Por qué el verdadero conservadurismo significa anarquía

0

En aras de preservar la libertad y la tradición, los conservadores deberían rechazar la legitimidad del Estado.

“Yo tengo una sola lámpara con la cual mis pasos son guiados; y esa es la lámpara de la experiencia. No conozco otra forma de juzgar el futuro sino por el pasado”. Estas son palabras de Patrick Henry, pronunciadas durante su famoso discurso conocido por sus poderosas palabras de cierre “dame libertad o dame muerte”. Aunque probablemente Henry no las haya pronunciado con la intención de un axioma sociopolítico, la tradición conservadora angloamericana las ha adoptado como tal. Los conservadores miran apropiadamente al pasado para influenciar sus visiones del futuro. El cambio en la estructura básica de las instituciones de la sociedad es inherentemente arriesgado y debe ser guiado por la “lámpara de la experiencia” por temor de que la reforma pierda su rumbo.

Pero la experiencia se acumula a través del paso del tiempo. Cambios propuestos a la vida pública que parecen radicales y peligrosos en una época pueden envolver sabiduría y conducción en otra. El conservadurismo aplicado no es nada más que la continua artesanía constitucional. Y en ese contexto, “constitución” refiere no a cualquier cosa que esté escrito formalmente en un documento, sino a los procesos y prácticas en sí mismos que componen una esfera pública de la sociedad.

En este espíritu, yo propongo una posición que parece extraordinaria, pero de la que estoy convencido que está justificada por la experiencia histórica: el Estado es fundamentalmente una fuerza anticonservadora, y para preservar las cosas buenas, verdaderas y hermosas en la sociedad, el mismo se tiene ir. En resumen, sostengo que los conservadores deberían considerar seriamente el anarquismo.

Yo entiendo que semejante posición parezca absurda, por lo menos a primera vista. El conservadurismo ha considerado por mucho tiempo que el orden político existente merece ser respetado precisamente porque es el resultado de las costumbres, el hábito y la experiencia. Los profundos cambios en las instituciones sociales básicas casi siempre crean caos ¿Cómo entonces puede uno esperar ser ambas cosas, conservador y anarquista?

Primero, reflexionemos sobre la naturaleza del conservadurismo. Su teórico maestro sigue siendo Russell Kirk, el fundador del conservadurismo estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial. Yo soy admirador de la siguiente frase de Kirk: “La actitud que llamamos conservadurismo está sustentada por un cuerpo de sentimientos, antes que por un sistema de dogmas ideológicos. Es casi cierto que un conservador pueda ser definido como una persona que piensa de sí misma tal cosa. El movimiento conservador o cuerpo de opinión puede acomodar a una considerable diversidad de perspectivas sobre un buen número de temas, no hay un Test Act o los Treinta y nueve artículos del credo conservador”.

En consecuencia, el conservadurismo es realmente un hábito de la mente o de la orientación del espíritu. Es una forma de pensar sobre el ser humano, la sociedad y la relación entre los dos. Tiene mucho más que ver con cómo tratamos estos asuntos que con qué decimos sobre ellos. Estaría mal concluir que cualquier posición puede ser conservadora siempre y cuando es teorizada de la manera “correcta”. Pero sin embargo sigue siendo cierto que conservador es principalmente un modificador, un adjetivo. Esta es la razón por la que la frase “liberal conservador” no necesita ser una contradicción en los términos. De hecho, muchos de los más grandes pensadores en la tradición conservadora —Acton, Tocqueville, incluso el mismo Burke— son mejor clasificados bajo esta etiqueta.

Ahora consideremos la anarquía. Kirk dijo lo siguiente sobre esa particular forma de organización social: “Cuando cada persona clama ser un poder por sí misma, entonces la sociedad cae en la anarquía. La anarquía nunca dura mucho, es intolerable para todos, y contrario al ineludible hecho de que algunas personas son más fuertes e inteligentes que sus vecinos. Para la anarquía allí tiene éxito la tiranía o la oligarquía, en cuales el poder es monopolizado por unos pocos”. De esta manera la anarquía es equiparada con la impunidad. Es obvio, luego, que los conservadores no puedan abrazar una organización social que repudia todas las instituciones de gobierno. Tales instituciones son necesarias y adecuadas para restringir los impulsos más básicos del hombre y canalizar sus potenciales pasiones destructivas hacia el bien común.

¿Pero cuáles instituciones? Existe una variedad de maneras en que las sociedades humanas pueden ser gobernadas. De hecho, durante la mayor parte de la historia humana, las sociedades no fueron gobernadas por Estados como los que actualmente conocemos. La palabra “Estado”, significando un actor unitario que personifica el aparato formal de gobierno, se originó probablemente con Maquiavelo. Anterior al surgimiento del Estado, que empezó durante el Renacimiento pero alcanzó su culminación con el fin de la Guerra de los Treinta Años en la mitad del siglo XVII, Europa era gobernada por varias autoridades cuyas jurisdicciones estaban fracturadas, solapadas y en concurrencia. El sistema polilegal de la Alta Edad Media, en que la autoridad de los reyes, la nobleza local, los gremios comerciales, las ciudades libres y la Iglesia Católica Romana competían y frecuentemente contrarrestaban los abusos de cada uno, es un importante ejemplo y uno que debería ser de lógico interés para los conservadores.

Por lo tanto, un anarquista no es alguien que se opone a la ley y el orden. Tampoco es un anarquista un revolucionario violento. Un anarquista se opone a la institución específica que demanda el derecho para proveer estos importantes bienes sociales: el Estado. Y un anarquista conservador se opone al Estado en los términos en que, por su naturaleza, es hostil a los bienes y prácticas necesarios no solamente para la ley y el orden, sino también para una floreciente vida asociativa por parte de su ciudadanía. El anarquismo conservador no es una contradicción en los términos, sino un reconocimiento de que los objetivos conservadores son sistemáticamente desfavorecidos por las instituciones modernas de gobierno formal.

Establecer este reclamo requiere ir profundo sobre lo que hace a un Estado un Estado. Muchos han empleado subterfugios con la famosa definición de Max Weber; ninguno ha propuesto una mejor. El Estado es la entidad que reclama el monopolio sobre el legítimo uso de la coerción dentro de un territorio geográfico específico. El aspecto del monopolio es crucial. Precisamente porque el Estado es soberano, tanto de facto y de jure, cualquiera que tome el Estado está en posición para afectar todas las diferentes prácticas e instituciones sociales. Esto no significa aseverar que el consentimiento político puede instantáneamente reordenar la sociedad civil. Es en cambio el reconocimiento de que el Estado, mediante el favorecimiento de ciertos intereses dentro de su jurisdicción desfavorece otros a la vez, inclina el campo de juego de tal forma que, con el tiempo, los intereses favorecidos obtienen riqueza, poder y prestigio, mientras los desfavorecidos pierden estas cosas.

¿Qué intereses tendrá una ventaja comparativa tomando el Estado? Especialmente en sociedades democráticas, las coaliciones políticas, cuyo objetivo es liquidar los órdenes existentes e instalar otros nuevos a cambio, serán más expertas en conseguir y mantener el poder. Primeramente, liquidar los órdenes existentes provee el acceso a la riqueza material que puede ser redistribuida a los partidarios de la coalición política. Pero las fuentes de riqueza no tienen que ser materiales, tales como esas de las religiones tradicionales, también proveen beneficios a aquellos seguidores del movimiento. El estatus es un juego de suma cero, si las costumbres culturales cambian de tal manera en que los tradicionalistas sean vistos como apoyando una anticuada forma de vida, mientras los innovadores radicales como los campeones de la justicia y el progreso, entonces los últimos habrán adquirido un beneficio de organización política, uno que en muchos contextos es considerado más valioso que la mera riqueza.

Esto explica por qué el Estado está casi siempre en la vanguardia de la innovación social. Precisamente debido a su monopolio de la fuerza, es la herramienta perfecta para que los reformistas radicales la empleen como medio para avanzar sus proyectos de ingeniería social. Tal y como he argumentado en otra parte:

Históricamente, no ha existido un innovador y destructor más radical de las instituciones intermediarias que el Estado. Desde los proyectos de construcción del Estado de la temprana modernidad, a los periodos absolutistas en Inglaterra y en el continente europeo, hasta las aspiraciones nacionalistas a finales del siglo XIX y los regímenes totalitarios de comienzos del siglo XX, el Estado ha sido singularmente hostil a las instituciones y costumbres primarias que constituyen una nación y son los objetos reales de su lealtad principal. (…) Fue el Estado y la fuerza inmensa a su disposición, que en última instancia fue responsable de la terrible nivelación social que ha ocurrido de alguna forma desde la Revolución Francesa. Fue el Estado quien intentaba, y muchas veces con éxito, borrar cualquier otra fuente de lealtad del hombre, volviéndolo un mero engranaje en la máquina social, sin valor ni dignidad excepto de las derivadas de la utilidad para el Estado. Quien tomó “la libertad de los antiguos” de Constant y la despojó de sus pocas gracias redentoras, creando una maquinaria de muerte y destrucción de las que el mundo nunca había visto”.

Los conservadores gradualmente han llegado a alrededor de dos conclusiones problemáticas. La primera es que, a través del paso del tiempo, ellos pierden y los progresistas ganan. En el mejor de los casos, los conservadores dificultan temporalmente a los progresistas en sus proyectos de desmantelamiento, pero incluso cuando los progresistas ganan lentamente, todavía están ganando. La segunda conclusión es que la Ventana de Overton se inclina a la izquierda con cada generación que pasa, significando que los conservadores son dejados esforzándose para volver a empaquetar sus argumentos en una forma que sea públicamente aceptable, mientras los progresistas disfrutan la continuidad cultural y normativa. Dada esta realidad, no es extraño que los conservadores queden preguntándose por qué no pueden mantenerse firme, mucho menos avanzar.

Si bien no suficiente, una parte necesaria de la explicación es que el Estado es constitucionalmente hostil al conservadurismo. Esto no habrá sido evidente en 1648 o 1783. Pero lo es ahora. En aras de preservar la libertad ordenada y proteger la confianza y las tradiciones heredadas, los conservadores deberían rechazar la legitimidad del Estado. No hacerlo significa luchar una guerra en los términos del enemigo.


Traducido del inglés por Oscar Eduardo Grau Rotela. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email