Vida, libertad y…

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[Este artículo apareció originalmente en Scribner’s en marzo de 1935; ahora es el prólogo de Our Enemy, The State]

 

Durante casi un siglo entero antes de la Revolución de 1776, la enumeración clásica de los derechos humanos era “vida, libertad y propiedad”. Los whigs estadounidenses tomaron esta fórmula de los whigs ingleses, que la habían creado a partir de las teorías de sus pensadores políticos del siglo XVII, principalmente John Locke. Aparece en la Declaración de Derechos, que fue escrita por John Dickinson y aprobada por el Stamp Act Congress. Al redactar la Constitución de Massachusetts en 1779, Samuel y John Adams utilizaron la misma fórmula. Pero cuando se redactó la Declaración de Independencia, Jefferson escribió “vida, libertad y búsqueda de la felicidad” y aunque sus colegas en el comité, Franklin, Livingston, Sherman y Adams, estaban bien impregnados de filosofía whig, dejaron que se mantuviera la alteración.

Fue un cambio revolucionario. “La búsqueda de la felicidad” es por supuesto un término inclusivo. Cubre los derechos de propiedad porque obviamente si se altera la propiedad de alguien, se interfiere en su búsqueda de la felicidad. Pero hay muchas interferencias que no se dirigen contra derechos concretos de propiedad y al redactar la Declaración de forma que cubra todas estas interferencias, Mr. Jefferson amplió inmensamente el ámbito de la teoría política: amplió la idea de para qué existe el gobierno. Los whigs británicos y estadounidenses pensaban que la preocupación sociológica del gobierno se detenía con derechos abstractos de propiedad. Jefferson pensaba que iba más allá: pensaba que el gobierno tendría que preocuparse por el derecho más grande e inclusivo a buscar la felicidad.

Infelicidad y agotamiento

Esta cláusula de la Declaración ha estado bastante tiempo en mi cabeza últimamente porque durante la mayor parte de un año he estado viajando por varios países y he advertido que casi nadie en ellos parecía feliz. No digo que la gente que vi estuviera sombría o triste o que ya no se ocuparan de las formas habituales. Lo que me sorprendió fue, sencillamente, que el nivel general de felicidad  no fuera tan alto como aquel al que yo estaba acostumbrado a ver hace unos años. La gente no actuaba como gente libre. Parecía bajo una sombra, agotados, apoltronados. Mostraban poca de la espontaneidad de espíritu que es una señal clara de felicidad, incluso en sus diversiones se comportaba como gente que tuviera algo en su mente. Además, este declive de espíritu aparentemente tenía poco que ver con la prosperidad o su falta. Por lo que pude ver, los prósperos tenían tan poco espíritu como los no prósperos y los acomodados no parecían mucho más felices que los pobres, si es que parecían algo.

Pero lo interesante acerca de este agotamiento moral era que mucho de él, prácticamente todo, no era atribuible a otra cosa que la acción estatal. Cualquier observador perspicaz no podría dejar de ver que derivaba principalmente de una larga serie de interferencias materiales en el derecho de la persona a buscar la felicidad. Fueran o no justificables estas intervenciones por otros motivos, estaba claro que si el estado tuviera realmente alguna preocupación por la búsqueda de la felicidad del individuo, había creado un terrible embrollo con su responsabilidad. Advertí también con interés que todos los países que visité tenían algún tipo de estructura política que podía calificarse como republicana. Es decir, su soberanía nominalmente residía en el pueblo y el pueblo nominalmente creaba sus gobiernos. Esto me trajo a la mente a Paine diciendo que “cuando sufrimos o estamos expuestos a las mismas miserias por un gobierno que podríamos esperar en un país sin gobierno, nuestra calamidad se agudiza por la reflexión de que pusimos los medios a través de los cuales sufrimos”. Como un ejercicio de imaginación científica, traté de hacer una conjetura justa de la cuestión de si el total de la felicidad de estos pueblos era apreciablemente mayor bajo los gobiernos que tenían de la que habrían tenido sin ningún gobierno en absoluto. No puede concluir que fuera así. No tengo preparada ningún defensa desarrollada de mi estimación, pero creo que podría al menos presentar un alegato bastante bueno para la proposición de que no están ni cercanamente tan felices como estarían si sus gobiernos hubieran sido considerablemente menos paternalistas.

Estoy muy lejos de sugerir que estos gobiernos actúen deliberadamente para hacer infelices a sus pueblos. La cuestión del motivo no tiene que plantearse en absoluto. De hecho, podemos admitir que con cada una de sus intervenciones el estado trataba de aumentar el nivel general de felicidad y en realidad pensaba que lo hacía. Lo único que tenemos que observar es que es bastante evidente que no lo habían hecho y que si hubiesen actuado de forma diferente podrían haber tenido más éxito. En consecuencia, si estuvieran actuando ahora de forma distinta, la perspectiva de un aumento en la felicidad de estos pueblos a partir de ahora podría ser más brillante de lo que es.

¿Cómo debería actuar entonces el estado? ¿Qué es lo máximo que puede hacer el estado para aumentar el nivel general de felicidad? La respuesta de Mr. Jefferson a esta pregunta puede exponerse en pocas palabras: debería ocuparse de sus propios asuntos. ¿Pero cuáles son sus asuntos? En opinión de Mr. Jefferson su misión es proteger al individuo de las agresiones y transgresiones de sus vecinos y, aparte de esto, dejarles estrictamente en paz. Toda la tarea  del estado es, primero, abstenerse completamente de cualquier regulación material de la conducta del individuo y, segundo, hacer la justicia accesible de forma sencilla y económica para cada solicitante. En su relación con el individuo, el código de la acción estatal debería ser puramente negativo, más negativo en un 20% que los Diez Mandamientos. Su preocupación legítima solo afecta a dos asuntos: primero, la libertad; segundo, la justicia.

La tarea del estado

Esta era la idea del papel del estado de Mr. Jefferson a la hora de producir un orden social ideal. Toda su vida se dedicó a la doctrina de que el estado no debía aventurarse en la esfera de la regulación positiva. Su única intervención sobre el individuo debería ser negativa, prohibiendo el ejercicio de derechos de cualquier manera que interfiera con el libre ejercicio de los derechos de otros. Según esta idea, se podría ver que la infelicidad y agotamiento que se observa en todas partes como debida a la acción del estado se debe a la acción del estado completamente fuera de la esfera propia del estado. Se deben a que el estado no se ocupa de sus propios asuntos, sino que realiza una serie de intromisiones en los asuntos de los individuos. Se deben a las repetidas excursiones del estado fuera del ámbito de la coacción negativa, en el ámbito de la coacción positiva.

La frecuencia, variedad y grado de estas excursiones mostrado por los últimos veinte años de la historia europea casi no pueden creerse. Analizarlos con detalle sería aquí inviable y probablemente sea innecesario. Cualquiera que conozca las condiciones europeas hace veinte años será bastante capaz de juzgar en qué grado se ha reducido el margen de existencia en el que el individuo es libre de disponer por sí mismo. Aquí o allí en Europa el estado ahora asume decir al individuo qué puede comprar y vender, limita su libertad de movimiento, le dice en qué tipo de barrios puede vivir, qué puede fabricar, qué puede comer, cuál será la disciplina de su familia, qué leerá, cuáles serán sus modos de entretenimiento. “Gestiona” su divisa, “gestiona” el producto de su trabajo, sus precios de compra y venta, su crédito, sus instalaciones bancarias y así sucesivamente con una particularidad casi ilimitada y mantiene una burocracia enorme y muy pormenorizada sobre él para ver que sus órdenes se aplican.

Esto, también, cuando se consideran solo las coacciones positivas que el estado aplica directamente al individuo. Cuando se consideran solo las que aplica indirectamente, se ve que el margen de libre existencia del individuo casi ha desaparecido corporalmente. Estas coacciones tienen lugar cuando el estado invade campos de que estuvieron antes ocupados por la empresa privada y o compite con ella o la suplanta. En los países que visité, el estado aparece ahora de forma variada como operador de ferrocarriles, operador de naves, constructor de naves, constructor de viviendas, sastre, zapatero, fabricante de armas, vendedor mayorista y al por menor de tabaco, vendedor de cerillas, banquero y prestamista, portador de noticias, emisor de radio, operador de mercado, empresario de aviación, cartero, paquetero, telegrafista, telefonista, dueño de casa de empeños. El estado también ha invadido el campo de las tareas limosneras, a lo que se llama, creo, “servicio social”. Así que el estado aparece ahora como gran limosnero, entregando con inmensa generosidad en forma de subsidios de desempleo o suplementos salariales. También aparece como gran empresario, improvisando trabajo para quienes no tienen nada. También aparece como educador en jefe, inspector sanitario jefe, árbitro jefe, farmacéutico y químico jefe, agricultor jefe y muchos roles similares; ¡en un país advertí que el estado ha asumido incluso un vago monopolio de la diseminación de la cultura! Solo puedo pensar en una línea de actividad humana (la religión) en la que la intromisión estatal en los últimos años haya tendido a disminuir, en lugar de aumentar. Antiguamente el estado era un considerable proveedor de oportunidades religiosas, pero ahora es muy poco activo en este sentido, estando sus subvenciones sobre todo confinadas a la exención de impuestos, como en Estados Unidos.

Servicio y servidumbre

En consecuencia, hay dos cosas noticiables. La primera es que cualquier cosa que el estado haya logrado fuera del campo que le es propio, lo hacho de forma pobre y cara. Es una vieja historia y me ocuparé de ella. No hay queja más común ni mejor fundada que la queja contra la ineficiencia y extravagancia del oficialismo. Toda persona informada que sea al mismo tiempo desinteresada es consciente (a menudo por experiencia de acoso) de que, comparada con la administración de la empresa privada, la administración burocrática es notoria y flagrantemente lenta, costosa, ineficiente, imprevisora, inadaptativa, ininteligente y tiende directamente a convertirse en corrupta. La razón por la que esto es así, y debe ser así, se ha expuesto a menudo (el documento clásico del alegato es el ensayo de Herbert Spencer titulado The New Toryism), así que no la repetiré de nuevo, sino que simplemente citaré una comparación de ejemplo que pude hacer, no en Europa, sino aquí en Estados Unidos hace solo unos días. La elijo simplemente por su viveza, ya que concierne a la empresa estatal que actualmente se considera la más laudable, más necesaria y más altamente humanitaria.

Hace aproximadamente una semana, tuve por casualidad una oportunidad “interna” de comparar la empresa estatal estadounidense con la empresa privada en el asunto del socorro para ciertos grupos enormes de vagabundos indigentes. El contrate era muy impresionante. Si la cooperación de la empresa privada no hubiera estado constantemente en el lugar para leer la Ley de Disturbios a la empresa estatal, para mostrarle el camino a seguir y cómo empezar, por dónde empezar y cómo parar cuando se llegara allí y en general de agarrarle la mano desde el principio hasta el final, esos vagabundos habrían tenido todas las posibilidades del mundo no solo de morir de hambre, sino de congelarse si hubiera llegado una ola repentina de mal tiempo.

El claro testimonio de consentimiento de toda la historia política certifica este incidente como un espécimen normal de la eficiencia estatal. Correos se cita a menudo como ejemplo de monopolio comercial estatal que está bien administrado y de forma barata. No es nada parecido. Correos simplemente ordena el correo y lo distribuye. Las empresas privadas lo transportan y, como dijo John Wanamaker cuando fue responsable general de Correos, la empresa privada estaría encantada de asumir todo lo que Correos hace ahora, hacerlo mucho mejor y por mucho menos dinero y obtener un beneficio atractivo por ello.

La segunda consecuencia noticiable de la actividad del estado en los asuntos de todos menos en los suyos es que sus propios asuntos se olvidan de una forma monstruosa. Según nuestra fórmula oficial, expresada en la Declaración, como he dicho, el asunto principal del estado es, primero, la libertad, segundo, la justicia. En los países que visité, libertad y justicia estaban en una condición muy dilapidada y lo sorprendente es era que el estado no solo mostraba una completa indiferencia por su descomposición, sino que parecía estar haciendo todo lo posible por descomponerlas aún más. Como escribía James Madison a Mr. Jefferson en 1794, el estado estaba ocupado “transformando toda contingencia en un recurso para acumular fuerzas en el gobierno”, con la más despiadada indiferencia, no solo por la libertad y la justicia, sino por la honradez común. Cada pocos días aparecía alguna confiscación nueva y arbitraria de derechos individuales. El trabajo estaba siendo confiscado progresivamente, el capital estaba siendo confiscado progresivamente, incluso la expresión y opinión estaban siendo confiscadas progresivamente; y naturalmente, en el curso de este procedimiento se ignoraba todo lo relativo a la libertad y la justicia.

En resumen, pensé que puede decirse con justicia que la gente estaba viviendo para el estado. Las exacciones fiscales del estado, necesarias para apoyar sus incursiones en los negocios de todos, salvo el suyo, eran tan grandes que sus pagos representaban la confiscación de una cantidad inadmisible del trabajo y el capital del individuo Sus regulaciones y coacciones positivas eran tantas, tan inquisitoriales, y sus puntos de incidencia sobre el individuo eran tan variados como para confiscar una cantidad inadmisible de su tiempo y atención. Su presencia con enormes ventajas en tantos campos empresariales que son propiamente libres y competitivos confiscaban una porción inadmisible de su iniciativa e interés. Me parecía que hacia cualquier camino que se dirigiera la persona, estado estaba inmediatamente a mano para ponerle alguna forma de coacción positiva; a cada paso encontraba una regulación, una exacción o una amenaza. No cada día, sino cada hora, en el curso de mis viajes, me venía a la mente la descarnada caracterización de Mr. Henry L. Mencken del estado como “el enemigo común de todos los hombres honrados, trabajadores y decentes”.

Y de verdad parecía así. Dicho en lenguaje llano, la persona estaba viviendo en una condición de servidumbre al estado. El hecho de que “proporcionara los medios por los que sufría” (de que era miembro de un cuerpo nominalmente soberano) no hacía a su condición menos servil. La esclavitud es esclavitud, ya sea voluntaria o involuntaria, y su carácter no se ve alterado en absoluto por la naturaleza de la voluntad que la ejerce. Un hombre está en esclavitud cuando todos sus derechos quedan a la discreción arbitraria de una voluntad que no sea la suya: cuando su vida, libertad, propiedad y toda la dirección de sus actividades están sujetas a confiscación arbitraria e irresponsable en cualquier momento y esta parecía ser la relación exacta que vi obtener entre el individuo y el estado.

El nuevo absolutismo

Esta relación se corresponde con una teoría política exactamente opuesta a la establecida en la Declaración. No es una teoría nueva: es simplemente un “refrito”: es la vieja doctrina del absolutismo de un nuevo modo o forma. La teoría tras la Declaración es que el estado existe para el bien del individuo y que el individuo tiene ciertos derechos que no derivan del estado, sino que le pertenecen en virtud de su humanidad. Nació con ellos y son “inalienables”. Ningún poder puede infringirlos, y menos el del estado. El lenguaje de la Declaración es muy explícito en este punto. Es para asegurar estos derechos, escribió Mr. Jefferson, para lo que se instituyen los gobiernos entre los hombres. Para esto está el gobierno. El estado puede no invadir o abreviar estos derechos; todo lo que puede hacer es protegerlos y ese es el propósito de su existencia.

La nueva teoría absolutista de la política es exactamente lo opuesto a esto. El individuo existe para el bien del estado. No tiene derechos naturales, sino solo los derechos que el estado le concede provisionalmente: el estado puede suspenderlos, modificarlos y quitárselos a placer. Mussolini resume esta doctrina muy elegantemente en una sola frase: “Todo para el estado, nada fuera del estado, nada contra el estado” y esto es solo una extensión hasta el límite lógico de la doctrina expuesta en Inglaterra por Carlyle, el profesor Huxley, Matthew Arnold y muchos otros en el último siglo.

Esta idea, la idea absolutista del estado, parece ser muy prevalente en general en este momento. La gran mayoría de los filósofos y publicistas sociales la tratan como algo de oficio, no solo en Europa, donde alguna forma de absolutismo teórico siempre ha estado más o menos de moda, sino también en Estados Unidos, donde la idea de gobierno, como expresa oficialmente la Declaración, va en sentido contrario. Desde mi vuelta aquí no puedo dejar de advertir que los estadounidenses de a pie parecen estar extremadamente bien reconciliados con la idea de un estado absoluto, en su mayor parte por razones pragmáticas o “prácticas”, lo que equivale a decir que, al haber encontrado a la sartén de un mal calificado y fraudulento “burdo individualismo” demasiado caliente como para sentirse cómodos, están dispuestos a arriesgarse al fuego. Con que se tenga el suficiente tacto como para no nombras los odiados nombres del socialismo, el bolchevismo, el comunismo, el fascismo, el marxismo, el hitlerismo o lo que sea, no se encuentra ninguna objeción especial a la doctrina esencial que subyace a todos estaos sistemas por igual: la doctrina de un estado absoluto. Si uno se abstiene de la áspera palabra esclavitud, descubre que en opinión de muchos estadounidenses (creo que probablemente la mayoría) en estado real de esclavo es algo que no se teme mucho en realidad, sino que quizá sea bienvenido, al menos provisionalmente. Ese es el poder de las palabras.

La doctrina absolutista parece asumir que el estado en una especie de organismo, algo que tiene una existencia objetiva aparte de la mera agregación de las personas que lo componen. Mussolini habla del estado de la misma forma que ciertos hierofantes hablan de la Iglesia: como si en el caso de que todos sus ciudadanos murieran de la noche a la mañana, el estado continuara existiendo como antes. Así, en la última generación Carlyle decía que el estado debería ser “la articulación vital de muchos individuos en un nuevo colectivo individual” y uno escucha continuamente el mismo tipo de cosas a los neoabsolutistas actuales.

No cabe duda de que esta concepción del estado tiene una verdad poética y en ese sentido tiene mucho contenido. Pero en las relaciones prácticas con el individuo, el estado actúa como si la idea tuviera también verdad científica, algo que manifiestamente no tiene. Supongamos que todos los alemanes murieran esta noche: ¿existiría mañana el estado absoluto hitleriano en algún sentido que no fuera poético? Está claro que no.

Repito, el rechazo absolutista de la idea de derechos naturales se abre paso directamente en medio del embrollo lógico que tanto desconcertaba a Herbert Spencer. Si el individuo no tiene otros derechos que los que le da el estado y si, de acuerdo con la teoría republicana, la soberanía reside en el pueblo, vemos un extraño tipo de secuencia. Aquí tenemos una agregación soberana de individuos, ninguno de los cuales tiene ningún derecho de ningún tipo. Crean un gobierno, que crea derechos y luego los confiere a los individuos que lo crearon. El juicio del hombre medio no puede seguir esta secuencia, ni tampoco Spencer. “Indudablemente”, dice, “de entre los fantasmas metafísicos, el más oscuro es este que supone que una cosa se obtiene creando un agente, que crea la cosa ¡y luego confiere la cosa a su propio creador!”

Pero no pretendo discutir más estas doctrinas y menos que nada pretendo seguirlas al los ámbitos oscuros de la metafísica. Lo que me interesa por el momento es la búsqueda de la felicidad. La pregunta que quiero plantear es si es posible para los seres humanos ser felices bajo un régimen de absolutismo. Por felicidad quiero decir felicidad. No quiero decir la euforia que deriva de un grado bienestar físico o la que deriva de un caso brusco de obtención de dinero o de gasto o el cosquilleo y distracción que produce la atracción de las sensaciones en carne viva o el fervor fanático casi religioso que deriva de la participación en alguna empresa masiva, como en Rusia o Alemania en este momento. Me refiero a una condición mental y espiritual estable muy por encima de ese tipo, una condición tan fácilmente reconocible y tan bien entendida que no tengo necesidad de desperdiciar espacio tratando de definirla.

El conocido de Mr. Pickwick, Mr. Jack Hopkins, el joven cirujano, pensaba que una operación quirúrgica tenía éxito si estaba hecha con habilidad. Mr. Pickwick, por el contrario, pensaba que tenía éxito si el paciente sanaba. Mientras estuve en Europa leí muchos buenos ensayos y discursos sobre asuntos públicos y me impresionaron por haber sido escritos principalmente desde el punto de vista de Mr. Jack Hopkins. Su opinión era que las progresivas confiscaciones, exacciones y coacciones positivas del estado, su progresiva presión al individuo bajo dirección burocrática, iban a traer infaliblemente una nueva Era de Plenitud. Solo con que el estado siguiera agrandando el ámbito del oficialismo, aumentando sus intrusiones en el margen individual disponible de existencia, se conseguiría un excelente orden social y se mantendría sobre una base firme.

Bueno, es posible. No me apetece discutirlo, ya que incluso si estado fuera seguro para hacer todo esto, sigo tenido una pregunta previa que hacer. Como Mr. Pickwick, me interesa saber cómo estaría el individuo cuando se hiciera. Hagamos una hipótesis extrema. Supongamos que en lugar de ser lento, extravagante, ineficiente, derrochador, inadaptado, estúpido y corrupto, al menos por tendencia, el estado cambia su acarácter completamente y se convierte en infinitamente sabio, bueno, desinteresado, eficiente, de forma que cualquier puede dirigirse a él con cualquier problema mínimo y tenerlo resuelto de inmediato de la más sabia y mejor manera posible. Supongamos que el estado domestica al individuo hasta el punto de acabar con toda consecuencia concebible de su propio mal juicio, debilidad, incompetencia, supongamos que confisca toda su energía y recursos y los emplea mucho más ventajosamente en todos los aspectos en que pueda emplearlos si se le dejan. Mi pregunta sigue siendo la misma: ¿en qué tipo de persona es probable que se convierta el individuo bajo esas circunstancias?

Planteo esta pregunta solo porque nadie más parece pensar nunca en plantearla y me sorprende, ya que parece que merece la pena hacerlo. En todo lo que he oído o leído, en público o en privado, durante los últimos cuatro años, nunca ha aparecido. No pretendo responderla. La planteo simplemente con la esperanza de iniciar la idea en las mentes de otros, para que ellos piensen y respondan por sí mismos, si creen que merece la pena hacerlo.

¿Puede una persona ser feliz cuando es continuamente consciente de no ser dueña de sí misma? ¿Puede llevarse a cabo satisfactoriamente la búsqueda de la felicidad cuando su objeto está prescrito y su rumbo cartografiado por alguien distinto de uno mismo? En resumen, ¿es la felicidad compatible con una condición de servidumbre, ya sea la servidumbre voluntaria del “si-luego” o la servidumbre involuntaria del  recluta? ¿Hasta dónde está la felicidad condicionada por el carácter, por mantener inviolada la integridad de tu personalidad, por el cultivo del respeto a sí mismo, la dignidad, el juicio independiente, un sentido de la justicia y hasta dónde es todo esto compatible con ser miembros de una sociedad conscripta? Esto es lo que me gustaría oír discutir, pues no se oye nada de esto. Si pudiésemos tener este tema completamente desgranado en público de vez en cuando, yo no reclamaría más palabras acerca de “una economía planificada” y asuntos similares durante mucho tiempo.

Viajando hacia América después de la experiencia mencionada, leí por tercera vez Un mundo feliz, de Mr. Aldous Huxley. Poco después de llegar, leí la extraordinaria producción titulada Karl and the Twentieth Century. No puedo recomendar estos libros para entretenimiento: no son ni ligeros ni particularmente divertidos. Sin embargo, hay algo que hacen, y que hacen extraordinariamente bien. Dan una fuerte luz, una luz de verdad muy fuerte, sobre lo que estaba probablemente en la mente de Mr. Jefferson cuando revisó la enumeración clásica de los derechos naturales del hombre e hizo que se leyera: “vida, libertad y búsqueda de la felicidad”. Lo que he visto desde que llegué me ha hecho pensar que es el momento apropiado para que los estadounidenses despierten ante lo que está haciendo el estado y se hagan una sencillas preguntas sobre ello. Hay bastantes ejemplos que muestran cómo es una sociedad conscripta y, bueno, ¿quieren vivir en una? Hay muchos ejemplos que muestran que tipo de gente genera una sociedad conscripta, ¿es el tipo de gente quieren ser? Si es así, debería decir que están consiguiendo lo que quieren tan rápidamente como es razonablemente posible y si no lo es, mi impresión que harían mejor en no perder mucho tiempo para ser oídos.


Publicado originalmente el 30 de diciembre de 2006.Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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