Los mitos de la democracia – Mito 4

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La democracia es políticamente neutral

La democracia es compatible con cualquier dirección política. Después de todo, los votantes determinan las preferencias políticas del o de los partidos al mando. De ahí que el sistema en sí mismo trascienda todas las diferencias del punto de vista político: este, en sí mismo, no es ni de izquierda ni de derecha, ni socialista ni capitalista, ni conservador ni progresista.

Esto es, en cualquier caso, lo que parece. Sin embargo, en el mejor de los casos, se trata de una verdad a medias. En realidad, la democracia encarna una dirección política muy específica.

La democracia es, por definición, una idea colectivista, es decir, la idea de que tenemos que decidirlo todo todos juntos y de que debemos regirnos por esas decisiones. Esto significa que en una democracia casi todo es un asunto público. No hay límites fundamentales a esta colectivización. Si la mayoría (o mejor dicho, el gobierno) lo quiere, puede decidir que todos usemos un arnés en la calle por nuestra seguridad. O que nos vistamos como payasos para hacer reír a la gente. Ninguna libertad individual es sagrada. Esto deja la puerta abierta a un incremento permanente de la interferencia gubernamental. Y un constante aumento de la intervención es exactamente lo que sucede en las sociedades democráticas.

Cierto es que las tendencias políticas pueden variar y que a menudo se da marcha atrás –por ejemplo, de más a menos regulación y de vuelta a empezar–, pero a largo plazo, las democracias occidentales han ido avanzando de forma consistente en la dirección de mayor intervención gubernamental, mayor dependencia del Estado y mayor gasto público.

Esto quizá no era tan visible en los días de la Guerra Fría, cuando las democracias occidentales eran comparadas con estados totalitarios como la Unión Soviética y la China maoísta, dándoles un aspecto relativamente libre. En aquellos días era menos obvio que nosotros mismos nos hacíamos cada vez más colectivistas. No obstante, desde la década de 1990, tras la caída del comunismo, quedaría claro que nuestros estados de bienestar han recorrido un largo camino en esa dirección. Ahora estamos siendo adelantados por las nuevas economías emergentes que ofrecen más libertad, menores impuestos y menos regulación que nuestros propios sistemas.

Cierto es que muchos políticos democráticos afirman estar a favor del «libre mercado». Sus acciones, sin embargo, demuestran lo contrario. Consideremos al Partido Republicano, que es a menudo calificado como el partido de la libre empresa. Este ha llegado a aceptar prácticamente todas las principales políticas intervencionistas de sus rivales de la izquierda –el estado de bienestar, los altos impuestos, el alto gasto público, la vivienda pública, las leyes laborales, los salarios mínimos, las intervenciones extranjeras– y ha añadido algunas políticas intervencionistas propias como los subsidios a los bancos y a las grandes empresas, o las leyes contra los crímenes sin víctima, como el consumo de drogas o la prostitución. A pesar de los cambios de rumbo ocasionales o los ataques de «desregulación», bajo ambos partidos el poder del Estado ha crecido de forma constante, sin importar cuánto afirmaran los republicanos estar a favor de la libre empresa. Es un hecho que, bajo la presidencia republicana del «conservador», Ronald Reagan, el gasto gubernamental aumentó en lugar de disminuir. Bajo la administración de George W. Bush, el gasto del gobierno no aumentó, se disparó. Esto muestra que la democracia no es neutral, sino que tiende inherentemente hacia el aumento del colectivismo y del poder gubernamental, quienquiera que esté en el poder en un momento dado.

Esta tendencia general se refleja en un constante crecimiento del gasto público. A principios del siglo XX, el gasto público como porcentaje del producto nacional bruto estaba típicamente alrededor del 10 %, en la mayoría de las democracias occidentales. Ahora está alrededor del 50 %. Así que durante seis meses al año, los ciudadanos se convierten en siervos que trabajan para el Estado.

En tiempos más libres –y menos democráticos– la presión fiscal era mucho menor que en la actualidad. Durante siglos, Inglaterra tuvo un sistema en el que el rey tenía derecho a gastar dinero, pero no a subir los impuestos, y el parlamento tenía derecho a cobrar impuestos, pero no a gastar dinero. En consecuencia, los impuestos internos eran relativamente bajos. En el siglo XX, cuando Gran Bretaña se hizo más democrática, los impuestos subieron vertiginosamente.

La Revolución Americana comenzó como una rebelión de los colonos americanos contra los impuestos de la metrópoli británica. A los fundadores de Estados Unidos les gustaba la democracia tanto como les gustaban los altos impuestos, es decir, nada en absoluto. La palabra «democracia» no aparece en ninguna parte en la de Declaración de Independencia o en la Constitución.

En el siglo XIX, la presión fiscal en Estados Unidos era de un pequeño tanto por ciento, excepto en tiempos de guerra. El impuesto sobre la renta no existía y estaba incluso prohibido por la Constitución. Sin embargo, en la medida en que Estados Unidos se fue transformado de un estado federal descentralizado en una democracia parlamentaria nacional, el poder gubernamental fue creciendo. Así, por ejemplo, en 1913 el impuesto sobre la renta fue introducido y el sistema de la Reserva Federal instaurado.

Otro claro ejemplo se puede ver en el Código de Regulaciones Federales (CRF), que enumera todas las leyes promulgadas por el gobierno federal. En 1925, este estaba formado por un solo libro. En 2010 se había multiplicado en más de 200 volúmenes y solo su índice ocupaba 700 páginas. Este código contiene reglas para todo lo habido y por haber, desde cómo debe ser una pulsera de reloj hasta cómo deben prepararse los aros de cebolla en los restaurantes. Solo durante la presidencia de George Bush, se agregaron 1.000 páginas cada año, según informa The Economist. De acuerdo con la misma revista, en el periodo entre el 2001 y el 2010, el código fiscal americano pasó de contener 1,4 millones de palabras a tener 3,8 millones.

Muchos de los proyectos de ley están tan hinchados que los congresistas ni siquiera se molestan en leerlos antes de votar sobre ellos. En resumen, el advenimiento de la democracia ha aumentado significativamente la interferencia del gobierno en Estados Unidos, a pesar de que la gente frecuentemente declare que Estados Unidos es un país «libre».

El desarrollo en otras democracias occidentales ha sido similar. Por ejemplo, en los Países Bajos, de donde, por cierto, vienen los autores de este libro, el total de la carga fiscal en 1850 era del 14 % del Producto Interno Bruto. Ahora es el 55 %, según un estudio de la Oficina Holandesa de Planificación Central. De acuerdo con otro estudio, el gasto gubernamental como porcentaje del ingreso nacional era del 10 % en 1900, mientras que en 2002 alcanzaba el 52 %.

El número de leyes y reglamentos en los Países Bajos ha crecido de manera constante. El número de leyes en los libros ha incrementado un 72 % entre 1980 y el 2004, según un estudio del Centro de Investigación y Documentación científica del Departamento de Justicia holandés. En 2004, los Países Bajos tenían un total de 12.000 leyes y reglamentos en sus libros, contando con un total de más de 140.000 artículos.

Un problema con todas estas leyes es que tienden a reforzarse mutuamente. En otras palabras, una norma lleva a la otra. Por ejemplo, si tenemos un sistema de seguro sanitario impuesto por el Estado, el gobierno se ve inducido a tratar de obligar a la gente a adoptar estilos de vida (supuestamente) saludables. Después de todo, se dice que todos «nosotros» estamos pagando por los altos costes médicos de la gente que vive de manera poco saludable. Esto es cierto, pero únicamente porque el gobierno estableció un sistema colectivizado para empezar. Este tipo de fascismo médico es típico de los países democráticos y es ampliamente aceptado por la mayoría de la gente. A esta le resulta perfectamente normal que el gobierno decrete que debe comer alimentos bajos en grasas y azúcares, que no puede fumar, que debe usar casco o cinturón de seguridad, etc. Las anteriores son todas violaciones directas de la libertad individual, por supuesto.

Se podría argumentar que en las últimas décadas la libertad ha aumentado en un número de sectores. En muchos países occidentales las compañías de televisión privadas («comerciales») han roto los monopolios de las cadenas nacionales, los horarios de apertura de las tiendas se han expandido, el tráfico aéreo ha sido desregulado, el mercado de las telecomunicaciones se ha liberalizado y en muchos países el servicio militar ha sido abolido. No obstante, muchos de estos logros tuvieron que arrancarse de las manos de los políticos. En muchos casos, estos cambios no podían ser impedidos por ellos, al ser resultado del desarrollo tecnológico (como en el caso de los medios y las telecomunicaciones) o de la competencia con otros países (como en el caso de la desregulación de las aerolíneas). Esta evolución puede ser comparada con el colapso del comunismo en la antigua Unión Soviética. Ello no ocurrió, porque los que estaban en el poder quisieran renunciar a él, sino porque no tenían elección, porque el sistema estaba roto y no podía ser reparado. Del mismo modo, nuestros políticos democráticos regularmente tienen que ceder pequeñas porciones de poder.

Lamentablemente, por lo general, nuestros políticos consiguen recuperar el terreno perdido con bastante rapidez. Así cada vez se restringe más la libertad en Internet. Se erosiona la libertad de expresión con leyes antidiscriminación. Se utilizan los derechos de propiedad intelectual (patentes y derechos de autor) para gobernar sobre la libertad de los productores y los consumidores. La liberalización de los mercados suele ir acompañada del establecimiento de nuevas burocracias destinadas a regular los nuevos mercados. Estas agencias burocráticas luego tienden a volverse más y más grandes e introducir más y más reglas. En los Países Bajos, aunque sectores como los de la energía y las telecomunicaciones hayan sido de hecho liberalizados, al mismo tiempo se han introducido nuevas agencias reguladoras, seis de ellas en los últimos diez años.

En Estados Unidos, de acuerdo con investigadores de la Universidad de Virginia, entre el 2003 y el 2008, el coste de las regulaciones federales subió de un 3 % a 1,75 billones de dólares al año o un 12 % del PIB. Después del 2008, oleadas de nuevas regulaciones fueron introducidas a los mercados financieros, la industria petrolera, la industria alimentaria y, sin duda, a muchos otros sectores de negocios. En Europa las familias y las empresas no solo tienen que soportar a sus gobiernos nacionales, sino que tienen además que sufrir una capa adicional de regulaciones proveniente de la Unión Europea, en Bruselas. Y aunque en los noventa la liberalización estaba de moda en Bruselas, hoy en día es la tendencia inversa la que se sigue: hacia cada vez más (re-)regulación.

En resumen, en la práctica la democracia no es políticamente neutral. El sistema es colectivista por naturaleza y conduce a un continuo incremento de la intervención gubernamental y a una continua reducción de la libertad individual. Esto es así, porque la gente sigue demandando del gobierno lo que quiere que otros paguen por ella.

En realidad, la democracia es esencialmente una ideología totalitaria, aunque no tan extrema como el nazismo, el fascismo o el comunismo. En principio, ninguna libertad es sagrada en una democracia y todo aspecto de la vida individual está potencialmente sujeto al control estatal. Al final del día, la minoría está completamente a la merced de los caprichos de la mayoría. Aun cuando en una democracia haya una constitución que limite los poderes del gobierno, esta puede también ser modificada por la mayoría. El único derecho fundamental que se tiene en una democracia, más allá de participar en el juego electoral, es el de votar por un partido político. Con ese voto solitario se cede la independencia y la libertad a la voluntad de la mayoría.

La verdadera libertad consiste en el derecho a elegir no participar en el sistema y a no tener que pagar por él. Como consumidor, no se es libre si se es forzado a elegir entre diferentes aparatos de televisión, por muchas marcas que haya. Solo se es libre, si también se puede decidir no comprar un aparato de televisión. En la democracia uno tiene que comprar lo que la mayoría haya escogido, le guste o no.


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.

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