La adopción del estado por De Soto

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“Por qué el capitalismo triunfa en Occidente y fracasa en todos los demás lugares” es la pregunta que Hernando de Soto, el aclamado autor de El otro sendero, trata de responder en El misterio del capital. Es verdad que la pregunta no es nueva: las bibliotecas del mundo están llenas de libros que afirman responderla. De hecho hay un empacho de libros afirmando que la continua existencia de la pobreza (“subdesarrollo” es la palabra técnica de moda en la jerga económica) es el resultado de factores como la cultura, la religión, la geografía, la meteorología, la avaricia humana y la falta de emprendimiento.

Los libros que identifican el problema como una falta de respeto a los derechos de propiedad privada son escasos, lo que es la razón por la que el libro de De Soto atrae la atención de los libertarios. Sin embargo, De Soto no nos proporciona una respuesta completa e introduce muchos errores, la mayoría de los cuales tienen que ver con su desafortunado fracaso en proporcionar una base teórica de la propiedad privada y su adopción del estatismo.

El autor apunta que el capitalismo ha fracasado en el tercer mundo y los antiguos países comunistas debido a la falta de un acceso sencillo a la propiedad formal. De hecho, una enorme parte de sus poblaciones tiene tantas barreras legales para el reconocimiento formal de su propiedad (los recursos escasos sobre los que tienen control) que sus alternativas son o bien la resignación o la entrada en el sector informal extralegal (el mercado negro).

Dadas estas barreras a la propiedad formal, la creación e capital en estos países es casi imposible. Y la solución no es “que los líderes del Tercer Mundo y antiguas naciones comunistas vaguen por los ministerios de exteriores y las instituciones financieras internacionales en busca de fortuna” (p. 37), sino hacer universalmente accesible la propiedad formal (p. 218).

Esto es así, afirma De Soto, porque los pobres en estos países ya poseen una increíble cantidad de terreno, casas y negocios. Poseen capital, pero de un tipo especial: “capital muerto”, capital que no se reconoce oficialmente.

Por los cálculos del equipo del autor, “el valor total de los inmuebles en posesión pero no legalmente en propiedad de los pobres del tercer mundo y antiguas naciones comunistas es de al menos 9,3 billones de dólares” (p. 35). En comparación, la ayuda exterior de los gobiernos de los estados desarrollados a sus colegas del Tercer Mundo es relativamente insignificante. Igualmente, el valor de estos inmuebles es de más de veinte veces la inversión extranjera directa total realizada durante la década de 1990 en todo el Tercer Mundo y antiguos países comunistas.

¿Pero cómo podía el simple reconocimiento formal de la propiedad ser la solución para el desarrollo del Tercer Mundo y los antiguos países comunistas? Siguiendo en la misma línea, De Soto argumenta que un acceso sencillo y universal a la propiedad formal permitiría a la gente generar capital productivo. La propiedad formal permite a la gente pensar en los activos no solo como materiales físicos, sino también como “la descripción de sus cualidades económicas y sociales latentes” (p. 51). Integra la información dispersa en un sistema representativo legal normalizado e integrado, haciendo así a la gente responsable, ya que traslada “la legitimidad de los derechos de los dueños del contexto politizado de las comunidades locales al contexto impersonal del derecho” (p. 54).

La normalización que produce la propiedad formal también sirve para hacer fungibles los activos, reduciendo así los costes de transacción implicados en la movilización y utilización de los activos. Además, estos efectos convierten a la gente en “una red de agentes de negocios individualmente identificables y responsables” mediante la cual pueden reunir sus activos en combinaciones más valiosas (p. 61). Finalmente, esta red creada por un sistema formal de propiedad constituye una protección de los derechos de propiedad (títulos y contratos) cada vez que se realizan transacciones en el tiempo y el espacio.

Reducido a lo esencial, el argumento de De Soto es que un sistema sencillo, universal e integrado de propiedad formal permite a la gente utilizar sus activos para producir y acumular capital. Por tanto, según el argumento, la propiedad formal es la clave para la división del trabajo y el aumento de la productividad; así que es la clave para el éxito del capitalismo en el Tercer Mundo y las antiguas naciones comunistas. Igualmente, en la arena internacional, es la herramienta con la que aprovechar el proceso de globalización.

Para ilustrar su argumento, De Soto recurre a la experiencia estadounidense. Muestra que los problemas que afrontan ahora el Tercer Mundo y las antiguas naciones comunistas no son nuevos. No hace mucho, los ciudadanos de Estados Unidos tuvieron que luchar contras sus gobiernos y sus élites privilegiadas para recibir el reconocimiento de su propiedad sobre los recursos que ya controlaban. Solo entonces, EEUU empezó el proceso de capitalización que hizo de este país lo que es hoy: un país rico y capitalizado.

Puede que no haya hasta aquí nada lógicamente erróneo en esta cadena explicativa. Por desgracia, tan pronto como vas más allá de sus argumentos, la estructura de su hipótesis se desequilibra y toda la construcción pierde su valor como una defensa coherente de los derechos de propiedad y el capitalismo como la salvación de los países en desarrollo.

Aunque El misterio del capital está lleno de declaraciones respecto de la necesidad de formalización de la propiedad privada, en ninguna parte ofrece una definición clara de “propiedad privada”. Igualmente, el libro no hace ningún esfuerzo por definir qué tipo de bienes pueden ser objeto de una apropiación justa, ni mucho menos de cuándo puede producirse dicha apropiación justa.

¿Cómo articula entonces el autor los derechos de propiedad? ¿Y por qué deberían defenderse? La defensa de los derechos de propiedad de De Soto no se basa en la justicia ni es una defensa pura y lógica. En su lugar, De Soto adopta una aproximación utilitaria extremadamente estrecha basada en la eficiencia y en el contrato social. Argumenta que la propiedad deriva su legitimidad de “contratos sociales que determinan los derechos de propiedad existentes” (p. 172).

De Soto incluso apela a Kant frente a Locke cuando escribe que “todos los derechos de propiedad derivan del reconocimiento social de la legitimidad de un derecho” (p. 171). Pero si un “contrato social tiene que preceder a la propiedad real” (p. 171) ¿cómo es posible tener un contrato social válido en el que las partes contratantes no se posean a sí mismas? Es verdad que si los individuos pueden realizar un contrato es porque se poseen a sí mismos y si tienen que poseerse a sí mismos para realizar un contrato, de esto se deduce que la propiedad tiene que preceder a los contratos. Si no es así, solo es posible la violencia y no la contratación pacífica.

En este contexto, ¿por qué cree De Soto que la propiedad formal debe ser accesible universalmente? Para esta pregunta tiene una respuesta clara: “para llevar a todos a un contrato social donde puedan cooperar para aumentar la productividad de la sociedad” (p. 218).

Sin embargo esta utilitarismo de la respuesta no le permite escapar de la trampa del razonamiento circular. Hasta donde puedo entender este argumento, la propiedad, y por tanto la propiedad formal, requiere un contrato social previo y, una vez es legítima, el acceso universal a ella debe defenderse porque reúne a todos en un contrato social. Puede ser que estos dos contratos sociales sean totalmente diferentes, pero, si es así, debería empezar la explicación por el principio.

Una vez se ha visto claramente este problema, al lector no le asombra que De Soto acabe el libro diciendo: “No soy un capitalista radical. No veo al capitalismo como una religión. Para mí son mucho más importantes la libertad, la compasión por los pobres, el respecto por el contrato social y la igualdad de oportunidades. Pero por el momento, para alcanzar estos objetivos, el capitalismo es la única alternativa. Es el único sistema que conocemos que nos proporciona las herramientas necesarias para crear un valor extraordinario masivo” (p. 228).

Otra cuestión interesante es quién debería estar al cargo de reconocer la propiedad, ya que esta es la forma en que De Soto planea resolver todo el problema. Para el autor, la respuesta está clara: el Estado, mediante su grupo de gestores (el gobierno) es el agente ideal para remediar el caos creado mediante sus políticas previas. De hecho, la visión del gobierno de De Soto no es una que permita pasivamente al pueblo disponer de sus propias vidas, sino que desea un gobierno que dirija activamente al pueblo en la dirección correcta (posiblemente mediante los contratos del gobierno con una empresa privada que busque la información necesaria).

Así, De Soto razona que: “Los ciudadanos dentro y fuera de la campana necesitan gobierno para hacer una defensa fuerte de que un sistema de propiedad rediseñado e integrado es menos caro, más eficiente y mejor para la nación que las disposiciones anárquicas existentes” (p. 159).

En la misma línea, De Soto recuerda a los gobiernos que “sin las herramientas de la propiedad formal, es difícil ver cómo [podría] funcionar la recaudación de impuestos” (p. 60). “La formalización proporcionaría al gobierno (…) impuestos. (…) Adicionalmente, un sistema de propiedad formal proporciona una base de datos para decisiones de inversión en sanidad, educación, cálculo de impuestos y planificación medioambiental” (p. 195).

A la vista de esto, no debería asombrar a nadie que el autor dedique seis páginas a la cara amable de Marx (pp. 212-218). Aunque está claro que De Soto no es un marxista, su “plantar cara al fantasma de Marx” resulta ser una lectura alegre de varios conceptos marxistas, especialmente su teoría de clases.

Por ejemplo, De Soto escribe que cuando el pueblo está extremadamente insatisfecho, “las herramientas marxistas están mejor dispuestas para explicar el conflicto de clase que el pensamiento capitalista, que no tiene ningún análisis comparable o al menos una estrategia seria para llegar a los pobres en el sector extralegal” (p. 213).

Marx divide las clases sociales de acuerdo con la propiedad de los medios de producción y De Soto adapta esta teoría a su propia idea, es decir, que las clases existen porque algunas personas tienen acceso a la propiedad formal mientras otras no; así que estos últimas están condenadas a la pobreza (p. 213).

Aunque esta opinión es popular y predominante, es incorrecta. Uno difícilmente puede sostener que la teoría marxista de clases es más rica en poder explicativo que, por ejemplo, la de Oppenheimer.

Tiene mucho más sentido apuntar que algunas personas (especialmente las que están en el gobierno) imponen restricciones de acceso a otras. Al especificar quién puede utilizar fuerza para limitar el acceso a recursos escasos sin propietario, el gobierno crea las mismas clases que De Soto y Marx afirman que son producto del sistema económico. Una vez reconocemos esto, podemos aplicarlo a la propiedad formal haciendo la distinción entre personas que utilizan el poder político (que usan la violencia o su amenaza para impedir que otros consigan acceder al ejercicio completo de sus derechos de propiedad) y personas que no usan medios que violen la propiedad de otros o les impidan formalizarla.

Tan pronto como alguien pueda usar legalmente la fuerza o el poder político para agredir la propiedad de otro, es posible diferenciar entre dos clases distintas. Y, por cierto, esto es un análisis perfectamente capitalista del problema. Por desgracia, De Soto es incoherente en este asunto. A veces ignora el uso de la violencia contra no agresores y se basa en la propiedad de los factores de producción como vara de medir de una teoría de clase; otras, apunta correctamente cómo se han usado documentos oficiales para una abierta dominación. Si De Soto aplicara coherente y explícitamente esta última distinción, no se vería atascado tratando de restaurar la teoría marxista de clases para explicar distinciones visibles de clase.

Una vez se adopta esta herramienta analítica, resulta desconcertante cómo una institución cuya característica principal consiste en ser el monopolio legal del uso de la violencia contra agresores y no agresores, así como ser el juez definitivo en todas las disputas, puede ser la garante del reconocimiento formal de la propiedad. En lugar de reconocer este problema y pedir que se acabe la agresión del gobierno en este terreno, De Soto confía en un cambio en la forma en que los políticos utilizan medios políticos y violencia legal (p. 205). Su solución propuesta parece basarse en una apropiación estatal de las organizaciones extralegales en competencia que administran actualmente el acceso formal a la propiedad.

Otros puntos oscuros de este libro son su ataque fuera de lugar, o al menos desproporcionado, a los abogados como los más probables saboteadores de las reformas necesarias (pp. 197-201), su uso incorrecto del término “anarquismo” (pp. 30, 159, 175) y su pobre y poco convincente defensa de las patentes y los derechos de autor (pp. 70, 83-84, 198 y 224).

Finalmente, el libro parece partir de una buena intuición, la de que no puedes tener desarrollo sin respeto a la propiedad y la de que no puedes entender la pobreza o el desarrollo sin considerar la situación formal de los derechos de propiedad. Pero en el propio libro este argumento solo llega hasta aquí. No puedes sostener que, una vez que crees un marco en el que la propiedad formal sea fácilmente accesible para todos, se conseguirá ese desarrollo. Es verdad que una vez que tengas una sociedad en la que se respete la propiedad legítimamente adquirida, se obtendrá desarrollo, o al menos las mejores condiciones posibles para que exista ese desarrollo.

El entorno puede alcanzarse por una limitación voluntaria a la agresión contra la propiedad de otros o utilizando la fuerza para defender la propiedad adquirida legítimamente. En el caso en que otros no realicen una limitación voluntaria, necesitaremos defender la propiedad contra agresores. Esa defensa puede realizarse directamente por el propietario contratando a un tercero o agencia. En este contexto, la propiedad privada es solo un factor que puede ser útil en la defensa de los derechos de propiedad.

Aún tenemos que ver qué tipo de institución o agencia certificaría esta propiedad formal y, lo que es aún más importante, la misma definición de los derechos de propiedad que utilizaría la agencia.

Durante el periodo nacionalsocialista en Alemania, la propiedad formal se respetaba mucho más íntegramente que en muchos países desarrollados, pero esto no impidió que la propiedad fuera gestionada en la práctica y legalmente desde el Riechstag. Con el tiempo suficiente, la productividad y la estructura de capital en Alemania se habrían desplomado de una forma similar al posterior colapso en los países socialistas.

En definitiva, y contrariamente a De Soto, aunque la formalización de los derechos de propiedad podría ser de gran importancia para su respeto y, por tanto, para el desarrollo de una sociedad, no es una condición ni suficiente ni necesaria.


Publicado el 11 de mayo de 2004. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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