Los mitos de la democracia – Mito 7

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La democracia es necesaria para la convivencia armoniosa

La gente a menudo piensa que los conflictos pueden evitarse tomando decisiones de forma democrática. Después de todo, si cada uno sigue sus propias inclinaciones, no podemos vivir en paz, o al menos en eso se basa el argumento.

Esto puede ser cierto cuando un grupo de gente tiene que decidir entre ir al cine o a la playa. Pero en la mayoría de las cuestiones no necesitamos decidir democráticamente. De hecho, el proceso democrático de decisión tiende a crear conflictos. Esto se debe a que toda clase de cuestiones personales y sociales se convierten en problemas colectivos en una democracia. Al obligar a las personas a regirse por decisiones democráticas, se termina en una situación en la que las relaciones son más antagónicas que armoniosas.

Por ejemplo, se decide «democráticamente» lo que los niños deben aprender en la escuela, cuánto dinero debe gastarse en el cuidado de los ancianos, cuánto debe destinarse a la ayuda al tercer mundo, si fumar en un bar está permitido o no, qué canales de TV se subsidian, qué tratamientos médicos son cubiertos por Medicaid, cuál debería ser el precio máximo de los alquileres, si se permite a las mujeres usar velos, qué drogas o fármacos puede la gente consumir y mucho más. Todas estas decisiones crean conflictos y tensiones. Y todos estos conflictos son fáciles de evitar. Solo debemos dejar que la gente tome sus propias decisiones y asuma la responsabilidad de sus consecuencias.

Supongamos que decidiéramos democráticamente cuánto y qué tipo de pan debe ser horneado al día. Esto llevaría a un cabildeo, campañas, discusiones, reuniones y protestas sin fin. Los partidarios del pan blanco terminarían considerando a los partidarios del pan integral como sus enemigos. Si los «integralistas» consiguieran la mayoría, todos los subsidios irían al trigo integral y el pan blanco podría hasta ser prohibido. Y viceversa, claro.

La democracia es como un autobús lleno de personas intentando decidir juntos a donde debe dirigirse el conductor. Los progresistas votan por San Francisco, los conservadores prefieren Dallas. Los libertarios quieren ir a Las Vegas, los verdes quieren ir a Woodstock y el resto quiere ir en mil direcciones diferentes. Al final, el autobús llega a un sitio al que casi nadie quiere ir. Incluso si el conductor no tiene ningún interés propio y escucha cuidadosamente lo que los pasajeros dicen querer, nunca puede satisfacer todos sus deseos. Solo tiene un autobús y hay casi tantos deseos como pasajeros.

Esta es también la razón por la que los recién llegados a la política, que son aclamados como salvadores, terminan siempre decepcionando a la gente. Ningún político puede conseguir lo imposible. Un «sí se puede» siempre termina en un «no, no se puede». Ni siquiera la persona más sabia del mundo podría satisfacer deseos incompatibles.

No es casualidad que las discusiones políticas sean casi siempre emocionales. De hecho, mucha gente prefiere no hablar de política en reuniones sociales. Esto se debe a que, por lo general, las personas tienen ideas muy diferentes sobre «cómo vivir», y en una democracia estas opiniones deben de alguna manera ser reconciliadas.

La solución al problema del autobús es simple. Dejemos que la gente decida por sí misma a dónde ir y con quién. Dejemos a la gente decidir por sí misma cómo vivir, cómo resolver sus problemas y formar sus propios grupos. Dejémosla decidir qué hacer con su cuerpo, su mente y su dinero. Muchos «problemas» políticos desaparecerán como por arte de magia.

En una democracia, sin embargo, ocurre precisamente lo opuesto. El sistema anima a la gente a convertir sus preferencias individuales en objetivos colectivos que todo el mundo debe seguir. Alienta a aquellos que quieren ir al lugar X a intentar obligar a los demás a ir en la misma dirección. Una consecuencia desafortunada del sistema democrático es que induce a las personas a formar grupos que necesariamente entrarán en conflicto con otros grupos. Esto es así, porque solo formando parte de un grupo lo suficientemente grande (o bloque de votantes) hay alguna posibilidad de convertir las ideas propias en la ley del país. De este modo, se pone a los ancianos contra los jóvenes, a los agricultores contra los habitantes de las ciudades, a los inmigrantes contra los residentes, a los cristianos contra los musulmanes, a los creyentes contra los ateos, a los empleadores contra los trabajadores, etc. Cuantas más diferencias haya entre las personas, más intolerables se harán sus relaciones. Cuando un grupo cree que la homosexualidad es un pecado y el otro hace un llamamiento al uso de más modelos de conducta homosexuales en los materiales educativos de las escuelas, inevitablemente chocarán.

Casi todo el mundo entiende que la libertad de religión, que se desarrolló hace siglos, ha sido una idea sensata que reduce las tensiones sociales entre los grupos religiosos. Después de todo, los católicos ya no podían dictar las vidas de los protestantes ni viceversa. No obstante, poca gente parece hoy en día comprender que surjan tensiones cuando, a través del sistema democrático, los empleados dictan a los empleadores cómo llevar su negocio, los ancianos hacen que los jóvenes paguen por sus pensiones, los bancos hacen que los ciudadanos paguen por sus malas inversiones, los fanáticos de la salud imponen sus ideas, y así sucesivamente.

También vale la pena presentar a tu grupo como débil o desfavorecido, o excluido o discriminado. Eso te ofrece un argumento extra para solicitar beneficios al gobierno, y da al gobierno un argumento para justificar su existencia y conceder esos privilegios en nombre de la «justicia social».

Como el escritor norteamericano H. L. Mencken dijo: «Lo que los hombres valoran en este mundo no son los derechos sino los privilegios». Esto se aplica a muchos grupos en la sociedad y es bastante obvio en la democracia. Donde alguna vez mujeres, negros y homosexuales lucharon por la libertad e igualdad de derechos, hoy demandan por medio de sus representantes modernos privilegios como cuotas, acciones afirmativas y leyes antidiscriminación que limiten la libertad de expresión. A esto lo llaman derechos, pero ya que solo se aplican a ciertos grupos, constituyen en realidad privilegios. Los derechos reales, como aquel de la libertad de expresión, se aplican a todos. Los privilegios solo son aplicables a ciertos grupos. Se basan en la fuerza, porque solo pueden otorgarse forzando a otros a pagar por ellos.

Otra táctica para obtener favores o privilegios del sistema democrático consiste en presentar tu causa como algo necesario para salvar a la sociedad de algún tipo de desastre. Si no salvamos al clima, al euro o a los bancos, la sociedad está condenada, el caos asegurado y millones sufrirán. H. L. Mencken también supo ver a través de este truco: «Las ansias de salvar a la humanidad son casi siempre una falsa fachada de las ansias de mandar».

Tengamos en cuenta que en una democracia la gente no tiene que poner su dinero donde está su boca. Algunos defenderán a los inmigrantes ilegales mientras no tengan que vivir donde puedan ser molestados por ellos. Otros votarán por subsidios a favor de orquestas y museos cuyo costoso boleto nunca pagarían, sabiendo que los costes de estos subsidios serán soportados por otros.

Dichas personas a menudo despliegan un aire de superioridad moral. «No queremos exponer el arte al libre mercado», proclama el proponente de los subsidios. Lo que realmente quiere decir es que él valora el arte pero quiere que sea el resto de la sociedad quien pague por su preferencia.

«Nosotros» es la palabra más desgastada en la democracia. Los proponentes de una medida siempre dicen «queremos algo», «debemos hacer algo», «necesitamos algo», «tenemos el derecho». Como si todo el mundo estuviera naturalmente de acuerdo. Lo que realmente quieren decir es que ellos lo quieren, si bien no quieren asumir la responsabilidad ellos mismos. La gente dice, «debemos ayudar al tercer mundo» o «debemos luchar en Afganistán». Nunca dirá, «voy a ayudar al tercer mundo, ¿quién está conmigo?» o «Voy a luchar contra los Talibanes». La democracia ofrece, por tanto, un modo conveniente de trasladar la responsabilidad personal a terceros. Al decir «nosotros» en lugar de «yo», el 99,99 % de la carga de la decisión se coloca sobre otros.

Y los partidos políticos rápidamente se aprovechan de esto. Estos (explícitamente o implícitamente) prometen a sus electores que la carga de sus objetivos preferidos será asumida por el resto. Así, los de izquierda dirán: «Vota por nosotros, tomaremos el dinero de los ricos y te lo daremos a ti». Y los de derecha exclamarán: «Vota por nosotros, financiaremos la guerra en Afganistán con el dinero de la gente que se opone a ella». Y luego todos dirán a los agricultores: «Voten por nosotros, que nos aseguraremos de que los subsidios a la agricultura sean pagados por los no agricultores».

¿Es este un sistema de buena voluntad y solidaridad o un sistema antisocial y parasitario?

La supuesta solidaridad en una democracia se basa en última instancia en la fuerza. Pero la idea de solidaridad obligatoria es verdaderamente una contradicción. Para ser real, la solidaridad implica acción voluntaria. No se puede decir que alguien que es víctima de un robo en la calle esté mostrando solidaridad hacia el ladrón, sin importar cuán nobles sean los motivos del ladrón.

El hecho es que aquellos que utilizan el sistema democrático para imponer la solidaridad, pueden hacerlo, porque no pagan por ello ellos mismos. Observemos que ellos nunca proponen que se lleve a cabo una similar redistribución de la riqueza a nivel mundial. Si compartir con los menos afortunados es correcto, ¿por qué no extender los sistemas de asistencia a todo el mundo? ¿Por qué no crear justicia social a una escala global? Obviamente, los defensores occidentales de la redistribución se dan cuenta de que la redistribución global reduciría sus ingresos a unos pocos miles de dólares al año. Pero, por supuesto, a ellos no les importa «compartir justamente» con gente más rica.

Si quieres regalar tu dinero, no necesitas a una mayoría respaldándote. La libertad es suficiente. Eres libre de abrir tu cartera y dar lo que quieras. Puedes dar en caridad o unirte con gente de ideas afines y donar en conjunto. No hay justificación para forzar a los demás a hacer lo mismo.


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.

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