La semana pasada (enero 2013), gracias a la gentileza del Instituto Juan de Mariana y sobre todo de la Fundación Rafael del Pino, pudimos disfrutar de tres conferencias de David Friedman, hijo del difunto Nobel de Economía Milton Friedman, quien acudió a España para presentar la traducción al español de su libro La maquinaria de la libertad (Editorial Innisfree). Físico de formación académica y experto en análisis económico del Derecho por devoción intelectual, en apenas unas jornadas pudimos atender a reflexiones eruditas en muy diversos campos: alternativas liberales al Estado, los riesgos y las oportunidades para la libertad que conllevan los avances tecnológicos, por qué un dinero de naturaleza privada habría evitado la crisis, recetas de cocina medievales que los Friedman han rescatado y reeditado en formato libro, o incluso vertientes antiestatistas de la poesía de Kipling. El vástago de Milton es lo que en EEUU llamaríamos un libertario radical opuesto a toda forma de coacción estatal, como lo sigue siendo, a su vez, su propio hijo, Patri Friedman, fundador del imaginativo y eventualmente revolucionario Instituto Seasteading.
En un momento de sus charlas, David trajo a colación la máxima de otro importantísimo pensador libertario fallecido hace casi dos décadas: Murray Rothbard. De acuerdo con David y Murray: “Las funciones del Estado se dividen en dos: aquellas que se pueden privatizar y aquellas que se pueden eliminar”. La frase es toda una declaración de los objetivos últimos del movimiento liberal-libertario y a muchos, ajenos a debate tan apasionante, puede parecerles un slogan absolutamente alejado de la cruda realidad que en estos momentos atraviesan España y otros países de la periferia europea.
Un debate de actualidad
Sin embargo, mal haríamos en rechazar de plano el rico contenido que semejante sentencia posee, pues, pese a las apariencias, no podría estar más de actualidad. Al fin y al cabo, buena parte del estancamiento y de la depresión de nuestras economías actuales se debe a la hipertrofia de un Estado muy superior al que los debilitados sectores privados actuales se pueden permitir. De hecho, en mi libro Una alternativa liberal para salir de la crisis, planteo como paso imprescindible para la recuperación el pinchazo de la burbuja estatal –el concienzudo adelgazamiento del gasto público– que nos permita evitar el colapso. Son muchos quienes, empero, rechazan instintivamente cualquier reducción del tamaño del Estado por cuanto han sentido en sus propias carnes cuánto les han perjudicado las que ya hemos experimentado.
Y ciertamente, en tanto el Estado reparte numerosas rentas y prebendas, el quedarse sin alpiste (tras reventar la burbuja inmobiliaria que le nutría de fondos) va a obligar a que mucha gente salga escaldada y perjudicada (del mismo modo que el pinchazo de la mentada burbuja inmobiliaria dejó a promotores y obreros de la construcción sin ingresos). Ahora bien, dentro de las inevitables molestias que causará un Estado con menos pan y circo que ofrecer, es evidente que los recortes pueden efectuarse minimizando el malestar –o, mejor dicho, multiplicando el bienestar– de unos ciudadanos que, en su mayoría, son clientes cautivos de ese Estado. ¿Cómo? Pues aplicándonos la máxima anterior: primero, identifiquemos todas las funciones actuales del Estado que o son directamente dañinas (legislación anticompetencia, subvenciones a empresas, burocracias arancelarias, intromisión regulatoria en la legislación empresarial, barreras de entrada en los mercados, etc.) o del todo prescindibles (superestructura de cargos políticos o empresas públicas que son simples agencias de colocación y capturadoras de rentas) para, inmediatamente a reglón seguido, comenzar por lo privatizable (básicamente, todo lo demás).
Dentro de lo privatizable habría que distinguir, a su vez, entre aquello que el mercado seguiría proporcionando sin un coste para el consumidor directo (privatizaciones de las televisiones públicas, de la moneda, de la promoción del deporte y de la cultura, etc.) y aquellos que inevitablemente se financiaría vía precios y que, por tanto, acarrearía un coste explícito para sus consumidores (privatización de la educación, de la sanidad, de las pensiones o de ciertas empresas públicas que proporcionen servicios de utilidad). Las primeras pueden trasladarse al mercado de inmediato y sin molestia alguna por parte de los ciudadanos (salvo de los grupos de presión que vivan de ellas). Las segundas, sólo si no se mantiene la asfixiante presión fiscal actual y si se liberalizan lo suficiente tales sectores como para que se oferten servicios con muy variopintas condiciones; en caso contrario, la privatización funcionará mucho peor de lo que podría e inevitablemente degenerará en rechazo social.
El problema de las privatizaciones parciales
Al cabo, ¿qué cabe prever que suceda con un servicio al que el Estado le fija buena parte de sus contenidos y de su inflada estructura de costes en un contexto de altísima exacción tributaria de rentas? Pues que gran parte de su potencial clientela será simplemente excluida: los empresarios no podrán ofertar los bienes tan baratos y con tanta calidad como en realidad les sería posible (por culpa de las restricciones estatales de la oferta) y muchos consumidores no podrán pagar sus agigantados precios (por culpa de la rapiña fiscal de la demanda). Ejemplos los tenemos a patadas: el privado pero ultrarregulado sector eléctrico español, la privada pero hipersocializada sanidad estadounidense o una eventual educación privada que se siguiera sometiendo el corsé del sistema de enseñanza nacional en lugar de permitir su auténtica revolución vía múltiples modelos de negocio competitivos (educación online,homeschooling, cooperativas de profesores, enseñanza reglada en el interior de las empresas, combinación flexible de todas ellas en itinerarios formativos flexibles, etc.).
En definitiva, si aspiramos a lograr una sociedad más libre y más próspera, tendremos inevitablemente que reformar nuestro Estado, tanto para reducir su tamaño cuanto para restringir su ámbito de actuación. Sin embargo, un empeño tan saludable encontrará, a buen seguro, un frontal rechazo de, primero, los receptores netos de rentas de ese Estado y, segundo, buena parte de unos contribuyentes netos que, paradójicamente, contemplan esta imprescindible reforma como una amenaza y no como una oportunidad para multiplicar su bienestar. A los aquéllos será difícil convencerles de que el Estado –su Estado– tiene que retraerse (aunque no es imposible, pues las desventajas que les atañen pueden verse compensadas con ganancias en el resto de áreas privatizadas); a éstos, sólo si no afrontamos el proceso de reforma de manera lógica y coherente: primero, suprimir las funciones del Estado prescindibles (en especial, las contraproducentes); segundo, o simultáneamente, privatizar los cometidos útiles que el sector privado pueda desempeñar en estos momentos sin coste o a muy bajo coste para el consumidor; tercero, privatizar las funciones útiles y costosas de sufragar mientras se procede a su profunda liberalización y a una intensísima reducción de impuestos.
En España, por desgracia, estamos asistiendo a un proceso descoordinado de privatizaciones muy parciales con sangrantes subidas de impuestos que en absoluto garantizan su éxito final. En tal caso, lejos de reducir el asfixiante peso del Estado en nuestras sociedades, terminaremos viéndole recuperar un poder todavía mayor. El caos es el caldo de cultivo preferido por el Leviatán, y nada más efectivo para seguir creciendo que generar o favorecer la extensión de ese caos mediante reformas muy sesgadas, muy limitadas y condenadas de antemano al fracaso. Primero eliminemos lo eliminable; luego privaticemos lo menos gravoso; y finalmente hagámosle retroceder en todo lo demás.