Una perspectiva monárquica sobre la gobernanza constitucional

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H.S.H. Príncipe Hans-Adam II de Liechtenstein y El Estado en el tercer milenio

Este artículo académico explora las ideas centrales en la economía política constitucional al analizar los escritos de H.S.H. Príncipe Hans-Adam II de Liechtenstein. Como un heredero jefe de Estado, Su Alteza tiene un poder político importante. Sin embargo, la constitución y las instituciones políticas de Liechtenstein dan a cada elemento del gobierno —el monarca, el parlamento y el pueblo— contrapesos sobre la habilidad de los otros para actuar arbitrariamente. A través de la examinación de las ideas de Su Alteza sobre la gobernanza constitucional en su reciente libro, The State in the Third Millennium (El Estado en el tercer milenio), este artículo académico ofrece una nueva perspectiva sobre el equilibrio necesario del poder político para mantener la actividad del Estado dentro de sus límites apropiados.

I. Introducción

¿Cómo debería ser ordenado un Estado si su autoridad ha de permanecer dentro de límites bien definidos y no arbitrarios? ¿Cuál es la relación entre el arte constitucional y el imperio de la ley? ¿Pueden las constituciones con elementos no democráticos, e incluso elementos monárquicos, ser efectivos en la restricción de los abusos de la mayoría y los abusos autocráticos? Cada una de estas preguntas provee una base firme a un proyecto de investigación distinto dentro del campo de la economía política constitucional. Este ensayo explora, antes que poner punto final, algunas de estas cuestiones al examinar las ideas de H.S.H. Príncipe Hans-Adam II de Liechtenstein en su reciente libro, El Estado en el tercer milenio (2009).

Liechtenstein y su príncipe reinante son un caso de estudio interesante para los académicos interesados en economía constitucional. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Liechtenstein, un pequeño Estado con una población de 35.000, ha pasado de ser una nación agraria mayormente no desarrollada a ser el país con el mayor ingreso per cápita en el mundo. Además, la jefatura de Estado de Liechtenstein es hereditaria. En contraste con otras monarquías europeas, cuya función es ceremonial, el príncipe reinante de Liechtenstein tiene la autoridad de vetar la legislación, llamar a un referéndum popular, proponer nueva legislación y disolver el parlamento. La combinación de una poderosa jefatura hereditaria del Estado con amplias políticas económicas liberales es algo atípico en la historia política y merece atención.

Aunque El Estado en el tercer milenio no es un trabajo académico —Su Alteza admite rápidamente que el libro debería ser considerado como un “libro culinario de recetas políticas” antes que como un tratado en filosofía política (Hans-Adam II 2009, p. 1)—. La perspectiva del príncipe Hans-Adam II sobre la gobernanza constitucional merece ser investigada por su experiencia única como una figura pública. Además de ser un jefe de Estado hereditario, Su Alteza también ha sido un político popular respaldado por un mandato democrático. Los ciudadanos de Liechtenstein votaron abrumadoramente para fortalecer la autoridad del príncipe reinante en un referéndum constitucional en 2003, y otra vez abrumadoramente rechazaron un límite propuesto a estos poderes en un referéndum constitucional en 2012. Por tanto, si bien El Estado en el tercer milenio no ofrece ninguna novedad teórica llamativa, es valioso por las reflexiones de alguien cuya vida da testimonios de que los contrapesos sobre el poder estatal no son necesariamente de la mayoría, quizá ni siquiera más exitosos.

II. Preparando el escenario: La historia política de la humanidad

Los primeros cinco capítulos son un tour torbellino a través de la historia política de la humanidad, que Su Alteza utiliza para desarrollar los conceptos que después empleará para analizar la eficiencia de varias formas de gobierno. De particular importancia son los análisis de los alegatos estatales para la legitimidad y las fuerzas que determinan el tamaño del territorio sobre el cual el Estado ejerce su autoridad. Alterando ligeramente la definición estándar, Su Alteza define el Estado como “un área geográfica que está más o menos definida, con una población que en su mayoría ha aceptado una autoridad central o ha sido obligada a aceptar tal autoridad por un largo periodo de tiempo” (Hans-Adam II 2009, p. 17). La fuente principal de la cual los Estados reclamaban autoridad históricamente es la religión, pero esta afirmación no implica necesariamente una armonía de intereses entre el rey y el clero. Por ejemplo, a pesar del estatus monopólico del Catolicismo Romano en la Europa medieval, las autoridades temporales y espirituales tenían que competir frecuentemente por poder e influencia. Su Alteza presta suma atención a esta división del poder, sosteniendo que eso conllevó “para muchas partes de la población las libertades que no existían en otras partes del mundo” (Hans-Adam II 2009, p. 28). La importancia del poder dividido, que históricamente resultó en una esfera de autonomía para el individuo, es un tema que recibe mucha atención de principio a fin.

Los primeros cinco capítulos son también donde Su Alteza desarrolla la taxonomía política empleada en capítulos posteriores. Haciendo uso de los conceptos griegos clásicos de monarquía, oligarquía y democracia, Su Alteza sostiene que todos los Estados a lo largo de la historia exhibieron características de cada uno, y que el éxito en el arte de la acción estatal está primeramente en encontrar el equilibrio correcto. El monarca está relacionado con el ejecutivo o la presidencia del Estado; la oligarquía consiste en burócratas y, a menudo, también los legisladores; y la democracia se refiere obviamente a la masa del pueblo fuera de la maquinaria del Estado, cuyo consentimiento tácito es requerido mínimamente para que el Estado ejerza su autoridad (ver, por ejemplo, de la Boetie 2008).

III. Estados Unidos, Suiza y Liechtenstein: Casos de estudio en la democracia constitucional

En los siguientes cuatro capítulos, Su Alteza considera las experiencias de Estados Unidos, Suiza, y Liechtenstein con la democracia constitucional, argumentando que el modelo de Liechtenstein exhibe el más prometedor equilibrio de poder entre los elementos monárquicos, oligárquicos y democráticos para mantener el Estado dentro de sus límites adecuados.[1] A pesar de describir la Constitución de los Estados Unidos como “brillante” (Hans-Adam II 2009, p. 60), Su Alteza concluye que ha resultado insuficiente para frenar varias patologías democráticas. Estas patologías serán familiares para los teóricos de la elección pública: incentivos débiles para que los oficiales electos trabajen en los intereses de los votantes a causa del alto costo de salida de los votantes y su extremadamente limitada voz (Hans-Adam II 2009, pp. 61-62). En la opinión de Su Alteza, las instituciones políticas estadounidenses ofrecen contrapesos insuficientes sobre la discreción oligárquica.

Suiza se diferencia de Estados Unidos en el uso que hace de la democracia directa. El pueblo suizo tiene el derecho al referéndum en decisiones parlamentarias, e incluso puede proponer iniciativas a su parlamento. Mientras que en Estados Unidos el ejecutivo es visto como la barrera principal contra la mala administración de la oligarquía, en Suiza esta responsabilidad recae sobre el pueblo. Su Alteza indica la importancia de la democracia directa en la estructura federal tradicional de gobierno de los cantones suizos, que retienen una gran porción de autonomía hoy en día, similar a los estados individuales en Estados Unidos. Pero Su Alteza encuentra en los procesos de la democracia directa suiza la falta de restricción sobre la oligarquía, como también ve deficiente el poder monárquico del ejecutivo estadounidense.

Liechtenstein, asegura Su Alteza, posee una mejor mezcla de provisiones constitucionales para el equilibrio del poder entre monarquía, oligarquía y democracia. El príncipe reinante de Liechtenstein, como jefe de Estado, tiene el derecho de vetar la legislación parlamentaria y las iniciativas de la gente, protegiendo “contra las iniciativas que son muy populistas a expensas del bien general o que impactarían negativamente en las minorías” (Hans-Adam II 2009, p. 71). Sin embargo, para protegerse de los abusos de un príncipe irresponsable, la gente puede proponer una moción para destronar al príncipe a través de un voto de no confianza, e incluso abolir la monarquía completamente, lo que activaría procedimientos establecidos para la transformación de Liechtenstein en una república. Mientras que la familia del príncipe de Liechtenstein tiene alguna voz sobre el destrono de un príncipe, la moción del pueblo para abolir la monarquía no puede ser desafiada. Combinado con roles tradicionales para el parlamento y el sistema judicial, este equilibrio de autoridad monárquica y legitimidad por medio del ejercicio de la democracia directa expone las características necesarias para un Estado estable que frena los abusos autocráticos y mayoritarios.

A lo largo de estos capítulos se ven un número de temas familiares a los estudiantes de economía política constitucional. El primero y más prominente es una dedicación al liberalismo (clásico).[2] Su Alteza sostiene sin complejos la importancia de políticas e instituciones políticas liberales en la creación de una robusta economía. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Liechtenstein ha empleado tales políticas y, en parte como resultado, tiene el ingreso per cápita más alto de cualquier nación. El segundo es una dedicación al federalismo. Su Alteza cree que la mayor parte de la actividad pública debe darse al nivel más local posible, dejando al aparato estatal nacional las tareas de defensa, relaciones internacionales y el mantenimiento del imperio de la ley. El tercer tema es la importancia de la autodeterminación. Manteniendo el derecho de las comunidades locales a gobernarse a sí mismas, Su Alteza va incluso más lejos al respaldar el derecho de la secesión, un derecho que está consagrado en la Constitución de Liechtenstein. De este modo, la filosofía política de Su Alteza tiene antecedentes intelectuales en la defensa del liberalismo presentada por Mises (2002) y en la economía política positiva de la Escuela de Virginia (p. ej., Buchanan y Tullock 1962, Buchanan y Brennan 2000), especialmente con respecto a la “generalidad de la norma” (p. ej., Buchanan y Congleton 2003; ver también Salter 2013).

IV. La ventaja comparativa del Estado

No obstante, esto no es decir que Su Alteza piense que el Estado es socialmente perjudicial en todas partes. De las primeras páginas, Su Alteza deja en claro que él cree que una economía de mercado de buen funcionamiento, coexistiendo con una robusta sociedad civil, requiere estabilidad y el imperio de la ley, para lo cual el Estado está únicamente en la posición de proveer. De esta manera, Su Alteza sostiene que la política es lógica si no históricamente anterior a la ciencia económica. Repitiendo el rechazo de Hayek (1944) del “laissez faire dogmático”, Su Alteza presenta una lista de actividades que cree que el Estado puede y debe realizar, siempre y cuando estas actividades estén claramente circunscritas dentro de los límites constitucionales.

El modelo constitucional general que Su Alteza propone es uno que alteraría radicalmente nuestras concepciones de un Estado. En términos de la forma y función, hay muchos parecidos con el modelo de Hayek (1960). El argumento principal de Su Alteza a lo largo de toda la segunda mitad de su libro es que “el Estado tiene que convertirse en una empresa de servicio frente a la competición pacífica, y no en un monopolio dando al ‘consumidor’ solamente las alternativas de aceptar el mal servicio al costo más alto o emigrar” (Hans-Adam II 2009, p. 87). Su Alteza argumenta por la constitucionalización del federalismo, delegando la vasta mayoría de funciones actualmente practicadas por el Estado a las comunidades locales, que son más probables de poseer el conocimiento requerido y la orientación del incentivo necesario para ofrecer soluciones efectivas (Hans-Adam II 2009, p. 95). Su Alteza también cree que la constitucionalización del federalismo disminuiría los problemas asociados con la búsqueda del lucro, la extracción de la renta, y los beneficios concentrados, prácticas de costos dispersos que típicamente caracterizan a los políticos democráticos cuando las poblaciones son grandes.

En términos de gastos de asistencia social, Su Alteza sugiere que estas actividades deben ser gradualmente delegadas del Estado a las comunidades locales, aunque él a veces parece simpatizar con la cobertura de seguro para catástrofe nacional. Para educación, Su Alteza favorece el sistema de cupones similar al propuesto por Friedman (1962). El transporte es un asunto que Su Alteza considera que puede ser completamente delegado al sector público, gracias a nuevas tecnologías de monitoreo que hace posible poner precios al costo marginal. En temas monetarios, Su Alteza sostiene que “en una economía mundial globalizada una moneda única basada en un metal sería probablemente la mejor solución” (Hans-Adam II 2009, p. 141), aunque esta solución está obviamente lejos en el futuro. Su Alteza sí concibe que Estados pequeños, si participan en una gran cantidad de intercambio con pocos países, se beneficiarían de un acuerdo monetario que estabilizara, o por los menos mantuviera predecible, el poder adquisitivo de una moneda nacional frente a la moneda extranjera.

¿Cómo deberían ser financiadas las actividades en las que el Estado debe involucrarse? Su Alteza argumenta a favor de dividir la autoridad del cobro de impuestos entre el Estado y las comunidades locales. El Estado debe limitar su autoridad a establecer el cobro de impuestos directos (propiedad inmobiliaria, activos de capital, etc.) y solamente participar en el cobro de impuestos indirectos, tales como un impuesto sobre las ventas. Las comunidades locales deben retener el derecho al cobro de impuestos directos. Bajo esta división de autoridad, “las comunidades locales y toda la población dentro del Estado tendrían un fuerte interés creado en el comportamiento tan económico como sea posible del Estado y en el no incremento de su deuda” (Hans-Adam II 2009, p. 129).

Su Alteza concluye con la presentación de una hipotética constitución para la clase de Estado que visualiza. De particular interés son los artículos y las cláusulas que aclaran que la autoridad del Estado está expresamente delegada y estrechamente definida. Estos artículos presentan una clara división de autoridad entre el Estado y las comunidades locales y “enfatizan particularmente que el Estado tiene que dejar todos los otros deberes a las comunidades locales y organizaciones privadas” (Hans-Adam II 2009, p. 152). Además, también hay un artículo que confirma expresamente el derecho de las comunidades a la secesión, el cual debería presionar al  Estado a mantenerse dentro de sus límites circunscritos.

V. Avanzando

Las ideas de Su Alteza sugieren un número de iniciativas interesantes para los estudiosos que buscan avanzar el programa de investigación de la economía política constitucional. Primeramente, y más obvio, es un riguroso análisis de las operaciones políticas descentralizadas, en la forma de federalismo y autodeterminación, usando las herramientas de la ciencia económica positiva. ¿Es la relación entre la eficiencia económica y la descentralización política tan sólida como parece? O, ¿sería el principal resultado de la descentralización una mera alteración de lugares de la búsqueda de beneficios y la extracción de rentas? Incluso si el estudio cuidadoso confirma la conexión entre descentralización y eficiencia económica, ¿cómo debemos impulsar las sociedades en esta dirección, dado el grado de arraigo de los intereses especiales?

El segundo paseo, tan interesante como el primero, tiene que ver con el análisis económico de la eficacia del Estado en general. Si la justificación para el Estado es su habilidad para proveer servicios importantes a sus ciudadanos sobre la base de la legitimación democrática, debe estar capacitado para proveer estos servicios mejor que las relaciones voluntarias de intercambio —el mercado—. Su Alteza cree ciertamente que el Estado tiene una ventaja comparativa en la provisión de la ley y el orden, por lo menos. Aunque Su Alteza simpatiza con el anarquismo, al grado de imaginarse un futuro donde se dé lugar a la transición de los Estados de actuar como compañías voluntarias de servicio a ser realmente compañías voluntarias de servicio, finalmente concluye que esta disposición no será posible en el corto plazo (Hans-Adam II 2009, p. 3). Sin embargo, el análisis positivo de la anarquía ha crecido a pasos agigantados desde su primer tratamiento por parte de los académicos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia en la década de 1970, profundizando nuestro entendimiento de la coordinación social y avanzando el argumento de que el mercado puede, de hecho, ser la fuente de su propio orden (Powell and Stringham 2009). El paradigma del “anarquismo analítico” (Boettke 2009), ayudándonos a entender la arquitectura fundamental del orden social, sugiere que es una pregunta abierta a responder si el Estado es el mejor proveedor de un marco de reglas sociales estable y fiable. Como mínimo, este análisis ayudará a identificar qué reglas deberían ser proporcionadas de forma privada, y qué reglas deberían ser proporcionadas de forma pública.

Esta no es solamente una inquietud teórica. Liechtenstein ya está poniendo a prueba los límites de las concepciones post-westfalianas de la soberanía del Estado, dados los contrapesos constitucionales que cada órgano del gobierno tiene sobre el otro, y la garantía explícita del derecho de las municipalidades a salirse por medio de la secesión.[3] Es debatible hasta qué punto es Liechtenstein un Estado, ya sea en el sentido weberiano o en aquel señalado por Su Alteza al comienzo del libro. Además, la historia europea, y especialmente la historia de los microestados alemanes y principados previos a la unificación, ofrecen ejemplos relevantes para examinar la ciencia económica de estructuras de gobierno casi soberanas. Estos territorios pueden ser concebidos como comunidades privadas donde la titularidad de la tierra es combinada con la aplicación de la ley (Stringham 2006). Esto puede ser visto al examinar el modo dominante del pensamiento económico y legal que prevaleció en estos territorios desde mediados del siglo XVI hasta comienzos del siglo XIX. Conocido como cameralismo, este paradigma de combinación en la gobernanza y la financiación pública buscaba proveer una guía práctica para los gobernantes en la búsqueda de aumentar la renta de sus tierras, con el fin de proveerse los medios para perpetuar sus regímenes (Wagner and Backhaus 1987; Wagner 2012). Curiosamente, el cameralismo recomendaba el cobro de impuestos solamente como un último recurso. Los príncipes, en cambio, eran alentados a utilizar sus recursos para desarrollar negocios generadores de ingreso, trabajando dentro de la existente red de relaciones de intercambio antes que sobre ella. Esta disposición era práctica por la extrema fragmentación que entonces existía entre los principados germánicos; más de 300 territorios separados al momento de la Paz de Westfalia en 1648. Cualquier príncipe que intentara expropiar la riqueza de sus inquilinos campesinos, antes que usar su patrimonio para generar nueva riqueza, encontraría rápidamente a sus inquilinos saliendo hacia nuevos territorios vecinos donde los costos de la gobernanza serían más favorables. Este antiguo ejercicio en la competición de Tiebout (1956) forzó a los príncipes germánicos a comportarse como beneficiarios del precio de gobierno en un entorno competitivo, como explicado por Stringham (2006).[4]

Además de las comunidades privadas casi soberanas, la Liga Hanseática, que existió desde el siglo XIII al siglo XVII en lo que es hoy el norte de Alemania, ofrece un ejemplo de otra tipología de la gobernanza del mercado: jurisdicciones solapadas y funcionales en competencia (Fink 2012). En este sistema, la gobernanza es funcional antes que jerárquica. Diferentes unidades de gobierno proveerían sus servicios dentro del mismo territorio geográfico, dándose como resultado la competencia entre unidades de gobierno por los clientes. En su forma ideal, su forma típica, estas unidades de gobierno tendrían el poder para exigir impuestos. Este último elemento estuvo ausente en la Liga Hanseática. En vez de estar subsumidas bajo una autoridad constitucional, estas ciudades que componían la Liga Hanseática exhibían una estructura de gobierno policéntrica, que requería arreglos de gobernanza para ser aplicada por sí misma (Fink 2012, p. 195).[5]

Ambos casos de arriba —los casi soberanos en competencia a lo largo de territorios, y las unidades de gobierno en competencia dentro de un territorio dado— resaltan la importancia de tomar seriamente la concepción de Su Alteza del Estado como una corporación de provisión de servicios. Sin idealizar el feudalismo, podemos aun así reconocer las llamativas características sobre la orientación de incentivos que existía en los principados alemanes anteriores a la unificación. Estas áreas, junto al actual Liechtenstein, deben ser consideradas como fuentes valiosas para los proyectos que estudian el federalismo, la secesión y el voto, la aplicación constitucional, la soberanía y el derecho elegido por el mercado.


Traducido del inglés por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.


Notas

[1]      Hoppe (2001) argumenta que un político democrático tendrá una perspectiva temporal más corta que un monarca, ya que un político solamente controla en el presente el valor de uso de los recursos del país. Por lo que un político democrático tiene un incentivo para expandir los poderes del Estado, hacia el objetivo de maximizar el consumo del capital de un país. En contraste, un monarca, como también controla el valor capitalizado del país y puede pasarlo a sus descendientes, encara mejores incentivos para la administración y el arte de gobernar responsablemente. El análisis de Hoppe está en gran parte en línea con el de Kuehnelt-Leddihn (1956, ch. 4), tal vez la defensa moderna más sistemática de la monarquía contra la democracia.

[2]      Como una disciplina positiva, la economía política constitucional no está necesariamente vinculada al liberalismo, que es una filosofía política y por ende normativa. Pero un análisis de medios y fines de los tipos de instituciones y políticas sugeridas por el liberalismo sugiere una fuerte conexión entre el liberalismo, el constitucionalismo y la prosperidad económica, lo que explica por qué tantos estudiantes de economía política constitucional abogan por alguna versión del mismo.

[3]      Ver Capítulo I, Artículo 4, Párrafo 2 de la Constitución de Liechtenstein.

[4]      Oslon (1993) es menos optimista sobre las posibilidades de eficiencia de estos tipos de disposiciones, debido a que el gobernante tiene un incentivo para extraer toda la renta excedente de la subunidad política, es decir, para elegir el punto de maximización de la renta en la curva de Laffer. La habilidad de salida debería aliviar esto, pero es en última instancia un asunto empírico, ya que el tamaño y la distribución del excedente depende de las opciones específicas disponibles al residente y al gobernante por igual.

[5]      Ver también Fink (2011) para la evidencia de un casi contrato social emergente de los miembros de la Liga Hanseática.


Referencias

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