Fascismo

1

Cuando estalló la guerra en 1914, el partido socialista italiano estaba dividido sobre la política a adoptar.

Un grupo se atenía a los rígidos principios del marxismo. Esta guerra, sostenían, es una guerra de los capitalistas. No es posible que los proletarios se alineen con cualquiera de las partes beligerantes. Los proletarios deben esperar a la gran revolución, la guerra civil de los socialistas unidos contra los explotadores unidos. Debían defender la neutralidad italiana.

El segundo grupo estaba profundamente afectado por el odio tradicional a Austria. En su opinión, la primera tarea de los italianos era liberar a sus camaradas no salvados. Solo entonces llegaría el día de la revolución socialista.

En este conflicto, Benito Mussolini, el hombre más importante en el socialismo italiano, eligió al principio la postura marxista ortodoxa. Nadie podía sobrepasar a Mussolini en celo marxista. Era el intransigente defensor del credo más puro, el inflexible defensor de los derechos de los proletarios explotados, el elocuente profeta del gozo socialista en el provenir. Era un firme enemigo del patriotismo, el nacionalismo, el imperialismo, el gobierno monárquico y todas las creencias religiosas. Cuando Italia inició en 1911 la gran serie de guerra con un ataque a traición a Turquía, Mussolini organizó manifestaciones violentas contra el envío de tropas a Libia. Ahora, en 1914, calificaba a la guerra contra Alemania y Austria como una guerra imperialista. Seguía entonces bajo la influencia dominante de Angelica Balabanoff, la hija de un rico terrateniente ruso. La señorita Balabanoff le había iniciado en las sutilezas del marxismo. A sus ojos, la derrota de los Romanov era más importante que la derrota de los Habsburgo. No tenía ninguna simpatía por las ideas del Risorgimento.

Pero los intelectuales italianos eran ante todo nacionalistas. Como en todos los demás países europeos, la mayoría de los marxistas ansiaban guerras y conquistas. Musolini no estaba dispuesto a perder su popularidad. Lo más odiaba era no estar en el lado de la facción victoriosa. Cambió de opinión y se convirtió en el más fánatico defensor del ataque italiano a Austria. Con ayuda financiera francesa, fundó un nuevo periódico para luchar por la causa de la guerra.

Los antifascistas cusan a Mussolini por esta deserción de las enseñanzas del rígido marxismo. Fue sobornado, dicen, por los franceses. Pero incluso esta gente debería saber que la publicación de un periódico requiere fondos. Ellos mismos no hablan de soborno si un estadounidense rico proporciona a alguien el dinero para la publicación de un periódico de un compañero de viaje o si los fondos fluyen misteriosamente a las empresas editoras comunistas. Es un hecho que Mussolini entro en la escena política mundial como un aliado de las democracias, mientras que Lenin entró en ella como un virtual aliado de la Alemania imperial.

Más que cualquier otro, Mussolini fue fundamental en lograr la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial. Su propaganda periodística hizo posible que el gobierno declarara la guerra a Austroa. Solo aquella poca gente que piense que la desintegración del Imperio Austro-Húngaro selló la condena de Europa tiene derecho a encontrar un defecto en esta actitud. Solo aquellos italianos que empiecen por entender que el único medio de proteger a las minorías italohablantes en los distritos litorales de Austria contra las mayorías eslavas iba a preservar la integridad del estado austriaco, cuya constitución garantizaba iguales derechos a todos los grupos lingüísticos son libres de acusar a Mussolini. Mussolini fue una de las figuras más despreciables de la historia. Pero sigue siendo cierto que su primera gran acción política sigue teniendo la aprobación de todos sus compatriotas y de la inmensa mayoría de sus detractores extranjeros.

Cuando la guerra llegó a su fin, la popularidad de Mussolini disminuyó. Los comunistas, muy populares por los acontecimientos en Rusia, seguían adelante. Pero la gran aventura comunista, la ocupación de las fábricas en 1920, acabó con un completo fracaso y las masas desalentadas recordaron al antiguo líder del partido socialista. Acudieron en masa al nuevo partido de Mussolini, el fascista. La juventud alababa con turbulento entusiasmo al pretendido sucesor de los césares. Mussolini presumía en años posteriores de haber salvado a Italia del peligro del comunismo. Sus enemigos responden apasionadamente a sus afirmaciones. El comunismo, dicen, ya no era un factor real en Italia cuando Mussolini tomó el poder. La verdad es que la frustración del comunismo acrecentó las filas de los fascistas e hizo posible que destruyeran todos los demás partidos. La abrumadora victoria de los fascistas no fue la causa, sino la consecuencia del fracaso comunista.

El programa de los fascistas, tal y como se escribió en 191, era vehementemente anticapitalista.[1] Los newdealers más radicales e incluso los comunistas pueden estar de acuerdo con él. Cuando los fascistas llegaron al poder, habían olvidado aquellos puntos de su programa que se referían a la libertad de pensamiento y prensa y al derecho de reunión. En este aspecto eran discípulos conscientes de Bujarin y Lenin. Además, tampoco suprimieron, como habían prometido, las grandes empresas industriales y financieras. Italia necesitaba desesperadamente crédito exterior para el desarrollo de sus industrias. El principal problema del fascismo,  en los primeros años de su gobierno, fue ganarse la confianza de los banqueros extranjeros. Habría sido suicida destruir las grandes empresas italianas.

La política económica fascista (al principio) no se diferenciaba esencialmente de las de otras naciones occidentales. Era una política de intervencionismo. Con el paso de los años, se aproximó cada vez más al patrón nazi del socialismo. Cuando Italia, tras las derrota de Francia, entró en la Segunda Guerra Mundial, su economía estaba en buena parte modelada siguiendo el patrón alemán. La principal diferencia era que los fascistas eran menos eficientes e incluso más corruptos que los nazis.

Pero Mussolini no podía permanecer sin una filosofía económica de su propia invención. El fascismo se planteaba como una nueva filosofía, inaudita hasta entonces y desconocida para todas las demás naciones. Afirmaba ser el evangelio que el resucitado espíritu de la antigua Roma traía a los decadentes pueblos democráticos cuyos bárbaros antepasados habían destruido una vez el Imperio Romano. Era al tiempo la consumación del Renacimiento y del Risorgimento, la liberación final del genio latino del yugo de las ideologías extranjeras. Su brillante líder, el incomparable Duce, estaba llamado a encontrar la solución definitiva a los acuciantes problemas de la organización económica de la sociedad y la justicia social.

Del basurero de utopías socialistas descartadas, los intelectuales fascistas rescataron el programa del socialismo gremial. El socialismo gremial fue muy popular entre los socialistas británicos en los últimos años de la Primera Guerra Mundial y los primeros años que siguieron al Armisticio. Era tan impracticable que desapareció muy pronto de la literatura socialista. Ningún estadista serio prestó nunca atención a los planes contradictorios y confusos del socialismo gremial. Estaba casi olvidado cuando los fascistas lo agregaron a una nueva etiqueta y proclamaron pomposamente al corporativismo como la nueva panacea social. La gente dentro y fuera de Italia quedó cautivada. Se escribieron  innumerables libros, panfletos y artículos alabando al stato corporativo. Los gobiernos de Austria y Portugal declararon muy pronto que seguirían los nobles principios del corporativismo. La encíclica papal Quadragesimo Anno (1931) contenía algunos párrafos que podrían interpretarse (no necesariamente) como una aprobación del corporativismo. En Francia sus ideas encontraron muchos defensores elocuentes.

Era mera palabrería. Los fascistas nunca hicieron ningún intento de llevar a cabo el programa corporativista, el autogobierno industrial. Cambiaron el nombre de las cámaras de comercio por consejos corporativos. Llamaron corporazione a las organizaciones obligatorias de los diversos sectores industriales que eran las unidades administrativas para la ejecución del patrón alemán del socialismo que habían adoptado. Pero no hubo nada de autogobierno de las corporazione. El gabinete fascista no toleraba la interferencia de nadie en su control autoritario absoluto de la producción.  Todos los planes para el establecimiento del sistema corporativo quedaron como letra muerta.

El principal problema de Italia es su relativa superpoblación. En esta época de barreras al comercio y la emigración, los italianos están condenados a subsistir permanentemente en un nivel inferior de vida al de los habitantes de los países más favorecidos por la naturaleza. Los fascistas solo veían un medio para arreglar esta desgracia situación: la conquista. Eran demasiado estrechos de mente como para entender que la reparación que recomendaban era falsa y peor que el mal a combatir. Estaban además tan completamente cegados por el engreimiento y la vanagloria que no se dieron cuenta de que sus discursos provocativos eran sencillamente ridículos. Los extranjeros a los que retaban insolente­mente sabían muy bien lo insignificantes que eran las fuerzas militares de Italia.

El fascismo no fue, como presumían sus defensores, un producto original de la mente italiana. Empezó como una escisión en las filas del socialismo marxista, que indudablemente era una doctrina importada. Su programa económico se tomó del socialismo alemán no marxista y su agresividad fue igualmente copiada a alemanes, los Alldeutscher o pangermanos, antecesores de los nazis. Su dirección de los asuntos públicos era una réplica de la dictadura de Lenin. El corporativismo, su muy publicitado adorno ideológico, era de origen británico. El único ingrediente local del fascismo era el estilo teatral de sus desfiles, espectáculos y festivales.

El efímero episodio fascista acabó en sangre, miseria e ignominia. Pero las fuerzas que generaron el fascismo no están muertas. El nacionalismo fanático es una característica común a todos los italianos actuales. Los comunistas sin duda no están dispuestos a renunciar a su principio de opresión dictatorial de todos los disidentes. Tampoco los partidos católicos defienden la libertad de pensamiento, de prensa o de religión. Hay en Italia solo unas pocas personas que comprenden de verdad que el requisito indispensable de la democracia y los derechos del hombre es la libertad económica.

Puede ser que el fascismo resucite bajo una nueva etiqueta y con nuevos lemas y símbolos. Pero si ocurre esto, las consecuencias serían nocivas. Pues el fascismo no es, como proclamaban los fascistas, una “nueva forma de vida”,[2] es más bien una vieja forma de destrucción y muerte.


[1] Este programa de reimprimió en inglés en el libro del conde Carlo Sforza, Contemporary Italy, traducido por Drake y Denise de Kay (Nueva York, 1944), pp. 295-296.

[2] Por ejemplo, Mario Palmieri, The Philosophy of Fascism (Chicago, 1936), p. 248.


Este artículo es el capítulo seis del libro Caos Planificado. Descarga el resto del libro aquí.

Print Friendly, PDF & Email