Hegel y el hombre-dios

2

[An Austrian Perspective on the History of Economic Thought (1995)]

El paso clave en la secularización de la teología dialéctica y así abrir el camino al marxismo lo dio el león de la filosofía alemana, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Nacido en Stuttgart, Hegel estudió teología en la Universidad de Tubinga y luego enseñó teología y filosofía en la universidades de Jena y Heidelberg antes de convertirse en el principal filósofo en la nueva joya de la corona académica prusiana, la Universidad de Berlín. Hegel llegó a Berlín en 1817 y permaneció allí hasta su muerte, acabando sus días como rector de la universidad.

En el espíritu del movimiento romántico en Alemania, Hegel persiguió el objetivo de unificar hombre y Dios identificando prácticamente a Dios como hombre y por tanto sumergiendo al primero en el segundo. Goethe había popularizado recientemente el tema de Fausto, centrándose en el intenso deseo de Fausto de conocimiento divino, o absoluto, así como de poder divino. Por supuesto, en el cristianismo ortodoxo, el orgullo altivo del hombre en tratar de conseguir un conocimiento y un poder propios de un dios es precisamente la causa raíz del pecado y la caída del hombre. Pero, por el contrario, Hegel, de hecho un luterano muy herético, tuvo la temeridad de generalizar el impulso fáustico en una filosofía universal y en una supuesta idea de las inevitables obras del proceso histórico.

En palabras del Profesor Tucker, el hegelismo era una “religión filosófica del yo en forma de una teoría de la historia. La religión se fundamenta en la identificación del yo con Dios”.[1] No debería hacer falta añadir en este momento que “el yo aquí no es el individuo”, sino el ‘yo’ de las especies orgánicas colectivas”. En un ensayo de juventud sobre “La positividad de la religión cristiana”, escrito con 25 años, Hegel reveladoramente acusa al cristianismo de “separar” hombre y Dios, excepto “en un individuo aislado” (Jesús) y de poner a Dios un mundo distinto y más elevado, al que la actividad humana no puede contribuir en nada. Cuatro años después, en 1799, Hegel resolvía este problema ofreciendo su propia religión en su “El espíritu del cristianismo”. Frente a la cristiandad ortodoxa, en la que Dios de convierte en hombre en Jesús, para Hegel el logro de Jesús fue que, como hombre, ¡se convirtió en Dios! Tucker resume esto claramente. Para Hegel, Jesús

no es Dios convertido en hombre, sino un hombre convertido en Dios. Es la idea clave sobre la que se iba a construir todo el edificio hegeliano: no hay diferencia absoluta entre la naturaleza humana y la divina. No son dos cosas separadas con un abismo insuperable entre ellas. El yo absoluto en el hombre, el homo noumenon, no es una simple imagen de dios (…) es Dios. Por consiguiente,en la medida en que el hombre se esfuerza en ser “como Dios”, simplemente se esfuerza por ser su propio yo real. Y al deificarse, sencillamente está reconociendo su propia verdadera naturaleza.[2]

Si el hombre es realmente Dios, ¿qué es entonces la historia? ¿Por qué el hombre, o más bien los hombres, cambian y evolucionan? Porque el hombre-Dios no es perfecto o al menos no empieza en un estado perfecto. El hombre-Dios empieza su vida en la historia completamente inconsciente de su estatus divino. Así que la historia, para Hegel, es un proceso por el que el hombre-Dios aumenta su conocimiento hasta que llega al estado de conocimiento absoluto, es decir, en conocimiento completo y consciencia de que es Dios. En ese caso, el hombre-Dios acaba dándose cuenta de su potencial de ser infinito sin límites, posesor del conocimiento absoluto.

¿Entonces por qué crea el universo el hombre-Dios, también llamado por Hegel el “mundo-yo” (Weltgeisf) o el “mundo-espíritu”? No, como dice el relato cristiano por un rebosante amor y benevolencia, sino de la necesidad de hacerse consciente de sí mismo como “mundo-yo”. El proceso de crecimiento de la conciencia se alcanza mediante la actividad creativa por la que el mundo-yo se externaliza a sí mismo. La externalización se produce primero creando la naturaleza o mundo original, pero segundo (y aquí por supuesto hay un añadido significativo a otra teologías) hay una continua autoexternalización a lo largo de la historia humana. Lo más importante es este segundo proceso, pues por este medio el hombre, el organismo colectivo, expande su creación de la civilización, su externalización creativa y por tanto su creciente conocimiento de su propia divinidad y por tanto del mundo como su propia auto-actualización. Este último proceso de conocer cada vez más completamente que el mundo es realmente el yo del hombre, es el proceso al que Hegel califica como la terminación gradual de la “autoalienación”,  que por supuesto para él era asimismo la alienación del hombre respecto de Dios. En resumen, para Hegel, el hombre percibe al mundo como hostil porque no es él mismo, porque le es ajeno. Todos estos conflictos se resuelven cuando se acaba dando cuenta de que el mundo es en realidad él mismo. Este proceso de consciencia es la Aufhebung de Hegel, por la que el mundo se convierte en desalienado y se asimila al yo del hombre.

Pero uno podría preguntar: ¿Por qué el hombre de Hegel es tan raro, tan neurótico que considera que todo lo que le es ajeno como extraño y hostil? La respuesta es esencial para la mística hegeliana. Es porque Hegel, o el hombre de Hegel, no puede soportar la idea de no ser Dios y por tanto no ser de espacio infinito y sin límites. Ver que existe cualquier otro ser o cualquier otro objeto significaría que él mismo no es infinito o divino. En resumen, la filosofía de Hegel es una megalomanía solipsista grave y cósmica a una escala grande y masiva. El Profesor Tucker desarolla el caso con su agudeza característica:

Para Hegel, la alienación es finitud y la finitud a su vez es esclavitud. La experiencia de autoextrañamiento en la presencia de un mundo aparentemente objetivo es una experiencia de esclavización (…) El espíritu [o el mundo-yo] cuando se enfrenta a un objeto u “otro”, se hace ipso facto consciente de sí mismo como meramente un ser finito, que abarca solo y nada más que la realidad que se extiende hasta allí y no más allá. Por tanto, el objeto es un “límite” (Grenze). Y el límite, al contradecir la idea de sí mismo del espíritu como un ser absoluto, es decir, de un ser sin límites, se entiende necesariamente como una “barrera” o “grillete” (Schranke). Es una barrera para la conciencia de sí mismo del espíritu respecto de lo que concibe que ha de ser verdaderamente: toda la realidad. En su confrontación con un objeto visible, el espíritu se siente encarcelado en la limitación. Experimenta lo que Hegel llama la “pena de la finitud”.

La trascendencia del objeto mediante el conocimiento es la forma de rebelarse del espíritu contra la finitud y abrir paso a la libertad. En la concepción bastante particular de Hegel de esta, la libertad significa la conciencia del yo como ilimitado: es la ausencia de un objeto limitador o no-yo. (…) Esta conciencia de “estar solo con el yo” (…) es precisamente lo que quiere decir Hegel con la conciencia de la libertad. (…) Consecuentemente, el crecimiento del autoconocimiento del yo en la historia es describible alternativamente como un progreso de la conciencia de la libertad.[3]


[1] Robert C. Tucker, Philosophy and Myth in Karl Marx (Cambridge: Cambridge University Press, 1961), p. 39.

[2] Ibíd., p. 41. Estos y otros primeros ensayos de Hegel se publicaron como recopilación en Early Theological Writings en 1907.

[3] Ibíd., pp. 53 y ss.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email