Hacia una reconstrucción de la economía de la utilidad y del bienestar

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Introducción

La valoración individual es la piedra angular de la teoría económica. Pues fundamentalmente la economía no se ocupa de cosas y objetos materiales. La economía analiza los atributos lógicos y consecuencias de la existencia de valoraciones individuales. Las “cosas” entran en la imagen, sí, ya que no puede haber valoración sin cosas que valorar. Pero la esencia y la fuerza motriz de la acción humana, y por tanto de la economía humana de mercado, son las valoraciones de los individuos. La acción es el resultado de decisiones sobre alternativas y las decisiones reflejan valores, es decir, preferencias individuales entre estas alternativas.

Las valoraciones individuales son el objeto directo de las teorías de la utilidad y del bienestar. La teoría de la utilidad analiza las leyes de los valores y decisiones de un individuo; la teoría del bienestar explica la relación entre los valores de muchos individuos y las consecuentes posibilidades de una conclusión científica sobre la deseabilidad “social” de diversas alternativas. Ambas teorías han estado últimamente zozobrando en mares tormentosos. La teoría de la utilidad se está desbandando en muchas direcciones distintas al tiempo; la teoría del bienestar, después de alcanzar las alturas de la popularidad entre teóricos económicos, amenaza con hundirse, estéril y abandonada, en el olvido.

La tesis de este trabajo es que ambas ramas relacionadas de la teoría económica pueden salvarse y reconstruirse, utilizando como principio director de ambos campos el concepto de “preferencia demostrada”.

Una declaración del concepto

La acción humana es el uso de medios para llegar a medios elegidos. Esa acción contrasta con el comportamiento observado de piedras y planetas, pues implica un propósito por parte del actor. La acción implica elegir entre alternativas. El hombre tiene medios, o recursos, que usa para llegar a varios fines; estos recursos pueden ser tiempo, dinero, trabajo, energía, tierra, bienes de capital, etc. Utiliza estos recursos para alcanzar sus fines preferidos. A partir de esta acción, podemos deducir que ha actuado para satisfacer sus deseos o preferencias mejor valorados.

El concepto de la preferencia demostrada es simplemente este: que la decisión real revela o demuestra las preferencias de un hombre; esto es, que sus preferencias pueden deducirse por lo que ha elegido en la acción. Así, si un hombre decide dedicar una hora en un concierto en lugar de en un cine, deducimos que prefería lo primero o lo ponía por encima en su escala de valores. Igualmente, si un hombre gasta cinco dólares en una camisa, deducimos que prefería comprarse la camisa a cualquier otro uso que pudiera haber encontrado para el dinero. Este concepto de preferencia, arraigado en las decisiones reales, forma la piedra angular de la estructura lógica del análisis económico, y particularmente del análisis de la utilidad y del bienestar.

Aunque un concepto similar desempeñara un papel en los escritos de los primeros economistas de la utilidad, nunca recibió un nombre y por tanto permaneció en buena parte sin desarrollar ni reconocer como un concepto distinguible. Esta visión de la preferencia como derivada de la decisión estaba presente en diversos grados en los escritos de los primeros economistas austriacos, así como en las obras de Jevons, Fisher y Fetter. Fetter fue el único que empleó claramente el concepto en su análisis. La formulación más clara y meticulosa del concepto ha estado en las obras del profesor Mises.[1]

El positivismo y la acusación de tautología

Antes de desarrollar algunas de las implicaciones del principio de la preferencia demostrada para la teoría de la utilidad y del bienestar, debemos considerar las objeciones metodológicas que se han planteado contra él. Por ejemplo, el profesor Alan Sweezy aprovecha una frase de Irving Fisher que expresaba muy sucintamente el concepto de preferencia demostrada: “Cada individuo actúa como desea”. Sweezy es un ejemplo de la mayoría de los economistas actuales, al no ser capaz de entender cómo puede hacerse esa declaración con validez absoluta. Para Sweezy, mientras no sea una proposición demostrable empíricamente en psicología, esa sentencia debe reducirse sencillamente a la tautología sin sentido: “cada individuo actúa como actúa”.

Esta crítica se basa en un error epistemológico fundamental que impregna todo el pensamiento moderno: la incapacidad de los metodologistas modernos de entender cómo la ciencia económica puede generar verdades importantes por medio de la deducción lógica (es decir, el método de la “praxeología”). Pues han adoptado la epistemología del positivismo (ahora llamado “empirismo lógico” o “empirismo científico” por sus practicantes), que aplica acríticamente los procedimientos apropiados para la física a las ciencias de la acción humana.[2]

En física, los hechos simples pueden aislarse en el laboratorio. Estos hechos aislados se conocen directamente, pero las leyes para explicar estos hechos, no. Las leyes solo pueden hipotetizarse. Su validez solo puede determinarse deduciendo lógicamente consecuencias de ellas, que puedan verificarse apelando a los hechos del laboratorio. Sin embargo, incluso si las leyes explican los hechos y sus inferencias son coherentes con ellos, las leyes de la física nunca pueden establecerse absolutamente. Pues alguna otra ley puede resultar más elegante o capaz de explicar un rango más amplio de hechos. Por tanto, en física, las explicaciones postuladas tienen que hipotetizarse de tal manera que ellas o sus consecuencias puedan probarse empíricamente. Incluso así, las leyes son solo tentativas en lugar de válidas absolutamente.

Sin embargo, en la acción humana, la situación es la contraria. No hay laboratorio en el que puedan aislarse los “hechos” y descomponerse en sus elementos simples. Por el contrario, solo hay “hechos” históricos, que son fenómenos complejos, resultantes de muchos factores causales. Estos fenómenos deben explicarse, pero no pueden aislarse o usarse para verificar o falsar ninguna ley. Por otro lado, la economía, o la praxeología, tiene un conocimiento total y completo de sus axiomas originales y básicos. Son los axiomas implícitos en la misma existencia de la acción humana y son válidos absolutamente mientras existan seres humanos. Pero si los axiomas de la praxeología son absolutamente válidos para la existencia humana, entonces lo mismo pasa con las consecuencias que puedan deducirse lógicamente de ellos. Por tanto, la economía, al contrario que la física, puede deducir verdades sustantivas absolutamente válidas acerca del mundo real mediante lógica deductiva. Los axiomas de la física solo están hipotetizados y por tanto están sujetos a revisión; los axiomas de la economía ya se conocen y por tanto son absolutamente verdaderos.[3] La irritación y perplejidad de los positivistas sobre los pronunciamientos “dogmáticos” de la praxeología derivan, por tanto, de su aplicación universal de métodos apropiados solo para las ciencias físicas.[4]

Se ha sugerido que la praxeología no es realmente científica, porque sus procedimientos lógicos son verbales (“literarios”) en lugar de matem´taico y simbólicos.[5] Pero la lógica matemática es únicamente apropiada para la física, donde los diversos pasos lógicos en el camino no tienen sentido en sí mismos, pues los axiomas y por tanto las deducciones de la física no tienen sentido en sí mismos y solo tienen sentido “operativamente”, en la medida en que puedan explicar y predecir hechos concretos. Por el contrario, en la praxeología los propios axiomas se saben verdaderos y por tanto tienen sentido. Como consecuencia, cada deducción paso a paso tiene sentido y es verdadera. Los significados se expresan mucho mejor verbalmente que en símbolos formales sin sentido. Además, simplemente trasladar el análisis económico de palabras a símbolos y luego retraducirlos para explicar las conclusiones tiene poco sentido y viola el gran principio científico de la navaja de Occam de que no debería haber una multiplicación innecesaria de entidades.

El concepto crucial de los positivistas, y que forma la base de su ataque a la preferencia demostrada, es el de “significado operativo”. De hecho, su calificativo crítico favorito es que esta y esa formulación o ley “no tiene sentido operativamente”.[6] La prueba del “sentido operativo” deriva estrictamente  de los procedimientos de la física que se han explicado antes. Una ley explicativa debe ser de tal manera que pueda probarse y descubrir empíricamente si es falsa. Cualquier ley que afirme ser absolutamente verdad y no sea capaz empíricamente de ser falsada es por tanto “dogmática” y operativamente sin sentido, de ahí la opinión positivista de que si una declaración o ley no es capaz de ser falsada empíricamente, debe ser simplemente una definición tautológica. Y de ahí el intento de Sweezy  de reducir la frase de Fisher a un identidad sin sentido.[7]

Sweezy  objeta que el “cada hombre actúa como desea” de Fisher es un razonamiento circular, porque acción implica deseo y no se llega independientemente a los deseos, sino que son descubribles mediante la propia acción. Pero esto no es circular. Pues los deseos existen en virtud del concepto de acción humana y de la existencia de acción. Precisamente lo característico de la acción humana es que está motivada por deseos y fines, frente a los cuerpos inmotivados estudiados por la física. Por eso podemos decir válidamente que la acción está motivada por deseos y aún así limitarnos a deducir los deseos concretos de las acciones reales.

El profesor Samuelson y la “preferencia revelada”

“Preferencia revelada” (preferencia revelada mediante la decisión) sería un término apropiado para nuestro concepto. Sin embargo, se adelantó Samuelson con un concepto propio aparentemente similar, pero realmente bastante distinto. La diferencia crítica es esta: Samuelson supone la existencia de una escala subyacente de preferencias que forma la base de las acciones de un hombre y que permanece constante en el curso de sus acciones a lo largo del tiempo. Samuelson usa luego procedimientos matemáticos complejos en un intento de “mapear” la escala de preferencias del individuo sobre la base de sus diversas acciones.

El error principal es aquí la suposición de que la escala de preferencias permanece constante en el tiempo. No hay razón alguna para hacer esa suposición. Todo lo que podemos decir es que una acción, en un momento concreto, revela parte de una escala de preferencias de un hombre en ese momento. No hay ninguna seguridad en suponer que permanezca constante de un momento a otro.[8] Los teóricos de la “preferencia revelada” no reconocen que están suponiendo constancia; creen que su suposición es simplemente de un comportamiento coherente, que identifican con “racionalidad”. Admitirán que la gente no es siempre “racional”, pero sostienen que su teoría es una buena primera aproximación o incluso tiene valor normativo. Sin embargo, como ha apuntado Mises, constancia y coherencia son dos cosas totalmente distintas. Coherencia significa que una persona mantiene un orden transitivo de clasificación en su escala de preferencias (si A se prefiere a B y B se prefiere a C, entonces A se prefiere a C). Pero el procedimiento de la preferencia revelada no se basa en esta suposición tanto como en una suposición de constancia, de que un individuo mantiene la misma escala de valor a lo largo del tiempo. Aunque lo primero pueda ser calificado como irracional, indudablemente no hay nada irracional en que las escalas de valor de alguien cambien con el tiempo. Por tanto, no puede construirse ninguna teoría válida sobre una suposición de constancia.[9]

Se ha intentado uno de los procedimientos más absurdos basado en una suposición de constancia para llegar a una escala de preferencias del consumidor, no a través de la acción real observada, sino interrogándole mediante cuestionarios. In vacuo, se hacen muchas preguntas a unos pocos consumidores sobre un grupo abstracto de productos que preferirían sobre otro grupo y así sucesivamente. Esto no solo sufre el error de la constancia, no puede atribuirse ninguna garantía a las meras preguntas a la gente cuando no afrontan las alternativas en la práctica real. Una valoración de una persona no solo diferirá cuando se habla de ella respecto de cuando está eligiendo verdaderamente, sino que  tampoco habrá garantía alguna de que esté diciendo la verdad.[10]

El fracaso de la aproximación de la preferencia revelada nunca se ha mostrado mejor que por parte de un eminente seguidor de esta, el profesor Kennedy. Dice Kennedy: “¿En qué ciencia respetable se aceptaría durante un momento la suposición de coherencia (es decir, de constancia)?”[11] Pero afirma que debe mantenerse de todas formas, pues si no la teoría de la utilidad no serviría para ningún fin útil. El abandono de la verdad por el bien de una utilidad espuria es un distintivo de la tradición positivista-pragmática. Salvo para ciertas construcciones auxiliares, debería estar claro que lo falso no puede ser útil para construir una teoría verdadera. Esto es especialmente cierto en el caso de la economía, que se construye explícitamente sobre axiomas verdaderos.[12]

Psicologización y conductivismo: dificultades gemelas

La doctrina de la preferencia revelada es un ejemplo de lo que podemos llamar la falacia de la “psicologización”, el tratamiento de la escalas de preferencia como existieran como entidades separadas aparte de la acción real. Psicologizar es un error común en el análisis de utilidad. Se basa en la suposición de que el análisis de utilidad es una especie de “psicología” y de que, por tanto, la economía debe entrar en el análisis psicológico para poner los cimientos de su estructura teórica.

La praxeología, la base de la teoría económica, difiere sin embargo de la psicología. La psicología analiza el cómo y el por qué forma valores la gente. Trata el contenido concreto de fines y valores. La economía, por otro lado, se basa simplemente en la suposición de la existencia de fines y luego deduce su teoría válida a partir de dicha suposición general.[13] Por tanto, no tiene nada que ver con el contenido de fines o con las operaciones internas en la mente del hombre que actúa.[14]

Si debe evitarse la psicologización, lo mismo hay que hacer con el conductivismo. El conductivista desea expurgar completamente el “subjetivismo”, es decir, la acción motivada, de la economía, ya que cree que cualquier traza de subjetivismo es anticientífica. Su ideal es el método de la física al tratar movimiento observados de materia inorgánica no motivada. Al adoptar este método, elimina el conocimiento subjetivo de la acción sobre el que se fundamenta la ciencia económica; de hecho, está haciendo imposible cualquier investigación científica de seres humanos. La aproximación conductivista en la economía empieza con Cassel y su más importante practicante moderno es el profesor Little. Little rechaza la teoría de la preferencia demostrada porque supone la existencia de preferencia. Se ufana en el hecho de que, en su análisis, el individuo maximizador “por fin desaparece”, lo que significa, por supuesto, que la economía también desaparece.[15]

Los errores de la psicologización y el conductivismo tienen en común un deseo por sus practicantes de dotar a sus conceptos y procedimientos con “significado operativo”, ya sea en las áreas de comportamiento observado o en operaciones mentales. Vilfredo Pareto, quizá el fundador de una aproximación explícitamente positivista en economía, defendió ambos errores. Descartando una aproximación de la preferencia demostrada como “tautológica”, Pareto, por un lado, buscaba eliminar de la economía las preferencias subjetivas y, por el otro, investigar y medir las escalas de preferencias aparte de la acción real. Pareto era, en más de una forma, el antecesor espiritual de la mayoría de los actuales teóricos de la utilidad.[16][17]

Una nota sobre la crítica del profesor Armstrong

El profesor Armstrong ha planteado una crítica a la aproximación de la preferencia revelada que indudablemente aplicaría también a la preferencia demostrada. Afirma que cuando se clasifica más de un  producto, las escalas de preferencia individual no pueden ser unitarias y no podemos postular la clasificación de preferencias en una escala.[18] Por el contrario, precisamente la característica de una escala de una preferencia deducida es que es unitaria. Solo si un hombre clasifica dos alternativas como más y menos valiosas en una escala puede elegir entre ellas. Cualquiera de sus medios será asignado a su uso más preferido. Por tanto, la decisión real siempre muestra preferencias relevantes clasificadas en una escala unitaria.

Teoría de la utilidad

La teoría de la utilidad, a lo largo de la última generación, se ha dividido en dos campos en guerra: (1) los que siguen el viejo concepto de la utilidad cardinal y medible y (2) los que han abandonado en concepto de cardinalidad, pero han mantenido el concepto de utilidad y lo han sustituido por un análisis basado en curvas de indiferencia.

En su forma prístina, la aproximación cardinalista ha sido abandonada por todos, salvo una retaguardia. Sobre la base de las preferencias demostradas debe abandonarse la cardinalidad. Las magnitudes psicológicas no pueden medirse ya que no hay una unidad objetivamente extensiva (un requisito necesario de medida). Además, la decisión real evidentemente no puede mostrar ninguna forma de utilidad medible: solo puede mostrar que una alternativa se prefiere a otra.[19]

Utilidad marginal ordinal y “utilidad total”

Los rebeldes ordinalistas, liderados por Hicks y Allen a principios de la década de 1930, encontraron necesario eliminar el mismo concepto de utilidad marginal junto con la mensurabilidad. Al hacerlo echaron el niño Utilidad con el agua sucia de lo Cardinal. Razonaban que la propia utilidad marginal implicaba mensurabilidad. ¿Por qué? Su idea se basaba en la suposición neoclásica implícita de que lo “marginal” en la utilidad marginal es equivalente a lo “marginal” en el cálculo diferencial. Como, en matemáticas, un total “algo” es la integral de “algos” marginales, los economistas enseguida supusieron que la “utilidad total” era la integral matemática de una serie de “utilidades marginales”.[20] Quizá también se dieron cuenta de que esta suposición era esencial para una representación matemática de la utilidad. Como consecuencia, supusieron, por ejemplo, que la utilidad marginal de un bien con una oferta de seis unidades es igual a la “utilidad total” de seis unidades menos la “utilidad total” de cinco unidades. Si las utilidades pueden someterse a la operación matemática de la sustracción y pueden diferenciar e integrarse, entonces evidentemente el concepto de utilidad marginal debe implicar utilidades medibles cardinalmente.[21]

La representación matemática del cálculo se basa en la suposición de continuidad, es decir, pasos infinitamente pequeños. Sin embargo en la acción humana no puede haber pasos infinitamente pequeños. La acción humana y los hechos en que se basa deben ser pasos observables y discretos y no infinitamente pequeños. La representación de la utilidad en la forma de cálculo es por tanto ilegítima.[22]

Sin embargo no hay ninguna razón por la que la utilidad marginal deba concebirse en términos de cálculo. En la acción humana, “marginal” se refiere no a una unidad infinitamente pequeña, sino a la unidad relevante. Cualquier unidad relevante para una acción concreta es marginal. Por ejemplo, si estamos tratando una situación concreta con huevos individuales, entonces cada huevo es la unidad; si la tratamos en términos de medias docenas, entonces cada media docena es la unidad. En cada caso, podemos hablar de una utilidad marginal. En el primer caso, nos ocupamos de la “utilidad marginal de un huevo” con varias ofertas de huevos; en el segundo, con la “utilidad marginal de media docena”, sea cual sea la oferta de medias docenas de huevos. Ambas utilidades son marginales. En ningún sentido una utilidad es el “total” de la otra.

Para aclarar la relación entre utilidad marginal y lo que se ha llamado erróneamente “utilidad total”, pero que realmente se refiere a una utilidad marginal de una unidad de mayor tamaño, creemos hipotéticamente una escala típica de valor para huevos:

Clasificación en valor:

  • 5 huevos
  • 4 huevos
  • 3 huevos
  • 2 huevos
  • 1 huevo
  • 2º huevo
  • 3º huevo
  • 4º huevo
  • 5º huevo

Este una escala de  valor ordinal o preferencia de un hombre. Cuanto más alta sea la clasificación, mayor el valor. En el centro hay un huevo, el primer huevo que posea. Por la Ley de la Utilidad Marginal Decreciente (ordinal) , el segundo, tercero, cuarto , quinto y sucesivos huevos se clasifican por debajo del primer huevo en su escala de valor y en ese orden. Ahora, como los huevos son bienes y por tanto objetos de deseo, de esto se deduce que un hombre valorará más dos huevos que uno, tres más que dos y así sucesivamente. En lugar de llamar a esto “utilidad total”, diremos que la utilidad marginal de una unidad de un bien es siempre mayor que la utilidad marginal de una unidad de tamaño menor. Un grupo de 5 huevos se clasificará más alto que un grupo de 4 huevos y así sucesivamente. Debería quedar claro que la única relación aritmética o matemática entre estas utilidades marginales es simplemente ordinal. Por un lado, dada una unidad de cierto tamaño, la utilidad marginal de esa unidad declina al aumentar la oferta unidades. Esta es la familiar Ley de la Utilidad Marginal Decreciente. Por otro lado, la utilidad marginal de una unidad de mayor tamaño es mayor que la utilidad marginal de una unidad menor tamaño. Es la ley solo que subrayada. Y no hay relación matemática, por ejemplo, entra la utilidad marginal de 4 huevos y la utilidad marginal del 4º huevo, salvo que lo primero es más grande que lo segundo.

Debemos por tanto concluir que no existe la utilidad total: todas las utilidades son marginales. En esos casos en la que oferta de un bien sea de solo una unidad, entonces la “utilidad total” de toda esa oferta es simplemente la utilidad marginal de una unidad cuyo tamaño equivale a toda la oferta. El concepto clave es el tamaño variable de la unidad marginal, dependiendo de la situación.[23]

Un error típico sobre en concepto de utilidad marginal es una reciente declaración del profesor Kennedy de que “la palabra ‘marginal’ presupone incrementos de utilidad” y por tanto mensurabilidad. Pero la palabra “marginal” no presupone incrementos de utilidad, sino la utilidad de incrementos de bienes y esto no tiene que tener nada que ver con la mensurabilidad.[24]

El problema del profesor Robbins

El profesor Lionel Robbins, en el curso de una reciente defensa del ordinalismo, planteaba un problema que dejaba sin responder. La doctrina aceptada, declaraba, indica que si la diferencia entre clasificaciones de utilidad puede ser juzgada por el individuo, así como las propias clasificaciones, entonces la escala de utilidad puede medirse de alguna manera. Aún así, dice Robbins, podemos juzgar diferencias. Por ejemplo, de entre tres pinturas, podemos decir que prefiere un Rembrandt a un Holbein mucho menos de lo que prefiere un Holbein a un Munnings. ¿Cómo se puede entonces salvar al ordinalismo?[25] ¿No está aceptando la mensurabilidad?  Pero el dilema de Robbins ya había sido respondido veinte años antes en un famoso artículo de Oskar Lange.[26] Lange apuntaba que en términos de lo que podríamos llamar preferencia demostrada, solo las clasificaciones puras se revelan mediante actos de decisión. Las “diferencias” en la clasificación no se revelan así y por tanto son mera psicologización, que, aunque sea interesante, es irrelevante para la economía. Para esto solo tenemos que sumar que las diferencias de clasificación pueden  revelarse mediante la decisión real, siempre que los bienes puedan obtenerse con dinero. Por ejemplo, supongamos que alguien esté dispuesto a pagar 10.000$ por un Rembrandt, 8.000$ por un Holbein y solo 20$ por un Munnings. Por tanto su escala de valores tendrá el siguiente orden descendiente: Rembrandt, 10.000$, 9.000$, Holbein, 8.000$, 7.000$, 6.000$…, Munnings, 20$.  Podemos observar estas clasificaciones y no hace falta que se plantee ninguna cuestión sobre la mensurabilidad de las utilidades. El que el dinero y las unidades de diversos bienes pueda clasificarse en una escala de valores es consecuencia del teorema de la regresión del dinero de Mises, que hace posible la aplicación del análisis de la utilidad marginal al dinero.[27] Es propio de la aproximación del profesor Samuelson que se burle de todo el problema de la circularidad que ha resuelto la regresión del dinero. Recurre a Léon Walras, que desarrolló la idea de un “equilibrio general en el que todas las magnitudes se determinan simultáneamente mediante relaciones interdependientes y eficaces”, que compara con los “miedos de escritores literarios” acerca de razonamiento circular.[28]

Este es un ejemplo de la perniciosa influencia del método matemático en economía. La idea de la determinación mutua es apropiada en física, que trata de explicar los movimientos no motivados de la materia física. Pero en praxeología, la causa se conoce: el propósito individual. Por tanto, en economía el método apropiado es proceder de la acción causante a sus efectos consecuentes.

La falacia de la indiferencia

Los revolucionarios de Hicks reemplazaron el concepto de la utilidad cardinal con el concepto de clases de indiferencia y durante los últimos veinte años, las revistas de economía han estado plagadas de curvas de indiferencia bidimensionales y tridimensionales, tangentes, “líneas de presupuesto” y demás. La consecuencia de una adopción de la aproximación de la preferencia demostrada es que todo un concepto de clase de indiferencia debe caer por tierra, junto con la complicada superestructura erigida sobre él.

La indiferencia nunca puede demostrarse por la acción. Todo lo contrario. Toda acción significa necesariamente una decisión y cada decisión significa una preferencia concreta. La acción implica lo contrario de la indiferencia. El concepto de indiferencia es un ejemplo particularmente desafortunado del error de psicologización. Se supone que las clases de indiferencia existen  subyaciendo en algún lugar y aparte de la acción. Esta suposición se muestra particularmente en aquellas explicaciones que tratan de “mapear” empíricamente curvas de indiferencia mediante el uso de complicados cuestionarios.

Si una persona es realmente indiferente ante dos alternativas, no puede elegir y no elegirá entre ambas.[29] Por tanto la indiferencia nunca es relevante para la acción y no puede probarse en la acción. Por ejemplo, si a un hombre le es indiferente el uso de 5,1 onzas y 5,2 onzas de mantequilla debido a lo mínimo de la unidad, n tendrá ocasión de actuar sobre estas alternativas. Usará la mantequilla en unidades más grandes cuando las cantidades variables no le sean indiferentes. El concepto de “indiferencia” puede ser importante para la psicología, pero no para la economía. En psicología nos interesa descubrir nuestras intensidades de valor, la posible indiferencia y todo eso. Sin embargo, en economía solo nos interesan valores revelados mediante decisiones. A la economía le resulta indiferente si un hombre elige la alternativa A en lugar de la alternativa B, porque prefiera con mucho A o porque haya lanzado una moneda. El hecho de clasificar es lo que importa a la economía, no las razones por las que el individuo llega a esa clasificación.

En años recientes el concepto de indiferencia ha estado sujeto a serias críticas. El profesor Armstrong apuntaba que bajo la curiosa formulación de “indiferencia” de Hicks, es posible que una persona sea “indiferente” entre dos alternativas y aun así elegir una por encima de la otra.[30] Little tiene alguna buena crítica del concepto de indiferencia, pero su análisis está viciado por su ansia de usar teoremas defectuosos para llegar a conclusiones sociales y por su metodología radicalmente conductivista.[31] El profesor Macfie ha planteado un ataque muy interesante al concepto de indiferencia desde el punto de vista de la psicología.[32] Los teóricos de la indiferencia tienen dos defensas básicas del papel de la indiferencia en la acción real. Una es citar la famosa fábula del asno de Buridán. Es el asno “perfectamente racional” quien demuestra indiferencia quedándose parado y hambriento, equidistante de dos balas de heno igualmente atractivos.[33]

Como las dos balas son igualmente atractivas en todos sus aspectos, el asno no puede escoger ninguna y por tanto muere de hambre. Se supone que este ejemplo indica cómo puede revelarse la indiferencia en la acción. Por supuesto, es difícil concebir un asno o persona que pueda ser menos racional. En realidad, no tiene dos alternativas sino tres, siendo la tercera morir de hambre donde se encuentra. Incluso partiendo la base de los teóricos de la indiferencia, esta tercera alternativa se clasificaría por debajo de las otras dos en la escala de valores del individuo. No elegiría morir de hambre.

Si ambas balas de heno son igualmente atractivas, entonces el asno u hombre que debe elegir una u otra, dejará que la suerte, por ejemplo lanzando una moneda, decida cuál. Pero entonces la indiferencia sigue sin revelarse por esta decisión, pues el lanzamiento de una moneda ¡le ha permitido establecer una preferencia![34]

El otro intento de demostrar las clases de indiferencia se basa en la falacia de la coherencia-constancia, que hemos analizado antes. Así, Kennedy y Walsh afirman que un hombre puede revelar indiferencia si, cuando se le pide que repita sus decisiones entre A y B a lo largo del tiempo, elige cada alternativa un 50% de las veces.[35]

Si el concepto de la curva individual de indiferencia es completamente falso, es bastante evidente que el concepto de Baumol de la “curva de indiferencia comunitaria”, que pretende construir a partir de curvas individuales, merece la mínima atención posible.[36]

Los neo-cardinalistas: la aproximación de von Neumann-Morgenstern

En años recientes, el mundo de la economía ha sido arrasado por una teoría neo-cardinalista y cuasi-medible de la utilidad. Esta aproximación, que tiene la ventaja psicológica de estar redactada en la forma matemática más avanzada que haya conocido hasta ahora la economía, fue fundada por von Neumann y Morgenstern en su famosa obra.[37] Su teoría tenía la ventaja añadida de basarse en los avances más recientes y de moda (aunque incorrectos) en la filosofía de la medición y la filosofía de la probabilidad. La tesis Neumann-Morgenstern fue adoptada por los principales economistas matemáticos y se han mantenido casi incólume hasta hoy. El principal consuelo de lo ordinalistas ha sido la garantía de los cardinalistas de que su doctrina se aplica solo a la utilidad bajo condiciones de incertidumbre y por tanto no sacude demasiado drásticamente la doctrina ordinalista.[38] Pero este consuelo es realmente bastante limitado, considerando que siempre hay alguna incertidumbre en cualquier acción.

La teoría de Neumann-Morgenstern en pocas palabras es la siguiente: un individuo puede comparar no solo ciertos acontecimientos, sino asimismo combinaciones de acontecimientos que probabilidades numéricas definidas para cada evento. Luego, según los autores, si un individuo prefiera la alternativa A a la B  y la B a la C, puede decidir si prefiere B o una combinación de probabilidad 50:50 de C y A. Si prefiere B, entonces esta preferencia de B sobre C se deduce como mayor que su preferencia de A sobre B. De forma similar, se seleccionan varias combinaciones de probabilidades. Se asigna una utilidad numérica casi mensurable a esta escala de utilidad de acuerdo con la indiferencia de utilidades de B comparada con diversas combinaciones de probabilidad de A o C. El resultado es una escala numérica dada cuando cifras arbitrarias se asignan a las utilidades de dos de los acontecimientos.

Los errores de esta teoría son numerosos y graves:

  1. Ninguna de los axiomas puede validarse sobre preferencias demostradas, ya que ciertamente todos los axiomas pueden violarse por parte de los actores individuales.
  2. La teoría se basa demasiado en una suposición de constancia, de forma que las utilidades puedan revelarse por la acción en el tiempo.
  3. La teoría se basa demasiado en el concepto inválido de indiferencia de utilidades al establecer la escala numérica.
  4. La teoría se basa fundamentalmente en la aplicación errónea de una teoría de probabilidad numérica a un área en la que no puede aplicarse. Richard von Mises han demostrado concluyentemente que la probabilidad numérica solo puede asignarse a situaciones en las que hay una clase de entidades, de forma que no se conoce nada acerca de los miembros, salvo que son miembros de esta clase, y sucesivos intentos revelan una tendencia asintótica hacia una proporción estable o frecuencia de ocurrencia de un cierto acontecimiento en esa clase. No puede haber ninguna probabilidad numérica aplicada a acontecimientos individuales concretos.[39]

Pero en la acción humana la verdad es precisamente la contraria. Aquí no hay clases de miembros homogéneos. Cada acontecimiento  es único y diferente de los demás. Estos acontecimientos únicos no son repetibles. Por tanto no tiene sentido aplicar teoría de probabilidad numérica a dichos acontecimientos.[40] No es coincidencia que, invariablemente, la aplicación de los neo-cardinalistas haya sido siempre a loterías y apuestas. Es precisamente y solo en las loterías donde puede aplicarse la teoría de la probabilidad. Los teóricos piden que se aplique a la acción humana en general limitando su explicación a los casos de las loterías. Pues el comprador de un billete de lotería solo sabe dicho billete es un miembro de una clase de billetes de cierto tamaño. El empresario, al tomar sus decisiones, afronta por el contrario casos únicos de los que tiene algún conocimiento y que tienen un paralelismo solo limitado con otros casos.

  1. Los neo-cardinalistas admiten que su teoría no es ni siquiera aplicable al juego si al individuo se gusta o le disgusta el propio juego. Como el hecho de que un hombre juegue demuestra que le gusta jugar, está claro que la doctrina de la utilidad de Neumann-Morgenstern fracasa incluso en este caso hecho a medida.[41]
  2. Una curiosa nueva concepción de la medición. La nueva filosofía de medición descarta conceptos de “cardinal” y “ordinal” en favor de construcción tan complejas como “mediables hasta una constante multiplicativa” (cardinal); “medible hasta una transformación monotómica” (ordinal); “medible hasta una transformación lineal” (la nueva cuasi-medición, de la que el índice de utilidad propuesto por Neumann-Morgenstern es un ejemplo). Esta terminología, aparte de su indebida complejidad (bajo la influencia de las matemáticas), implica que todo, incluyendo la ordinalidad, es de alguna manera “medible”. El hombre que propone una nueva definición para una palabra importante debe demostrar su caso; la nueva definición de medida difícilmente lo hace.

La medición, en cualquier definición sensata, implica la posibilidad de una asignación única de cifras que pueda estar racionalmente sometida a todas las operaciones de la aritmética. Para lograr esto, es necesario definir una unidad fija. Par definir dicha unidad, la propiedad a medir debe ser extensiva en el espacio, de forma que la unidad pueda acordarse objetivamente por todos. Por tanto, los estados subjetivos, siendo intensivos en lugar objetivamente extensivos, no pueden medirse ni someterse a operaciones aritméticas. Y la utilidad se refiere a estados intensivos. La medición se hace aún más imposible cuando nos damos cuenta de que la utilidad es un concepto praxeológico, en lugar de directamente psicológico.

Una refutación habitual es que los estados subjetivos se han medido; así, la vieja sensación subjetiva acentífica de calor ha dado paso a la ciencia objetiva de la termometría.[42] Pero esta refutación es errónea: la termometría no mide las propias sensaciones subjetivas intensivas. Supone una correlación aproximada entre la propiedad intensiva y un acontecimiento extensivo objetivo, como es la expansión física de gas o mercurio. Y la termometría indudablemente no puede hacer ninguna reclamación de medición precisa de estados subjetivos: todos sabemos que algunas personas, por diversas razones, sienta más calor o frío en momentos diferentes, incluso si la temperatura externa permanece constante.[43] Indudablemente no puede encontrarse ninguna correlación para escalas de preferencia demostrada en relación con longitudes físicas. Pues la preferencias no tienen ninguna base física directa, como sí tiene la sensación de calor.

No puede realizarse ninguna operación matemática con números ordinales; por tanto, usar el término “medible” en cualquier manera para números ordinales es confundir inevitablemente el significado del término. Quizá el mejor remedio para una posible confusión sea evitar usar cualquier número para clasificación ordinales; el concepto de clasificación puede expresarse igualmente con letras (A, B, C…), utilizando la convención de que A, por ejemplo, expresa clasificación superior. Respecto del nuevo tipo de cuasi-mensurabilidad, nadie ha probado aún que sea capaz de existir. La carga de la prueba corresponde a los defensores. Si un objeto es extensivo, entonces, al menos teóricamente, puede medirse, pues puede definirse una unidad fija objetiva. Si es intensivo, entonces no puede aplicarse esa unidad fija y cualquier asignación de número tendría que ser ordinal. No hay espacio para un caso intermedio. El ejemplo favorito de la cuasi-mensurabilidad que se plantea siempre es, de nuevo, la temperatura. En termometría, las escalas centígrada y Fahrenheit se supone que son convertibles entre sí no como constante multiplicadora (cardinalidad), sino multiplicando y luego sumando una constante (una “transformación lineal”). Sin embargo, un análisis más minucioso revela que ambas escalas son simplemente derivaciones de una escala basada en un punto cero absoluto. Todo lo que necesitamos para demostrar la cardinalidad de la temperatura es transformar ambas escalas, centígrada y Fahrenheit, en escalas en las que el “cero absoluto” es cero y así ambas serán convertibles en la otra mediante una constante multiplicativa. Además, la medición real en temperatura es una medición de longitud (digamos de la columna de mercurio), de forma que la temperatura es realmente una medición derivada basada en la magnitud cardinalmente mensurable de longitud.[44]

Jacob Marschak, uno de los principales miembros de la escuela de Neumann-Morgenstern ha reconocido que el caso de la temperatura es inapropiado para el establecimiento de la cuasi-mensurabilidad, porque deriva de la medición fundamental y cardinal de distancia. Pero, sorprendentemente, ofrece la altitud en su lugar. Pero si “las lecturas de temperaturas no son sino distancia”, ¿qué es si no la altitud que es única y simplemente distancia y longitud?[45]

Economía del bienestar: Una crítica

Economía y ética

Ahora es aceptado de forma generalizada entre economistas, al menos pro forma, que la economía por sí misma no puede establecer juicios éticos. No se reconoce lo suficiente que aceptar esto no implica aceptación de la postura de Max Weber de que la ética nunca puede establecerse científica o racionalmente. Ya aceptemos la postura de Max Weber o sigamos la antigua opinión de Platón y Aristóteles de que es posible una ética racional, debería quedar claro que la economía por sí misma no puede establecer una postura ética. Si es posible una ciencia ética, debe construirse con datos proporcionados por verdades establecidas por todas las demás ciencias.

La medicina puede establecer el hecho de que cierto medicamento puede curar cierta enfermedad, mientras deja a otras disciplinas el problema de si la enfermedad debería curarse. Igualmente, la economía puede establecer que la Política A lleva a la mejora de la vida, la prosperidad y la paz, mientras que la Política B lleva a la muerte, la pobreza y la guerra. Tanto la medicina como la economía pueden establecer científicamente estas consecuencias, sin introducir juicios éticos en el análisis. Podría objetarse que los doctores no investigarían posibles curas para una enfermedad si no quisieran una cura  o los economistas no investigarían las causas de la prosperidad si no quisieran ese resultado. Hay dos respuestas a este punto: (1) que esto es indudablemente cierto en casi todos los casos, pero necesariamente así: algunos doctores o economistas pueden preocuparse solo acerca del descubrimiento de la verdad y (2) esto solo establece la motivación psicológica de los científicos, no establece que la propia disciplina llegue a valores. Por el contrario, estimula la tesos la tesis de que se llega a la ética aparte de las ciencias específicas de la medicina o la economía.

Así, ya mantengamos la opinión de que la ética es un asunto de emociones no racionales o de gusto, o creamos en una ética racional, debemos estar de acuerdo en que la ciencia económica por sí misma no puede establecer declaraciones éticas. Como el  juicio político de una política es una rama de la ética, la misma conclusión es aplicable a la política. Por ejemplo, si prosperidad frente a pobreza son alternativas políticas, la ciencia económica no puede decidir entre ellas: simplemente presenta la verdad acerca de las consecuencias de cada decisión política alternativa. Como ciudadanos, tenemos en cuenta estas verdades cuando tomamos nuestras decisiones político-éticas.

El problema de la nueva economía del bienestar: la regla de la unanimidad

El problema de la “economía del bienestar” ha sido siempre encontrar alguna forma de eludir esta restricción de la economía y hacer directamente declaraciones éticas, y particularmente políticas. Como la economía habla de personas buscando maximizar su utilidad o felicidad o bienestar, el problema puede traducirse en los siguientes términos: ¿Cuándo puede la economía decir que “la sociedad mejora” como consecuencia de cierto cambio? O, alternativamente, ¿cuándo podemos decir que la “utilidad social” ha aumentado se ha “maximizado”?

Los economistas neoclásicos, liderados por el profesor Pigou, encontraron una respuesta sencilla. La economía puede establecer que la utilidad marginal del dinero de un hombre disminuye al aumentar su renta monetaria. Por tanto, concluye, la utilidad marginal de un dólar es menor para un hombre rico que para un hombre pobre. En igualdad de condiciones, la utilidad social se maximiza con un impuesto de la renta que tome de los ricos para dárselo a los pobres. Esta era la manifestación favorita de la “vieja economía del bienestar”, basada en la ética utilitarista de Bentham y que dio frutos con Edgeworth y Pigou. Los economistas continuaron alegremente por este camino hasta que fueron detenidos por el profesor Robbins. Robbins demostró que esta manifestación se basaba en comparaciones interpersonales de utilidad y, como la utilidad no es una magnitud cardinal, esas comparaciones implicaban juicios éticos.[46] Lo que consiguió realmente Robbins fue reintroducir la Regla de la Unanimidad de Pareto en la economía y establecerla como la puerta de hierro en la que la economía del bienestar debe probar sus credenciales.[47] Esta Regla es la siguiente: Solo podemos decir que el “bienestar social” (o mejor, la “utilidad social”) ha aumentado debido a un cambio, si nadie ha empeorado debido al cambio (y al menos uno ha mejorado). Si una persona ha empeorado, el hecho de que las utilidades interpersonales no pueden sumarse o restarse impide que la economía diga nada acerca de la utilidad social. Cualquier declaración acerca de la utilidad social, en ausencia de unanimidad, implicaría una comparación interpersonal ética entre los ganadores y los perdedores de un cambio. Si una cifra X de individuos ganan y una cifra Y pierden con un cambio, cualquier comparación para llegar a una conclusión “social” implicaría necesariamente un juicio ético sobre la importancia relativa de los dos grupos.[48]

La Regla de la Unanimidad de Pareto-Robbins conquistó la economía y liquidó casi completamente la antigua economía del bienestar de Pigou. Desde entonces, ha florecido una enorme literatura conocida como la “nueva economía del bienestar”, dedicada a una serie de atentos de cuadrar el círculo: declarar ciertos juicios políticos como economía científica, manteniendo todavía la Regla de la Unanimidad.

La vía de escape del profesor Robbins

La propia formulación de Robbins de la Regla de la Unanimidad infravalora mucho el ámbito de su poder restrictivo sobre las afirmaciones de los economistas. Robbins señalaba que solo una afirmación ética sería necesaria para que los economistas hicieran comparaciones interpersonales: que era que todo hombre tiene un “igual capacidad para la satisfacción” en circunstancias similares. Es verdad que Robbins concede que esta suposición ética no puede establecerla la economía; pero deduce que como todos los buenos demócratas están destinados a hacer esta suposición igualitaria, bien podemos actuar como si pudieran hacerse las comparaciones interpersonales de utilidad y continuar haciendo juicios éticos.

En primer lugar, es difícil, bajo análisis, dar sentido a la expresión “igual capacidad de satisfacción”. Robbins, como ehemos visto, admite que no podemos comparar científicamente utilidades o satisfacciones entre individuos. Pero como no hay unidad de satisfacción por la que podamoshacer comparaciones, no tiene sentido ninguna suposición de que distintas satisfacciones de hombres serán “iguales” para cualquier circunstancia. ¿“Igual”, en qué sentido y en qué unidades? No tenemos libertad de hacer ninguna suposición ética que queramos, porque incluso una suposición ética debe enmarcarse con sentido y sus términos deben ser definibles de una forma que tenga sentido. Como no hay significado para el término “igualdad” sin algún tipo de unidad definible, y como no hay ninguna unidad de satisfacción o utilidad, de esto se deduce que no puede haber ninguna suposición ética de “igual capacidad para la satisfacción” y que esto no puede proporcionar un atajo  que permita a los economistas llegar a conclusiones acerca de la política pública.

Además la postura de Robbins encarna una visión altamente simplificada de la ética y su relación con los asuntos político-económicos. El problema de las comparaciones interpersonales de utilidad es solo uno de los muchísimos problemas éticos que deben al menos explicarse antes de que puedan plantearse racionalmente conclusiones políticas. Supongamos, por ejemplo que tengan lugar dos cambios sociales, cada uno de los cuales cause que un 99% de la gente gane en utilidad y un 1% pierda. Indudablemente ninguna suposición acerca de la comparación interpersonal de utilidad puede bastar para establecer un juicio ético, independiente del contenido del propio cambio. Si, por ejemplo, un cambio fuera la esclavitud de un 1% por parte del 99% y el otro fuera la eliminación de una subvención pública para el 1%, seguramente habrá una gran diferencia en nuestros pronunciamientos éticos sobre los dos casos, incluso si la supuesta “utilidad social” en los dos casos es aproximadamente la misma.

El principio de compensación

Un intento particularmente notable de llegar a conclusiones políticas dentro del marco de la Regla de la Unanimidad fue el “principio de compensación” de Kaldor-Hicks, que indicaba que la “utilidad social” puede decirse científicamente que aumenta si los ganadores pueden ser capaces de indemnizar a los perdedores y seguir siendo ganadores.[49] Hay muchos errores fatales en esta aproximación. En primer lugar, como se supone que el principio de la compensación ayuda a que los economistas se formen juicios políticos, es evidente de que deben poder comparar, al menos en principio, estados sociales reales. Por tanto nos preocupan siempre los ganadores y perdedores reales y no potenciales de cada cambio. El que puedan o no indemnizar a los perdedores es por tanto irrelevante: lo importante es si la compensación tiene lugar en la práctica. Solo si la indemnización se lleva realmente a cabo de forma que ninguna persona siga perdiendo, podemos todavía afirmar una ganancia en utilidad social. ¿Pero puede llevarse a cabo alguna vez esta indemnización? Para hacerlo, la escala de utilidad de todos tendría que ser investigada por los indemnizadores. Pero por la propia naturaleza de las escalas de utilidad esto es imposible. ¿Quién sabe qué ha pasado con la escala de utilidad de alguien? El principio de compensación es necesariamente independiente de la preferencia demostrada, y una vez que ocurre esto, es imposible descubrir qué ha pasado con la utilidad de alguien. La razón de la independencia es que la acción de indemnización es, necesariamente, un regalo unilateral a una persona en lugar de una acción de esa persona y por tanto es imposible estima en cuánto ha aumentado su utilidad comparada con su disminución en alguna otra situación. Solo si una persona afronta realmente una decisión entre dos alternativas podemos decir que prefiere una a la otra. Indudablemente, los indemnizadores no podrían basarse en cuestionarios en una situación en la que les basta con decir que han perdido utilidad por cierto cambio para recibir indemnización. Y supongamos que alguien proclama que su sensibilidad está tan dañada por cierto cambio que ninguna indemnización monetaria podría nunca compensarle. La existencia de una persona así anularía cualquier intento de indemnización. Pero estos problemas ocurren necesariamente cuando abandonamos el ámbito de la preferencia demostrada.

La función del bienestar social

Bajo el impacto de críticas mucho menos completas que la anterior la mayoría de los economistas han abandonado el principio de compensación. Ha habido intentos recientes de sustituir otro dispositivo: la “función del bienestar social”. Pero después de una ráfaga de actividad, este concepto, originado por los profesores  Bergson y Samuelson, pronto se convirtió en aguas turbulentas y prácticamente se hundió bajo el impacto de diversas críticas. Llegó a considerase un concepto vacío y por tanto sin sentido. Incluso sus fundadores han renunciado a la lucha y conceden que los economistas deben importar juicios éticos fuera de la economía para llegar a conclusiones políticas.[50]

El profesor Rothenberg ha hecho un intento desesperado de salvar la función del bienestar social cambiando radicalmente su naturaleza, es decir, identificándola con un existente “proceso social de toma de decisiones”. Para justificar este cambio, Rothenberg debe hacer la falsa suposición de que la “sociedad” existe aparte de los individuos y hace “su” propia valoración. Además, como ha apuntado Bergson, este procedimiento deroga la economía del bienestar, ya que la función del economista sería observar empíricamente el proceso de toma de decisiones en funcionamiento y considerar sus decisiones como ganancias en “utilidad social”.

El economista como consejero

Fallando el establecimiento de conclusiones políticas mediante el principio de compensación o la función del bienestar social, hay otra vía muy popular para permitir al economista participar en la formación política mientras sigue siendo un científico éticamente neutral. Esta opinión sostiene que algún otro puede establecer los fines, mientras que el economista está justificando para decir a esa persona (y ser contratado por esa persona) los medios correctos para alcanzar esos fines deseados. Como el economista toma la jerarquía de fines de otra persona como dados y solo apunta los medios para alcanzarlos, se supone que permanece éticamente neutral y estrictamente científico. Sin embargo este punto de vista es equívoco y falso. Tomemos un ejemplo sugerido por un pasaje en artículo seminal del profesor Philbrook, un economista monetaria consejero del Sistema de la Reserva Federal.[51] ¿Puede este economista simplemente tomar los fines existentes en las cabezas de este Sistema y aconsejar los medios más eficaces para alcanzarlos? No salvo que el economista afirme que estos bienes son positivamente buenos, es decir, no salvo que haga un juicio ético. Pues supongamos que el economista está convencido de que todo el Sistema de Reserva Federal es dañino. En ese caso, su mejor opción bien puede ser aconsejar aquella política que haría del Sistema algo muy ineficiente en la búsqueda de sus fines. El economista empleado por el Sistema, por tanto, no puede dar ningún consejo en absoluto sin abandonar su neutralidad ética. Si aconseja al sistema que sobre la mejor manera de alcanzar sus fines, debe deducirse lógicamente que apoya esos fines. Su consejo incluye no menos un juicio ético por su parte si elige “aceptar tácitamente las decisiones de la comunidad expresado mediante la maquinaria política”.[52]

¿El fin de la economía del bienestar?

Después de veinte años de crecimiento florido, el economía del bienestar está de nuevo confinada a una Regla de la Unanimidad aún más rígida. Sus intentos de decir algo sobre asuntos políticos dentro de los confines de esta regla han sido vanos. La muerte de la Nueva Economía del Bienestar ha empezado a reconocerse con reticencias por todos sus seguidores y cada uno ha tenido su oportunidad de pronunciar su deceso.[53] Si se reconocen las restricciones indicadas en este trabajo, los ritos de enterramiento se acelerarán y el cadáver será inhumado decentemente. Muchos economistas del Nuevo Bienestar continúan comprensiblemente se devanan los sesos en busca de alguna forma de salvar algo del naufragio. Así, Reder sugiere que la economía hace de todas maneras recomendaciones concretas y fragmentadas. Pero indudablemente esto es solo un rechazo desesperado de tener en cuenta los problemas fundamentales. Rothenberg trata de crear un suposición de constancia basad en la psicologizar acerca de personalidades básicas subyacentes.[54] Aparte del hecho de que cambios “básicos” pueden tener lugar en cualquier momento, al economía se ocupa de los cambios marginales y un cambio no es menos cambio por ser marginal. De hecho, el que los cambios sean marginales o básicos es un problema de psicología, no de praxeología. Bergson intenta la vía mística de negar la preferencia demostrada y afirmar que es posible  que los valores de la gente “difieran realmente” de lo que eligen al actuar. Lo hace adoptando la falacia de la “coherencia”-constancia.

¿Supone entonces la Regla de la Unanimidad el fin de toda posible economía del bienestar, así como de las versiones “vieja” y “nueva”? Superficialmente, lo parecería. Pero si ningún cambio debe dañar a nadie, es decir, si ninguna persona debe sentirse peor como resultado de un cambio, ¿qué cambios pueden tener un pase como útiles socialmente dentro de la Regla de la Unanimidad? Como lamenta Reder:

Por ejemplo, la consideración de las implicaciones sociales de la envidia hacen imposible ni siquiera decir que el bienestar aumentará para todos teniendo más o menos de todos los productos.[55]

Economía del bienestar: Una reconstrucción

La preferencia demostrada y el libre mercado

La opinión de este trabajo es que el fin de la toda la economía del bienestar es prematura y que dicha economía del bienestar puede reconstruirse con la ayuda del concepto de preferencia demostrada. Sin embargo esta reconstrucción no tendrá ningún parecido ni con las construcciones “vieja” o “nueva” que la precedieron. De hecho, si la tesis de Reder es correcta, nuestra resurrección propuesta del paciente puede considerarse por muchos como más desafortunada que su defunción.[56]

La preferencia demostrada, como recordamos, elimina imaginaciones hipotéticas acerca de escalas individuales de valores. La economía del bienestar hasta ahora ha considerado a los valores como valoraciones hipotéticas de “estados sociales” hipotéticos. Pero la preferencia demostrada solo trata valores revelados bajo la acción elegida.

Consideremos ahora los intercambios en el libre mercado. Un intercambio así es realizado voluntariamente por ambas partes. Por tanto, el mismo hecho de que tenga lugar un intercambio demuestra que ambas partes se benefician (o más precisamente, esperan  beneficiarse) con el intercambio. El hecho de que ambas partes elijan el intercambio demuestra que ambas se benefician. El libre mercado es el nombre para la matriz de todos los intercambios voluntarios que tienen lugar en el mundo. Como cada intercambio demuestra una unanimidad de beneficio para ambas partes afectadas, debemos concluir que el libre mercado beneficia a todos sus participantes. En otras palabras, la economía del bienestar puede declarar que el libre mercado aumenta la utilidad social, manteniendo al tiempo el marco de la Regla de la Unanimidad.[57]

¿Pero qué pasa con la preocupación de Reder: el hombre envidioso que odia los beneficios de otros? En la medida en que él mismo ha participado en el mercado, en esa medida revela que lo que le gusta y beneficia en el mercado. Y no nos interesan sus opiniones acerca de de los intercambios hechos por otros, ya que sus preferencias no están demostradas mediante la acción y son por tanto irrelevantes. ¿Cómo sabemos que este hipotético envidioso pierde en utilidad debido a los intercambios de otros? Consultar sus opiniones verbales no basta, pues su envidia proclamada podría ser una broma o un juego literario o una mentira deliberada.

Por tanto, llegamos inexorablemente a la conclusión de que los procesos de libre mercado siempre llevan a una ganancia en utilidad social. Y podemos decir esto con validez absoluta como economistas, sin realizar juicios éticos.

El libre mercado el “problema de la distribución”

La economía, en general, y la economía del bienestar, en particular, han estado acosadas por el “problema de la distribución”. Por ejemplo, se ha mantenido que las afirmaciones de utilidad social incrementada en el mercado libre están muy bien, pero solo dentro de los confines de suponer una distribución dada de la renta.[58] Como los cambios en la distribución de la renta aparentemente dañan a una persona y benefician a otra, no puede hacerse, se dice, ninguna declaración acerca de la utilidad social con respecto a cambios en la distribución. Y la distribución de la renta siempre está cambiando.

Sin embargo en el mercado libre no existe una “distribución” independiente. Los activos monetarios de un hombre han sido adquiridos precisamente porque sus servicios o los de sus antepasados han sido adquiridos por otros en el mercado libre. No hay proceso distributivo aparte de los procesos de producción e intercambio del mercado; por tanto, el mismo concepto de “distribución” pierde su sentido en el mercado libre. Como la “distribución” es simplemente el resultado de procesos libres de intercambio, y como el proceso beneficia a todos los participantes en el mercado y aumenta la utilidad social, se deduce directamente que los resultados “distributivos” del mercado libre también aumentan la utilidad social. Las restricciones de los críticos, sin embargo, sí se aplican a los casos de acción del Estado. Cuando el Estado quita a Pedro y da a Pablo está realizando un proceso de distribución independiente. Aquí sí existe un proceso independiente de la producción y el intercambio y por tanto el concepto adquiere sentido. Además, esa acción del Estado evidente y demostrablemente beneficia a un grupo y daña a otro, violando así la Regla de la Unanimidad.

El papel del Estado

Hasta hace muy poco, la economía del bienestar no ha analizado nunca el papel del estado. De hecho, la economía en general nunca ha dedicado mucha atención a este problema fundamental. Los problemas concretos, como las finanzas públicas o los controles de precios, han sido investigados, pero el propio Estado ha sido una figura borrosa en la literatura económica. Normalmente se le ha considerado vagamente como representante de la “sociedad” o “la gente” de alguna manera. Sin embargo, la “sociedad” no es una entidad real, es solo un término taquigráfico cómodo para un grupo de todos los individuos existentes.[59]

Esta área en buena parte inexplorada del Estado y las acciones del Estado puede sin embargo analizarse con las poderosas herramientas de la preferencia demostrada y la Regla de la Unanimidad.

El Estado se distingue de todas las demás instituciones en la sociedad en dos maneras:

  1. Él y solo él puede interferir por el uso de la violencia con intercambios de otras personas reales o potenciales del mercado.
  2. Él y solo él obtiene sus ingresos con una tasa obligatoria, respaldada por violencia.

Ningún otro individuo o grupo puede actuar legalmente de esta manera.[60]

¿Qué ocurre ahora cuando el Estado, o un delincuente, usan la violencia para interferir con intercambios en el mercado? Supongamos que el gobierno prohíbe a A y B realizar un intercambio que quieren realizar. Está claro que las utilidades de ambos, A y B, se han rebajado, pues se les ha impedido por amenaza de violencia realizar un intercambio que habrían realizado en caso contrario. Por otro lado, ha habido una ganancia en utilidad (o al menos en ganancia anticipada) por parte de los cargos públicos que imponen esta restricción, ya que de otra manera no lo habrían hecho. Como economistas, no podemos por tanto decir nada acerca de la utilidad social en este caso, ya que algunas personas han ganado manifiestamente y algunas manifiestamente han perdido en utilidad por la acción del gobierno.

Se llega a la misma conclusión en aquellos casos en que el gobierno obliga a C y D a realizar un intercambio que de otra forma no se habría realizado. De nuevo, ganan las utilidades de los cargos públicos. Y al menos uno de los dos participantes (C o D) pierde en utilidad, porque al menos uno no habría querido hacer el intercambio  en ausencia de coacción pública. Tampoco la economía puede decir nada acerca de la utilidad social en este caso.[61]

Concluimos por tanto que ninguna interferencia pública con intercambios puede nunca aumentar la utilidad social. Pero podemos decir más que eso. La esencia del gobierno es que solo él obtenga sus ingresos mediante impuestos obligatorios. Todos sus actos y gastos posteriores, cualquiera que sea su naturaleza, se basan en su poder fiscal. Acabamos de ver que siempre que el gobierno obliga a alguien a realizar un intercambio que no habría realizado, esta persona pierde en utilidad como consecuencia de la coacción. Pero los impuestos son precisamente un intercambio coaccionado. Si todos hubieran pagado tanto al gobierno bajo un sistema de pago voluntario, no habría necesidad de la compulsión de los impuestos. Por tanto, dado el hecho de que se usa coacción en los impuestos, y como todas las acciones del gobierno se basan en su poder fiscal, deducimos que: ningún acto de gobierno en absoluto puede aumentar la utilidad social.

Por tanto, la economía, sin realizar ningún juicio ético en absoluto, y siguiendo los principios científicos de la Regla de la Unanimidad y la preferencia demostrada, concluye:

  1. Que el mercado libre siempre aumenta la utilidad social.
  2. Que ningún acto del gobierno puede nunca aumentar la utilidad social.

Estas dos proposiciones son los pilares de economía reconstruida del bienestar.

Los intercambios entre personas pueden tener lugar voluntariamente o bajo la coacción de la violencia. No hay una tercera vía. Por tanto, si los intercambios del mercado libre aumentan siempre la utilidad social, mientras que ningún intercambio obligado o interferencia pueden aumentar la utilidad social, podemos concluir que el mantenimiento de un mercado libre y voluntario “maximiza” la utilidad social (siempre que no interpretemos “maximizar” en un sentido cardinal). Generalmente, incluso los economistas más rigurosamente Wertfrei han estado dispuestos a permitirse un juicio ético: se sienten libres de recomendar cualquier cambio o proceso que aumente la utilidad social bajo la Regla de la Unanimidad. Cualquier economista que siga este método tendría que

  1. Defender que el mercado libre es siempre beneficioso.
  2. Evitar defender cualquier acción gubernamental.

En otras palabras, tendría que convertirse en un defensor del “ultra” laissez faire.

El laissez faire, reconsiderado

Ha sido bastante común burlarse de la “optimista” escuela francesa de laissez faire del siglo XIX. Normalmente, su análisis “económico del bienestar” ha sido desdeñado como un prejuicio ingenuo. Sin embargo, en realidad, sus escritos revelan que sus conclusiones de laissez faire eran post-judices: eran juicios basados en su análisis, en lugar de preconcepciones de su análisis.[62] Fue el descubrimiento del beneficio social general de libre intercambio lo que llevó a las alabanzas del proceso de libre intercambio en las obras de hombres como Frédéric Bastiat, Edmond About, Gustave de Molinari y el estadounidense Arthur Latham Perry. Sus análisis de la acción del Estado fueron mucho más rudimentarios (excepto en el caso de Molinari), pero generalmente solo necesitaban la presunción ética a favor de la utilidad social para llevarles a una postura de laissez faire puro.[63] Su tratamiento del intercambio puede verse en este pasaje del completamente olvidado Edmond About:

Lo que es admirable en el intercambio es que beneficia a las dos partes contratantes (…) Cada una de ambas, al dar lo que tiene por lo que no tiene, hace un buen negocio (…) Esto ocurre en todo intercambio libre y directo (…) De hecho, lo que vendas, lo que compres, realizas un acto de preferencia. Nadie te obliga a entregar ninguna de tus cosas por las cosas de otro.[64]

En análisis del intercambio libre que subyace la postura de laissez faire ha sufrido un olvido general en economía. Cuando se considera, normalmente es rechazado por “simple”. Así, Hutchison califica de “simple” la idea de intercambio como beneficio mutuo; Samuelson la califica de “poco elaborada”. Tal vez sea simple, pero la simplicidad por sí misma difícilmente es algo culpable en ciencia. La consideración importante es si la doctrina es correcta; si es correcta, entonces la navaja de Occam nos dice que cuanto más simple sea, mejor.[65]

El rechazo de lo simple parece tener su origen en la metodología positivista. En física (el modelo del positivismo), la tarea de la ciencia es ir más allá de la observación de sentido común, creando un estructura compleja de explicación de los hechos de sentido común. Sin embargo la praxeología empieza con las verdades de sentido común como sus axiomas. Las leyes de la física necesitan pruebas empíricas complicadas; los axiomas de la praxeología se conocen como evidentes para todos tras reflexionar. En consecuencia, los positivistas se ven incómodos en presencia de una verdad universal. En lugar de alegrarse por la posibilidad de basar el conocimiento en una verdad universalmente aceptada, el positivista la rechaza como simple, vaga o “ingenua”.[66]

En único intento de Samuelson de refutar la postura del laissez faire fue referirse brevemente a la supuesta refutación clásica de Wicksell.[67] Sin embargo Wicksell también rechazaba la aproximación de los “economistas de la armonía” franceses sin argumentos y continuaba criticando con detalle la mucho más débil formulación de Léon Walras. Walras trataba de demostrar la “utilidad máxima” del libre comercio en el sentido de una utilidad interpersonalmente cardinal y eso le dejaba abierto a las refutaciones.

Además, debería destacarse que el teorema de la utilidad social máxima se aplica no a ningún tipo de competencia “perfecta” o “pura”, ni siquiera a “competencia” frente a “monopolio”. Se aplica sencillamente a cualquier intercambio voluntario. Podría objetarse que una acción voluntaria de cártel que aumente los precios perjudica a muchos consumidores y por tanto esa afirmación de los beneficios del intercambio voluntario tendría que excluir a los cárteles. Sin embargo no es posible para un observador comparar científicamente las utilidades sociales de los resultados en el mercado libre de un periodo de tiempo al siguiente. Como hemos visto antes, no podemos determinar las escalas de valores de un hombre en un perido de tiempo. ¡Cuánto más imposible para todos los individuos! Como no podemos descubrir las utilidades de la gente a lo largo del tiempo, debemos concluir que cualesquiera que sean las condiciones institucionales del intercambio, lo grande o pequeño que sea el número de participantes en el mercado, el mercado libre en cualquier momento maximizará la utilidad social. Pues todos los intercambios son intercambios  realizados voluntariamente por todas las partes. Luego, supongamos que algunos productores forman voluntariamente un cártel en un sector. Este cártel hace sus intercambios en el Periodo 2. La utilidad social se maximiza de nuevo, pues tampoco los intercambios de nadie están alterados por la coacción. Si en el Periodo 2 el gobierno debe intervenir para prohibir el cártel, no podría aumentar la utilidad social, ya que la prohibición daña manifiestamente a los productores.[68]

El Estado como institución voluntaria: Una crítica

En el desarrollo del pensamiento económico, se ha prestado mucha más atención al análisis del intercambio libre que a la acción del Estado. Generalmente, como hemos indicado, se ha supuesto simplemente que el Estado es una institución voluntaria. La suposición más común es que el Estado es voluntario porque todo gobierno debe basarse en un consentimiento de la mayoría. Sin embargo, si seguimos la Regla de la Unanimidad, es evidente que una mayoría no es unanimidad y que por tanto la economía no puede considerar al Estado como voluntario sobre esta base. El mismo comentario se aplica a los procedimientos de votación mayoritaria de la democracia. El hombre que vota por el candidato perdedor e incluso más el hombre que se abstiene de votar, difícilmente puede decirse que aprueben voluntariamente la acción del gobierno.[69]

En los últimos años, unos pocos economistas han empezado a darse cuenta de que la naturaleza del Estado necesita un análisis cuidadoso. En particular, que la economía del bienestar debe probar que el Estado es en algún sentido voluntario antes de poder defender cualquier acción del Estado. El intento más ambicioso para considerar al Estado como una institución “voluntaria” es la obra del profesor Baumol.[70] La tesis de la “economía externa” de Baumol puede expresarse sucintamente como sigue: ciertos deseos son por su naturaleza “colectivos” en lugar de “individuales”. En estos casos, todo individuo clasificará las siguientes alternativas en su escala de valor: En (A) prefería que todos, salvo él se vieran obligados a pagar por la satisfacción del deseo del grupo (por ejemplo, protección militar, parques públicos, presas y demás). Pero como esto no es practicable, debe elegir entre las alternativas B y C. En (B) no se obliga a a nadie a pagar por el servicio, en cuyo caso el servicio probablemente no se proporcione, ya que cada hombre tenderá a eludir su parte; en (C) todos, incluyendo el propio individuo  en particular, están obligados a pagar por el servicio. Baumol concluye que la gente elegirá C; de ahí que las actividades del Estado al proveer estos servicios sean “realmente voluntarias”. Todo el mundo elige alegremente ser coaccionado.

Este argumento sutil puede considerarse a muchos niveles. En primer lugar, es absurdo sostener que la “coacción voluntaria” sea una preferencia demostrada. Si la decisión fuera realmente voluntaria, no sería necesaria ninguna coacción: la gente accedería voluntaria y públicamente a pagar su parte en las contribuciones al proyecto común. Como se supone que todos prefieren tener el proyecto a no pagar por él y no tenerlo, realmente quieren pagar el precio en impuestos para obtener el proyecto. Por tanto, el aparato de coacción fiscal es innecesario y todos pagarían valerosamente, aunque sea un poco a regañadientes, lo que se “supone” que deben sin ningún sistema fiscal coactivo. Segundo, la tesis de Baumol indudablemente es cierta para la mayoría, ya que la mayoría, pasiva o voluntariamente, debe apoyar a un gobierno si este ha de sobrevivir algún tiempo. Pero incluso si la mayoría está dispuesta a hacerse coaccionar para coaccionar a otros (y tal vez desequilibrar la balanza de la coacción contra los otros), esto no prueba nada para la economía del bienestar, que debe basar sus conclusiones en la regla de la unanimidad, no de la mayoría. ¿Respondería Baumol que todos tienen sus órdenes de valores? ¿Hay alguna persona en la sociedad que prefiera la libertad para todos a la coacción sobre todos? Si existe una persona así, Baumol ya no puede calificar al Estado como institución voluntaria. ¿Sobre qué justificación, a priori o empírica, puede alguien responder que no existe esa persona?[71]

Pero la tesis de Baumol merece una consideración más detallada. Pues aunque no pueda establecer una existencia de coacción voluntaria, si es realmente cierto que ciertos servicios simplemente no pueden obtenerse en el mercado libre, esto revelaría una grave debilidad en el “mecanismo” del libre mercado. ¿Existen casos en los que solo la coacción puede generar servicios deseados? A primera vista, la “economía externa” de Baumol hace que parezca posible una respuesta afirmativa. Servicios como protección militar, embalses, carreteras, etcétera, son importantes. La gente desea que se proporcionen. ¿Pero no tenderá cada persona a evitar su pago, esperando que lo hagan otros? Pero emplear esto como justificación para la provisión de dichos servicios por el Estado es un ejemplo de razonamiento circular de petición de principio. ¡Pues esta condición peculiar se sostiene solo y precisamente porque es el Estado, y no los mercados, el que proporciona estos servicios! El hecho de que el Estado proporcione un servicio significa que, al contrario que el mercado, su provisión del servicio es completamente independiente de su recaudación de pagos. Como el servicio se ofrece generalmente gratis y más o menos indiscriminadamente a los ciudadanos, de esto se deduce naturalmente que todo individuo (asegurado el servicio) tratará de eludir sus impuestos. Pues, al contrario que en el mercado, su pago individual de impuestos no le produce nada directamente. Y esta condición no puede ser una justificación para la acción del Estado, pues es solo la consecuencia de la existencia de la propia acción del Estado.

¿Pero quizá el Estado deba satisfacer algunos deseos porque estos deseos sean “colectivos” en lugar de “individuales”? Esta es la segunda línea de ataque de Baumol. En primer lugar, Molinari ha demostrado que la existencia de deseos colectivos no implica necesariamente acción del Estado. Pero, además, el mismo concepto de deseos “colectivos” es dudoso. ¡Pues este concepto debe implicar la existencia de alguna entidad colectiva existente que expresa el deseo! Baumol lucha para no conceder esto, pero lucha en vano. La necesidad de suponer una entidad así queda clara en la explicación de Haavelmo de la “acción colectiva”, citada favorablemente por Baumol. Así, Haavelmo concede que decidir sobre acción colectiva “requiere un modo de pensar y un poder de actuar que están fuera de la esfera funcional de cualquier grupo individual como tal”.[72]

Baumol intenta negar la necesidad de suponer una entidad colectiva señalando que algunos servicios pueden financiarse solo “conjuntamente” y servirán a la mucha gente conjuntamente. Por tanto, argumenta que los individuos en el mercado no pueden proporcionar estos servicios. Es una postura en verdad curiosa. Pues todos los negocios a gran escala están financiados “conjuntamente” con enormes agregaciones de capital y también sirven a muchos consumidores, a menudo conjuntamente. Nadie sostiene que la empresa privada no puede proporcionar acero o automóviles o seguros porque se financien “conjuntamente”. Respecto del consumo conjunto, en ningún sentido puede ningún consumo ser conjunto, pues solo los individuos existen y pueden satisfacer sus deseos y por tanto todos deben consumir independientemente. En otro sentido, casi todo el consumo es “conjunto”. Por ejemplo, Baumol afirma que los parques son un ejemplo de “deseos colectivos” consumidos conjuntamente, ya que muchos individuos deben consumirlos. Por tanto el gobierno debe proporcionar este servicio. Pero ir al cine es incluso más conjunto, pues todos deben ir al mismo tiempo. ¿Deben por tanto nacionalizarse todos los cines y ser dirigidos por el gobierno? Además, en una visión amplia, todo el consumo moderno depende de métodos de producción en masa para un mercado amplio. No hay justificación por la que Baumol pueda independizar ciertos servicios y calificarlos como “ejemplos de interdependencia” o “economías externas”. ¿Qué individuos podrían comprar acero o automóviles o comida congelada o casi cualquier otra cosa, si no existieran otros individuos suficientes para demandarlos y hacer que merezcan la pena sus métodos de producción en masa? Las interdependencias de Baumol están a nuestro alrededor y no hay forma racional de aislar unos pocos servicios y calificarlos como “colectivos”.

Un argumento común, aunque más factible, relacionado con la tesis de Baumol es que ciertos servicios son tan vitales para la misma existencia del mercado que deben proporcionarse colectivamente fuera del mercado. Estos servicios (protección transporte y otros) son tan básicos, se dice, que afectan a todos los asuntos del mercado y son una condición necesaria previa para su existencia. Pero este argumento prueba muchísimo. Fue la falacia de los economistas clásicos de que consideraban a los bienes en términos de grandes clases, en lugar de en términos de unidades marginales. Todas las acciones en el mercado son marginales y esta es precisamente la razón  por la que pueden efectuarse la valoración e imputación de valores de productividad para factores. Si empezamos ocupándonos con clases completas en lugar de unidades marginales, podemos descubrir todo tipo de actividades que son necesariamente prerrequisitos y vitales para toda actividad del mercado: tierra, espacio, comida, ropa, alojamiento, energía y demás, ¡incluso papel! ¿Todo esto debe ser suministrado por el Estado y solo por el Estado?

Desprovisto de sus muchas falacias, toda las tesis de los “deseos colectivos” se reduce a esto: cierta gente en el mercado recibirá beneficios de la acción de otros sin pagar por ellos.[73] Esta es la conclusión de la crítica del mercado y esta es el único problema relevante de la “economía externa”.[74] A y B deciden pagar la construcción de un embalse para sus usos; C se beneficia aunque no pagó. A y B se educan a su costa y C se beneficia por poder tratar con personas educadas y así sucesivamente. Este es el problema del polizón. Pero es difícil entender de qué va este jaleo. ¿Tengo que ser gravado concretamente porque disfruto de la vista del jardín de mi vecino sin pagar por ello? La compra de bien de A y B revela que ellos están dispuestos a pagarlo; si eso beneficia también indirectamente a C, nadie pierde. Si C cree que se vería privado del beneficio si solo A y B pagaran, estos es libre de contribuir también. En todo caso, todos los individuos consultan sus propias preferencias en el asunto.

De hecho, todos somos polizones en la inversión y el desarrollo tecnológico de nuestros antepasados. ¿Debemos llevar sambenitos o someternos al dictado del Estado debido a este hecho feliz? Baumol y otros que están de acuerdo con él son muy incoherentes. Por un lado, la acción no puede dejarse a la decisión voluntaria individual porque el malvado polizón podría escabullirse y obtener beneficios sin pagar. Por otro lado, se denuncia a menudo a los individuos porque la gente no hace lo suficiente para beneficiar a los polizones. Así Baumol critica a los inversores por no violar sus propias preferencias temporales e invertir más generosamente. Indudablemente lo sensato es no penalizar al polizón ni concederle un privilegio especial. También sería la única solución coherente con la Regla de la Unanimidad y la preferencia demostrada.[75]

En la medida en que la tesis del “deseo colectivo” no es el problema del polizón, es simplemente un ataque ético sobre las valoraciones individuales y un deseo por parte del economista (que adopta el papel de ético) de sustituir con sus valoraciones las de otros individuos para decidir sobre las acciones  de estos últimos. Esto queda claro en la afirmación de Suranyi-Unger: un individuo “puede estar dirigido por una evaluación roñosa o irreflexiva o frívola de utilidad y desutilidad y por un correspondiente grado bajo o completa ausencia de responsabilidad de grupo”.[76]

Tibor Scitovsky, mientras se dedicaba a un análisis similar al de Baumol, aporta también otra objeción al libre mercado basada en lo que llama “economías externas pecuniarias”.[77] En pocas palabras, esta concepción sufre del error común de confundir el equilibro general (¡e inalcanzable!) de la economía de rotación constante con un “ideal” ético y por tanto trabajando fenómenos siempre presentes como la existencia de beneficios como alejamientos de ese ideal.

Finalmente, debemos mencionar los muy recientes intentos del profesor Buchanan de designar al Estado como una institución voluntaria.[78]

La tesis de Buchanan se basa en la curiosa dialéctica de que la regla de la mayoría en una democracia es realmente unanimidad, ¡porque las mayorías pueden cambiar y siempre cambian! El resultante tira y afloja del proceso político, que evidentemente no es irreversible, se supone por tanto que genera una unanimidad social. La doctrina de que el eterno conflicto político y la realidad en punto muerto equivalen realmente a una misteriosa unanimidad social debe quedar como un lapsus en un tipo de misticismo hegeliano.[79]

Conclusión

En su brillante semblanza de la economía contemporánea, el profesor Bronfenbrenner describía el presente estado de la ciencia económica en los términos más lúgubres posibles.[80] “Salvaje” y “desastre” son calificativos típicos y Bronfenbrenner acababa su artículo con desesperación citando el famoso poema Ozymandias. Aplicado a la teoría actualmente de moda, su actitud está justificada. La década de 1930 fue un periodo de febril actividad y de avances aparentemente novedosos en el pensamiento económico. Pero uno a uno, han aparecido la reacción y la atenuación y a mediados de la década de 1950 las grandes esperanzas de hace veinte años están muriendo o luchando desesperadamente en acciones de retaguardia. Ninguna de las aproximaciones antes nuevas inspira ya contribuciones teóricas frescas. Bronfenbrenner menciona específicamente con relación a esto la competencia imperfecta y las teoría keynesianas, y con razón. Podría haber mencionado también las teorías de la utilidad y el bienestar. Pues a mediados de la década de 1930 se vio el desarrollo del análisis de la curva de indiferencia de Hicks-Allen y la Nueva Economía del Bienestar. Ambas revoluciones teóricas han sido enormemente populares en las zonas más altas de la teoría económica y ambas se tambalean ahora.

El objetivo de este trabajo es que aunque las teorías primero revolucionarias y luego ortodoxas de la utilidad y del bienestar merecen un entierro incluso más veloz de que han estado recibiendo, no les tiene que seguir un vacío teórico. La herramienta de la preferencia demostrada, en la que la economía se ocupa solo de la preferencia demostrada por acción real, combinada con una Regla de la Unanimidad estricta para afirmaciones de utilidad social pueden servir para realizar una completa reconstrucción de las economías de la utilidad y el bienestar. La teoría de la utilidad puede establecerse finalmente como una teoría de la utilidad marginal ordinal. Y la economía del bienestar puede convertirse de nuevo en un corpus vital, aunque su nueva personalidad podría no atraer a sus creadores anteriores. No debe pensarse que, en nuestra explicación de la economía del bienestar, hayamos tratado de establecer ningún programa ético o político. Por el contrario, la economía del bienestar propuesta se plantea sin insertar juicios éticos. La economía por sí misma y en solitario no puede establecer un sistema ético y debemos reconocer esto independientemente de qué filosofía ética tengamos. El hecho de que el mercado libre maximice la utilidad social o de que la acción del Estado no pueda considerarse voluntaria o de que los economistas del laissez faire fueran mejores analistas del bienestar de lo que se cree, no implica en sí mismo ninguna defensa del laissez faire ni de ningún otro sistema social. Lo que hace la economía del bienestar es presentar estas conclusiones a quienes realizan juicios éticos como parte de los datos de su sistema ético. Para una persona que desdeña la utilidad social o admira la coacción, nuestro análisis podría proporcionar poderosos argumentos para una política de completo estatismo.


[1] Ver Alan R. Sweezy, “The Interpretation of Subjective Value Theory in the Writings of the Austrian Economists”, Review of Economic Studies (June 1934): 176-185, para una exposición histórica. Sweezy dedica una Buena parte de su artículo a una crítica de Mises como máximo exponente de la aproximación de la preferencia demostrada. Para las opiniones de Mises, ver Human Action [La acción humana] (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1949), pp. 94-96, 102-103; Theory of Money and Credit [La teoría del dinero y del crédito] (1912, 3ª ed; New Haven: Yale University Press, 1951), pp. 46 y ss. Ver también Frank A. Fetter, Economic Principles (Nueva York: The Century Co., 1915), pp. 14-21.

[2] Ver los tratados metodológicos de Kaufman, Hutchison, Souter, Stonier, Myrdal, Morgenstern y muchos más.

[3] Sobre la metodología de la praxeología y la física, ver Mises, Human Action, y F.A. Hayek, The Counter Revolution of Science (Glencoe, Ill.: The Free Press, 1952), pt 1.

[4] Es incluso dudoso que los positivistas interpreten apropiadamente la metodología adecuada de la propia física. Sobre el extendido mal uso positivista del principio de incertidumbre de Heisenberg en física, así como en otras disciplinas, cf. Albert H. Hobbs, Social Problems and Scientism (Harrisburg, Penn.: The Stackpole Co., 1953), pp. 220-232.

[5] Para una opinión típica, cf. George J. Schuller, “Rejoinder,” American Economic Review (Marzo de 1951): 188. Para entender que la lógica matemática es esencialmente subsidiaria de la lógica verbal básica, cf. Los comentarios de Andre Lalande y Rene Poirier sobre “lógica” y “logística”, en Vocabulaire technique et critique de la philosophie, Andre Lalande, ed., 6th ed. (París: Presses Universitaires de France, 1951), pp. 574, 579.

[6] Paul Samuelson ha añadido el peso de su autoridad a la crítica de Mises y la preferencia demostrada por Sweezy y ha justificado su apoyo en términos de “significado operativo”. Samuelson rechaza explícitamente la idea de una teoría verdadera de la utilidad, en favor de una que es meramente hipotética. Ver Paul A. Samuelson, “The Empirical Implications of Utility Analysis”, Econometrica (1938): 344 y ss. y Samuelson, Foundations of Economic Analysis [Fundamentos del análisis economico] (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1947), pp. 91-92. El concepto de significado operative se origina en el físico Percy W. Bridgman para explicar explícitamente la metodología de la física. Cf. Bridgman, The Logic of Modern Physics (Nueva York: Macmillan, 1927). Muchos fundadores del positivismo moderno, como Mach y Boltzmann, eran también físicos.

[7] Los héroes del positivismo, Rudolf Carnap y Ludwig Wittgenstein, desdeñaban la inferencia deductiva como mera generadora de “tautologías” a partir de axiomas. Pero todo razonamiento es deductivo y este proceso es especialmente vital para llegar a la verdad. Para una crítica de Carnap y Wittgenstei y una demostración de que la inferencia no es meramente identidad en una “tautología”, cf. Lalande, “Tautoglie,” en Vocabulaire, pp. 1103-1104.

[8] El análisis de Samuelson sufre también de otros errores, como el uso de procedimientos inválidos de “número índice”. Sobre las falacias teóricas de los números índice, cf. Mises, Theory of Money and Credit, pp. 187-194.

[9] Ver Mises, Human Action, pp. 102-103. Mises demuestra que Wicksteed y Robbins cometieron un error similar.

[10] Hay que alabar que Samuelson rechaza la aproximación del cuestionario. Los profesores Kennedy y Keckskemeti, por distintas razones, defienden el método del cuestionario. Kennedy simplemente dice, bastante ilógicamente, que los procedimientos in vacuo se usan de todas maneras cuando el teórico dice que más de un bien se prefiere a menos. Pero esto no es in vacuo: es una conclusión basada en el conocimiento praxeológico de que como un bien es cualquier objeto de acción, debe preferirse más a menos mientras siga siendo un bien. Kennedy se equivoca, por tanto, cuando afirma que esto es un argumento circular, pues el hecho de que exista la acción no es “circular”.

Keckskemeti afirma realmente que el método del cuestionario es preferible a observar el comportamiento para descubrir preferencias. La base de su argumento es una dicotomía espuria entre utilidad y valoraciones éticas. Las valoraciones éticas pueden consideradas o bien como idénticas o un subgrupo de juicios de utilidad, pero no pueden separarse. Cf. Charles Kennedy, “The Common Sense of Indifference Curves”, Oxford Economic Papers (Enero de 1950): 123-131; Kenneth J. Arrow, “Review of Paul Keckskemeti’s Meaning, Communication, and Value“, Econometrica (Enero de 1955): 103.

[11] Kennedy, “The Common Sense of Indifference Curves”. El artículo de Kennedy da la major explicación breve de la aproximación de la preferencia revelada.

[12] Este error deriva de nuevo de la física, donde suposiciones como la ausencia de fricción son útiles como primeras aproximaciones ¡a hechos conocidos desde leyes explicativas desconocidas! Para un refrescante escepticismo sobre el valor de los axiomas falsos,  cf. Martin Bronfenbrenner, “Contemporary Economics Resurveyed” Journal of Political Economy (Abril de 1953).

[13] El axioma de la existencia de fines puede considerarse una proposición en psicología filosófica. En ese sentido, la praxeología se basa en la psicología, pero su desarrollo diverge entonces completamente de la filosofía en sentido estricto. Sobre la cuestión del propósito, la praxeología  tiene como base directamente la tradición de Leibniz de psicología filosófica en oposición a la tradición de Locke sostenida por positivistas, conductivistas y asociacionistas. Para una explicación reveladora de este tema, cf. Gordon W. Allport, Becoming (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1955), pp. 6-17.

[14] Así, la ley de la utilidad marginal decreciente no se basa en absoluto en alguna ley psicológica postulada de satisfacción de deseos, sino en la verdad praxeológica de que las primeras unidades de un bien se asignarán a los usos más valiosos, las siguientes los siguientes usos más valiosos y así sucesivamente.

[15] I.M.D. Little, “A Reformulation of the Theory of Consumers’ Behavior”, Oxford Economic Papers (Enero de 1949): 90-99.

[16] Vilfredo Pareto, “On the Economic Phenomenon”, International Economic Papers 3 (1953): 188-194. Para una excelente refutación, cf. Benedetto Croce, “On the Economic Principle, Parts I and II”, ibíd.: 175-176. 201. El famoso debate Croce-Pareto es un ilustrador ejemplo de un debate temprano entre visiones praxeológicas y positivistas en economía.

[17] Vivian C. Walsh  es un interesante ejemplo actual de las combinaciones de ambos tipos de error. Por un lado, es una conductivista extrema, que rechaza reconocer que alguna preferencia sea relevante para la acción o puede ser demostrada por ella. Por otro lado, también toma la opinión psicologizadora extrema de que los estados psicológicos por sí mismos pueden observarse directamente. Para esto, recurre al “sentido común”. Pero esta postura fracasa porque las “observaciones” psicológicas de Walsh son tipos ideales y no categorías analíticas. Así, Walsh dice que “decir que alguien es un fumador es distinto que decir que alguien está fumando ahora”, defendiendo el primer tipo de declaración para la economía. Pero esas declaraciones son tipos ideales históricos, relevantes para la historia y la psicología, pero no para el análisis económico. Cf. Vivian C. Walsh, “On Descriptions of Consumers’ Behavior”,  Economica (Agosto de 1954): 244-252.Sobre tipos ideales y relación con la praxeología, cf. Mises,  Human Action, pp. 59-64.

[18] Wallace E. Armstrong, “A Note on the Theory of Consumer’s Behavior”, Oxford Economic Papers (Enero de 1950): 199 y ss. Sobre esto, cf. con la refutación de Little en I.M.D. Little, “The Theory of Consumer’s Behavior — A Comment”, ibíd., 132-135.

[19] La prioridad de Mises estableciendo esto al establecer esta conclusión es reconocida por el profesor Robbins; cf. Lionel Robbins, “Robertson on Utility and Scope”, Economica (Mayo de 1953): 99-111; Mises, Theory of Money and Credit, pp. 38-47 y passim. El papel de Mises a la hora de forjar una teoría de la utilidad marginal ordinal ha sufrido un olvido casi total.

[20] El error empieza quizá con Jevons. Cf. W. Stanley Jevons, Theory of Political Economy [La teoría de la economía política]  (Londres: Macmillan, 1888), pp. 49 y ss.

[21] El que este razonamiento se encuentra en la base del rechazo de los ordinalistas a la utilidad marginal puede verse en John R. Hicks, Value and Capital, 2ª ed. (Oxford: Oxford University Press, 1946), p. 19. El que muchos ordinalistas lamenten la pérdida de la utilidad marginal puede verse en la declaración de Arrow de que “La antigua explicación de la utilidad marginal decreciente de que busca primero la satisfacción de los deseos más intensos tiene más sentido” que el actual análisis de “curva de indiferencia”, pero eso, por desgracia “está ligado a la noción insostenible de la utilidad mensurable”. Citado en D.H. Robertson, “Utility and All What?”

[22] Hicks reconoce la falsedad de la suposición de continuidad pero pone ciegamente su fe en la esperanza de que todo irá bien si se agregan las acciones individuales. Hicks, Value and Capital, p. 11.

[23] El análisis de la utilidad fue planteado por primera vez por Mises, en Theory of Money and Credit, pp. 38-47. Lo continuó Harro F. Bernardelli, especialmente en su “The End of the Marginal Utility Theory?”  Economica (Mayo de 1938): 206.Sin embargo el tratamiento de Bernardelli se arruina por sus laboriosos intentos de encontrar alguna forma de representación matemática legítima. Sobre el fracaso de los economistas matemáticos en entender este tratamiento de lo marginal y lo total, ver la crítica a Bernadelli de Paul A. Samuelson, “The End of Marginal Utility: A Note on Dr. Bernardelli’s Article”, Economica (Febrero de 1939): 86-87; Kelvin Lancaster, “A Refutation of Mr. Bernadelli”,  Economica (Agosto de 1953): 259-262. Para respuestas, ver Bernadelli, “A Reply to Mr. Samuelson’s Note,”  Economica (Febrero de 1939): 88-89 y “Comment on Mr. Lancaster’s Refutation”, Economica (Agosto de 1954): 240-242.

[24] Ver Charles Kennedy, “Concerning Utility,” Economica (Febrero de 1954): 13. Por cierto que el artículo de Kennedy es un intento de rehabilitar un tipo de cardinalismo al hacer distinciones entre “cantidad” y “magnitud” y usar el concepto de “adición relacional” de Bertrand Russell. Sin duda este tipo de aproximación vulnera el principio de la navaja de Occam, el gran principio científico de que las entidades no se multipliquen innecesariamente. Para una crítica, cf. D.H. Robertson, “Utility and All What?” pp. 668-669.

[25] Robbins, “Robertson on Utility and Scope”, p. 104.

[26] Oskar Lange, “The Determinateness of the Utility Function”, Review of Economic Studies (Junio de 1934): 224 y ss. Por desgracia. Lange negaba las implicaciones de su propio análisis y adoptaba una suposición de cardinalidad, solo debido a su ansioso deseo de llegar a ciertas conclusiones “sociales” queridas.

[27] Ver  Mises, Theory of Money and Credit, pp. 97-123. Mises replicaba a los críticos en Human Action, pp. 405 y ss. La única crítica posterior ha sido la Gilbert que afirma que el teorema no explica cómo puede introducirse un papel moneda después de que el sistema monetario haya quebrado. Presumiblemente se refiere a casos como el Rentenmark alemán. La respuesta, por supuesto, es que ese papel no se introdujo de novo: el oro y el cambio de moneda existieron antes de las monedas existentes. Cf. J.C. Gilbert, “The Demand for Money: the Development of an Economic Concept”, Journal of Political Economy (Abril de 1953): 149.

[28] Samuelson, Foundations of Economic Analysis, pp. 117-118. Para ataques similares a los rimeros economistas austriacos, cf. Frank H. Knight, “Prólogo” en Carl Menger, Principles of Economics  (Glencoe, Ill.: The Free Press, 1950), p. 23; George J. Stigler, Production and Distribution Theories (Nueva York: Macmillan, 1946), p. 181. Stigler critica a Böhm-Bawerk por rechazar la “determinación mutua” en favor del “antiguo concepto de causa y efecto” y explica esto diciendo que Böhm-Bawerk no estaba formado en matemáticas. Para el ataque de Menger al concepto de determinación mutua, cf. Terence W. Hutchison, A Review of Economic Doctrines, 1870-1929 (Oxford: Clarendon Press, 1953), p. 147.

[29] Los “teóricos de la indiferencia” también yerran en suponer pasos infinitamente pequeños, algo esencial para su representación geométrica, pero erróneo para un análisis de la acción humana.

[30] Wallace E. Armstrong, “The Determinateness of Utility Function”, Economic Journal (1939): 453-467. La indicación de Armstring de que la indiferencia no es una relación transitiva (como suponía Hicks) solo se aplica a unidades de distinto tamaño de un producto. Cf. también Armstrong, “A Note on the Theory of Consumers’ Behavior”.

[31] Little, “Reformulation” y “Theory”. Otro defecto de la preferencia revelada de Samuelson es que trata de “revelar” también curvas de indiferencia.

[32] Alec L. Macfie, “Choice in Psychology and as Economic Assumption”, Economic Journal (Junio de 1953): 352-367.

[33] Así, cf. Joseph A. Schumpeter, History of Economic Analysis [Historia del pensamiento económico] (Nueva York: Oxford University Press, 1954), pp. 94, n. 1064.

[34] Ver también la advertencia de Croce acerca de usar ejemplo animales en los análisis de la acción humana. Croce, “Economic Principle I”, p. 175.

[35] Kennedy, “The Common Sense of Indifference Curves” y “On Descriptions of Consumer’s Behavior”.

[36] William J. Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State (1952; Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1965), pp. 47 y ss.

[37] John von Neumann y Oskar Morgenstern, Theory of Games and Economic Behavior, 2nd ed. (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1947), pp. 8, 15-32, 617-632.

[38] Así, ver el excelente artículo explicativo de Armen A. Alchian, “The Meaning of Utility Measurement”, American Economic Review (Mayo de 1953):384-397. Los principals seguidores de la aproximación de Neumann-Morgenstern son Marschak, Friedman, Savage y Samuelson.

Las afirmaciones de la teoría, incluso en el mejor de los casos, de medir la utilidad han sido bien explotados de todas formas por Ellsberg, que también destroza el intento de Marschak de hacer normativa la teoría. La crítica de Ellsberg sufre sin embargo considerablemente por basarse en el concepto de “significado operativo”. D. Ellsberg, “Classic and Current Notions of Measurable Utility”, Economic Journal (Septiembre de 1954): 528-556.

[39] Richard von Mises, Probability, Statistics, and Truth (Nueva York: Macmillan, 1957). También  Ludwig von Mises, Human Action, pp. 106-117. Las teorías de la probabilidad actualmente de moda de Rudolf Carnap y Hans Reichenbach no han conseguido poner en duda la validez de la aproximación de Richard von Mises. Mises las rebate en la tercera edición alemana de su obra, desgraciadamente no disponible en inglés. Ver  Richard von Mises, Wahrscheinlichkeit, Statistik, und Wahrheit, 3ª ed. (Viena: J. Springer, 1951). La única crítica viable de Richard von Mises ha sido la de W. Kneale, que apuntaba que la asignación numérica de probabilidad depende de una secuencia infinita, considerando que en ninguna acción humana puede haber una secuencia infinita. Sin embargo esto debilita la aplicación de probabilidad numérica, incluso en casos como loterías, en lugar de permitirle expandirse  a otras áreas. Ver también Little, “A Reformulation of the Theory of Consumers’ Behavior”.

[40] Comparar la distinción básica de Frank Knight entre los estrechos casos del “riesgo” actuarial  y la más extendidas “incertidumbre” no actuarial. Frank H. Knight, Risk, Uncertainty, and Profit (2ª ed.; Londres, 1940). G.L.S. Schackle también ha planteado una crítica excelente a la aproximación de la probabilidad a la economía, especialmente la de Marschak. Sin embargo, su propia teoría de la “sorpresa” está abierta a objeciones similares; cf. C.F. Carter, “Expectations in Economics”, Economic Journal (Marzo de1950): 92-105; G.L.S. Schackle, Expectations in Economics (Cambridge: Cambridge University Press, 1949), pp. 109-123.

[41] Es curioso cómo los economistas se ven tentados a explicar el juego suponiendo primero que al participante no le gusta jugar. Sobre esta suposición Alfred Marshall basó su famosa “prueba” de que el juego es “irracional” (debido a la utilidad decreciente del dinero del individuo).

[42] Así, cf. von Neumann and Morgenstern, Theory of Games and Economic Behavior, pp. 16-17.

[43] Cf. Morris R. Cohen, A Preface to Logic (Nueva York: Henry Holt, 1944), p. 151.

[44] Sobre la medición, ver Norman Campbell, What is Science? (Nueva York: Dover, 1952), pp. 109-314; y Campbell An Account of the Principles of Measurement and Calculation (Londres: Longmans, Green, 1928). Aunque la visión anterior de la medición no esté actualmente de moda, está respaldada por el peso de la autoridad de Mr. Campbell. Una descripción de la polémica entre Campbell y S. Stevens sobre el tema de la medición de magnitudes intensivas estaba incluida en el borrador inédito de Carl G. Hempel, Concept Formation, pero fue desgraciadamente omitida en le publicado Fundamentals of Concept Formation in Empirical Science (Chicago: University of Chicago, 1952), de Hempel. La crítica de Campbell puede encontrarse en A. Ferguson, et al. Interim Report (British Association for the Advancement of Science Final Report, 1940), pp. 331-349.

[45] Jacob Marschak, “Rational Behavior, Uncertain Prospects, and Measureability”, Econometrica (Abril de 1950): 131.

[46] Lionel Robbins, “Interpersonal Comparisons of Utility”, Economic Journal (Diciembre de 1938): 635-641 y Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, 2ª ed. (Londres: Macmillan, 1935), pp. 138-141.

[47] Vilfredo Pareto, Manuel d’va^conomie Politique, 2ª ed. (París: Marcel Giard, 1927), p. 617.

[48] Kemp trata de alterar la Regla de la Unanimidad para entender que la utilidad social solo aumenta si todos mejoran, sin que nadie empeore o le resulte indiferente. Pero, como hemos visto, la indiferencia no puede demostrarse con la acción y por tanto esta alteración es inválida. Murray C. Kemp, “Welfare Economics: A Stocktaking”, Economic Record (Noviembre de 1954): 245.

[49] Sobre el principio de compensación, ver Nicholas Kaldor, “Welfare Propositions in Economics”, Economic Journal (Septiembre de1939): 549; John R. Hicks, “The Foundations of Welfare Economics”, Economic Journal (Diciembre de 1939): 706. Para una crítica, ver William J. Baumol, “Community Indifference”, Review of Economic Studies (1946-1947): 44-48; Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State, pp. 12 y ss; Kemp, “Welfare Economics: A Stocktaking”, pp. 246-250. Para un resumen de las discusiones, ver D.H. Robertson, Utility and All That (Londres: Allen and Unwin, 1952): pp. 29-35. La debilidad en el  reconocimiento de Robbins de la Regla de la Unanimidad se demuestra por su apoyo al principio de compensación. Robbins, “Robertson on Utility and Scope”.

[50] Ver Abram Bergson, “On the Concept of Social Welfare”, Quarterly Journal of Economics (Mayo de 1954): 249; Paul A. Samuelson, “Welfare Economics; Comment”, en A Survey of Contemporary Economics, Vol. II, B.F. Haley, ed. (Homewood, Ill.: R.D. Irwin, 1952), 2, p. 37. También Jerome Rothenberg, “Conditions for a Social Welfare Function”, Journal of Political Economy (Octubre de 1953): 397; Sidney Schoeffler, “Note on Modern Welfare Economics”, American Economic Review (Diciembre de 1952): 881; I.M.D. Little, “Social Choice and Individual Values”, Journal of Political Economy (Octubre de 1952): 422-432.

[51] Clarence Philbrook, “‘Realism’ in Policy Espousal”, American Economic Review (Diciembre de 1953): 846-859. Todo el artículo es de importancia esencial en el estudio de la economía y su relación con la política pública.

[52] E.J. Mishan, “The Principle of Compensation Reconsidered”, Journal of Political Economy (Agosto de 1952): 312. Ver especialmente la excelente nota de I.M.D. Little, “The Scientist and the State”, Review of Economic Studies (1949-50): 75-76.

[53] Así, ver la discusión bastante apenada en el segundo tomo de la Survey of Contemporary Economics  de la American Economic Association; Kenneth E. Boulding, “Welfare Economics”, pp.1-34; Melvin W. Reder, “Comment”, pp. 34-36 y Samuelson, The Empirical Implications of Utility Analysis. Ver también los artículos de Schoeffler, Bergson y Kemp antes citados.

[54] Jerome Rothenberg, “Welfare Comparisons and changes in Tastes”, American Economic Review (Diciembre de 1953): 888-890.

[55] Reder, “Comment”, p. 35.

[56] “En un grado considerable, la teorización del bienestar (y aspectos relacionados) de las décadas de 1930 y 1940 fue un intento de demostrar la variedad e importancia de las circunstancias bajo las las que el laissez faire era inapropiado”. Ibíd.

[57] Haavelmo critica la tesis de que el libre mercado maximiza la utilidad social diciendo que esto “supone” que las personas “de alguna forma se reúnen” para tomar una decisión óptima. ¡Pero el libre mercado es precisamente el método por el que la “reunión” tiene lugar! Ver Trygve Haavelmo, “The Notion of Involuntary Economic Decision”, Econometrica (Enero de 1950): 8.

[58] Sería más correcto decir una distribución dada de activos monetarios.

[59] Sobre esta falacia del colectivismo metodológico y la falacia más amplia del realismo conceptual, ver la excelente explicación en Hayek, Counter Revolution of Science, pp. 53 y ss.

[60] Los delincuentes también actúan de esta manera, pero no pueden hacerlo legalmente. Para el fin del análisis praxeológico, en lugar del legal, las mismas conclusiones aplican para ambos grupos.

[61] No podemos explicar aquí el análisis praxeológico de economía general que demuestra que, a largo plazo, para muchos actos de interferencia coactiva, el propio coaccionador pierde en utilidad.

[62] Lionel Robbins, The Theory of Economic Policy in English Classical Political Economy (Londres: MacMillan, 1952) sigue la tesis de que los economistas clásicos ingleses eran realmente “científicos” porque no defendían el laissez faire, mientras que los optimistas franceses eran dogmáticos y “metafísicos” porque sí lo hacían. Para mantener esto, Robbins abandona su aproximación praxeológica de veinte años antes y adopta el positivismo: “La prueba final de si una declaración es metafísica (sic) o científica es (…) si argumenta dogmática a priori o apelando a la experiencia”. Naturalmente, Robbins cita ejemplos de las ciencias físicas para reforzar esta falsa dicotomía. Ibíd., pp. 23-24.

[63] Los escritos de Bastiat son muy conocidos, pero su análisis del “bienestar” fue generalmente inferior al de About o Molinari. Para un brillante análisis de la acción del Estado, ver Gustave de Molinari, The Society of Tomorrow (Nueva  York: G.P. Putnam and Sons, 1904), pp. 65-96.

[64] Edmond About, Handbook of Social Economy (Londres: Straham, 1872), p. 104. También, ibíd., pp. 101-112 y Arthur Latham Perry, Political Economy, 21ª ed. (Nueva York: Charles Scribners’ Sons, 1892), p. 180.

[65] Terence W. Hutchison, A Review of Economic Doctrines, 1870-1929, p. 282; Samuelson, Foundations of Economic Analysis, p. 204.

[66] Para un ejemplo de esta actitud, ver la crítica de The Counter Revolution of Science de Hayek por May Brodbeck, en “On the Philosophy of the Social Sciences”, Philosophy of Science (Abril de 1954). Brodbeck se queja de que los axiomas praxeológicos no son “sorprendentes”; sin embargo, si siguiera el análisis podría encontrar bastante sorprendentes las conclusiones.

[67] Knut Wicksell, Lectures on Political Economy (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1934), 1, pp. 72 y ssf.

[68] También es posible argumentar sobre bases económicas generales, no de economía del bienestar, que una acción de cártel voluntario, si es rentable, beneficiará a los consumidores. En ese caso, los consumidores, igual que los productores se verían dañados por la ilegalización pública del cártel. Como hemos indicado antes, la economía del bienestar demuestra que ninguna acción pública puede aumentar la utilidad social. La economía general demuestra que, en muchos casos de acciones del gobierno, incluso quienes se benefician inmediatamente pierden a largo plazo.

[69] Schumpeter se burla apropiadamente cuando dice: “La teoría que interpreta los impuestos sobre la analogía con las cuotas de un club o la compra de servicios de , por ejemplo, un doctor, solo prueba lo mucho que se ha alejado esta parte de las ciencias sociales de los hábitos mentales científicos”. Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism, and Democracy (Nueva York: Harper and Brothers, 1942), p. 198. Para un análisis realista, ver Molinari, The Society of Tomorrow, pp. 87-95.

[70] Ver William J. Baumol, “Economic Theory and the Political Scientist”, World Politics (Enero de1954): 275-277 y Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State.

[71] En realidad, Galbraith sí hace una suposición así, pero evidentemente sin base adecuada. Ver John K. Galbraith, Economics and the Art of Controversy (New Brunswick, N.J.: Rutgers University Press, 1955), pp. 77-78.

[72] Haavelmo, “The Notion of Involuntary Economic Decision”. Yves Simon, citado favorablemente por Rothenberg, es aún más explícito, postulando una “razón pública” y una “voluntad pública” frente a los razonamiento y voluntades individuales. Ver Yves Simon, Philosophy of Democratic Government (Chicago: University of Chicago, 1951); Rothenberg, “Conditions”, pp. 402-403.

[73] Ver una crítica a una postura similar de Spencer por “S.R.”: “Spencer As His Own Critic”, Liberty (Junio de 1904).

[74] Los famosos problemas de la “deseconomía externa” (ruido, molestias por humos, pesca y otros) están realmente en una categoría completamente diferente, como ha demostrado Mises. Estos “problemas” se deben a una defensa insuficiente de la propiedad privada contra la invasión. En lugar de un defecto del mercado libre son, por tanto, los resultados de invasiones de propiedad, invasiones que están fuera del mercado libre por definición. Ver Mises, Human Action, pp. 650-656.

[75] En una buena, aunque limitada, crítica de Baumol, Reder señala que este olvida completamente las organizaciones sociales voluntarias formadas por individuos, pues supone que el Estado es la única organización social. Este error puede derivar en parte de la peculiar definición de lo “individualista” de Baumol, significando una situación en la que nadie considera los efectos de sus acciones sobre ningún otro. Ver Melvin W. Reder, “Review of Baumol’s Welfare Economics and the Theory of the State”, Journal of Political Economy (Diciembre de 1953): 539.

[76] Theo Suranyi-Unger, “Individual and Collective Wants”, Journal of Political Economy (Febrero de 1948): 1-22. Suranyi-Unger también emplea conceptos tan sin sentido como la “utilidad agregada” de la “satisfacción del deseo colectivizado”.

[77] Tibor Scitovsky, “Two Concepts of External Economies”, Journal of Political Economy (Abril de 1954): 144-151.

[78] Ver James M. Buchanan, “Social Choice, Democracy, and Free Markets”, Journal of Political Economy (Abril de 1954): 114-123 y Buchanan, “Individual Choice in Voting and the Market”, Journal of Political Economy (Agosto de 1954): 334-343. En muchos otros aspectos, los artículos de Buchanan son bastante buenos.

[79] Lo endeble que es esta “unanimidad”, incluso para Buchanan, se aprecia en el siguiente pasaje muy sensato: “el voto de un dólar no se niega nunca; al individuo nunca se le pone en situación de ser un miembro de una minoría disidente”, como pasa en el proceso de votación (Buchanan, “Individual Choice in Voting and the Market”, p. 339). La aproximación de Buchanan le llega a llevar a hacer una virtud positiva de la incoherencia e indecisión en las decisiones políticas.

[80]  Bronfenbrenner, “Contemporary Economics Resurveyed”.


Publicado el 8 de julio de 2006. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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