La guerra lo tiene todo: propaganda, censura, espionaje, contratos para compinches, impresión de dinero, gasto disparado, creación de deuda, planificación centralizada, arrogancia… todo lo que asociamos con las peores intervenciones en la economía.[1]
—Llewellyn Rockwell.
¿Por qué los gobiernos, y en particular, sus divisiones militares, fabrican o demandan la fabricación armas de gran alcance destructor? ¿Por qué existen armas de destrucción masiva capaces de matar casi simultáneamente a miles o millones de personas? La respuesta sencilla es por culpa del estatismo, la respuesta compleja es por culpa del estatismo.
Cabría decir que no existe, ideológicamente, mayor enemigo de la humanidad que la aún extendida creencia de la necesidad del Estado para la seguridad colectiva, porque es esta creencia en última instancia la que ha permitido la destrucción que el siglo XX ha ejemplificado con las guerras entre Estados y que en el siglo actual aún perdura, pese a que el actual esté todavía muy lejos del número de víctimas de las guerras estatales del siglo pasado.
Esta creencia de la necesidad del Estado para la seguridad colectiva puede denominarse el mito hobbesiano, en alusión al filósofo político inglés y teórico del Estado, Thomas Hobbes, nacido en el siglo XVI. Este mito es la idea de que en un estado de naturaleza, y en ausencia de un poder amenazante sobre las personas, estas se encontrarían en constante conflicto entre ellas,[2] por lo que prevalecería una infraproducción de seguridad, es decir, no contarían con suficiente protección o garantías de seguridad para el logro de una vida más armónica. Como solución, Hobbes y sus seguidores, proponen o aseguran la necesidad de un Estado; un tercero independiente, un soberano que insiste en que sus súbditos deben a acudir a él e introducir una restricción sobre sí mismos para someterse (por sumisión o acuerdo voluntario) al soberano, en la confianza de ser protegidos por él contra todos los demás. Y como hay diferentes sociedades separadas alrededor del mundo, también habría diferentes Estados.
La tesis de Hobbes de la guerra de todos contra todos equivaldría a que el hombre, impulsado naturalmente al conflicto y en ausencia del Estado, desaparecería eventualmente de la faz de la tierra; o, lo que es peor o más absurdo, que nunca se hubieran formado sociedades que se hayan desarrollado y engrandecido más allá de la existencia de conflictos en todas ellas, pues se puede asumir de manera realista que incluso el Estado que conocía o explicaba Hobbes debía haber tenido un origen o una instancia de formación particular en una sociedad ya existente, ya que no se puede imponer ni acordar un sistema social legal en la nada, sino solo en una sociedad. Evidentemente, Hobbes estaba equivocado sobre la guerra de todos contra todos. Basta con mirar alrededor y darse cuenta de que las relaciones entre las personas suceden normalmente, y la mayor parte del tiempo, con coordinación y paz sin la necesidad de una tercera autoridad vigilante. ¿Quién se animaría a afirmar que toda vez que hace un trato o se relaciona con alguien está con el Estado en mente y que solo cumple con la paz o con el trato por miedo al Estado y no porque le resulta simplemente beneficioso para sí mismo?
Sin importar qué tan malo o bueno pueda llegar a ser el hombre, su naturaleza no cambia por volverse soberano. Y siendo el Estado el juez de hasta sus propias causas, ¿qué tan independiente puede ser cuando los súbditos no cumplen cualquier requisito arbitrario que al mismo Estado se le ocurra como legislador supremo? Y siendo el Estado el que conocemos que se financia con impuestos, ¿no hay acaso una flagrante contradicción de un protector expropiador de la propiedad que se financia precisamente con lo que prohíbe al resto de ciudadanos? La necesidad del Estado es sin duda uno de los peores mitos que perduran.
Pero los Estados no se quedan allí, no se ‘preocupan’ solamente por el bienestar y la armonía de sus súbditos, sino que algunos (más que otros), buscan ir más allá de sus primeros pueblos constituyentes e imponer su ley sobre otros pueblos, es decir, expandir su monopolio territorial. Por ello, algunos Estados hacen la guerra más que otros. No les basta con asesinar a sus súbditos de tanto en tanto (como lo hacen todos los Estados), sino que también encuentran necesario para sus propias pretensiones expansionistas asesinar a soberanos y, especialmente, a súbditos de otros Estados.
Las fuerzas militares de los Estados son las mayores máquinas asesinas que hayan existido jamás. Las guerras del siglo XX son el mayor ejemplo que podamos imaginar. ¿Acaso los ciudadanos comunes compran o pueden comprar normalmente bombas y mísiles tan costosos y devastadores? ¿Acaso los ciudadanos comunes contratan, obligan o convencen o pueden hacer estas cosas con centenares de miles de personas para formar ejércitos? ¿Acaso los ciudadanos comunes construyen bases militares alrededor del mundo? Por supuesto que no, ya que son los Estados los que causan una situación completamente imposible en ausencia de los mismos. Además, la defensa privada es una vinculada a la comprensión de la justicia como algo individual, esto aleja la necesidad o el incentivo de armamento de tamaño militar que apunta más a la destrucción total que al ajusticiamiento individual. Solo los Estados acumulan las mayores armas de destrucción que conocemos hoy en día mediante la financiación que proporcionan los impuestos y el sistema monetario estatista. Solo a causa de los Estados se establecen y prosperan grandes industrias que se especializan tanto en tecnología y armamento para la destrucción masiva, porque los mismos Estados son sus clientes. Empresarios alrededor del mundo se han aprovechado de todo esto hace mucho tiempo, el complejo militar industrial alrededor del mundo es el resultado de ello. Además, con la ayuda de los bancos centrales, del sistema financiero imperante y de la ideología estatista extendida, los gobiernos pueden esconder aún mejor lo que hacen, proporcionándose de más incentivos, aceptación y financiación para el gasto bélico adicional.
Pero como la guerra es enormemente cara y debido a que los sacrificios que la acompañan ponen tanta tensión en la gente, es para los gastos de tiempo de guerra para los que la ayuda del banco central es especialmente bienvenida por cualquier gobierno.[3]
La carrera armamentista (o armamentística) es básicamente el proceso continuo por el que varios países rivalizan o compiten, aunque no sea explícitamente, en el desarrollo y crecimiento de sus fuerzas militares, haciéndolas cada vez más poderosas, eficaces y grandes. Esta carrera no tiene otra meta para los respectivos Estados que ir superando a otros o no quedarse atrás o muy detrás del resto en los avances militares. En el centro de la carrera armamentista global, los principales gobiernos toman sucesivamente medidas respondiéndose uno a otro. Si bien no todos los gobiernos están igualmente preocupados por esta carrera, tanto por extensión como por la definición de la institución estatal en sí misma, la carrera involucra a todos los Estados en el abastecimiento y la preparación militar general, y todos deben hacerse con los recursos militares adquiriendo bienes y servicios del mercado militar mundial.
Por supuesto, en un entorno libre de Estados, también existiría un mercado de armas, la defensa y la justicia no son necesidades humanas que aparezcan con los Estados, sino que han existido siempre y seguirán existiendo con independencia de los Estados. De hecho, de ninguna de las dos necesidades se sigue la necesidad de los Estados. Sin embargo, a diferencia del entorno estatista en que los administradores del dinero público no tienen que vender sus servicios a una clientela voluntaria ni pagar normal o directamente las consecuencias de los actos agresivos que realizan ni de los costos de sus actividades de militares armamentistas, los servicios privados de seguridad y justicia sí tienen los incentivos para administrar sus costos y actividades empresariales de una manera no solo económicamente rentable, sino pacífica, pues no pueden externalizar los costos de su agresividad ni tienen el modo ni la misma posibilidad de salirse con la suya mientras realizan sistemáticamente actos injustos como lo hacen los agentes estatales. La misma dinámica de los servicios privados de seguridad y justicia en un entorno libertario llevaría a que todos los oferentes estén preocupados por la paz, la correcta restitución de la justicia como un asunto personal y la evasión de daños colaterales y ulteriores conflictos no deseados de una forma que el entorno estatista de seguridad y justicia no tiene modo de emular, ya que los contrapesos legales y económicos no funcionan de igual manera para los monopolios forzosos de servicios que no necesitan competir contra otros oferentes en el mismo territorio ni preocuparse por el castigo de sus actos ilegítimos o la pérdida de clientes como los oferentes privados deben hacerlo. Entonces, la necesidad de evitar daños colaterales, la preocupación por la justicia personal, la búsqueda de rentabilidad de las empresas y la financiación privada y voluntaria de clientes con ganas de vivir en paz y sin amenazas latente de destrucción total, desincentivaría notable, sistemática y necesariamente toda fabricación de armas de destrucción masiva.
Con todos los parámetros básicos y característicos de los Estados así conocidos, la carrera armamentista se apoya principalmente en el hecho de que los Estados tienen la capacidad única y exclusiva de externalizar los costos de su agresividad o capacidad de agredir, de hecho, este carácter agresor es inherente a la estructura institucional de todo Estado. Y mientras existan Estados cada vez más grandes y multimillonarios financiados por impuestos y el dinero y crédito fáciles, es decir, financiados por la maquinaria financiera pública-‘privada’ de la explotación económica a gran escala, más latente estará la posibilidad de un cataclismo nuclear.
Todas las consideraciones ya mencionadas supondrían que toda persona verdaderamente preocupada por la paz debería ser antiestatista y estar, por tanto, en contra de esta capacidad única que tienen los Estados para financiarse y hacer la guerra.
Por estas razones, se ve cada día más necesaria la promoción y el apoyo general a los movimientos secesionistas, es decir, a la separación intraestatal en unidades políticas cada vez más pequeñas en todo el mundo, que disminuirá inexorablemente la posibilidad de las armas de destrucción masiva y de los grandes ejércitos nacionales, y con ello también la posibilidad de que cualquier escalada bélica tenga peores consecuencias que las que tendría del modo contrario. ¿Pues qué hubiera hecho Hitler con un Estado pequeñito sin gran financiación ni toda la economía alemana a su merced, como la que sí tuvo para sus pretensiones bélicas? Sin lugar a dudas nada comparado a los eventos de la Segunda Guerra Mundial.
Entonces, si hemos de desear un futuro más pacífico, de las mejores cosas que le puede pasar al mundo es que todos los países grandes y/o poderosos como, por ejemplo, China, Estados Unidos o Alemania, se vayan dividiendo en muchos países más pequeños y que, por tanto, los altos montos que se necesitan para tanto armamento destructivo y mantenimiento militar sean cada vez más inalcanzables y cuestionados por poblaciones cada vez más pequeñas y más próximas a influir en las decisiones políticas y económicas que tanto les afectan a causa de sus gobiernos.
Y dirán algunos estatistas que es el efecto disuasorio lo que se busca con este crecimiento armamentístico de fuerza y tamaño. Pero si de disuasión se tratara para la promoción de la paz mundial, ¿por qué no apuntar a la instauración de un gobierno mundial? Si hay un único país en el mundo, ¿con qué otro país combatirá este? El gobierno mundial sería una pesadilla porque no habría a dónde escapar de la opresión estatista. La disuasión es el cuento de hadas que venden los defensores del Estado y la guerra para el objetivo de la paz, así sean conscientes o inconscientes, bienintencionados o no. Políticos, empresarios del complejo militar industrial, intelectuales y toda clase de personajes, incluidos ciudadanos comunes, abrazan esta teoría de la disuasión. Sin embargo, ni las guerras ni las muertes han disminuido relativa ni significativamente en los últimos dos siglos con el avance esta tendencia disuasiva de carrera armamentista en el mundo. Tampoco todo el proceso de centralización política que empeora el tema bélico se ha detenido con tal tendencia. Al final del día, lo único que sirve materialmente a la causa de la paz mundial —al menos en referencia a las guerras entre grandes grupos de personas y equipamientos como las guerras estatales— es la disminución del poder bélico y de destrucción masiva de los Estados en general, no lo contrario, que significaría que todos avancen constantemente en la carrera armamentista, disuadiéndose unos a otros mientras las guerras aún se siguen librando, ya sea con armamento de gran tamaño y fuerza destructora o con ejércitos de gran número. Definitivamente, los conflictos bélicos no terminan ni cesan por demasiado tiempo al seguir esta estrategia, tampoco cesan todos los efectos económicos negativos ni los atropellos a los derechos de las personas; y, por sobre todo, no cesan ni cesarán los beneficios estratosféricos de origen espurio para ciertos grupos políticos y económicos debido a la carrera armamentista. Menudo mundo a punto de una gran destrucción nos seguirá esperando viendo el avance armamentístico de los países con el paso de los años.
Por supuesto, nunca dejará de haber por completo guerras o conflictos en un orden mundial estatista, ni tampoco dejaría de haber conflictos en su ausencia, nadie pretende tales imposibilidades absolutas, pero la dirección correcta hacia un mundo más pacífico no es la disuasión de la carrera armamentista entre Estados, sino el abandono de esta carrera y de unidades políticas más grandes por parte de unidades políticas constituyentes. Y más allá de toda teoría o estrategia militar que se considere hasta coherente en el juego bélico, y sin obviar la naturaleza y la historia humanas, existe claramente una receta para un mundo más justo y pacífico, y esta implica la ineludible lucha contra el estatismo y la centralización política. La historia ilustra lo que la teoría claramente nos advierte, y esta última nos dice a qué debemos aspirar para promover mayor paz mundial a un costo de vidas y prosperidad más bajo que el que nos ofrece la destructiva ideología estatista.
Notas
[1] Véase Llewellyn H. Rockwell Jr., Fascism versus Capitalism, Mises Institute, 2013, p. 156. Traducción del Instituto Mises.
[2] Hobbes escribió:
Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia: primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda para lograr seguridad; la tercera para ganar reputación. (…) Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos.
Véase Thomas Hobbes, Antología: Del ciudadano. Leviatán. Tecnos, 1965, p. 136-9.
[3] Véase la nota 1, p. 150.