Crimen organizado – Capítulo 27-29

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

Capítulo 27

Fascialismo: el nuevo sistema americano

Los dos peores flagelos de la humanidad en el siglo XX fueron el socialismo y el fascismo. Ambos arruinaron gran parte de la economía mundial por su compartida y “fatal arrogancia” (expresión empleada por F. A. Hayek) de que los planificadores centrales del gobierno eran superiores a la propiedad privada y a los mercados libres. Los gobiernos socialistas y fascistas (entre los que no hay mucha diferencia) mataron a más de 100 millones de sus propios ciudadanos, como documentó el sociólogo R. J. Rummel [véase su libro Death by Government (Muerto por el gobierno)], e instigaron guerras que causaron la muerte de unos cuantos millones más.

Increíblemente, el duopolio de dos partidos que desde hace tiempo ha gobernado América ha adoptado a ambos, al fascismo y al socialismo, como las características definitorias de nuestro sistema económico. Llámese Fascialismo. Es una receta para el suicidio económico nacional.

Fascismo económico

El fascismo económico como el practicado por Italia y Alemania en los años 20 y 30 del siglo pasado permitió que existieran la propiedad y las empresas privadas pero solo mientras permanecieran estrictamente controladas y reglamentadas por el Estado para que sirvieran al “interés público” y no a intereses privados. La filosofía del fascismo alemán venía expresada en el eslogan Gemeinnutz geht vor Eigennutz que significa “el bien público es anterior al bien privado”. “Los arios”, escribió Hitler en Mein Kampf (Mi Lucha), “subordinan voluntariamente su propio ego a la comunidad y, llegada la hora, hasta lo sacrifican”.

Por supuesto, es el gobierno quien decide lo que constituye “el bien común” ¿Queda alguna duda de que el gobierno será ahora quien defina qué constituye “el bien común” en las industrias bancarias y del automóvil así como en la industria sanitaria en cuanto ésta esté completamente nacionalizada?

La filosofía que había detrás del fascismo italiano era virtualmente idéntica. “La concepción fascista de la vida”, escribió Mussolini en “Fascismo: Doctrinas e Instituciones“, “insiste en la importancia del Estado y acepta al individuo solo en la medida en que su interés coincida con el del Estado”.

Es llamativo como muchos de los pronunciamientos actuales sobre política económica son a menudo tan parecidos a los realizados por los fascistas europeos de principios del siglo XX. Por ejemplo, Mussolini se quejaba en 1935 de que la intervención del gobierno en la economía italiana era “demasiado diversa, variada, contrastada. Ha habido … intervención, caso por caso, según surge la necesidad”. Su asesor, Fausto Pitigliani, explicó que, en cambio, bajo el fascismo, la regulación del gobierno conseguiría cierta “unidad de fines”.

Así es exactamente como los poderes que residen en Washington, D. C. diagnosticaron la llamada Gran Recesión: ha habido una regulación de los mercados financieros muy insuficiente, nos dicen, y también ha sido demasiado diversa y contrastada. Por eso recomendaron que se instituyera una Autoridad Super-Reguladora para que supuestamente regulase, reglamentase y controlase todos los “riesgos sistémicos que se asumieran” en la economía en su conjunto. El único debate es si debe crearse una nueva agencia para lograr esa “unidad en los fines” o si esa responsabilidad debe encomendarse a la Fed, que fue precisamente quién en primera instancia provocó la actual crisis económica.

Las “asociaciones” entre el gobierno y las empresas fueron la marca característica de los fascismos Italiano y Alemán. Como señaló una vez Ayn Rand, en tales “asociaciones”, sin embargo, es siempre el gobierno el “socio dominante”. La “colaboración” entre el gobierno y las empresas era supuestamente necesaria en la Italia fascista porque, como explica Fausto Pitigliani en su libro de 1934 “El Estado Corporativista Italiano”, “el principio de la iniciativa privada solo podría ser útil al servicio del interés nacional”. Es este servicio al interés nacional lo que constituye el objetivo de los desvelos de la docena de “zares” nombrados por los Presidentes Americanos.

El fascismo italiano dio lugar a un gigantesco rescate de la economía. El crítico social italiano Gaetano Salvemini escribió en 1936 en el libro “Bajo el hacha del fascismo” que “Es el Estado, es decir, el contribuyente, quien se ha convertido en el responsable de la empresa privada. En la Italia fascista el Estado paga por los fallos de la empresa privada”. “Los beneficios siguieron siendo de la iniciativa privada”, escribió Salvemini, pero “el gobierno agregó las pérdidas a las cargas de los contribuyentes. El beneficio es privado e individual. La pérdida es pública y social”. ¿Resulta familiar?

Según Salvemini, el propio Mussolini se jactó en 1934 de que “tres cuartas partes del sistema económico italiano habían sido subvencionadas por el gobierno”. El gobierno de los Estados Unidos está esforzándose por superar el alcance del expolio.

Socialismo

En el prefacio de la edición de 1976 de su famoso libro “Camino de servidumbre”, F. A. Hayek escribió que cuando se publicó el libro por primera vez en 1944, el socialismo significaba “inequívocamente la nacionalización de los medios de producción y la planificación económica centralizada que aquella hacía necesaria”. Pero en 1970 “el socialismo había venido a significar principalmente la extensa redistribución de la riqueza con impuestos y con las instituciones del Estado del bienestar”. Por tanto, desde 1930 el Partido Demócrata en América ha sido el partido del socialismo, con un Partido Republicano que o bien le presentaba poca o ninguna oposición o bien le servía de cómplice.

Capítulo 28

En defensa de la sedición

Joe Klein de la revista Time acudió una vez al programa de televisión de una cadena donde acusó a Glenn Beck y a Sarah Palin de “sedición” por sus críticas a la administración de Obama por gastar billones de dólares en ayudas corporativas bajo la forma de rescates; por su nacionalización al estilo soviético de la industria del automóvil, de los bancos, de las entidades de crédito para estudiantes y de las entidades de crédito del mercado hipotecario; por un gasto salvaje, que no tiene precedentes históricos; por una expansión brutal del crédito; por su defensa de la medicina socializada y por sus planes de llevar a la ruina al capitalismo norteamericano a base de aumentar los impuestos. Quienquiera que se atreva a criticar esas cosas debería ser enviado al Gulag, decía Klein. Otro busto parlante del mismo programa televisivo que Klein pedía a gritos que Rush Limbaugh fuese también procesado por “sedición” por el crimen de osar criticar la agenda política izquierdista radical del Rey Obama.

Joe Klein nos decía que constituye sedición toda amenaza a la “autoridad del Estado”. Pero la cuestión clave es: ¿Autoridad para hacer qué? ¿Tiene el Estado americano una ilimitada “autoridad” para cumplir los sueños de cualquier político estatista? Si pueden nacionalizar empresas de la industria del automóvil, bancos y la industria sanitaria ¿Pueden también nacionalizar los comercios de alimentación, la construcción de viviendas, la fabricación de acero y todo lo demás? Joe Klein obviamente lo cree posible. Al hacerlo, apoya la “autoridad” de un Estado totalitario. Oponerse a un gobierno totalitario equivale, para Joe Klein y sus colegas en la función de bustos parlantes de la cadena de “noticias”, a un acto de “sedición”.

Originalmente, el gobierno americano estaba diseñado de manera que la única “autoridad” que tenía el gobierno central venía circunscrita a los poderes que le hubieran sido delegados por los Estados libres, soberanos e independientes de entre los enumerados por el Artículo 1 Sección 8ª de la Constitución. Todos los demás poderes son, según la Décima Enmienda, responsabilidad respectivamente del pueblo y de los Estados, lo cual para el mismo Jefferson constituía la piedra angular del documento. Esos poderes fueron delegados al gobierno central en beneficio de los Estados soberanos, que al adoptar la Constitución nombraron como apoderado suyo al gobierno central (principalmente para cuestiones relativas a la guerra y a la política exterior). Es por eso por lo que la traición, tal como la contempla la Constitución en su Artículo 3 Sección 3ª, se define como sigue: “La traición contra los Estados Unidos consistirá solo en hacer la guerra contra ellos, o unirse a sus enemigos y prestarles ayuda y aliento…”. Como en todos los documentos fundacionales, los “Estados Unidos” está escrito en plural significando así que los Estados libres e independientes estaban unidos al delegar ciertos poderes, que se enumeran, en su propio y mutuo beneficio. Así pues, “hacer la guerra contra ellos” se refiere a los Estados. Hacerles la guerra a los Estados libres e independientes es lo que constituye traición según la Constitución de los Estados Unidos.

Como este autor ya escribiera en su obra The Real Lincoln, lo único inequívocamente positivo que resultó de la guerra de Lincoln fue la abolición de la esclavitud. Pero la peor cosa que trajo consigo (y que constituyó la verdadera finalidad de la guerra) fue la centralización de virtualmente todos los poderes políticos en Washington, D. C. y la patente defunción del sistema jeffersoniano de derechos de los Estados o Federalismo que fue la esencia de la Constitución de antes de la guerra. Tras 1865, el gobierno federal se convirtió en el único que podía decidir con respecto de los límites a sus propios poderes. Ejerció este poder decisorio en el sistema judicial federal, y, como los jeffersonianos siempre habían temido, eventualmente acordó que sus poderes no tenían, de hecho, límites.

No le costó mucho tiempo al gobierno federal declarar nula y sin validez la idea de los derechos naturales, que era el fundamento mismo de la filosofía jeffersoniana sobre el gobierno. Lo hizo al adoptar el impuesto sobre la renta en 1913 junto con la gran estratagema de falsificación conocida como la Reserva Federal. El impuesto sobre la renta declara que todas las ganancias, todos los ingresos, son efectivamente propiedad del Estado y que el Estado, al establecer los tipos o porcentajes del impuesto, nos hará de vez en cuando saber con qué parte de nuestros ingresos podemos quedarnos para seguir viviendo. Cuatro años después, la Reserva Federal y el impuesto sobre la renta permitieron al gobierno financiar una explosión sin límites de estatismo y que los Estados Unidos entraran en la primera guerra mundial, el desastre mundial que condujo al siglo más destructivo y sangriento de toda la historia de la humanidad.

El impuesto sobre la renta y la Reserva Federal centralizaron por fin todo el poder político en Washington, ya que al Estado central le resultó trivialmente fácil reclutar a millones de hombres para sus guerras, gastar cantidades alucinantes de dinero en cosas como el Estado del bienestar y la nacionalización de la educación para lo que carecía de toda autoridad y para sobornar fácilmente a cualquier gobierno local o estatal, que airease el mínimo disenso, amenazándole con quitarle los préstamos federales. Más de la mitad de la población norteamericana es hoy sobornada y manipulada por procedimientos parecidos en su condición de perceptores de una miríada de subsidios federales.

En la década de los años 1930 y siguientes, el Estado central estaba enfermo y cansado de lo que consideraba que eran despreciables argumentos constitucionales que limitaban el tamaño y el alcance de la acción de gobierno. El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) condenó a la Constitución diciendo de ella que contenía los irrelevantes garabatos de una generación perdida y abogó por una masiva intervención de un gobierno socialista en virtud de la cual y por arte de magia garantizaría a todos un trabajo muy bien remunerado, altos precios de los alimentos a los granjeros, una “vivienda digna”, toda la asistencia sanitaria que pudiera uno querer, que todos se viesen librados de las inquietudes asociadas a la vejez, a la enfermedad, a los accidentes y, por supuesto, educación financiada con recursos públicos. Esa era, en esencia, la lista infantil de deseos de FDR inspiradora de una “carta de derechos económicos”. Por supuesto que el gobierno no puede prometer a nadie nada sin que al mismo tiempo confisque a alguien los ingresos necesarios para pagarlo. Ni tampoco podía entonces “garantizar” ninguno de los deseos de la lista de FDR a no ser que se rechazaran las leyes económicas, cosa que por supuesto nunca puede ocurrir.

Como los derechos de los Estados habían sido destruidos por la guerra de Lincoln, ya no había ninguna oposición efectiva a la mente totalitaria de halcones políticos como FDR. De modo que pudo nombró jueces de la Corte Suprema en número suficiente como para que en 1937 la Corte estuviera en condiciones de eliminar toda una larga tradición de decisiones anteriores que intentaron reforzar las restricciones constitucionales sobre la actuación del gobierno. Y lo lograron: según Andrew Napolitano, autor de The Constitution in Exile (La Constitución en el exilio), entre 1937 y 1995 ninguna ley federal fue declarada inconstitucional. El estudioso del Derecho Bernard Siegan hizo la misma observación en Economic Liberties and the Constitution (La Constitución y las libertades económicas).

Durante generaciones, los americanos han vivido bajo una dictadura judicial que aprueba toda expansión del poder federal, sin que importe cuán en oposición pueda hallarse respecto a la propia Constitución. El cuerpo de “leyes constitucionales” que se ha ido desarrollando durante ese tiempo no es más que un amasijo de impronunciable jerga leguleya diseñada para pervertir y destruir cualquier vestigio que pudiera quedar de las limitaciones constitucionales a los poderes del Estado central.

En pocas palabras, el gobierno de Washington no ha sido un gobierno consentido (por el pueblo) desde 1865. En respuesta a la declaración de los ciudadanos residentes en los Estados del Sur en 1860-61 por la que decidieron que ya no consentían ser gobernados por Washington D. C., el gobierno de los Estados Unidos lanzó una guerra contra toda la población civil del Sur, matando a unos 350.000 de sus compatriotas, ciudadanos americanos como ellos, una cifra que supera al número de norteamericanos muertos en todas las guerras. Además, las ciudades y pueblos del Sur fueron incendiados, bombardeados y saqueados. Los saqueos siguieron durante una década después de acabada la guerra durante lo que, no sin sorna, convino en llamarse periodo de “reconstrucción”.

Los americanos, en especial los conservadores, se engañan a sí mismos cuando expresan la idea de que sería posible restaurar un gobierno constitucional ¿Cómo iba a suceder algo así? ¿Quién haría cumplir la Constitución? ¿Por qué habría el gobierno federal de renunciar al monopolio en la interpretación de la Constitución que hoy detenta para volver al sistema vigente antes de 1865 cuando con frecuencia se reconocía a las tres ramas del gobierno y a los ciudadanos de los Estados libres, soberanos e independientes el mismo peso a la hora de interpretar la Constitución? El Estado central asesinó a cientos de miles de sus propios ciudadanos para conseguir esa posición de monopolio y jamás renunciará a ella.

Es el régimen de Washington, que incluye a los que son sus perritos falderos, es decir, a los medios de comunicación como Joe Klein, quienes son culpables de sedición. La legítima autoridad del Estado viene escrita en la Constitución de los Estados Unidos. Es el régimen de Washington el que ha abandonado esa legítima autoridad y el que se ha concedido a sí mismo unos poderes virtualmente ilimitados. Por consiguiente, no puede haber nada más patriótico y “americano” que oponerse a todas las iniciativas del Estado central dirigidas a aumentar de cualquier forma su tamaño y sus poderes. Si no tiene ningún tipo de restricción constitucional ni está sujeto a un control ciudadano efectivo, el gobierno federal se convierte, como dijo Murray Rothbard, en una banda criminal más. El hecho de que sea una banda muy numerosa no le da ningún plus de legitimidad. El TEA Party y todos cuantos se oponen a la opresión del Estado central deben ignorar los pueriles y enfáticos discursos de los Joe Klein(s) de este mundo y recordar lo que Thomas Jefferson escribió en la Declaración de Independencia cuando dijo:

Los hombres han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se cuenta el derecho a la vida, a la libertad y a perseguir la felicidad. — Para asegurar esos derechos, se instituye un Gobierno entre los hombres, cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados. — Siempre que cualquier forma de gobierno deviene destructiva para esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno… (énfasis añadido).

Los activistas del “TEA Party” dicen que ya pagan bastantes impuestos[1]. Eso no es suficiente. Si se tomaran en serio su propia retórica sobre el gobierno constitucional, reconocerían que lo que se necesita es por lo menos una reducción del 90 % de los impuestos federales. No pueden quedarse meramente con el “ya pagamos bastante”.

Como semejante reducción de impuestos no es probable que se lleve a cabo con la colaboración del régimen de Washington y como, a estos efectos, no importa quien sea elegido presidente, la única posibilidad real de éxito es que nos tomemos en serio las palabras de Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Secesión Americana del Imperio Británico, y que organicemos numerosos movimientos pacíficos de secesión. Dejemos que tengan su utopía socialista a orillas del río Potomac. El resto de nosotros podemos contemplar con gran deleite cómo arruinan su pequeña sociedad, se empobrecen y convierten a Washington D. C. en una ciénaga del Primer Mundo, que es lo que fue cuando se fundó la ciudad hace algunos cientos de años.

Capítulo 29

Distorsionando la historia al servicio del Estado

Un “historiador de la corte” es alguien que produce propaganda proestatista disfrazada de “erudición”. El propósito del historiador cortesano es dar cobertura, distorsionar la visión del público, justificar y glorificar al Estado y a su clase dirigente. Como corolario tiene que criticar e incluso demonizar a la sociedad civil, especialmente al sistema de libre empresa. A cambio, los historiadores de la corte reciben con frecuencia puestos privilegiados en el mundo académico, “préstamos o becas de investigación del gobierno” para financiar sus carreras, columnas en los periódicos y se convierten en “celebridades” de la radio y la televisión. Son los megáfonos de la propaganda del Estado.

Este capítulo trata dos egregios y excepcionales ejemplos de sendos intentos de reescribir la historia para mayor gloria del Estado. Uno es el de James Loewen, un sociólogo asociado a un grupo de izquierdas instigador del odio conocido como el Southern Poverty Law Center [Centro Jurídico contra la Pobreza Sureña] y el otro es de Newt Gingrich y el historiador William Forstchen. Loewen cree que se ha hecho a sí mismo por ser el fiel narrador de la verdad histórica; ha publicado artículos y libros bajo el tema: “Mentiras que tu profesor te ha enseñado“. Fue autor de un artículo del Washington Post publicado el 9 de enero de 2011 y titulado “Five Myths about Why the South Seceded” [“Cinco mitos acerca de por qué se separó el Sur”] como parte de una conmemoración que hizo el Post por el 150 aniversario del inicio de la guerra entre los Estados. Casi todo el artículo es históricamente inexacto.

Al tratar del papel que tuvo la política federal de tarifas a la hora de crear tensiones políticas regionales Norte/Sur durante el periodo anterior a la guerra, Loewen se refiere a la “Tariff of Abomination” de 1828, que condujo a la Ordenanza de Nulificación de Carolina del Sur, por la cual dicho Estado condenó el aumento del 48 % de la tarifa sobre las importaciones por ser un patente acto de latrocinio (principalmente a expensas del Sur) y se negó a recaudarlo en el puerto de Charleston. Escribió que “cuando, después de que Carolina del Sur, a título de protesta, reclamase el derecho a declarar nulas y a no aplicar la ley federal o amenazase con la secesión, el presidente Andrew Jackson amenazó con emplear la fuerza”. Todo eso es verdad. Loewen prosigue diciendo que “ningún Estado se unió al movimiento y Carolina del Sur tuvo que retractarse”. Eso es notablemente falso.

El historiador Chauncey Boucher escribió en su libro, The Nullification Controversy in South Carolina [La controversia de la nulificación en Carolina del Sur], que Carolina del Norte y Alabama se unieron a Carolina del Sur y sus legislativos condenaron públicamente la Tariff of Abominations, mientras que Massachussets, Ohio, Pennsylvania, Rhode Island, Indiana y New York, cuyos legislativos estaban todos fuertemente influenciados por los proteccionistas, dictaron resoluciones favorables a la explotación de los Estados del Sur por medio de tarifas proteccionistas.

Tampoco es correcto decir que “Carolina del Sur se retractó” como escribe Loewen. Carolina del Sur y la Administración de Jackson alcanzaron un compromiso que reducía el porcentaje de la tarifa a lo largo de los siguientes diez años. Ambos “se retractaron”, pero Loewen sostiene engañosamente que sólo Carolina del Sur lo hizo. Los historiadores de la corte acumulan en su haber una larga y patética historia de tergiversaciones de la historia de las protestas fiscales como esta. En el caso de Loewen, tiene una segunda motivación para sus mentirijillas históricas: quiere que los americanos crean que, a diferencia de las demás guerras que ha habido en el mundo, la “Guerra Civil” americana nada tenía que ver con conflictos de tipo económico. Es uno de los proveedores de una versión de la historia americana que es digna de una tira cómica, según la cual el racismo del Sur fue la única causa de una guerra, que unos visionarios republicanos de los Estados del Norte llevaron adelante por motivos raciales.

Loewen divulgó entonces una mentira alucinante acerca del papel de la política tarifaria como causa de la “Guerra Civil”. “La cuestión en 1860 no eran las tarifas y los Estados del Sureste nada dijeron contra ellas” escribió en el Post. “¿Por qué tendrían que haberlo hecho?”, preguntó. “Los sureños habían redactado las tarifas de 1857 bajo las que la nación venía funcionando. Desde 1816 sus tipos nunca habían sido tan bajos”. Cada palabra de esta explicación es falsa.

Una tarifa proteccionista era parte del programa del Partido Republicano de 1860, mientras que los sureños eran tan firmes defensores del libre comercio que las tarifas proteccionistas estaban literalmente prohibidas en la Constitución Confederada (Véase la obra de Marshal DeRosa, The Confederate Constitution of 1861 [La Constitución Confederada de 1861]). El cartel de la campaña oficial de Lincoln mostraba fotografías suyas y del aspirante a la vicepresidencia de su partido Hannibal Hamlin bajo el título proteccionista de “Protección a la industria doméstica”. En un discurso que dio en Pittsburgh, Pennsylvania, poco antes de acceder a la presidencia, Lincoln declaró que “ninguna otra cuestión” era más importante para la nación que la de aumentar los tipos de la tarifa federal. Dijo esto como parte de la campaña proteccionista para lograr que el Presidente James Buchanan firmara la legislación que sancionaba la Tarifa Morrill de 1861, cosa que aquel hizo dos días antes de que Lincoln tomase posesión. Una vez empezada la guerra, Lincoln anunció un bloqueo naval de los puertos del Sur y solo dio una razón para ello: era su deber, dijo, recaudar la tarifa federal.

En su primer discurso inaugural, Lincoln anunció que era su deber “recaudar los gravámenes e impuestos” y que “fuera de ese supuesto” no habría “invasión” o “baño de sangre” (esas fueron las palabras que empleó) en ningún Estado. Amenazó literalmente con la guerra a los Estados que no cobrasen las tarifas. Abraham Lincoln no iba a retractarse frente a los objetores fiscales de Carolina del Sur o de ningún otro lugar, como había hecho Andrew Jackson. Es innegable que la política arancelaria era una cuestión extremadamente importante para Abraham Lincoln en 1860, contrariamente a lo que afirma Loewen.

La más ilustre falsedad que divulgó Loewen consiste en decir que la tarifa que estaba vigente en 1861 tenía el mismo tipo de gravamen que la tarifa de 1857, que era de hecho el tipo más bajo del siglo XIX. La cuestión es que no era ese tipo de gravamen el aplicado a la Tarifa, sino el de la Tarifa Morrill, que era más que el doble de alto (32,6% versus 15%). En una época en la que las tarifas representaban más del 90 % de todos los ingresos fiscales federales, la ley que aprobó el Congreso de los Estados Unidos en sus sesiones de 1859-60 y el Senado de los Estados Unidos después de sus deliberaciones de 1860-61 y que fue promulgada el 2 de marzo de 1861 elevó el porcentaje o tipo de gravamen de la tarifa a más del doble. Las palabras “Tarifa Morrill” no aparecen en ninguna parte en el artículo del Washington Post que escribió Loewen.

Loewen también estaba completamente equivocado cuando sostuvo que los sureños nada dijeron respecto de la tarifa antes de que estallara la guerra. El Presidente Confederado Jefferson Davis enfatizó la importancia de la política tarifaria en su primer discurso inaugural (que dio en Montgomery, Alabama, el 18 de febrero de 1861) tanto como Lincoln lo hizo en el suyo. Dijo esto:

Siendo un pueblo de agricultores, cuyo principal interés es exportar una materia prima que demanda todo país manufacturero, nuestra verdadera política es la Paz y la mayor libertad comercial que la satisfacción de nuestras necesidades permita. Tanto a nosotros como a quienes les compramos, nos interesa que existan las menores restricciones posibles sobre el intercambio de bienes. No puede haber sino poca rivalidad entre nosotros y cualquiera de las comunidades manufactureras o navegantes, como las de los Estados del Noreste de la Unión Americana. De ello se deduce, por consiguiente, que un interés mutuo incita a la benevolente voluntad y a los buenos oficios. Sin embargo, si la pasión o la lujuria de dominio nubla el juicio o inflama la ambición de esos Estados, hemos de estar preparados para hacer frente a la emergencia…

De este modo, en su primer discurso inaugural, Lincoln anunció que el proteccionismo era la piedra angular de la política económica del gobierno de los Estados Unidos y que estaba dispuesto a lanzar una “invasión” de “cualquier Estado” que la resistiera. En su discurso inaugural, Jefferson Davis anunció que la política económica de la Confederación era exactamente la contraria: el “la mayor libertad comercial” posible. Cuando en la cita de más arriba dijo que “hemos de estar preparados para hacer frente a la emergencia” estaba diciendo que sabía que esta vez el Norte estaría dispuesto a ir a la guerra por el asunto de la recaudación de impuestos, a diferencia de lo que ocurrió con la Tariff of Abomination de treinta años antes, y que el Sur debería “prepararse” para una posible invasión. Y James Loewen pretende que nos creamos que nadie de ambos lados dijo nunca nada en absoluto sobre la cuestión de las tarifas en los meses previos a la guerra.

El resto del artículo de Loewen del Washington Post no era menos inexacto. Por ejemplo, es bien sabido que solo un muy pequeño porcentaje de los soldados confederados eran propietarios de esclavos. La pregunta obvia es entonces: ¿Por qué combatían? No solo no tenían esclavos, sino que muchos de ellos eran pequeños propietarios a los que la institución de la esclavitud perjudicaba porque los propietarios de grandes plantaciones, que sí que tenían esclavos, competían con ellos con ventaja. Y muchos más se veían privados de la oportunidad de trabajar en el campo por el hecho de que gran parte de ese trabajo era realizado por esclavos.

En vez de consultar a los especialistas para averiguar por qué lucharon los soldados confederados, Loewen elaboró una ridícula respuesta a la cuestión de por qué lucharon soldados confederados que no tenían esclavos, según él: ¡Esperaban supuestamente convertirse mágicamente en ricos propietarios de plantaciones de esclavos después de la guerra! Esto es lo que el Washington Post considera “erudición” en el campo de la historia. De haber leído Loewen el libro de James McPherson titulado What They Fought For: 1861-1865 [Por qué lucharon: 1861-1865], habría sabido que en general el soldado confederado decía en las cartas que enviaba a casa que estaba combatiendo contra la agresión de un gobierno extranjero que estaba invadiendo su país, bombardeando e incendiando sus ciudades y amenazando con causar daño a su familia y amigos.

Los grupos de activistas de izquierda dedicados a azuzar el odio no son los únicos historiadores de la corte en lo concerniente a Lincoln y su guerra. Para los neoconservadores “el mito del padre Abraham” es un ingrediente esencial de su ideología militarista y estatista y parece que están dispuestos a decir y a escribir cualquier cosa que contribuya a perpetuar esa mitología. Un ejemplo de este fenómeno fue un artículo del 9 de febrero de 2009 publicado por el sitio web Newsmax.com firmado por Newt Gingrich y William Forstchen titulado “What Would He Say to Us Today?” (“¿Qué es lo que él nos diría hoy?”). El artículo era una nueva versión de la táctica de los neoconservadores de sugerir que Abe Lincoln, de vivir hoy, aprobaría su programa político. Si padre Abraham Lincoln lo aprueba, ¿cómo podría alguien objetar? Activistas políticos neoconservadores han escrito docenas, quizás centenares de artículos que siguen en líneas generales esta argumentación. (Los neoconservadores no están solos en esta aventura; Mario Cuomo y Harold Holzer dedicaron un libro entero titulado Lincoln on Democracy [Lincoln sobre la democracia] a la tarea de demostrar que si viviese hoy, Lincoln sería un “socialdemócrata”, es decir, un socialista como ellos).

Gingrich y Forstchen se enzarzan en la típica deificación de Lincoln al decir del Lincoln Memorial de Washington D. C. que es “su trono” construido según el “modelo de los templos griegos”. Esto es por supuesto cierto: El Rey Lincoln tiene una apariencia más propia del Dios Zeus sentado en su trono del Distrito Central (aunque el historiador Clyde Wilson describió ese símbolo del Estado americano con más precisión diciendo que representaba a un “lobista corporativista sentado en un sillón de brazos”).

Gingrich y Forstchen denominan el Lincoln Memorial “nuestro templo americano a la democracia”. Por supuesto, los Padres Fundadores de América temían y hasta odiaban la democracia, a la que James Madison definió como “la violencia de la facción” en el número 10 de los Federalist Papers. Lo último que James Madison o Thomas Jefferson habrían hecho es construir un templo a la democracia. El entero propósito de la Constitución, escribió Madison en el número 10 de los Federalist, era controlar y restringir a la democracia, o sea a “la violencia de la facción”.

En realidad el Lincoln Memorial es un templo que celebra la destrucción de la idea jeffersoniana según la cual “los gobiernos derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados”. Tal destrucción difícilmente puede concebirse como democrática. Fue el Sur, después de todo, quien en 1861 no quiso continuar siendo gobernado por Washington. Fue Lincoln y el Partido Republicano quienes sostuvieron la postura de que en América el gobierno no era voluntario; de que, contrariamente a las palabras de Jefferson en la Declaración de Independencia, el pueblo no tiene el derecho de “alterar o abolir” su propio gobierno; y que el gobierno federal tiene “derecho” a invadir, matar a cientos de miles de conciudadanos, bombardear, quemar y arrasar ciudades y pueblos americanos para imponer ese punto de vista.

Gingrich y Forstchen pretenden que esos baños de sangre, esas muertes y que ese caos y destrucción “unieron” a América. La suya es una muy extraña definición de “unión” que nos recuerda más a como se formó la Unión Soviética que a los orígenes de la unión americana. Si una persona apunta un arma a la cabeza de otra y le pregunta si está de acuerdo con ella, entonces, sí, uno puede decir, al menos retóricamente, que a las dos les “unen” las mismas opiniones.

Es un principio del derecho anglosajón que los contratos consumados por la fuerza o fraude no son válidos o legítimos. Lo mismo puede decirse de la unión americana de la era posterior al año 1865.

Quizás la mayor mentira de Gingrich y Forstchen sea que Lincoln “era un hombre profundamente comprometido con su fe”. Lo cual habría sido una noticia chocante para la esposa de Lincoln y para su mejor amigo y socio, el abogado William Herndon, ya que ambos testificaron que Lincoln nunca abrazó el cristianismo. Al preparar su biografía sobre Lincoln, Herndon le preguntó al respecto a Mary Todd Lincoln (esposa del primero) y ella dijo que su difunto esposo “no tenía fe … Nunca fue a una iglesia (y) … nunca fue técnicamente un cristiano” (véase el libro de Edgar Lee Masters, Lincoln: The Man [Lincoln: el hombre], pág. 150). Este hecho es bien conocido por los estudiosos de Lincoln a pesar de la absurda afirmación que hacen Gingrich y Forstchen. Por ejemplo, en su libro Team of Rivals [Equipo de Rivales], Doris Kearns-Goodwin escribió extensamente sobre el hecho de que Lincoln nunca fuese creyente. El giro que le dio Goodwin a este hecho es que todos deberíamos sentirnos aún más compungidos por el pobre Abe porque tendría que haber sufrido más que la mayoría ya que no creía en la otra vida.

La guerra de Lincoln fue una guerra total que se libró contra la población civil del Sur y contra los combatientes del Ejército Confederado. Lincoln sabía de todas las atrocidades y es alabado por los historiadores por su forma de dirigir personalmente la guerra total contra los ciudadanos de los Estados del Sur. Recompensó a generales como Sherman y Sheridan que no destacaron por ser buenos estrategas militares pero fueron valiosos para Lincoln como terroristas que asesinaron a civiles, bombardearon y quemaron ciudades y pueblos habitados solo por civiles y que miraron para otro lado cuando sus propias tropas saqueaban millones de dólares en toda clase de propiedades particulares, desde ganado a vajillas de plata. Lincoln también fue famoso por experimentar con el empleo de armas de destrucción masiva en ciudades como Richmond en Virginia, Atlanta, en Georgia y Charleston en Carolina del Sur donde cayeron literalmente miles de proyectiles de artillería en el intervalo de unos pocos días en un momento en que no había ningún ejército enemigo en ellas.

Gingrich y Forstchen aparentemente creyeron que los americanos no están en absoluto al corriente de estos hechos cuando escribieron que Lincoln tenía “un profundo sentido del amor y de la compasión por todos. Hasta llegó a arrodillarse y a rezar con un soldado confederado herido en un hospital”; “sus ojos llenos de dolor por el sufrimiento ajeno”; y “era conocido por su amabilidad extrema ante un animal herido”. No aportan referencia alguna para esas disparatadas afirmaciones, limitándose a decir tan solo que proceden de “historias” (sin siquiera revelar las fuentes de esas “historias”).

Gingrich y Forstchen engañan también a sus lectores al hacerles creer que Lincoln era sensible a la cuestión racial diciendo que “fue el primer presidente americano que invitó y recibió a una delegación de afroamericanos en la Casa Blanca”. Lincoln sí que mantuvo una reunión con un grupo de hombres libres de color en la Casa Blanca, pero no era el primer encuentro de ese tipo según el Profesor Henry Louis Gates de la Universidad de Harvard. El propósito de la reunión no era romper una lanza a favor de la igualdad racial como da a entender engañosamente el artículo de Gingrich y Forstchen. La verdad es justamente la contraria: el propósito de la reunión, que se describe en la entrada correspondiente al 14 de agosto de 1862 de Lincoln’s Selected Writings and Speeches [Escritos y Discursos Selectos de Lincoln] era persuadir a esos hombres negros libres para que “dieran ejemplo” y se autodeportasen fuera de los Estados Unidos. “La suya y la nuestra son razas distintas”, observó sabiamente Lincoln, “Entre ambas existen las mayores diferencias que puede haber entre dos cualesquiera otras … Esa diferencia física es una gran desventaja para ambas … y proporciona por si sola una razón para separarnos … Es, por consiguiente, mejor para las dos que estemos separados”.

Instó entonces a esos hombres que se fuesen a Liberia, afirmando que ya se había establecido allí una colonia de negros americanos (a principios del siglo XIX por la American Colonization Society), aunque la mayoría de los colonos originarios había muerto. Lincoln trató de asegurar a aquellos hombres que semejante aventura sería ventajosa para ellos aún cuando la mayor parte de ellos pereciese también de enfermedad o inanición. Si llegaran antes a procrear, entonces, conjeturó Lincoln, algún día sus descendientes probablemente serían más numerosos que ellos. Los negros hombres libres sabiamente rechazaron el generoso ofrecimiento que les hizo Lincoln de pagarles por su deportación a Liberia.

La falsa historia de Lincoln y su guerra ha sido utilizada durante largo tiempo para impulsar la idea del “excepcionalismo americano”, que se ha convertido en una excusa o racionalización de todo propósito para las aventuras de imperialismo militar del gobierno de los Estados Unidos alrededor del mundo.


Notas del traductor

[1] El autor emplea un juego de palabras con las siglas del movimiento TEA Party al decir que sus simpatizantes no pueden aducir que: “ya pagan bastantes impuestos”  (“…they are Taxed Enough Already”)


Traducido del inglés originalmente por José Ramón Robres. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.

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