidos por inmunidad absoluta frente a demandas por acciones que hayan realizado en relación con sus tareas de acusación. La fiscalía en el caso Pottawattamie supuestamente creó evidencias para condenar a dos adolescentes negros por asesinato (Rosenzweig y Shatz, 2009), para resultar posteriormente anulados los veredictos, después de que los hombres hubieran estado 25 años en prisión.

Lynch y Shapiro (2009) escriben acerca de la demanda que los dos hombres erróneamente sentenciados presentaron contra el condado de Pottawattamie (Iowa) y los fiscales:

Después de que las sentencias fueran anuladas por praxis dolosa, McGhee y Harrington demandaron al condado y los fiscales. Los defensores de esa demanda civil, para tratar de eludir su responsabilidad, invocaron la inmunidad absoluta otorgada habitualmente a los fiscales. Después de que el Circuito Octavo sentenciara en contra de ellos, el Tribunal Supremo aceptó revisar el caso (p. 1).

Según Richey (2009), los fiscales presentaron un argumento especialmente indignante en su defensa afirmando que no hay “ningún derecho constitucional independiente a no ser incriminado” (las cursivas son nuestras). Los hechos del caso (el que los fiscales incriminaran a gente inocente para conseguir una sentencia) fueron moralmente repugnantes para la mayoría de los observadores. Sin embargo, la entonces abogada general de EEUU, Elena Kagan (antes de unirse ella misma al Tribunal Supremo), escribía en una acusación particular a favor de los fiscales: “Sin embargo, un fiscal puede recibir inmunidad absoluta frente a demandas por acciones que violen la Constitución para promover valores sociales importantes. Los casos de este Tribunal reconocen una tradición del derecho común de inmunidad, que asegura que los fiscales son libres para llevar a cabo su trabajo ‘con valentía e independencia’”[1] (las cursivas son nuestras).

El Tribunal Supremo nunca sentenció este caso, ya que los dos hombres llegaron a un acuerdo con el condado de Pottawattamie antes de que el tribunal pudiera actuar. Sin embargo, si el Tribunal Supremo hubiera seguido sus anteriores sentencias, los fiscales habrían sido protegidos y a los demandantes no les hubiera quedado ningún recurso. Lithwick (2009) señala que, durante el proceso judicial, la juez Sonia Sotomayor también señaló que ninguno de los dos fiscales se había enfrentado a ningún procedimiento disciplinario, lo que indica que incluso las entidades que supuestamente sirven como guardianes contra las malas prácticas de la fiscalía no habían visto oficialmente ningún problema en sus acciones.

Pottawattamie, en un contexto más amplio, no es del todo inusual, a pesar de la afirmación de que los acusados no tienen ningún “derecho a no ser incriminados”. Sin embargo, recientemente, la mala praxis los fiscales se ha visto sometida a un escrutinio creciente. Cuando servía en el Tribunal de Apelaciones del Circuito Noveno de EEUU, el ex juez Alex Kozinski declaraba en un voto particular (USA v. Olsen, 2013) que la inmunidad de los fiscales proporciona incentivos para que estos violen la sentencia Brady (1963) del Tribunal Supremo. Brady obliga a los fiscales a entregar de inmediato evidencias exculpatorias a los abogados defensores de juicios penales. Kozinski escribe:

Es imperativo que se aplique con fuerza y rigor la norma Brady porque todos los incentivos a los que se enfrentan los fiscales les animan a no descubrir ni desvelar evidencias exculpatorias. Debido la naturaleza de la violación de la norma Brady, es muy improbable que una mala praxis llegue alguna vez a conocerse. Esto crea un grave riesgo moral para aquellos fiscales que están más interesados en conseguir una condena que en servir a la justicia. En el raro caso de que aparezca la evidencia suprimida, las consecuencias normalmente no son distintas de si los fiscales hubieran cumplido con la norma Brady desde principio (p. 11).

Como han señalado Lithwick (2009), Kozinski y otros, los fiscales raramente son castigados por mala praxis, ya sea por retener material Brady o por inventarse evidencias. Hay vías teóricas de castigo. Incluyen la imputación criminal de los fiscales obstinados, despedir a los delincuentes o castigar al fiscal que delinque a través de colegios federales o estatales. En esos casos, el peor castigo que pueden infligir los colegios contra un acusador es quitarle su licencia de tal.

En raros casos se castiga a los fiscales por fechorías en su trabajo. Dos de ellas estuvieron relacionadas con el caso del lacrosse de Duke en Carolina del Norte y la condena injusta de Michael Morton en Texas: los fiscales perdieron su licencia y estuvieron un tiempo en prisión. En el caso de Duke, el fiscal Michael Nifong lanzó falsas acusaciones de violación y secuestro contra tres miembros del equipo de lacrosse de la Universidad de Duke, afirmando que habían violado a unas estripers en una fiesta del equipo. El Colegio del Estado de Carolina del Norte, después de investigar la praxis de Nifong en el caso, le quitó su licencia legal y tuvo de dimitir de su puesto de Fiscal de Distrito del Condado de Durham (Taylor, Jr. y Johnson, 2007).

Ken Anderson retuvo evidencias cruciales para la defensa en el juicio de Michael Morton, acusado de asesinar a su mujer. Morton estuvo 25 años en prisión antes de que las evidencias del ADN descubrieran al verdadero asesino, que fue condenado posteriormente por el delito. Por su violación de Brady, un juez que representaba al Colegio del Estadod e Texas hizo que Anderson perdiera su licencia, realizara 500 horas de servicio comunitario, pasara 10 días en la cárcel y pagara una multa de 500$ (Ura, 2013).

Sí, estos castigos soportados por los fiscales se consideran extraordinarios precisamente porque son raros. Incluso cuando los fiscales actúan de forma grave, incluyendo el soborno para perjurar y retener evidencias, resulta muy improbable que sean castigados. Sullivan y Possley (2015) escriben que la mala praxis de los fiscales está muy extendida, pero señalan que el castigo por ello raramente se produce y que este problema ha persistido “durante muchas décadas”. Radley Balko y Tucker Carrington (2018) escriben sobre un patólogo y un dentista que durante más de 20 años presentaron falso testimonio forense en miles de casos penales en Mississippi y Luisiana, llevando a muchas condenas injustas. Sin embargo, incluso después de descubrirse su mala praxis, los tribunales en esos estados rechazaron reabrir casos en los que un testimonio obviamente falso llevó a un gran número de posibles condenas injustas.

Balko (2013) escribe que los sistemas de controles y contrapesos en los tribunales no funcionan bien en la era del fiscal moderno. Escribe:

En una cultura en la que cosechar condenas tiende a conseguir promociones de fiscales, la elevación a cargos superiores y tareas muy bien pagadas en bufetes de abogados de prestigio, a los activistas de los derechos civiles y defensores de la reforma de la justicia penal les preocupa que no haya una fuerza compensadora para hacer que los fiscales extremadamente entusiastas mantengan sus obligaciones éticas.

También señala:

Los fiscales y sus abogados dicen que una inmunidad completa y absoluta frente a responsabilidades civiles es crítica para rendir en sus trabajos. Argumentan que la autorregulación y las sanciones profesionales de las asociaciones de los colegios estatales de abogados bastan para impedir una mala praxis. Aun así, hay pocas evidencias de que las asociaciones de los colegios estatales de abogados hagan algo para controlar a las acusaciones y numerosos estudios han demostrado que quienes se comportan mal raramente reciben sanciones disciplinarias, si es que reciben alguna.

Desde un punto de vista económico, está claro que los sistemas de incentivos a los que se enfrentan los fiscales les dan espacios para comportarse de una forma interesada que puede llevar a condenas injustas. Nosotros creemos, siguiendo ideas de Mises, Rothbard y otros, que el régimen actual de inmunidad absoluta crea un “problema de los limones” (por Akerlof, 1970), en el que los jurados y otras personas que toman decisiones en los tribunales reciben información de los fiscales que bien podría no ser fiable e indudablemente puede incluir mentiras. Salvo que un acusado tenga grandes bolsillos y un buen abogado, el falso testimonio sobornado por la fiscalía puede que no se descubra nunca.

Como en los mercados, en los que información falsa o engañosa puede crear daño tanto a compradores como a vendedores, la integridad de los tribunales en el derecho penal depende en buena medida de que fiscales y jueces muestren al menos algunos elementos de consciencia y obediencia a la ley. Argumentamos en este trabajo que las disposiciones institucionales, y especialmente la doctrina de la inmunidad absoluta para los fiscales, lleva a asimetrías de información que colocan a los acusados en una enorme desventaja y aseguran que, sin un gran escrutinio de la información presentada por la acusación, jurados y otros en los tribunales no pueden realizar evaluaciones precisas, lo que lleva a condenas injustas.

Balko (2013) parece estar de acuerdo con ese punto de vista:

Al final, uno de los puestos más poderosos en el funcionariado (un puesto que conlleva la autoridad, no solo para arruinar vidas, sino en muchos casos el poder de terminar con ellas) es uno de los puestos más protegidos frente a su responsabilidad. Y la libertad de seguir adelante libre de consecuencias ha creado una cultura de condenas ardorosas.

Procedemos en este trabajo de la siguiente manera:

En la Parte II, examinamos el trabajo de 1970 de Akerlof, “El mercado de los limones” y criticamos su análisis empleando críticas de DiLorenzo (2011). En la Sección III, examinamos las estructuras de incentivos, así como las disposiciones institucionales que aseguran que se crea información asimétrica en el sistema de justicia penal y en la Sección IV aplicamos el análisis económico de Mises y Rothbard y otros. La Sección V presenta nuestras conclusiones.

2.     Akerlof y las asimetrías de información

Los participantes en las transacciones del mercado a menudo participan en esas transacciones con información desigual, lo que puede afectar a los resultados económicos, algo a lo que los economistas llaman información asimétrica. George Akerlof (1970) se ocupa de cómo afecta a los mercados la asimetría de información, citando el mercado de los coches usados como un ejemplo de cómo la asimetría de información afecta al precio en el mercado. Según Akerlof, en algunos casos, la asimetría de información puede eliminar completamente un mercado, lo que afirma que puede ocurrir incluso habiendo compradores y vendedores que podrían llegar a un precio mutuamente aceptable para un producto.

Según Akerlof, la asimetría de información no existe en el mercado de cohes nuevos, ya que ni el comprador ni el vendedor saben mejor si un coche es o no lo que en Estados Unidos se llama un “limón” [un coche malo]. Sin embargo, una vez se ha vendido un coche y se ha conducido durante muchos kilómetros, el comprador originalmente probablemente haya obtenido un conocimiento sustancial acerca del buen o mal rendimiento del coche. Escribe:

Sin embargo, después de poseer un coche concreto durante un tiempo, el dueño del coche puede formarse una buena idea de la calidad de esta máquina, es decir, el dueño asigna una nueva probabilidad al caso de que su coche sea un limón. Esta estimación es más precisa que la original. Se ha desarrollado una asimetría en la información disponible: los vendedores tienen ahora más conocimiento acerca de la calidad de un coche que los compradores. Pero los coches buenos y los malos deben seguir vendiéndose al mismo precio, ya que para un comprador es imposible ver la diferencia entre ellos (p. 489).

Esta asimetría de información puede causar una reducción importante de la demanda de coches usados y una reducción importante en el precio de los coches usados comparados con los nuevos. Este precio es tan bajo que el dueño durante un día de un coche previamente nuevo no puede ni siquiera recibir el valor esperado de un coche nuevo en el mercado del coche usado. Akerlof escribe:

La Ley de Gresham ha reaparecido modificada. Pues la mayoría de los cohces vendidos serán los “limones” y los buenos coches puede que no se vendan en absoluto. Los coches “malos” tienden a desplazar a los buenos (de una manera muy similar a la que la mala moneda desplaza a la buena). Pero la analogía con la Ley de Gresham no es del todo completa: los coches malos desplazan a los buenos porque se venden al mismo precio que los coches buenos: igualmente, la mala moneda desplaza a la buena porque el tipo de intercambio es el mismo. Pero los coches malos se venden al mismo precio que los buenos porque es imposible para un comprador ver la diferencia entre un coche bueno y uno malo: solo la conoce el vendedor. Sin embargo, en la Ley de Gresham presumiblemente tanto comprador como vendedor pueden ver la diferencia entre dinero bueno y malo. Así que la analogía es instructiva, pero no completa (pp. 489-490).

Akerlof argumenta que como esta situación hace que el precio de los coches usados baje todavía más, esto a su vez aumenta aún más la probabilidad de que solo se ofrezcan limones a la venta en ese mercado. Eso genera un círculo vicioso en el que los precios a la baja aumentan la probabilidad de que solo se pongan limones a la venta, lo que baja todavía más los precios. Al final, no existiría ningún mercado para los coches usados. Akerlof extiende este análisis a otros ejemplos, como los seguros.

En el mercado del seguro para pacientes con más de 65 años, también existe asimetría de información. El paciente conoce la posibilidad de necesitar seguro, la empresa no. Esto hace que la empresa aumente el precio del seguro. Pero, al ir aumentando el precio, hay una probabilidad creciente de que solo la gente que se perciba a sí misma como limones quiera comprar seguros. Esto obliga a la empresa de seguros a aumentar más los precios, lo que aumenta aún más las posibilidades de que solo los limones traten de comprar seguros. Este es el principio de la selección adversa. Al ir aumentando el precio, solo los muy enfermos querrán asegurarse.

La probabilidad de tratos fraudulentos también ocasiona un desequilibrio de la información en los mercados. El vendedor sabe si es o no honrado, el comprador no. La probabilidad de tratos fraudulentos rebaja el precio que los compradores están dispuestos a ofrecer. Al caer el precio, hay una mayor probabilidad de que solo participen en el mercado los vendedores fraudulentos. Por tanto, la posibilidad de tratos fraudulentos desplaza s los vendedores honrados fuera del mercado. Esto es especialmente cierto en países subdesarrollados en los que las variaciones de calidad son mayores. La información asimétrica, junto con el potencial de fraude a favor de los vendedores y la enorme variación de calidad en los productos, se combinan para eliminar completamente algunos mercados en países del tercer mundo. Esto ocurre incluso aunque haya potenciales compradores y vendedores que podrían llegar a un acuerdo en un precio excluyendo la presencia de fraude. Escribe:

La presencia de gente en el mercado que está dispuesta a ofrecer bienes inferiores tiende a desplazar al mercado hacia la inexistencia, como en el caso de nuestros coches “limones”. Es esta posibilidad la que representa los principales costes del fraude, pues los tratos fraudulentos tienden a desplazar fuera del mercado los tratos honrados. Puede haber compradores potenciales de productos de buena calidad y puede haber vendedores potenciales de dichos productos en el rango apropiado de precios; sin embargo, la presencia de gente que quiere hacer pasar objetos malos como buenos tiende a desplazar el negocio legítimo. El coste del fraude, por tanto, se encuentra, no solo en la cantidad por la que se engaña al adquirente: el coste debe también incluir la pérdida incurrida por desplazar hacia la inexistencia al negocio legítimo (p. 495).

Su comentario con respecto al fraude es especialmente apropiado para este trabajo, ya que identifica un efecto de “Ley de Gresham” en potenciales mercado en los que domine el fraude. De hecho, este trabajo dice que si los fiscales no son castigados cuando presentan información falsa en el proceso de un tribunal penal, aumenta la probabilidad de que se produzca más fraude y de que la gente poco honrada pueda elegir la profesión de fiscal.

Akerlof concluye su artículo diciendo que hay instituciones contrarrestadoras, incluyendo la oferta de garantías y prestigio de marca, que ayudan a eliminar parte de la asimetría de información en los mercados. Las garantías del vendedor ayudan a eliminar los efectos de la asimetría de información en mercados en los que existe la posibilidad de tratos fraudulentos. El prestigio de marca o de cadena también ofrece información al comprador acerca de la calidad en locales con los que el comprador no está familiarizado. Esto explica, por ejemplo, por qué las cadenas de restaurantes son mucho más frecuentes en las autopistas que los restaurantes familiares locales.

Aunque Akerlof escribe sobre transacciones económicas, indudablemente hay un solapamiento con cómo actúa la gente con problemas de información en otras disposiciones institucionales. Como destacaremos más de una vez, los tribunales penales no son mercados y los participantes no se ocupan de situaciones empresariales que impliquen incertidumbre, beneficios y pérdidas. Al menos una parte (el acusado) esta bajo coacción y los intercambios son obligados, no voluntarios. Aun así, información es información: la gente actúa sobre ella y los que toman decisiones (no importa cuál sea el resultado) prefieren generalmente actuar sobre información que sea precisa y confiable.

Con respecto a las instituciones contrarrestadoras, Akerlof indica que genralmente presentan un mecanismo eficiente para reducir la incertidumbre en las transacciones económicas. Las empresas que a lo largo del tiempo ponen bienes inferiores en el mercado son castigadas por los consumidores y los tribunales también pueden proporcionar remedios eficaces para situaciones en las que los vendedores no cumplen con las expectativas de los compradores o se comportan fraudulentamente. Sin embargo, esto no vale para tribunales penales y fiscales, como han señalado Kozinski y Balko. Por el contrario, la falta de soluciones institucionales y las reticencias de los tribunales a castigar a fiscales que aportan información falsa o mienten en los tribunales contrasta con lo que ocurre en las disposiciones del mercado.

Gobierno, mercados e información asimétrica: La crítica de DiLorenzo

DiLorenzo (2011) critica la tesis de Akerlof, escribiendo:

La llamada información asimétrica como fuente de fallos del mercado es profundamente defectuosa. Información asimétrica es esencialmente un sinónimo de “división del conocimiento (y el trabajo) en la sociedad”, que es la base del comercio y el intercambio y el éxito de los mercados (p. 249).

Lejos de crear fallos en los mercados, la información asimétrica, según DiLorenzo, es la base para una economía de mercado. Citando a Hayek (1964), DiLorenzo señala que la división del trabajo es en realidad una división del conocimiento. Escribe:

Toda la información acerca de todos los productos y servicios es asimétrica en las economías capitalistas de éxito, debido a la división del conocimiento (y el trabajo) en la sociedad. Si todos tuviéramos información simétrica sobre todas las tareas anteriores, no existiría ninguno de todos los negocios ni ocupaciones anteriores. No es deseable ni posible que todos tengan información simétrica (p. 252).

Sin embargo, DiLorenzo señala que mientras que los procesos del mercado tratan información asimétrica, no puede decirse lo mismo del gobierno:

Cuando aparecen problemas potenciales, como un conocimiento superior por parte de un vendedor de coches usados, la competencia del mercado proporciona una solución, como se ha descrito antes. Sin embargo, esas soluciones no existen para el gobierno, donde la información asimétrica es un problema grave (p. 253).

Cita la “ignorancia racional” por parte de los votantes como un ejemplo de cómo funciona el gobierno sobre la base de información asimétrica, pero hay pocas soluciones, si las hay, para rectificar los problemas. Como demostramos en la sección siguiente, las barreras institucionales en los tribunales y un sistema de incentivos perversos llevan a menudo a resultados trágicos, al condenar penalmente a personas de manera errónea.

3.     Incentivos perversos y condenas injustas

Los mercados aborrecen la ignorancia y, según Stigler (1968), “nuestra comprensión de la vida económica estaría incompleta si no tomáramos sistemáticamente en cuenta los fríos vientos de la ignorancia” (p. 188). Así que, como indica DiLorenzo (2011), los participantes en el mercado desarrollan numerosos mecanismos para informar mejor a compradores y vendedores:

La literatura de la información asimétrica inspirada por Akerlof también ignora las implicaciones de la naturaleza dinámica de la competencia. Si se sabe que un vendedor de coches no es honrado, este crea una oportunidad de beneficio para un competidor al hacerlo. En un mercado competitivo, los vendedores honrados de coches se llevarán la porción del mercado de los no honrados, precisamente el resultado opuesto al predicho por Akerlof (p. 253).

Pero mientras que los mercados pueden castigar la falta de honradez, las instituciones públicas (y especialmente los tribunales) parecen seguir la aproximación contraria al proporcionar incentivos para estos comportamientos y asegurarse de que los tipos de asimetrías de información que generan condenas injustas no solo se toleran, sino que en realidad se animan. Balko (2013) trata el problema de la mala praxis en la acusación, a la que considera una razón importante para condenas injustas. Como señala, como a los fiscales se les recompensa por las condenas (incluso si son condenas injustas) y raramente se enfrentan a castigos por incumplir la ley, no debería sorprendernos que los fiscales hagan esto último. Balko (2013) escribe:

Hay varias maneras de que un fiscal tengan un comportamiento injusto. Podría hacer comentarios inapropiados al jurado o persuadir a los testigos para que presten testimonio falso o equívoco. Pero una de las fechorías más común es la violación Brady o la no entrega de evidencias favorables al acusado. Es la forma más habitual de praxis ilegal citada por los tribunales para anular condenas.

La violaciones Brady provienen de la sentencia de 1963 del Tribunal Supremo Brady v. Maryland,[2] en la que el tribunal sentenció que los fiscales tienen la obligación de entregar a la defensa toda evidencia “favorable” o “exculpatoria”. Incumplir Brady acabó hundiendo a Michael Nifong y Ken Anderson. Sin embargo, como señala Balko, los casos Nifong y Anderson fueron extraordinarios, no necesariamente por lo que hicieron, sino porque realmente ocurrieran. La realidad en los tribunales es que la mayoría de los fiscales (incluso lo que han cometido violaciones Brady deliberadas e indignantes) no se enfrentan a ningún castigo. Al escribir sobre el caso Connick v. Thompson, en el que incumplimientos Brady por parte de fiscales de Nueva Orleáns mandaron a un hombre, John Thompson, al corredor de la muerte durante más de una década hasta que los investigadores de la defensa encontraron evidencias ocultas de que acabaron exculpándole, Balko declara:

Lo más sorprendente de ese argumento (de que la autorregulación y la disciplina profesional bastan para tratar una mala praxis de los fiscales) es que incluso en los casos concretos del Tribunal Supremo en que se ha alegado y en los que se ha reconocido dicha mala praxis, los fiscales nunca fueron disciplinados ni sancionados. Ninguno de los fiscales en Pottawottamie v. McGhee sufrieron repercusiones profesionales por inventar evidencias, por ejemplo. Tampoco ninguno de los hombres que persiguieron a Thompson. De hecho, hay un volumen creciente de datos empíricos que demuestran que la profesión legal no está persiguiendo en absoluto las malas prácticas de los fiscales.

Keenan, et al. (2011) son los autores del artículo de Yale Law Review al que se refiere Balko. Los autores examinan el caso Connick en el que el Tribunal Supremo de EEUU sentenciaba en 2011 que, aunque los fiscales ocultaron deliberadamente evidencias exculpatorias al equipo de la defensa de Thompson, la oficina del fiscal del distrito la parroquia de Orleáns no podía considerarse responsable, negando así un veredicto de 14 millones de dólares que un jurado civil otorgó a la demanda de Thompson contra la oficina de Connick (Harry Connick, Sr. era el fiscal del distrito). Escriben:

La mala praxis de los fiscales es un problema grave. Un estudio de 2003 del Center for Public Integrity, por ejemplo, descubría más de dos mil casos de apelación desde 1970 en los que la mala praxis de los fiscales llevó a anulaciones, reducciones de sentencia o revocaciones. Otro estudio de todas las condenas capitales estadounidenses entre 1973 y 1995 revelaba que los tribunales estatales tras la condena encontraron “supresión de evidencias de la inocencia del acusado por parte de los fiscales o de que no merecía la condena a muerte” en uno de cada seis casos en los que se anuló la condena. Otros investigadores y periodistas han documentado también una extendida mala praxis de los fiscales en todo Estados Unidos.

Como los tribunales han limitado la compensación que la gente condenada injustamente puede percibir si los fiscales retienen evidencias exculpatorias o sobornan a perjuros o cualquier otra mala praxis, solo quedan los colegios estatales para administrar sanciones. Aunque la intervención del colegio sí generó un castigo para Nifong en Carolina del Norte y Anderson en Texas, esas acciones de los colegios son raras. Como escriben Keenan et al.:

Igualmente, los procedimientos disciplinarios de los colegios no han resultado en sanciones fructíferas para impedir la mala praxis de los fiscales. Muchos sistemas disciplinarios de colegios apenas parecen contemplar la mala praxis de los fiscales como protesta justiciable, centrándose por el contrario en las discusiones sobre tarifas y la falta de atención diligente a las demandas de clientes.

Balko (2013) está de acuerdo y dice: “Las acusaciones contra Nifong y Anderson son notables precisamente por ser tan poco comunes”. En la condena injusta de John Thompson, por ejemplo, el único acusador de la oficina de Connick sancionado por el colegio de estado de Luisiana fue uno cuyo papel en el caso era tangencial en el mejor de los casos. Los que realmente ocultaron evidencias y mintieron a los tribunales no recibieron ningún castigo en absoluto.

Gordon, Weinburg y Williams (2003) y una investigación de 2010 de USA Today concluían que los fiscales descarriados simplemente era improbable que nunca fueran castigados por conducta injusta o incluso ilegal. El estudio de USA Today analizaba 201 casos en los que los fiscales generales fueron juzgados por mala praxis. Solo un fiscal recibió castigo, aunque temporal.

Escribiendo en Harmful Error—Investigating America’s Local Prosecutors (2003), Gordon, Weinburg y Williams, del Center for Prosecutor Integrity, declaraban:

Desde 1970, jueces individuales y tribunales de apelación han citado la mala praxis de los fiscales como factor para rechazar acusaciones, anular condenas o reducir sentencias en más de 2.000 casos. En otros 500 casos, los jueces de apelación ofrecieron opiniones disidentes o concurrentes en las que consideran que la mala praxis merecía una rectificación. En miles más, los jueces calificaron al comportamiento de los fiscales como inapropiado, pero mantuvieron las condenas usando una doctrina llamada “error inocuo”.

Sapien y Hernandez (2013) examinaron 30 casos en la ciudad de Nueva York en los que los tribunales de apelación anularon condenas basándose en mala praxis de los fiscales. De los fiscales de esos casos, solo uno fue sancionado, Claude Stuart, perdiendo su empleo y luego viendo temporalmente suspendida su licencia. Sin embargo, durante muchos años, según los autores, su conducta estuvo fuera de control:

Hasta la renuncia forzosa de Stuart, no hubo señales de que el fiscal del distrito de Queens, Richard Brown, le considerara un problema. Por el contrario, Stuart había obtenido una serie de aumentos, promociones y reseñas positivas de rendimiento, ganándose una reputación como litigante agresivo, según registros y entrevistas.

“Tenemos un sistema defectuoso”, decía el profesor de ética legal de la Universidad de Nueva York, Stephen Gillers, “Expulsamos a abogados por llevarse doscientos dólares de una cuenta de garantía de un cliente, aunque los devuelvan. Pero raramente hay consecuencias para alguien que haya robado a alguien los derechos a un proceso debido y posiblemente hayan puesto en la cárcel a una persona inocente”.

Así que se puede decir con seguridad que la probabilidad es casi cero de que un fiscal estadounidense, estatal o federal, se enfrente a sanciones por mala praxis, incluso si genera condenas injustas de gente inocente. Esto crea un riesgo moral y aumenta la posibilidad de que la información que presenten las acusaciones a los jurados esté contaminada, por no mencionar la falta de consecuencias del comportamiento ilegal llevaría a personas poco honradas a elegir esta línea de trabajo. Este “problema de los limones” empeora, sin embargo, por el hecho de que a los fiscales se lo recompensa claramente por condenas, no por hacer justicia.

Por ejemplo, en 2011, el Denver Post informaba de que la ex fiscal del distrito del condado de Arapahoe, Carol Chambers, pagaba bonus a los fiscales de su oficina por condenas obtenidas en juicios.[3] Aunque es verdad que los métodos de Chambers era algo poco ortodoxo, ligar los bonos directamente a una tasa de condenas, está claro que los fiscales en todo el país son recompensados por conseguir condenas. Dado que los fiscales es muy improbable que sean acusados de mala praxis, sin que importe lo indignante que sea su conducta, no debería sorprendernos verles responder positivamente a cualquier estructura de incentivos que exista en el sistema legal.

Sin embargo, uno de los problemas de examinar incentivos en las oficinas de los fiscales es la falta de información disponible públicamente. Leonetti (2012) escribe que los fiscales a menudo seguirán una política de “sobreacusación”, es decir, acusar de múltiples delitos por una sola acción o encontrar otras acusaciones correspondientes para forzar a un acusado desesperado a declararse culpable en lugar de ir a juicio. En un caso documentado por Balko (2013), los fiscales acusaron a una persona por distintos tipos de robo armado y luego le amenazaron con juzgarlo en juicios independientes, lo que haría casi imposible una defensa adecuada, llevando al acusado a renunciar y negociar.

Escribiendo en el blog Wrongful Convictions, Phil Locke (2015) dice:

El fiscal no tiene ningún problema en ensamblar una larga de lista de acusaciones contra ti. El código penal se ha hecho tan vasto y hay tantas leyes que hay una contra prácticamente todo. Creo que la mayoría de la gente no es ni siquiera consciente de que está incumpliendo una ley cuando lo hace, porque no saben que existe la ley.

Blume y Helm (2014) escriben que la mayoría de los casos penales acaban con un acuerdo, sin llegar a juicio, y que eso a menudo hace que personas inocentes se declaren culpables de algo sencillamente porque no tienen los recursos para ir a juicio o no confían en que el sistema funcione para ellos y creen que recibirán sentencias más duras que si se limitan a declararse culpables. El sistema de acuerdo, escriben Blume y Helm, está casi completamente libre de supervisión judicial o legislativa, lo que hace las cosas todavía más difíciles para los acusados, dado que los fiscales no reciben ninguna sanción por sobreacusación o forzar a declararse culpables a personas inocentes.

Según Leonetti, los fiscales sobreacusan porque tienen incentivos para hacerlo:

Frente a buscar otra manera de limitar la discreción de los fiscales, este Artículo examina y evalúa una causa alternativa de sobreacusación, una que no ha recibido mucha atención por parte de los tribunales o en la literatura académica: el grado en que las políticas internas de personal en las oficinas de los fiscales crean incentivos para la sobreacusación. En lugar de centrarse solo en las maneras en las que los fiscales ejercitan su discreción en el sistema de justicia penal, los investigadores tienen también que fijarse en las políticas que gobiernan a quienes ejercen esa discreción, especialmente cuando esas políticas sugieren la existencia de sesgos. Progresar en la carrera no debería ser el factor que controle cómo se realiza la acusación, persecución y la generación de sentencias (pp. 59-60).

Igualmente, Balko (2013) cita al famoso abogado criminalista y de libertades civiles, Harvey Silverglate, sobre cómo los fiscales tienen incentivos para realizar malas prácticas: “La publicidad y una alta tasa de condenas son los trampolines para cargos más importantes”, dice Silverglate. “Excepto en algunos casos raros, la mala praxis no va a dañar la carrera de un fiscal. Y a menudo puede ayudarla”, dice.

Leonetti escribe:

Mientras que los fiscales siempre se han creado sus reputaciones ganando juicios, estos nuevos patrones cuantitativos (de las instituciones estatales y federales) significan que el éxito de los fiscales, pues el propósito explícito de la evaluación del trabajo y la remuneración, ahora se mide por el número de condenas y la cantidad de castigo, llevando a la reelección para fiscales de distrito y promoción de sus subordinados (p. 65).

Esas formas de evaluación, señala, deja fuera evaluaciones de conducta inmoral o ilegal, ya que se concentra solo en la “productividad”, con la “productividad” significando condenas y adjudicación de casos favorables a las autoridades estatales. Añade:

Como esas oficinas no ven la formación y la elusión de violaciones éticas, errores y acciones disciplinarias como mediciones relevantes del rendimiento de los fiscales a la hora de lograr justicia, deciden eliminar esta medición. Como consecuencia, no hay datos para comparar cómo pueden correlacionarse esas medidas de rendimiento (formación, violaciones éticas, errores y procedimientos disciplinarios) como mediciones más tradicionales del rendimiento, como tasas de condena y duración de las sentencias. Por ejemplo, una fuerte correlación entre el número de violaciones éticas y una tasa (alta) de condenas de un fiscal sería una fuerte evidencia de que las políticas de personal que recompensan a estos por sus tasas de condenas estimulan el comportamiento inmoral (p. 65).

Por hacer una analogía usando el ejemplo de los “limones” de Akerlof, el tipo de mala praxis de los fiscales indicada en esta sección y en otras partes de este trabajo podría compararse con un vendedor de coches usados diciendo cosas acerca de un coche a un cliente inconsciente, con el coche averiándose casi inmediatamente después de que lo compra. Cuando el cliente se queja y reclama que el vendedor le devuelva su dinero, este lo rechaza y acude a otros empleados en su negocio y todos están de acuerdo en que era un buen coche y en que el comprador debería aceptar los resultados sin quejarse y que la venta siguió todos los procedimientos apropiados para preparar el coche para la venta y que no tenía defectos a la vista.

Además, en este ejemplo concreto, al comprador engañado se le prohíbe recurrir al sistema de pleitos y se le dice que pruebe en las instituciones públicas que regulan las ventas de coches usados. Cuando el comprador recurre a esas instituciones (después de haber descubierto pruebas documentadas de que el vendedor mintió deliberadamente acerca del coche que le vendió), los empleados de esas organizaciones le dicen que lo sienten, pero que el vendedor solo estaba “haciendo su trabajo” y que ni requerirán al vendedor que acepte el “limón” de vuelta ni le castigarán por ello.

Es casi imposible imaginar una situación así en el caso de que un vendedor venda un “limón” a un cliente. Sin embargo, esa fue la realidad que experimentaron John Thompson y miles de otras personas injustamente condenadas después que fiscales con conductas ilegales e inmorales les colocaran tras las rejas. Después de haber perdido su libertad, a veces durante décadas, descubren que los jueces y las instituciones de aplicación del derecho protegen a sus empleados de forma que no es posible ninguna reparación.

En la enorme literatura sobre condenas injustas, hay algunas características comunes, siendo una que los fiscales en posesión de evidencias fiables las retuvieron ante la defensa y, por supuesto, jurados y jueces. Los fiscales casi siempre se benefician personal y profesionalmente de dichas acciones, ya que les permiten conseguir más condenas y, como hemos demostrado en este trabajo, normalmente se enfrentan a pocas o ninguna consecuencia por sus acciones.

Para empeorar las cosas, incluso cuando los tribunales son conscientes de que los fiscales retuvieron evidencias o realizaron prácticas fraudulentas, a menudo rechazan revisar los resultados de las declaraciones de culpabilidad o de juicios que acabe en condena. Balko y Carrington (2018) escriben sobre miles de condenas penales en Mississippi y Luisiana en las que los fiscales usaron testimonios de dos “expertos forenses”, el Dr. Steven Hayne, médico forense, y el Dr. Michael West, que afirmaba ser un dentista forense.

Hayne realizó muchas afirmaciones extraordinarias, incluyendo la testificación en un juicio en la que decía que después de examinar la trayectoria de la herida de bala que mató a un policía, podía decir que la bala provenía de un arma de fuego en la que dos personas apretaron el gatillo a la vez. Balko (2013) explica:

En 2007, el Tribunal Supremo de Mississippi anuló la condena de Tyler Edmonds, de 13 años, condenado por conspirar con su hermana para matar al marido de su hermana. En ese caso, Hayne testificó que podía decir por la trayectoria de la herida de la víctima que dos personas sujetaban el arma de fuego que disparó las balas fatales: una conclusión que otros especialistas forenses han rechazado por absurda.

Ni Hayne ni West, cuyo testimonio también ayudó a llevar a personas al corredor de la muerte, son considerados hoy como expertos creíbles en los tribunales, pero, durante muchos años, su testimonió era casi indiscutido en los tribunales de Mississippi y Luisiana. Requarth (2018) escribe:

A lo largo de los años, su “experiencia” hizo metástasis y profería opiniones no solo sobre marcadas de mordiscos, sino también en reconstrucciones de tiroteos, análisis de trayectorias de heridas, reconstrucción de arañazos hechos con uñas, análisis de trazas de metal, alteración de vídeos, análisis de trayectorias de líquidos, análisis de señales de herramientas, quemaduras de cigarrillos, investigaciones de incendios y síndrome del bebé sacudido. West llamaba a su método ultravioleta, el “fenómeno West”, porque podía ver donde nadie más podía. Cotejó una abrasión en el cuerpo de la víctima de un asesinato con los cordones de los zapatos de un sospechoso. Cotejó un moratón en el abdomen de una víctima con un par concreto de botas de montaña. Declaró que simplemente mirando la palma de la mano de un sospechoso podía decir si había estado cogiendo un destornillador concreto días antes. West comparaba sus virtuosos talentos con los del violinista Itzhak Perlman y una vez describió su tasa de error como “algo menor que la de mi salvador, Jesucristo”.

Requarth continúa:

West vendía en los tribunales una pseudociencia intolerable. Normalmente, un examinador de huellas dentales tomaría un molde en escayola de los dientes del sospechoso y luego compararía el molde con fotografías de los restos de la víctima. Si el patrón se parece lo suficiente, el examinador podría excluir a todos en el mundo salvo al sospechoso. O al menos así funciona la teoría: la comparación de las huellas dentales nunca se ha demostrado científicamente. Las prácticas de West en este ya campo ya dudosamente científico eran todavía más dudosas. En los casos de Brewer y Brooks, como en muchos otros, West presionó el molde de los dientes del sospechoso directamente sobre los restos de la víctima. Con este método, West podría haber creado una marca de dientes que luego afirmaría haber cotejado. En un caso, West incluso presionó un molde dental en la cadera de una mujer en coma. Un dentista forense y durante mucho tiempo crítico de West publicó el vídeo del examen en su blog. “Alterar las evidencias en la piel es probablemente un delito”, dijo posteriormente el dentista. “Pero crear esas marcas en una mujer en coma y que no había dado su consentimiento, es además una agresión”.

A pesar del hecho de que los expertos de todo el país han rechazado el análisis tanto de Hayne como de West considerándolo completamente fraudulento, el fiscal general de Mississippi, Jim Hood (que también usó el testimonio de Hayne cuando participó en casos como fiscal de distrito) rechaza revisar ninguna de las condenas que se produjeron (a menudo en buena medida) mediante el testimonio de Hayne (Mott, 2014). El que muchas de estas personas sean o no inocentes de los delitos por los que fueron condenados es irrelevante para las autoridades estatales.

Para acabar esta sección, está claro que los problemas de la información asimétrica en los tribunales penales son de naturaleza institucional. Los principales participantes en el sistema y los más responsables por introducir información falsa en los procedimientos penales son los fiscales, que también son los personajes más protegidos en el sistema, ya que tienen una responsabilidad prácticamente nula. En la próxima sección, empleamos el análisis de economistas austriacos y otros para explicar por qué los funcionarios públicos y sus testigos en los tribunales penales están protegidos hasta el punto de que incluso malas prácticas que llevan a la cárcel y el corredor de la muerte a personas inocentes no solo no son castigadas, pero los tribunales rechazar reparar a las víctimas de mala praxis oficial, incluso dejando a algunas languideciendo en prisión.

4.     Burocracia, privilegio y análisis austriaco

En su famoso discurso en una reunión de fiscales federales en 1940, el fiscal general Robert Jackson recordaba a su audiencia que su trabajo era hacer justicia. Declaraba: “Mientras que el fiscal cuando actúa bien es una de las fuerzas más beneficiosas de nuestra sociedad, cuando actúa con malicia u otros motivos sórdidos es una de las peores”. Con perdón de George Stigler (1971), sospechamos que un discurso así de un fiscal general moderno de EEUU a los fiscales se encontraría con “risas estentóreas”.

Jackson continuaba:

No puede salir nada mejor de esta reunión de servidores de la ley que una rededicación al espíritu de deportividad y decencia que debería animar al fiscal federal. Vuestros cargos son de tal independencia e importancia que al tiempo que seáis diligentes, estrictos y vigorosos en la aplicación de la ley, también podéis permitiros ser justos. Aunque el gobierno técnicamente pierda el caso, realmente ha ganado si se ha hecho justicia (las cursivas son nuestras).

Los estándares modernos de la American Bar Association establecidos para los fiscales muestran que al menos algo del idealismo de Jackson no ha desaparecido. Las partes (a) y (b) de la cuarta edición de los estándares de justicia penal para la función del fiscal declaran:

(a) El fiscal es un administrador de justicia, un abogado entusiasta y un funcionario del tribunal. La oficina del fiscal debería ejercer una discreción sensata y un juicio independiente en el desarrollo de la función de la acusación.

(b) La tarea principal del fiscal es buscar justicia dentro de los límites de la ley, no únicamente condenar. El fiscal sirve al interés público y debería actuar con integridad y juicio equilibrado para aumentar la seguridad pública tanto buscando las acusaciones penales apropiadas de la gravedad apropiada. El fiscal debería buscar proteger a los inocentes y condenar a los culpables. Considerar los intereses de las víctimas y testigos y respetar los derechos constitucionales y legales de todas las personas, incluyendo sospechosos y acusados.

Está claro que esto no es el sistema estadounidense de justicia penal descrito en las secciones I y III de este trabajo, pero para explicar por qué es esta la situación actual hace falta algo muy distinto que exhortar a los participantes en el sistema para que “sirvan al público”. Si hay algo que está claro es que los participantes del sistema, de la policía a los fiscales, no sirven a los intereses del “público”, sino más bien a los suyos propios.

Los economistas en los campos austriaco y de la elección pública no deberían sorprenderse ante esta situación. Yandle (1983) escribía sobre su experiencia con la Comisión Federal de Comercio y lo absurdo que les parecían a los economistas de su personal los problemas de los asuntos regulatorios. Escribe:

No es solo que el gobierno raramente alcanza sus objetivos declarados con el mínimo coste, sino que a menudo los reguladores parecen dedicados a elegir la aproximación más costosa que pueden encontrar. Debido a todo esto, otros en la academia y yo quedamos convencidos hace años de que se necesitaba un programa masivo de educación económica para salvar al mundo de la regulación. Si los economistas pudiéramos enseñar a los reguladores un poco de oferta y demanda, se ahorrarían muchos miles de millones de dólares (p. 13).

Sin embargo, al ir recibiendo su “educación” en pensamiento burocrático, Yandle se fue dando cuenta de que la dinámica regulatoria no era lo que había imaginado originalmente. Continúa:

En lugar de apreciar que los reguladores realmente pretendían minimizar los costes, pero, por alguna extraña razón cometían errores extraños, empecé a apreciar que no trataban de minimizar costes en absoluto, al menos no los costes que me preocupaban. Trataban de minimizar sus costes, igual que la mayoría de la gente sensata (p.13, las cursivas son suyas).

Esos costes, señalaba, incluían los costes de cometer errores, costes de aplicación y costes políticos. Esas empresas que se regulaban, indicaba, también tenían objetivos que estaban muy lejos de la que se suponía que debía ser la percepción pública de la regulación. Yandle escribe:

Quieren protección frente a la competencia, frente al cambio tecnológico y frente a las pérdidas que amenazan beneficios y empleos. Una regulación creada cuidadosamente puede lograr todo tipo de objetivos anticompetitivos de este tipo, al tiempo que da ala ciudadanía la impresión de que el único objetivo es servir al interés público (p. 13).

La mayoría de la literatura sobre regulación se centra en la relación entre gobierno y empresas privadas que regulan los agentes públicos, pero aunque los tribunales son entidades completamente públicas y las analogías entre los distintos participantes en los tribunales y los de los regulados en el mercado no son exactamente las mismas, no deja de haber similitudes. Primera, y la más importante, como escriben McCormick y Tollison (1981), todos los que toman parte en los sistemas (tanto en los mercados como en el gobierno) son personas con intereses propios:

Estos (los funcionarios y los políticos) son agentes económicos que responden a su entorno institucional de maneras predecibles y sus acciones pueden analizarse de una forma muy similar a la que los economistas analizan las acciones de los participantes en los procesos del mercado (p. 5).

Si se pueden comparar las acciones de los fiscales con las de los dueños de empresas, se puede aplicar el análisis de Rothbard (2004) de que las personas buscarán ganancias psicológicas y también pueden sufrir pérdidas psicológicas. Sin embargo, hay una diferencia importante: Si las personas en las empresas privadas (emprendedores y capitalistas) cometen un error o divulgan información falsa a lo largo del tiempo, es posible que sufran pérdidas económicas, perdiendo sus propios recursos.

Los fiscales, por el contrario, usan recursos de propiedad estatal, están protegidos frente a sus propias pérdidas personales tanto por la doctrina legal de la inmunidad absoluto como por el rechazo de las instituciones de vigilancia, como los comités deontológicos de los colegios de abogados, a responsabilizar a los fiscales por su incumplimiento de la ley y otras irregularidades. Además, sus acciones obligan a otros a usar sus propios recursos y cuando los fiscales apuntan a dueños de negocios se producen pérdidas e incluso quiebras ocasionales.

Calton (2017) refuerza esto al comparar los tribunales con un bien común o, más en concreto, un “bien público” propiedad del estado y los participantes públicos no tienen ningún incentivo para economizar en recursos financiados por contribuyentes. Escribe:

Como el gobierno tiene un monopolio sobre el sistema de justicia en Estados Unidos, los tribunales se tratan como bienes públicos. En los bienes públicos, los costes se socializan, así que no hay costes individuales por usar este recurso. Por supuesto, desde la perspectiva de los delincuentes, esto parece evidente: un acusado difícilmente va a pagar el coste de su propia condena. Pero los costes socializados de los tribunales eliminan el incentivo para economizar para dos grupos concretos de personas: legisladores y policías.

Calton explica que los legisladores pueden expandir el código penal para parecer “duros con el delito” sin tener que usar sus propios recursos, mientras que la policía gana realizando más arrestos, aunque la mayoría de la gente a la que capturan probablemente sean delincuentes no violentos. Dicho de otra manera, las ganancias de los participantes públicos en el sistema, incluyendo policía, fiscales, jueces y legisladores son privadas, mientras que los propios costes están socializados.

Sin embargo, cuando usamos el análisis del mercado, destacamos de nuevo que los tribunales no son mercados y que las negociaciones de acuerdos no son ejercicios de intercambio mutuo. En los intercambios económicos, todas las partes implicadas prevén estar mejor después, mientras que en los tribunales una parte estará mejor y otra peor. Rothbard escribe sobre la intervención pública:

En el mercado (…) no puede haber explotación. Pero la tesis de un conflicto inherente de intereses es cierta siempre que el estado o cualquier otro que ejerza fuerza interviene en el mercado. Pues entonces el interviniente gana a costa de las personas que pierden en utilidad. En el mercado todo es armonía. Pero tan pronto como aparece en escena la intervención se crea un conflicto, pues cada persona o grupo puede participar en una trama para ser un ganador neto en lugar de un perdedor neto, para ser, por decirlo así, parte del equipo interviniente en lugar de una de las víctimas (p. 881).

Los fiscales generalmente son ganadores en sus interacciones con las personas a las que se acusa de delitos y, dadas las altas tasas de condenas y las altas tasas de negociaciones de acuerdos (que se consideran condenas), los fiscales se benefician del sistema existente. Sin embargo, esto no significa que la sociedad en su conjunto se beneficie de cómo funcionan los tribunales y cuando se condena a gente inocente y los tribunales y fiscales rechazan rectificar los errores, no solo se produce un daño irreparable a las personas condenadas injustamente, sino también a la familia de la víctima y a quienes le quieren. Además, todo rechazo en corregir malas prácticas individuales que quede sin castigar (y que se produce en casi todos esos casos) crea incentivos perversos para fiscales y jueces para hacer más de lo mismo.

Como hemos destacado antes, a pesar de toda la palabrería sobre cómo los fiscales “sirven a la sociedad”, en el sistema muchos de los actores, como los fiscales, ganan individualmente del sistema, pero no están claros los beneficios para otros. Aunque es verdad que la mayoría de la gente se beneficiaría si los criminales peligrosos y violentos fueran castigados y “sacados de las calles”, cerca de la mitad de las personas en prisión no están ahí por delitos violentos, como robos, violaciones y asesinatos, sino más bien por usar o distribuir drogas como marihuana o cocaína (Carson, 2018). Aunque se puede discutir si esas sustancias deberían ser legales, aun así, el uso de esas sustancias no plantea necesariamente una amenaza para las vidas y las propiedades de otros.

Mises (1944) ofrece múltiples ideas sobre la mentalidad burocrática. Para los fines de este trabajo, vemos el sistema de “justicia” como una burocracia, frente a determinar si los fiscales electos se comportan o no de manera diferente frente a los nombrados, un tema para una investigación posterior. Comentando las diferencias entre empresa privada y oficina burocrática, Mises escribe:

Los objetivos de la administración pública no pueden medirse en términos monetarios ni puede verificarse mediante métodos contables. Tomemos un sistema nacional de policía como el FBI. No hay vara de medir disponible que pueda establecer si fueron excesivos los gastos en que ha incurrido una de sus oficinas regionales o locales. Los gastos de una comisaría de policía no son reembolsados por su buena gestión y no varían en proporción al éxito logrado. Si el jefe de todo el departamento dejara a todos sus jefes subordinados las manos libres con respecto al gasto monetario, el resultado sería un gran aumento en los costes, ya que cada uno se apresuraría a mejorar el servicio en su área tanto como sea posible. Se haría imposible para el directivo superior mantener los gastos dentro de las dotaciones asignadas por los representantes del pueblo o dentro de cualquier límite. No es debido a la puntillosidad por lo que las regulaciones administrativas fijan cuánto puede gastarse en cada oficina local para limpiar las instalaciones, reparar el mobiliario y en luz y calefacción. Dentro de los negocios, esas cuestiones pueden dejarse sin problemas a la discreción del responsable local. No gastará más de lo necesario porque es su dinero, por decirlo así: si desperdicia el dinero referido, pone en peligro el beneficio de la sucursal y por tanto daña indirectamente sus propios intereses. Pero con respecto al jefe local de una institución pública, la cosa es diferente. Al gastar más dinero, puede, al menos bastante a menudo, mejorar el resultado de su gestión de las cosas. Las economías se le tienen que imponer mediante normativa (p. 46).

Aunque no cabe duda de que incluso los fiscales se enfrentan a limitaciones de escasez (aunque haya críticos que puedan decir que los fiscales tienen recursos “ilimitados”), sigue existiendo un problema de cálculo económico al que se enfrenta un acusado y que los fiscales no comparten. Como se espera que los acusados de delitos paguen su propia representación (o afronten las tiernas misericordias de un sobrecargado defensor de oficio que es improbable que ofrezca una defensa adecuada) es probable que tengan problemas de recursos. Los fiscales, por el contrario, usan recursos de otros y se enfrentan a un cálculo muy distinto del de los acusados. Mises explica el proceso, al menos en parte:

En la administración pública no hay precio de mercado para los logros. Esto hace indispensable operar las oficinas públicas de acuerdo con principios completamente distintos de los aplicados bajo el criterio del beneficio.

Ahora estamos en situación de proporcionar una definición de la dirección burocrática: La dirección burocrática es el método aplicado en la gestión de los asuntos administrativos cuyo resultado no tiene valor en efectivo en el mercado. Recordemos: no decimos que un manejo correcto de los asuntos públicos no tenga valor, sino que no tiene precio en el mercado, que no su valor no puede ser apreciado en una transacción de mercado y por tanto no puede expresarse en términos monetarios (p. 47).

Como señala Mises, los precios y el comportamiento en el mercado en el mejor de los casos solo impondrían limitaciones parciales sobre las acciones del burócrata y, dado que el tipo de cálculo económico que limita a emprendedores y capitalistas no limita completamente a los fiscales, el sistema acaba requiriendo limitaciones de otro tipo impuestas por un proceso político o los caprichos de un administrador. Sin embargo, como señala Yandle, al regulador le interesa minimizar sus propios costes, por no mencionar su reticencia a limitar el poder de su oficina. En otras palabras, hay muchas razones para que quienes, o bien supervisan al fiscal, o bien son capaces de imponer disciplina ante malas prácticas de los fiscales, eludan sus tareas asignadas, ya que hacerlo a largo plazo disminuiría el poder de la oficina del fiscal, reduciendo así su autoridad.

Aunque este trabajo no defiende la reforma de las oficinas de los fiscales, queda sin embargo claro que la negación del uso del sistema de pleitos elimina el remedio que alguien dañado directamente por un fiscal puede adoptar contra su falso acusador. Todos los demás remedios (desde otros fiscales acusando de un delito al fiscal infractor al colegio estatal de abogados imponiendo disciplina al retirar la licencia legal del fiscal) requieren que quienes son cargos públicos y también tienen intereses creados para conservar su poder y autoridad hagan algo que a largo plazo menoscaba su propio poder.

Ese estado de cosas no debería sorprender a nadie. Mises señala en Burocracia que no se pueden reformar las instituciones burocráticas más allá de tratar de limitar su influencia. Señalaba que las burocracias no pueden dirigir con éxito una economía ni remplazar al mercado. Igualmente, no se pueden imponer reformas “basadas en el mercado” sobre las burocracias: la gente acusada de delitos no puede rechazar someterse a fiscales y tribunales y el ciudadano medio no tiene ningún poder sobre el sistema más allá de actuar como jurados y, en ocasiones, imponer su propia forma de “justicia” mediante la anulación realizada por el jurado.

Al crear una atmósfera en la que los fiscales son casi invulnerables ante responsabilidad legal, los tribunales han desatado también una situación que F.A. Hayek (1944) describía como “los mejores llegan a la cumbre”. Hayek (también un economista austriaco, como Mises y Rothbard) advertía de que un sistema colectivista es más que probable que empodere a personas que es más probable que abusen de ese poder que lo contrario. Escribe:

El principio de que el fin justifica los medios es una ética individualista considerada como la negación de toda moral. En la ética colectivista, se convierte en la norma suprema: no hay literalmente nada que el colectivista coherente no deba estar dispuesto a hacer si sirve al “bien de todos”, porque el “bien de todos” es para él el único criterio de lo que tendría que hacerse (pp. 146-147).

5.     Conclusión

Hace veinte años, Bill Moushey (1998) del Pittsburgh Post-Gazette, presentaba una serie en diez partes sobre malas prácticas en la aplicación de la ley federal con estas palabras:

Cientos de veces durante los últimos 10 años, los agentes y fiscales federales han buscado justicia quebrantando la ley.

Mintieron, escondieron pruebas, distorsionaron los hechos, encubrieron, pagaron perjurios y acusaron a gente incidente en un esfuerzo incesante por conseguir imputaciones, reconocimientos de culpabilidad y condenas, ha descubierto una investigación de dos años del Post-Gazette.

Estos cargos federales raramente son castigados por su mala praxis. Raramente han admitido que su conducta fue inapropiada.

Nuevas leyes y sentencias judiciales que animan a las fuerzas federales del orden a sobrepasar los límites de su poder mientras proporcionan nuevas salvaguardas contra el abuso estimularon sus acciones.

Las víctimas de estas malas prácticas a veces pierden sus empleos, bienes e incluso familias. Algunas permanecen en prisión porque los fiscales ocultaron pruebas favorables o permitieron inventar un testimonio. Algunos delincuentes quedaron libres como recompensa por conspirar con el gobierno en su intento de negar sus derechos a otros.

Para cualquier partidario de los análisis austriacos o incluso de la elección pública, ninguna de las palabras de Moushey resulta sorprendente. Como señalaba Mises (1944), para todos, a pesar de la idea de que los funcionarios “sirven al pueblo”, las ganancias de empleo a través de salarios, promoción y prestigio van a los funcionarios individuales. Además, vemos un “efecto captura” en el que los empleados por el gobierno en las burocracias han usurpado el proceso legislativo y se han convertido en prácticamente independientes de la rama legislativa, que Roberts (2000) señala que se aceleró durante el New Deal de la década de 1930, al “redelegar” el Congreso muchos de sus poderes constitucionales a las burocracias del poder ejecutivo.

Rothbard (2004) escribe que las personas actúan para hacer su “ingreso psicológico” más grande que sus “costes psicológicos” en los que han incurrido durante una acción concreta y que la doctrina de la inmunidad absoluta para los fiscales (y el rechazo de las organizaciones de “vigilancia” a la hora de castigar a los fiscales cuando infringen la ley) tiene el efecto de rebajar los costes reales a los que se enfrentan por sus acciones. Igualmente, sus promociones, aumentos de salarios y prestigio general por “ganar” en los tribunales y las negociaciones de acuerdos encajan en la categoría de “ingreso psicológico”. Dadas estas circunstancias, tal vez debería sorprender que los fiscales obedezcan alguna vez la ley en lo que se refiere a satisfacer sus requisitos Brady.

Aunque este trabajo ha tratado solo el problema de la inmunidad absoluta de los fiscales y sus efectos sobre el sistema judicial, hay un área más amplia de estudio con respecto a cómo observamos una forma de “captura regulatoria” en los tribunales. En este caso, los fiscales “capturarían” el proceso que los castiga, igual que las organizaciones disciplinarias de los colegios estatales y federales. Existe un cuerpo de literatura sobre captura regulatoria tanto dentro como fuera de la tradición austriaca y allí habría un terreno fértil para otros estudios.

Como hemos indicado en la sección anterior, la serie de limitaciones e incentivos institucionales hacen inevitable el abuso de los fiscales y esto explica la falta de deseo de las autoridades que tienen el poder para disciplinar a los fiscales obstinados para que cumplan sus obligaciones legales. Como los fiscales raramente son castigados por mentir un presentar falsas evidencias, junto con sobornos para perjurios, podemos decir con seguridad que la información que presentan a menudo a jurados y jueces es menos fiable que la información dada al vendedor del coche usado de Akerlof.

Aunque estamos de acuerdo en que acabar con el patrón legal de inmunidad absoluta para los fiscales supondría una gran reforma del sistema de justicia penal u obligaría a los fiscales a ser más fiables en su búsqueda de condenas, a pesar de que también entendemos que es improbable que los tribunales renuncien a sus protecciones creadas. Los fiscales, que tienen una fuerte presencia de lobby tanto en parlamentos estatales como en el Congreso, tienen incentivos tanto para ocultar ilegalmente información exculpatoria para ganar casos como para reclamar una protección continua para sus acciones ilegales y, en el momento actual, no existe ningún mecanismo político ni administrativo que sea probable que cambie este estado de cosas. Así, parafraseando a McCormick y Tollison (1981), apreciamos que en el momento actual, lamentar esta grave imperfección en el sistema de justicia penal podría ser lo más que podamos hacer mientras las autoridades estatales disfrutan del monopolio legal para buscar su versión de “justicia”.

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El artículo original se encuentra aquí.

[1] Friend of the Court Brief for Petitioners, Pottawattamie v. McGhee, No. 08-1065.

[2] Brady v. Maryland, 373 U.S. 83 (1963).

[3] Fender, Jessica, “DA Chambers offers bonuses for prosecutors who hit conviction targets”, The Denver Post, 23 de marzo de 2011.

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