El conservadurismo genuino es antiestatista. El conservadurismo moderno en Estados Unidos y Europa, escribe Hans-Hermann Hoppe, está confundido y distorsionado.
El conservadurismo moderno, en Estados Unidos y Europa, está confundido y distorsionado. Bajo la influencia de la democracia representativa y con la transformación de Estados Unidos y Europa en democracias de masas tras la Primera Guerra Mundial, el conservadurismo fue transformado a partir de una fuerza ideológica antiigualitaria, aristocrática y antiestatista en un movimiento de estatistas culturalmente conservadores: el ala derecha de los socialistas y socialdemócratas.
La mayoría de los autoproclamados conservadores contemporáneos están preocupados, como deberían estar, por el decaimiento de las familias, el divorcio, la ilegitimidad, la pérdida de autoridad, el multiculturalismo, la desintegración social, el libertinismo sexual y el crimen. Ellos consideran todos estos fenómenos como anomalías y desviaciones del orden natural, o de lo que podríamos llamar normalidad.
Sin embargo, la mayoría de los conservadores contemporáneos (o al menos la mayoría de los portavoces de la clase dominante conservadora) o bien no reconocen que su objetivo de restaurar la normalidad requiere los cambios sociales antiestatistas más drásticos, e incluso revolucionarios, o (si lo saben) se dedican a traicionar la agenda cultural del conservadurismo desde adentro para promover otra agenda completamente distinta.
Que esto sea en gran medida cierto para los llamados neoconservadores no requiere aquí más explicaciones. En efecto, en lo que respecta a sus líderes, uno sospecha que la mayoría de ellos sea del segundo grupo. No se preocupan en verdad sobre los asuntos culturales, sino que reconocen que deben jugar la carta del conservadurismo cultural para no perder poder y promover su objetivo totalmente distinto de la socialdemocracia mundial.1 El carácter fundamentalmente estatista de los neoconservadores estadounidenses se resume de la mejor manera mediante una declaración de uno de sus destacados defensores intelectuales, Irving Kristol:
«El principio básico detrás de un Estado de bienestar conservador debe ser uno simple: siempre que sea posible, se debe permitir que la gente guarde su propio dinero —en lugar de que sea transferido (mediante impuestos al Estado)— con la condición de que lo destinen a ciertos usos definidos». [Two Cheers for Capitalism, New York: Basic Books, 1978, p. 119].
Esta visión es esencialmente idéntica a la que tienen los modernos socialdemócratas europeos posmarxistas. De este modo, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), por ejemplo, en su programa Godesberg de 1959, adoptó como su lema central el eslogan “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”.
Una segunda rama, un tanto más vieja aunque casi indistinguible hoy en día del conservadurismo estadounidense contemporáneo está representada por el nuevo conservadurismo (posterior a la Segunda Guerra Mundial) que fue iniciado y promovido, con la asistencia de la CIA, por William Buckley y su National Review. Mientras que el viejo conservadurismo estadounidense (anterior a la Primera Guerra Mundial) había sido caracterizado por posturas decididamente antiintervencionistas en política extranjera, la marca del nuevo conservadurismo de Buckley ha sido su rabioso militarismo y su política extranjera intervencionista.
En un artículo, «A Young Republican’s View», publicado en Commonweal el 25 de enero de 1952, tres años antes del lanzamiento de su National Review, Buckley resumió de esta manera lo que se convertiría en el nuevo credo conservador: A la luz de la amenaza representada por la Unión Soviética, “nosotros [los nuevos conservadores] tenemos que aceptar el Gran Gobierno mientras dure; porque no se puede librar una guerra ofensiva ni defensiva… excepto mediante el instrumento de una burocracia totalitaria dentro de nuestras fronteras”.
Los conservadores, escribió Buckley, tenían la obligación de promover “las extensivas y productivas leyes impositivas que se necesitan para mantener una vigorosa política extranjera anticomunista”, así como “los grandes ejércitos y las fuerzas aéreas, la energía atómica, la central de inteligencia, las juntas de producción bélica y la centralización auxiliar del poder en Washington”.
No sorprende que desde el colapso de la Unión Soviética a fines de la década de 1980, esencialmente nada en esta filosofía haya cambiado. Hoy, la continuación y preservación del Estado de bienestar y de la guerra simplemente es justificado y promovido por nuevos y neoconservadores por igual con referencia a otros enemigos y peligros extranjeros: China, el fundamentalismo islámico, Saddam Hussein, “los Estados clandestinos”, y la amenaza del “terrorismo global”.
Sin embargo, también es cierto que muchos conservadores están realmente preocupados por la desintegración o disfunción de la familia y el declive cultural. Pienso aquí en particular en el conservadurismo representado por Patrick Buchanan y su movimiento. El conservadurismo de Buchanan no difiere en absoluto de aquel de la clase dominante conservadora del Partido Republicano tal como él y sus seguidores imaginan de sí mismos. En un aspecto decisivo su rama de conservadurismo está en pleno acuerdo con aquella de la clase dominante conservadora: ambas son estatistas. Difieren sobre qué se necesita hacer exactamente para restaurar la normalidad en Estados Unidos, pero están de acuerdo en que lo debe hacer el Estado. No hay rastro alguno de antiestatismo de principios en ninguno de ellos.
Dejadme ilustrar este punto citando a Samuel Francis, quien fue uno de los principales teóricos y estrategas del movimiento buchanista. Luego de deplorar la propaganda “antiblancos” y “anti-Occidente”, “el secularismo militante, el egoísmo codicioso, el globalismo político y económico, la inundación demográfica y el centralismo estatal descontrolado”, él profundiza en un nuevo espíritu de «Primero América», lo cual “implica no sólo anteponer los intereses nacionales a los de otras naciones y abstracciones como ‘liderazgo mundial’, ‘armonía global’ y ‘Nuevo Orden Mundial’, sino también dar prioridad a la nación por encima de la gratificación de intereses individuales y subnacionales”.
¿Cómo propone él arreglar el problema de la degeneración moral y el declive cultural? Aquí no se da un reconocimiento de que el orden natural en la educación implique que el Estado no tenga nada que ver con ella. La educación es completamente un problema familiar y debe ser producida y distribuida en disposiciones y acuerdos de cooperación dentro del marco de la economía de mercado.
Además, no se reconoce que la degeneración moral y declive cultural tengan causas más profundas y que no pueden resolverse solamente mediante exhortaciones y declamaciones o cambios en los planes curriculares impuestos por el Estado. Por el contrario, Francis propone que la vuelta cultural —la restauración de la normalidad— puede lograrse sin un cambio fundamental en la estructura del moderno Estado de bienestar. En efecto, Buchanan y sus ideólogos defienden de modo explícito las tres instituciones fundamentales del Estado de bienestar: la seguridad social, Medicare y los subsidios por desempleo. Ellos incluso quieren aumentar las responsabilidades “sociales” del Estado asignándole la tarea de “proteger”, a través de restricciones nacionales a la importación y exportación, los trabajos de los estadounidenses, especialmente en industrias de importancia nacional, y “aislar los salarios de los trabajadores estadounidenses frente a la mano de obra extranjera que debe trabajar por $1 la hora o menos”.
De hecho, los buchanistas admiten libremente que son estatistas. Detestan y ridiculizan el capitalismo, el laissez-faire, los mercados libres y el comercio, la riqueza, las élites y la nobleza; y proponen un nuevo conservadurismo populista —en verdad proletario— que amalgama el conservadurismo social y cultural con la economía socialista. Así, prosigue Francis:
«mientras que la izquierda podría ganarse a los estadounidenses medios a través de sus medidas económicas, esta lo pierde a través de su radicalismo social y cultural, y mientras que la derecha podría atraer al estadounidense medio mediante llamamientos a la ley y el orden y la defensa de la normalidad sexual, las convenciones morales y la religión, las instituciones sociales tradicionales y las invocaciones de nacionalismo y patriotismo, esta pierde a los estadounidenses medios cuando pone en práctica sus viejas fórmulas económicas burguesas».
Por lo tanto, es necesario combinar las políticas económicas de la izquierda, el nacionalismo y el conservadurismo cultural de la derecha para crear una “nueva identidad que sintetice tanto los intereses económicos como las lealtades culturales y nacionales de la clase media proletarizada en un movimiento político unificado y separado”.2 Por razones obvias esta doctrina no se denomina así, pero existe un término para este tipo de conservadurismo: se le denomina nacionalismo social o nacionalsocialismo.
(En lo que respecta a la mayoría de los líderes de la derecha cristiana y la “mayoría moral”, estos desean simplemente la sustitución de la actual élite liberal de izquierdas, a cargo de la educación nacional, por otra, es decir, ellos mismos. “Desde Burke en adelante”, Robert Nisbet ha criticado esta postura, «esta ha representado el precepto conservador y principio sociológico desde Auguste Compte de que la manera más segura de debilitar a la familia, o cualquier grupo social vital, es que el gobierno asuma y monopolice las funciones históricas de la familia». En contraste, mucha de la derecha estadounidense contemporánea «está menos interesada en las exenciones burkeanas del poder del gobierno que en poner todo el poder del gobierno en manos de aquellos en los que se pueda confiar. Es el control del poder, no una disminución del poder, lo que más se valora».)
No me ocuparé aquí de la pregunta de si el conservadurismo de Buchanan puede atraer o no al público, y si su diagnóstico de la política estadounidense es sociológicamente correcto o no. Yo dudo que este sea el caso, y no cabe duda de que la suerte de Buchanan durante las primarias de 1995 y 2000 no indica lo contrario. Más bien, quiero tratar una cuestión más fundamental: asumiendo que este enfoque puede atraer al público; es decir, asumiendo que el conservadurismo cultural y la economía socialista pueden combinarse psicológicamente (es decir, que el público puede mantener ambas creencias sin acabar en la disonancia cognitiva), ¿pueden también combinarse de manera práctica y efectiva (de manera económica y praxeológica)? ¿Es posible mantener el nivel actual de socialismo económico (seguridad social, etc.) y alcanzar el objetivo de restaurar la normalidad cultural (familias naturales y normas de conducta normales)?
Buchanan y sus teóricos no sienten la necesidad de plantearse esta cuestión, pues creen que la política es solamente un tema de poder y empeño. No creen en tales cosas como las leyes económicas. Si la gente quiere algo lo suficiente, y si se le otorga el poder para implementar su voluntad, todo puede lograrse. El “difunto economista austriaco” Ludwig von Mises, al cual Buchanan se refirió con desprecio durante sus campañas presidenciales, caracterizó esta creencia como de «historicista», la postura intelectual de la Kathedersozialisten alemana, los académicos Socialists of the Chair (socialistas de cátedra), que justificaban todas y cada una de las medidas estatistas.
Pero el desprecio e ignorancia historicista de la economía no altera el hecho de que las inexorables leyes económicas existen. Uno no puede guardarse y comerse el pastel al mismo tiempo, por ejemplo. O lo que uno consume ahora no podrá consumirse de nuevo en el futuro. O que producir más de un bien implique producir menos de otros bienes. Ninguna ilusión puede hacer que estas leyes desaparezcan. Creer lo contrario sólo puede resultar en el fracaso práctico. “De hecho”, señaló Mises, “la historia económica consiste en una larga recolección de políticas de gobierno que fracasaron debido a que fueron diseñadas con una atrevida desconsideración de las leyes de la economía”.3
A la luz de las leyes elementales e inmutables de la economía, el programa buchanista relativo al nacionalismo social es apenas otro sueño descarado pero imposible. Ninguna ilusión puede alterar el hecho de que mantener las principales instituciones actuales del Estado de bienestar y querer regresar a la familia, las normas, las conductas y a la cultura tradicionales son objetivos incompatibles. Uno sólo puede tener una cosa —socialismo (Estado de bienestar)— o la otra —la moral tradicional— pero no ambas, ya que la economía nacionalista social, el pilar del sistema actual del Estado de bienestar que Buchanan quiere dejar intacto, es la causa misma de todas las anomalías sociales y culturales.
Para poder clarificar esto, solamente es necesario recordar una de las leyes más fundamentales de la economía que dice que toda forma de redistribución obligatoria de riqueza o de ingresos, independientemente del criterio en que esta se base, implica tomar de unos —los que poseen algo— para dárselo a otros —los que no poseen algo—. En consecuencia, el incentivo para ser un poseedor se reduce, y el incentivo por no ser un poseedor aumenta. Lo que el poseedor tiene es típicamente algo que se considera como “bueno”, y lo que el no poseedor no tiene se considera “malo” o una deficiencia. En efecto, esta es la misma idea que se encuentra en la base de toda redistribución: algunos tienen demasiado y otros no tienen suficiente. El resultado de toda forma de redistribución es que uno de ese modo producirá menos de lo bueno y cada vez más de lo malo, menos perfección y más deficiencias. Al subsidiar con fondos de los impuestos (con fondos tomados otros) a personas que son pobres, se generará más pobreza (lo malo). Al subsidiar a las personas que están desempleadas, se generará más desempleo (lo malo). Al subsidiar a las madres solteras, habrá más de las mismas y más nacimientos ilegítimos (lo malo), etc.
Obviamente, esta idea básica se aplica a todo el sistema de la llamada seguridad social que ha sido implementado en Europa occidental (desde 1880 en adelante) y Estados Unidos (desde la década de 1930): de un “seguro” obligatorio del gobierno contra la ancianidad, la enfermedad, el accidente laboral, el desempleo, la indigencia, etc. En conjunción con el sistema incluso más viejo de la educación pública, estas instituciones y prácticas equivalen a un ataque descomunal contra la institución de la familia y la responsabilidad personal.
Al eximir a los individuos de la obligación de ocuparse de su propio ingreso, salud, seguridad, ancianidad, educación de los hijos, se reduce el alcance y horizonte temporal de la provisión privada, y el valor del matrimonio, la familia, el cuidado de los niños y los lazos familiares se disminuyen. La irresponsabilidad, el cortoplacismo, la negligencia, la enfermedad e incluso el destruccionismo (lo malo) se promueven, mientras que la responsabilidad, el largoplacismo, la diligencia, la salud y el conservadurismo (lo bueno) se castiga.
El sistema obligatorio de seguros contra la ancianidad en particular, en función del cual los jubilados (los ancianos) son subsidiados con dinero de los impuestos que se imponen a los que obtienen ingresos en el presente (los jóvenes), ha debilitado sistemáticamente el vínculo natural intergeneracional entre padres, abuelos e hijos. Los mayores ya no tienen que depender de la ayuda de sus hijos en caso de no hayan preparado provisión alguna para su propia vejez; y los jóvenes (típicamente con menos capital acumulado) tienen que mantener a los mayores (típicamente con más capital acumulado) en lugar de ser al revés, como es característico en las familias.
Consecuentemente, la gente no sólo quiere tener menos hijos —y efectivamente, los índices de natalidad han decrecido a la mitad desde el comienzo de las políticas modernas de la seguridad social (Estado de bienestar)— sino que también disminuye el respeto que los jóvenes tradicionalmente tenían por sus mayores, y todos los indicadores de desintegración familiar y mal funcionamiento, como los índices de divorcio, la ilegitimidad, el abuso infantil, el abuso parental, el abuso conyugal, las familias monoparentales, la soltería, los estilos de vida alternativos y el aborto, han aumentado.
Además, con la socialización del sistema de la atención médica a través de instituciones tales como Medicaid y Medicare y la regulación de la industria de seguros (al restringir el derecho de negación del asegurador: a excluir todo riesgo individual como no asegurable, y discriminar libremente, de acuerdo a métodos actuariales, entre varios grupos de riesgo) se pone en marcha una maquinaria monstruosa de redistribución de riqueza e ingresos a expensas de individuos responsables y grupos de bajo riesgo a favor de sujetos irresponsables y grupos de alto riego. Los subsidios para los enfermos, malsanos e incapacitados generan enfermedad, trastorno e incapacidad y debilitan el deseo de trabajar por un sustento y de llevar vidas saludables. Lo mejor que uno puede hacer es citar al “difunto economista austriaco” Ludwig von Mises una vez más:
«estar enfermo no es un fenómeno independiente de la voluntad consciente… La eficiencia de un hombre no es meramente el resultado de su condición física; depende en gran medida de su mente y voluntad… El aspecto destruccionista del seguro de salud y de accidentes se sitúa por encima de todo en el hecho de que tales instituciones promueven el accidente y la enfermedad, dificultan la recuperación, y muy a menudo crean, o a cualquier ritmo intensifican y alargan, los desórdenes funcionales que acompañan la enfermedad o el accidente… Sentirse sano es bastante diferente de estar sano en el sentido médico… Al debilitar o destruir por completo el deseo por estar bien y capacitado para trabajar, el seguro social crea enfermedad e incapacidad laboral; produce el hábito de la queja —que en sí constituye una neurosis— y neurosis de otros tipos… Como institución social, hace que la gente enferme de cuerpo y mente o por menos contribuye a multiplicar, alargar e intensificar la patología… El seguro social ha hecho de esta manera de la neurosis del asegurado una peligrosa patología pública. Si la institución ha de ser extendida y desarrollada, la patología se esparcirá. Ninguna reforma puede ayudar. No podemos debilitar o destruir el deseo estar sano sin producir enfermedad».4
No deseo explicar aquí el sinsentido económico de la idea de aún mayor alcance de las políticas proteccionistas de Buchanan y sus teóricos (de proteger el salario de los estadounidenses). Si estos tuvieran razón, sus argumentos a favor de la protección económica equivaldrían a una acusación para todo comercio y una defensa de la tesis de que cada familia estaría en mejor situación si nunca hubiera comerciado con nadie. Ciertamente, en este caso nadie podría perder jamás su trabajo, y el desempleo debido a la competencia “desleal” se reduciría a cero.
Sin embargo, tal sociedad de pleno empleo no sería fuerte y próspera; estaría compuestas de gente (familias) que, a pesar de trabajar de sol a sol, estaría condenada a la pobreza y el hambre. El proteccionismo internacional de Buchanan, si bien menos destructivo que una política de proteccionismo interpersonal o interregional, generaría precisamente el mismo efecto. Esto no es conservadurismo (los conservadores quieren que las familias sean fuertes y prósperas). Esto es destruccionismo económico.
En cualquier caso, lo que ya debería quedar claro es que la mayor parte si no todo de la degeneración y el declive cultural —los signos de descivilización— que nos rodea son los resultados inevitables e ineludibles del Estado de bienestar y sus principales instituciones. Los conservadores clásicos de viejo estilo sabían esto, y se opusieron vigorosamente a la educación pública y la seguridad social. Sabían que los Estados en todos lados tenían la intención de descomponer y en última instancia destruir las familias y las instituciones, capas y jerarquías de autoridad, que son el resultado natural de comunidades de base familiar, con el fin de incrementar y fortalecer su propio poder. Sabían que para poder lograrlo, los Estados tendrían que aprovecharse de la rebeldía natural de los adolescentes (jóvenes) contra la autoridad parental. Y sabían que la educación socializada y la socialización de la responsabilidad eran los medios para lograr este objetivo.
La educación y seguridad social proveen al joven rebelde una salida para escapar de la autoridad parental (para eludir las consecuencias del mal comportamiento). Los viejos conservadores sabían que estas políticas emanciparían al individuo de la disciplina impuesta por la familia y la vida comunitaria solamente para someterlo en su lugar al control directo e inmediato del Estado.
Además, sabían, o por lo menos intuían, que esto llevaría a una infantilización sistemática de la sociedad: una regresión, emocional y mental, desde la adultez a la adolescencia o la niñez.
En contraste, el conservadurismo proletario y populista de Buchanan —el nacionalismo social— muestra una completa ignorancia por todo esto. Combinar el conservadurismo cultural y el estatismo del Estado de bienestar es imposible, y por ello, un sinsentido económico. El estatismo del Estado de bienestar —la seguridad social de cualquier forma, clase o tipo— genera declive y degeneración moral y cultural. De esta manera, si uno está en verdad preocupado por la decadencia moral de Estados Unidos y quiere restaurar la normalidad en la sociedad y la cultura, uno debe oponerse a todos los aspectos del moderno Estado de bienestar social. Una regreso a la normalidad requiere no menos que la completa eliminación del actual sistema de seguridad social: del seguro de desempleo, la seguridad social, Medicare, Medicaid, la educación pública, etc.; y así la casi completa disolución y deconstrucción del aparato estatal actual y el poder del gobierno. Si uno ha de restaurar la normalidad algún día, el poder y los fondos del gobierno deben reducirse a o incluso caer por debajo de los niveles del siglo XIX. Por lo tanto, los verdaderos conservadores deben ser firmes libertarios (antiestatistas). El conservadurismo de Buchanan es falso: este quiere retornar a la moralidad tradicional pero al mismo tiempo aboga por mantener en su lugar a las mismas instituciones responsables de la destrucción de la moral tradicional.
La mayoría de los conservadores contemporáneos, entonces, especialmente entre los queridos de los medios de comunicación, no son conservadores, sino socialistas; ya sea del tipo internacionalista (los nuevos estatistas neoconservadores del Estado de bienestar y de la guerra y los socialdemócratas globales) o de la variedad nacionalista (los buchanistas populistas). Los conservadores genuinos deben oponerse a ambos. Para poder restaurar las normas sociales y culturales, los verdaderos conservadores solamente pueden ser libertarios radicales, y deben exigir la demolición —como una distorsión moral y económica— de toda la estructura del Estado intervencionista.
Traducción original de Jorge A. Soler Sanz revisada y corregida por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.
Notas
1 Sobre el conservadurismo estadounidense en particular véase en especial de Paul Gottfried, The Conservative Movement, rev. ed. (New York: Twayne Publishers, 1993); de George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America (New York: Basic Books, 1976), de Justin Raimondo, Reclaiming the American Right: The Lost Legacy of the Conservative Movement (Burlingame, Calif.: Center for Libertarian Studies, 1993); véase más también el capítulo 11.
2 Samuel T. Francis, “From Household to Nation: The Middle American populism of Pat Buchanan” Chronicles (March 1996): 12-16; véase también ídem, Beautiful Losers: Essays on the Failure of American Conservatism (Columbia: University of Missouri Press, 1993); ídem, Revolution from the Middle (Raleigh, N.C.: Middle American Press, 1997).
3 Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, Scholar’s Edition (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1998), p. 67. “Los príncipes y las mayorías democráticas”, escribe Mises, “están borrachos de poder. Deben admitir a regañadientes que son susceptibles a las leyes de la naturaleza. Pero rechazan la noción misma de ley económica. ¿No son ellos los supremos legisladores? ¿No tienen ellos el poder para aplastar a cualquier oponente? Ningún señor de la guerra es propenso a reconocer algún límite que no sean aquellos impuestos a él por una fuerza armada superior. Escritorzuelos serviles están siempre listos para difundir tal complacencia mediante la exposición de las doctrinas apropiadas. Llaman a sus presunciones distorsionadas «economía histórica»”.
4 Ludwig von Mises, Socialism: An Economic and Sociological Analysis (Indianapolis, md.: Liberty Fund, 1981), pp. 43 1-32.