Los mitos de la democracia – Mito 9

,
1

Democracia es sinónimo de libertad y tolerancia

Uno de los mitos más persistentes acerca de la democracia es que esta se identifica con la «libertad». Para mucha gente, «la libertad y la democracia» van de la mano, como las estrellas y la luna. Pero, en realidad, la libertad y la democracia son opuestas. En una democracia, todo el mundo debe someterse a las decisiones del gobierno. El hecho de que el gobierno sea elegido por la mayoría es irrelevante. La coacción es coacción, sea esta ejercida por la mayoría o por un único gobernante.

En nuestra democracia nadie puede escapar a las decisiones tomadas por el gobierno. Si uno no obedece, será multado, y si se niega a pagar la multa, terminará en la cárcel. Tan simple como eso. Intentemos no pagar una multa de tráfico. O nuestros impuestos. En este sentido, no existe una diferencia fundamental entre una democracia y una dictadura. Para alguien como Aristóteles, que vivió en una época en la que la democracia aún no había sido santificada, esto era obvio. Él escribiría: «La democracia ilimitada es, al igual que la oligarquía, una tiranía repartida sobre un gran número de personas».

La libertad significa que no tengamos que hacer lo que la mayoría de nuestros hermanos hombres quieren que hagamos, sino que podamos decidir por nosotros mismos. Como el economista John T. Wenders dijera una vez: «Hay una diferencia entre democracia y libertad. La libertad no puede medirse por la oportunidad de votar. Puede medirse por el alcance de todo aquello en relación a lo que no se vota».

Tal ámbito es muy limitado en la democracia. Nuestra democracia no nos ha traído libertad, sino todo lo contrario. El gobierno ha promulgado incontables leyes que imposibilitan gran cantidad de relaciones e interacciones sociales voluntarias. Los propietarios y los arrendatarios no pueden realizar contratos como lo estimen conveniente, los empleadores y los empleados no tiene permitido acordar ni el salario ni las condiciones laborales que ellos quieran, a los doctores y los pacientes no se les autoriza a decidir libremente qué tratamientos o medicamentos utilizar, las escuelas no son libres de enseñar lo que quieran, los ciudadanos no pueden «discriminar», las empresas no pueden contratar a quien quieran, la gente no puede desarrollar la profesión que quiera, en muchos países los partidos políticos deben permitir que mujeres candidatas se presenten a las elecciones, las instituciones sociales son sometidas a cuotas raciales, y la lista sigue. Todo esto tiene poco que ver con la libertad. ¿Por qué no tienen las personas el derecho de establecer los acuerdos o convenios que estimen convenientes? ¿Por qué otros tienen derecho a interferir en contratos de los que no forman parte?

Las leyes que interfieren en la libertad de la gente para contratar libremente pueden beneficiar a ciertos grupos, pero invariablemente dañan a los demás. Las leyes del salario mínimo benefician a ciertos trabajadores, mientras dañan a personas que son menos productivas. Estas se vuelven demasiado caras para ser empleadas y, por tanto, permanecen en el paro.

De la misma manera, las leyes que protegen frente al despido benefician a unos al tiempo que disuaden a los empleadores de contratar a gente nueva. Cuanto más rígida sea la legislación laboral, más miedo tendrán los empleadores de quedarse atascados con gente de la que no pueden deshacerse si el negocio lo requiere. El resultado es que contratan lo menos posible, incluso en tiempos de bonanza. De nuevo, esto tiende a perjudicar en particular a los trabajadores poco cualificados. Simultáneamente, el resultante alto desempleo hace que aquellos que sí tienen un trabajo tengan miedo de cambiar de carrera profesional.

Del mismo modo, las leyes de control del alquiler favorecen a los inquilinos actuales, pero disuaden a los propietarios de alquilar espacios inmobiliarios y a los inversores de desarrollar proyectos. Como resultado, estas leyes derivan en la escasez de la vivienda y en el alto precio del alquiler, dañando a la gente que está buscando un lugar para vivir.

¿Y qué hay de las leyes que dictan los estándares mínimos de los productos y servicios? ¿No benefician a todos? Bueno, no. La desventaja de estas leyes es que limitan los suministros, reducen las opciones de los consumidores y aumentan los precios (por lo que, de nuevo, afectan especialmente a los pobres). Por ejemplo, las leyes que establecen los estándares de seguridad para los coches, suben los precios y los hacen inasequibles para los grupos de menores ingresos, quienes se ven privados de la posibilidad de decidir por sí mismos qué riesgos tomar en la carretera.

Para ver por qué esas normas «protectoras» adolecen de serios inconvenientes, imaginemos que el gobierno prohibiera la venta de cualquier vehículo por debajo de la calidad de un Mercedes Benz. ¿No aseguraría aquello que todos condujéramos los coches más seguros? El problema es que, claro, solo los que pueden permitirse un Mercedes Benz seguirían conduciendo. O pensémoslo un poco. ¿Por qué no triplica el gobierno el salario mínimo? ¿No estaríamos todos ganando mucho dinero? Bueno, lo harían los que aún tuvieran trabajo. Los otros no. El gobierno no puede hacer magia con sus leyes, aunque muchas personas lo piensen.

En una democracia no solo tienes que hacer lo que el gobierno te manda, aunque básicamente todo lo que haces necesita su permiso. En la práctica, los individuos conservan muchas libertades, si bien el énfasis se pone en el permiso. Todas las libertades que ejercemos en una nación democrática son otorgadas por el Estado y se nos pueden retirar en cualquier momento.

Aunque nadie pide permiso al Estado para tomarse una cerveza, ese consentimiento es, sin embargo, implícitamente requerido. Nuestro democráticamente elegido gobierno puede prohibir la cerveza, si quiere. De hecho, esto ocurrió en Estados Unidos durante la Ley Seca. Hoy en día, en Estados Unidos uno tiene que tener 21 años para tomarse una cerveza.

Otros estados democráticos cuentan con leyes similares. En Suecia solo es posible comprar licor en tiendas estatales. En muchos países la prostitución es ilegal. Los ciudadanos noruegos no pueden ni siquiera «comprar sexo» fuera de Noruega. En los Países Bajos necesitas permiso del gobierno para construir un cobertizo o para cambiar la apariencia de tu casa. Es evidente que hablamos de ejemplos de dictadura, no de libertad.

A veces se argumenta que, en las democracias occidentales, la mayoría no puede hacer lo que quiera, o incluso que en las democracias las minorías cuentan con derechos típicamente protegidos. Esto no es más que un mito. Cierto, existen actualmente unas cuantas minorías que gozan de «protección» especial del Estado, como las feministas, los gays o las minorías étnicas. Otras minorías como los mexicanos, los fumadores, los empresarios, los consumidores de drogas o los cristianos no pueden contar con tal tratamiento privilegiado. La popularidad de ciertas minorías tiene más que ver con la moda que con la democracia.

Las razones por las que en una democracia se deja en paz o trata preferencialmente a ciertas minorías son diversas. Algunas minorías son muy reivindicativas e inmediatamente toman las calles cuando sus «derechos» (es decir, privilegios) son amenazados, por ejemplo, ciertos trabajadores públicos o sindicalistas o agricultores en Francia. Otros son tratados con cautela, porque se teme que reaccionarán agresivamente cuando se les obligue a cumplir las reglas, como los hooligans de fútbol, las pandillas étnicas o los activistas verdes. Si los fumadores, que en su día fueron una mayoría, hubieran respondido violentamente ante el recorte de sus libertades, probablemente muchas de las leyes antitabaco no se habrían aprobado.

El punto es que, no hay nada en el sistema democrático en sí (o en el principio de la democracia) que garantice los derechos de las minorías. El propio principio de la democracia es precisamente que la minoría no tiene derechos inalienables. El parlamento o el congreso pueden adoptar cualquier ley que quieran sin tener en consideración a las minorías. Y las modas cambian. La minoría predilecta de hoy puede convertirse en el chivo expiatorio de mañana.

Pero ¿no es verdad que las democracias tienen constituciones que nos protegen de la legislación tiránica de la mayoría? Hasta ahora sí. No obstante, es importante resaltar que la Constitución americana fue adoptada antes de que Estados Unidos tuviera una democracia. Además, la Constitución puede ser modificada por el sistema democrático, si la mayoría lo quiere, y a menudo lo ha sido. La Ley Seca fue aprobada por una modificación constitucional. Lo mismo ocurrió con el impuesto sobre la renta (aunque la validez de esta enmienda ha sido puesta en cuestión). La propia existencia de las modificaciones constitucionales muestra que esta está sujeta al control democrático, es decir, al mandato de la mayoría. Y tampoco es que la Constitución original fuera perfecta: permitía la esclavitud.

Otros estados democráticos tienen constituciones que protegen todavía menos la libertad individual que la Constitución de Estados Unidos. De acuerdo a la Constitución holandesa, el Estado debe proveer puestos de trabajo, vivienda, medios de vida, sanidad y redistribución económica, entre otras cosas. Dicha Constitución se parece más a un programa electoral socialdemócrata que a un manifiesto de la libertad individual. La Unión Europea intentó aprobar una constitución que decía lo siguiente: «Obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa, basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de precios, en una economía social de mercado altamente competitiva, tendente al pleno empleo y al progreso social y con un nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente». Estos y otros artículos en el documento dan a las autoridades europeas un amplio margen de maniobra para regular los asuntos de la gente. Por cierto, las poblaciones de Francia y Holanda votaron en contra de esta constitución en referéndums. A pesar de ello, gran parte de su contenido salió adelante a través del Tratado de Lisboa.

De la democracia también se dice con regularidad que va de la mano de la libertad de expresión. Esto, de nuevo, no es más que un mito. No hay nada en la idea de democracia que favorezca la libertad de expresión, como ya descubriera Sócrates. Los países democráticos cuentan con todo tipo de normas que limitan la libertad de expresión. En Holanda está prohibido insultar a la reina.

En Estados Unidos, la Primera Enmienda de la Constitución garantiza la libertad de expresión, pero, con excepción de la obscenidad, la difamación, la incitación al desorden, las palabras de lucha, el acoso, las comunicaciones privilegiadas, los secretos comerciales, el material clasificado, los derechos de autor, las patentes, la conducta militar, el discurso comercial, y las restricciones de modales de acuerdo al contexto de tiempo y lugar. Estas son un montón de excepciones.

El punto a destacar, sin embargo, es que la Constitución americana –y la «libertad de expresión» que vino con ella– fue adoptada antes de la llegada de la democracia. La razón por la que la gente de las democracias occidentales disfruta de una serie de libertades no es porque sean democracias, sino porque tienen tradiciones liberales que surgieron entre los siglos XVII y XVIII, antes de la democracia. Muchas personas en estos países no quieren perderlas, aun si el espíritu de libertad es constantemente erosionado por el espíritu de la intervención democrática.

En otras partes del mundo la gente se siente menos apegada a sus libertades personales. Muchas democracias no occidentales muestran muy poco respeto por la libertad individual. En países democráticos islámicos como Pakistán, las mujeres tienen muy poca libertad y no existe gran libertad de expresión o religión. En tales países la democracia es una justificación para la opresión. Si la democracia fuera introducida en monarquías absolutas como Dubái, Qatar o Kuwait, probablemente redundaría en menos en lugar de en más libertad. Los palestinos en la Franja de Gaza eligieron democráticamente al fundamentalista, no muy amigo de la libertad, Hamás (un resultado que luego, irónicamente, no fue aceptado por Estados Unidos y otras democracias occidentales).


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.

Print Friendly, PDF & Email