10 lecciones de economía (que los gobiernos quisieran ocultarle) – Bonus

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Bonus 1: Qué es la empresa y por qué tiene un rol social benévolo

Las empresas son el mecanismo (herramienta, institución) más potente que tiene una sociedad para crear riqueza. Y para crear riqueza evidentemente se requiere de equipos humanos, más especializados mientras más valor agregado implique esa creación de riqueza. Es decir, las empresas crean bienestar y empleos.

Las empresas por definición son privadas. Esto porque al asumir riesgos sobre posibles pérdidas propias (con dinero propio), los inversionistas tendrán mucho más cuidado al utilizar recursos buscando maximizar el acierto en sus proyectos. En esto cabe una aclaración: las empresas no maximizan “ingresos monetarios” siempre ni por definición. Esa visión de la “caja maximizadora” es una caricatura neoclásica sobre el auténtico proceso empresarial. Una empresa no busca maximizar ingresos presentes ni siquiera ingresos futuros. Puede tener como prioridad como sucede en países de alta capitalización como Japón de los 60′s o Alemania en los 50′s volverse simplemente más valiosa y así indirectamente volver a su sociedad más rica mientras lo hace también por sus accionistas. Es decir, sus inversionistas pueden poner su valor de largo plazo por encima de los ingresos (dividendos) del momento. No sólo eso: una empresa puede buscar satisfacer objetivos mixtos entre financieros y sociales de muy diversa índole. A un empresario puede importarle más contratar a sus sobrinos aunque no sean los más idóneos pero sentir que genera empleo para gente muy querida o puede preferir cuidar el río aledaño que minimizar costos y maximizar ganancias. Toda generalización como “a los empresarios no les importa el medio ambiente” o “sólo les importa el dinero” es infantil y habla más sobre quien la utiliza que sobre un rol en sociedad que desempeñarán por definición individuos cargados de matices.

Científicamente hablando, una empresa es o forma parte de una red de contratos como han señalado importantes teóricos. Es decir, un cúmulo de obligaciones adquiridas y recurrentes hacia los clientes, proveedores, empleados -incluyendo la gerencia y supervisores que no son sino un tipo de empleados- de parte de los accionistas y hacia ellos. En la empresa por ende, se aprende y refuerza el sentido de honrar los tratos adquiridos hacia otros. Virtudes que se derraman a la sociedad entera proceden de la empresa: cumplimiento, calidad, puntualidad y creación de valor. Las empresas entonces no sólo aportan riqueza y empleo sino también riqueza cultural a las sociedades.

Se ha dicho que las empresas son “seres” amorales, pero más bien podríamos decir que las empresas en tanto organizaciones reflejan el estado ético de una sociedad en un momento determinado. Las empresas tienen culturas organizacionales que reflejan la cultura local en que se desenvuelven pero son a la vez una gigantesca oportunidad de mejorarlas desde lo profesional y ético. Hay un proceso dialéctico empresa-hogar en el juego de valores, podría decirse.

Sin embargo todo esto no es intuitivo ni mucho menos. La comprensión y aprecio respecto al rol de la empresa en una sociedad no viene “por sí mismo”. Como suele ocurrir en otros asuntos humanos, no basta ver para comprender. Uno puede pensar que la empresa es un juego de explotación (en el sentido de estafa intrínseca) o una mera fachada en que tanto consumidor como empleado salen perjudicados en beneficio de los gerentes y accionistas (es decir, capitalistas) de ella. Sin embargo como toda institución mengeriana, la empresa no es un diseño sino el fruto de prácticas comunes y voluntarias. Y como todo lo voluntario -dado que el ser humano elige pensando en mejorar su situación psíquica y material- se trata de una situación ganar-ganar para todas las partes.

  • El capitalista/inversionista/accionista (sinónimos todos), obtiene la satisfacción de ver su visión plasmada en la realidad, de poseer un activo (la empresa, que puede vender eventualmente) cada vez más valioso si hace las cosas bien y de obtener una rentabilidad (ganancias, dividendos).
  • El asalariado (sea gerente, supervisor u “obrero”) obtiene un ingreso estable que de otro modo no tendría -pensemos en las alternativas: el agro, ventas o emprendimientos personales- así como herramientas, un equipo humano, unos clientes y un producto que vuelven su tiempo largamente más valioso de lo que sería si operase autónomamente.
  • El proveedor obtiene un cliente que le compra volumenes interesantes de insumos. Eso alivia su riesgo empresarial (producir algo y no tener a quién vendérselo) y puede enforcarse con relativamente más calma a la producción. Un proveedor tiene un rol a medio camino entre el capitalista y el empleado: es un poco empresario y un poco empleado, podría decirse, pues no lidia con el caprichoso cliente final pero tampoco tiene un ingreso a cambio del cual debe “casarse” con la empresa. Tiene algo de la seguridad y algo de la libertad relativas de ambos roles anteriores.
  • El cliente se beneficia de una cadena de ahorro invertido, conocimientos profesionales y artesanales así como del cúmulo de conocimientos -”know-how”- particular de una empresa para ofrecerle un servicio o producto tangible de características únicas.

Como podemos ver, una empresa permite formas de cooperación humana imposibles en otros contextos. Es menos “espontánea” que un grupo de amigos por ejemplo, pero ciertamente logra más objetivos con muchísimas menos fricciones. Es menos “democrática” que una asamblea de barrio o provincial, pero sigue una visión bastante menos frankensteiniana. Es menos “cariñosa” que una familia, pero uno puede abandonarla y buscar otra con valores y prioridades más afines a uno siempre y cuando uno posea talentos y talante que la otra empresa busque sumar a su equipo humano.

La empresa, debe decirse finalmente, al permitir una elevación de la productividad ya sea en cantidades o calidades es un motor de liberación del tiempo humano. Esto también resulta contraintuitivo, pues parece que nos pasamos la vida en la empresa. Sin embargo gracias a la empresa -empezando por esas sucias y peligrosas fábricas textiles de la Revolución Industrial o quizás mucho antes- no necesitamos pasar 16 horas diarias o más en el campo. A veces creemos que el trabajo en la urbe puede ser “tiránico” o “explotador” pero claramente -al permanecer en la ciudad cada año- lo preferimos a su alternativa mucho más extenuante y con más horas diarias: trabajar la tierra. Y tierras abundantes hay en todo el mundo, asi es que claramente miente o se autoengaña quien cree que “no tiene otra alternativa”. Los países y ciudades con empresas más exitosas, tienen jornadas laborales más cortas y más flexibles que sus similares de baja empresarialidad.

En resumen, la empresa es una de las instituciones más importantes de una sociedad en especial si se quiere que ésta sea dinámica con alta especialización, buenas profesiones y bien pagadas así como bienes y servicios de alta calidad y/o bajo precio. Son un sistema productivo como ningún otro, aunque nuestra cultura latinoamericana diste mucho de apreciarla en lugar de atacarla a nivel ideológico y acciones gubernamentales.

Bonus 2: Qué es el mercado, por qué es profundamente humano y por qué las concesiones y licitaciones no son parte de él.

I.  Por qué las concesiones y licitaciones no son el mercado

Luego de cien años de agresivo estatismo en las ideas (medios, facultades, debate público) y las políticas públicas, se han creado una serie de confusiones tan lamentables como innecesarias. Nos referiremos en esta ocasión a las concesiones y las licitaciones públicas a través de dos mitos ampliamente divulgados sobre aquellas.

Mito #1: debido a que participan actores privados, es un mecanismo de mercado.

Debido a que hay rivalidad -dentro de parámetros elegidos gubernamentalmente- se cree que eso “es como” la competencia empresarial en el mundo real. Pero no. El cliente y el usuario se divorcian en una concesión. El usuario será el ciudadano que requiera de esos servicios (sea una carretera, atención de salud o recolección de basura) mientras que habrá un mono-cliente (técnicamente hablando, será un monopsonio). Cliente y usuario quedan divorciados. Sí, el mono-cliente aducirá razones tecnocráticas sobre su capacidad de velar por los intereses de los usuarios mejor que ellos mismos. Pero en la práctica la libertad de elegir de los usuarios quedará conculcada a favor del mono-cliente.

No sólo eso sino que se viola también y al mismo tiempo el derecho a elegir y ser elegido por otros ciudadanos en cuanto a proveedor de servicios. Si alguien quiere construir una carretera o formar una microempresa barrial de recolección de basura para expandirse a otros barrios, no podrá hacerlo. El derecho al trabajo, a emprender profesionalmente en una línea determinada, es violado por un monopolio que supuestamente está a nuestro servicio (el gobierno local o nacional). Entonces perdemos libertad por partida doble con las concesiones (con o sin licitaciones): ya no podemos elegir proveedor abiertamente y ya no podemos ser abiertamente elegidos como proveedores de cualquier cosa que el gobierno se reserva para sí y -como gran cosa- delegarla.

Mercado es cuando a cuenta y riesgo propios un proveedor depende del cliente-usuario (funciones sin divorcio vía fuerza gubernamental) a través de compras/pagos repetidos para existir y prosperar. Recordemos que a) no existen monopolios naturales como demostró el prof. Dilorenzoy b) en el Chile de hoy en día compiten cinco empresas de telefonía celular por la preferencia del cliente-usuario y varias por proveerle electricidad, agua potable, telefonía fija y gas por tubería. Los barrios bien podrían elegir de entre una lista creada por los propios vecinos -o un second-best nada ideal, precalificada por el propio gobierno- a su proveedor de recolección de basura, mantenimiento de jardines y aceras y reparaciones varias. Un monopolio concesionado sigue siendo monopolio y todo monopolio es una criatura gubernamental en su origen y mecanismos de supervivencia.

Mito #2: logran lo mejor de ambos mundos, la misión social gubernamental y la eficiencia privada.

Este segundo mito tiene que ver con la idea de que el sector privado es el reino de la eficiencia y el gubernamental el de la misión social. En realidad el sector privado es el sector voluntario. Su superioridad es ética antes que técnica. Y técnicamente “sector privado” significa muy poco si su nivel de regulaciones le vuelve un campo de privilegios -bajo pretextos de regularle “para proteger al usuario”. Un sector privado libre o muy poco regulado es un situación liberal, de mercado. Un sector privado muy regulado es una situación mercantilista conocida últimamente como “neoliberal” (economía mixta, con privilegios). Es decir, tiene el afán de lucro como motor pero no los beneficios de precios y variedad que vienen con la competencia real por el cliente-usuario unificado. Y tiene mecanismos (licitaciones o incluso sin licitaciones) que impiden a proveedores no calificados (por el ente gubernamental) participar cuando muy probablemente el público sí les elegiría. Sobre este último punto es vital decir que la gente tiene combinaciones preferidas de costo-beneficio muy distinto a la de los tecnócratas. Un tecnócrata puede imponer el uso de Linux en escuelas privadas cuando éstas pudieron haber elegido Microsoft por respaldo al cliente o compatibilidad o simples gustos personales. Incluso si eligen algo mejor -como bien podría alegarse en este caso- impiden al público elegir y ejercer su derecho a discrepar o equivocarse. Es por eso que el mecanismo de concesiones y licitaciones de obras/servicios al público no implica “lo mejor de ambos mundos” sino en apariencia (y quizás comparado con la decadencia progresiva de cualquier cosa estatal luego de su inauguración) sino en al menos un par de sentidos, lo peor de ambos mundos.

En resumen: tener un mono-cliente gubernamental eligiendo por el usuario viola derechos consuntivos y productivos, pero a la vez genera incentivos culturalmente corruptos al crear castas de proveedores al gobierno, lejos de la auténtica acción ciudadana de abajo hacia arriba. No sólo las concesiones -licitadas abiertamente o asignadas de forma más oscura- no representan el mercado sino que -me atrevo a puntualizar- ni siquiera forman parte de él.

II.  ¿Hay que humanizar al Mercado?

Uno de los conceptos más fastidiosos que uno puede encontrar en un debate, es aquel de que si bien técnicamente hablando una economía libre (el libre mercado) es más eficiente y productiva, resulta impersonal y es mejor intervenirle o regularle para “humanizarlo”.

Analicemos algunos planteamientos usuales:

1.- “El mercado es frio e impersonal”

Se ha realizado estudios que muestran cómo el límite natural a una comunidad de personas es de 150 individuos. Más allá de eso, los vínculos tribales se rompen y se necesita institucionalidad más que vínculos personales para mantener el funcionamiento del tejido social. En otras palabras, los grupos grandes necesitan reglas más que camaradería o vínculos de sangre.

Por lo tanto, si queremos beneficiarnos de la división del trabajo (como la que le permite utilizar la computadora con la que pretendería contradecirlo, pues está hecha en Asia), necesitamos relacionarnos con extraños. 150 personas producen una división del trabajo muy primitiva, garantizando la limitación que actualmente llamaríamos “pobreza”. Por ende, el sistema social debe basarse en reglas e instituciones que respondan a esa necesidad de confianza para el intercambio de todo tipo en las relaciones humanas. A una persona al otro lado del globo, o al otro lado del valle (da igual), me debe ligar un poco más que mi fe en la raza humana. Una letra bancaria o un juez tienden a ayudar. Y esas instituciones son algo técnico, pero establecido por seres humanos. Tal vez nos gustaría la idea de una abuelita prestándonos dinero en vez de un cajero desconocido, o el tío Alfonso regañándonos en vez de un policía llevándonos ante un juez. Pero ni modo, parte de madurar es aceptar que el mundo está mayormente lleno de gente que no conocemos y a la cual podemos beneficiar beneficiándonos sin necesidad de cercanía.

Por lo tanto, si bien el mercado está compuesto de instituciones y aquellas no regalan pasteles de manzana y un vaso de leche, son de extremo beneficio para la sociedad.

2.- “El mercado es desalmado y cruel”

Responda Ud. esto: ¿Prefiere que le paguen más o que le paguen menos? Y ahora esto: ¿Prefiere pagar más o pagar menos por la misma cosa?

La constante búsqueda de ofertas ventajosas y de clientela igualmente favorable, en forma de subasta que -lo reconozcamos o no- llevamos a cabo diariamente, no es cruel. Si fuese cruel, al ejercer Ud. su naturaleza humana estaría siendo un poco cruel. Y la suma de crueldades individuales conformaría un sistema económico cruel. La verdad es que como se dijo antes, el proceso es impersonal. Y así es mejor. No se detiene por nadie. Cada cual busca la combinación que le plazca -en ese momento- de beneficio síquico y monetario en su escala de valores, y la suma de todo eso constituye el mercado.

Es curioso que, como dijera Ayn Rand, el trabajador que quiere un alza salarial sea visto con simpatía, pero el empresario que quiere ahorrar en costos laborales sea visto con animadversión. Son dos facetas de la misma naturaleza, con distintos roles. Bien haría el “humanista” o “humanizador” en estudiar las consecuencias reales y armónicas del proceso en su conjunto.

Lo sorprendente, hasta que uno estudia un poco de Economía, es que el resultado es altamente benévolo, y más beneficioso relativamente mientras peor uno esté relativamente. En un mercado realmente libre (gobierno limitado, bajísimos o inexistentes impuestos, ley y no legislación, dinero de mercado), el emprendedor jamás puede librarse de las consecuencias beneficiosas para los demás de sus actos de autointerés: sencillamente no se enriquece sin mejorar la vida de los demás en aún mayor medida.

3.- “La acción colectiva concertada (en su forma política) es más humana que el mercado”

Eso es, sencillamente, la fatal arrogancia. Pensar que la concertación de mentes en forma de asamblea, cónclave, plan estratégico o similar, puede superar la suma de acciones descentralizadas de individuos que conocen su propia situación y recursos en forma dinámica, es un acto soberbio. El problema de un arreglo político en vez de uno económico, es uno de naturaleza epistemológica entre otras cosas.

¿Ha visto Ud. o asistido alguna vez a una asamblea? ¿No pensó nunca que hubiera sido mejor ni siquiera iniciarla y que el arreglo resultante va a perjudicar a minorías porque las mayorías (dependiendo del tema o asunto) así lo deciden? Lo que el mercado hace es proporcionar una forma lo más humana posible, es decir respetando la búsqueda de la felicidad subjetivamente trazada, de colaborar con el prójimo. Ni más ni menos.

4.- “¿Es posible superar la era capitalista de la humanidad?”

‘Capital’ es un término relativamente nuevo, pero sencillamente indica una porción de riqueza personal o conjunta en un territorio que se encuentra en algún proceso de reproducirse o multiplicarse. El capital es riqueza actualmente empleada en distintos planes para mantener la misma proporción de riqueza o una superior. Abandonar el capitalismo significa abrazar el consumismo puro, es decir, utilizar riqueza creada o descubierta (recursos naturales) sin ninguna porción de ella dispuesta para mantenimiento de su cantidad y calidad, y tampoco para su incremento. Los bienes de capital -otro término cuasi novedoso- son bienes (objetos que apreciamos) que sirven para producir bienes de consumo (los que realmente vamos a utilizar los no-productores de esa actividad o bien específicos). En resumen, no, no es posible superar la era capitalista de la humanidad. Hemos tenido eras de estancamiento y destrucción económica en todos los países, pero si nuestras voluntades sumadas deciden que queremos más riqueza o al menos la misma, necesitamos un sistema social capitalista y no consumista o destructivo (guerrero, por ejemplo).

5.- “¿No sería mejor un sistema social de cooperación en vez de uno de competencia?”

La pregunta misma parece suponer que la competencia es una alternativa deseable sólo en ciertos aspectos comparada con la ausencia de ella. La verdadera pregunta debe ser ¿Considera Ud. deseable que sólo a una persona u organización se le autorice a realizar cada actividad en un territorio? La respuesta de cualquier persona sensata es un ‘no’. La alternativa a la competencia no es la fraternidad, es el monopolio. La fraternidad no desaparece porque exista rivalidad empresarial. En una sociedad de desconocidos (un pueblo de más de 1000 habitantes) es sencillamente impensable no tener instituciones que pueden parecer ‘frías’ o ‘impersonales’, como empresas, bancos, cortes, competencia, precios, etc. Sin embargo la alternativa es inmoral e impráctica, y más bien el resultado de ese proceso es altamente benévolo. Si abandonamos un pueril deseo de vivir por siempre en el útero materno, entenderemos que los desconocidos no pueden ser todos nuestros hermanos. Pero podemos beneficiarnos en intercambios mutuos, directos e indirectos, para el bien de nosotros y quienes sí son parte de nuestro círculo personal. Aceptar la realidad de la cooperación social voluntaria y basar nuestras relaciones en el respeto como requisito para cualquier forma fraternal, da como resultado el no interferir con los planes productivos de los demás aunque ingresen en nuestra actividad y disputen nuestra clientela. El mismo proceso sucediendo en el resto de industrias a la vez compensa largamente a nuestro favor el tener que tolerar esa rivalidad.

El mercado no necesita ser humanizado. La suma en ausencia del uso de la fuerza de nuestras humanidades, es el mercado. Humanicemos nuestros conceptos, por favor.

EPÍLOGO: el consumismo no es hijo del Estado y no del mercado libre

Imagine usted, estimado lector, que le anuncian que tiene solo 48 horas más de vida. Ninguna de las cosas que usted haga será pensada para rendir su fruto (consumo) más allá de esos dos días. Su horizonte temporal se reduce drásticamente. A nivel personal una tragedia como una enfermedad reduce el horizonte temporal. A nivel social un desastre natural o una guerra tienen el mismo efecto: destruyen los incentivos para pensar a futuro (invertir) y aumentan exageradamente aquellos para disfrutar lo que no está asegurado en el futuro (consumir).

Una medida objetiva, que es fundamentalmente la diferencia de valoración entre bienes presentes y bienes futuros, es la tasa de interés. Cuando la mentalidad protegía los derechos individuales en los siglos anteriores al XX, las tasas de interés bajaron constantemente como producto del proceso económico, y por ende una mayor certeza con respecto al futuro. La subsistencia estaba asegurada gracias a la creación de bienes de capital y al ahorro acumulado. Sin embargo, la tasa de interés del llamado Primer Mundo retrocede 500 años luego de la Segunda Guerra Mundial y permanece alta. ¿Por qué? Solo existe un fenómeno capaz de reducir permanentemente las expectativas futuras de grandes poblaciones: el estatismo. El propio Vladimir Ulianov -Lenin- llamaba al Estado un aparato de opresión. Frederic Bastiat explicó: “El Estado es la gran ficción a través de la cual todos pretendemos vivir de los demás”. Sobre todo el concepto de Bastiat nos ayuda a entender: cuando hay rapacidad redistributiva y el aparato de los medios políticos lo permite, la gente ve seriamente afectada su capacidad práctica para invertir en el largo plazo.

La inversión en uno mismo y la inversión material en una empresa cultural o comercial se llaman capitalización. Pero lo contrario a la capitalización, al avance integral, es el consumismo. Este es nada más y nada menos que el efecto socioeconómico, y por ende cultural, de la reducción drástica del horizonte temporal. Piense qué reacción tiene usted cuando un nuevo gobierno le trae incertidumbre. Usted tenderá a disfrutar de placeres personales y familiares que tal vez no pueda satisfacer luego. Esto, a expensas de nuevos estudios, planes personales e inversiones de mediano o largo plazo en el propio país.

En nuestra América Latina la discrecionalidad de los funcionarios, la deuda estatal, prohibitivas tasas de impuestos para un país que pretende desarrollarse, el centralismo estatista y decenas de miles de cuerpos legales activos, crean más que suficientes barreras para nuestro horizonte temporal.

El autoconsumo, la distorsión de valores y el consumismo son ineludibles efectos de forzar el espíritu humano hacia el corto plazo mediante atenazar el futuro. La comprensión de ese fundamental principio praxeológico desarma la pretensión de echarle la culpa del consumismo y la decadencia social al libre mercado. Aquí no hemos tenido ni tenemos libertad económica y gobierno limitado como la Europa antes de la Segunda Guerra, pero sí toda la problemática de un país con horizonte temporal minúsculo y sin un capital cultural y material acumulado que amaine sus efectos.


El resto del libro lo pueden encontrar en formato Kindle (para iPad o PC también) en http://bit.ly/10Lecciones.

Juan Fernando Carpio es economista de la Escuela Austriaca, coach empresarial e individual (motivación, liderazgo, crecimiento personal) y articulista bajo la perspectiva libertaria. Escribe regularme en el Instituto Ludwig von Mises Ecuador y en su blog personal que pueden encontrar aquí.

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