Volver al oro

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[Extraído de Gobierno omnipotente]

El patrón oro fue un patrón internacional. Salvaguardó la estabilidad del lo tipos extranjeros de cambio. Fue un corolario del libre comercio y de la división internacional del trabajo. Por tanto, aquellos que estaban a favor del estatismo y el proteccionismo radical lo despreciaban y defendían  su abolición. Su campaña tuvo éxito.

Ni siquiera en el apogeo del liberalismo los gobiernos renunciaron a poner en práctica planes de dinero fácil. La opinión pública no está preparada para apreciar que el interés es un fenómeno del mercado que no puede abolirse por interferencia del gobierno. Todas valoran una barra de pan disponible para el consumo de hoy más que una barra que estará disponible solo dentro de diez o cien años. Mientras esto sea cierto, toda actividad económica debe tenerlo en cuenta. Incluso una dirección socialista se vería obligada a prestarle una completa consideración.

En una economía de mercado, el tipo de interés tiene una tendencia a corresponderse con la cantidad de esta diferencia en la valoración de bienes futuros y presentes. Es verdad que los gobiernos pueden reducir el tipo de interés a corto plazo. Pueden emitir más papel moneda. Pueden abrir la vía a la expansión del crédito por los bancos. Pueden crear así un auge artificial y una apariencia de prosperidad. Pero ese auge está condenado a derrumbarse antes o después y a producir una depresión.

El patrón oro controla la planes gubernamentales de dinero fácil. Era imposible dedicarse a la expansión del crédito y aun así mantener la paridad del oro fija permanentemente por ley. Los gobiernos tenían que elegir entre el patrón oro y su (a largo plazo desastrosa) política de expansión del crédito. El patrón oro no se derrumbó. El gobierno lo destruyó. Era tan incompatible con estatismo como el libre comercio. Los distintos gobiernos abandonaron el patrón oro porque ansiaban hacer que los precios domésticos y salarios aumentaran por encima del nivel mundial de mercado y porque querían estimular las exportaciones y obstaculizar las importaciones. La estabilidad de los tipos extranjeros de cambio era a sus ojos una jugarreta, no una bendición.[1]

No hace falta ningún acuerdo o planificación internacional si un gobierno quiere volver al patrón oro. Toda nación, sea rica o pobre, poderosa o débil, puede en cualquier momento adoptar de nuevo el patrón oro. La única condición requerida es el abandono de una política de dinero fácil y de los esfuerzos por comabitr las importaciones por devaluación.

Aquí no se trata de si una nación debería volver a una paridad concreta con el oro que se estableció en un momento concreto y hace mucho que se abandonó. Una política así supondría deflación, por supuesto. Pero todo gobierno es libre de estabilizar el tipo existente de cambio entre su unidad nacional de divisa y el oro y mantener estable esta relación. Si no hay más expansión del crédito ni inflación, el mecanismo de patrón oro o del patrón oro cambio funcionaría de nuevo.

Sin embargo, todos los gobiernos están firmemente resueltos a no renunciar a la inflación y la expansión del crédito. Todos han vendido sus alamas al diablo del dinero fácil. Es muy cómodo para toda administración ser capaz de hacer felices a sus ciudadanos gastando. Pues la opinión pública atribuirá así el auge resultante a sus gobernantes actuales. La inevitable recesión se producirá después y será una carga para sus sucesores. Es la típica política de “después de mí, el diluvio”. Lord Keynes, el adalid de esta política, dijo “En el largo plazo todos estamos muertos”.[2] Pero, por desgracia, casi todos sobrevivimos al corto plazo. Estamos destinados a pagar durante décadas por la orgía de dinero fácil de unos pocos años.

La inflación es esencialmente antidemocrática. El control democrático es control presupuestario. El gobierno solo tiene una fuente de ingresos: los impuestos. Ningún impuesto es legal sin consentimiento parlamentario. Pero si el gobierno tiene otras fuentes de renta puede liberarse de este control.

Si la guerra se hace inevitable, un gobierno genuinamente democrático se ve obligado a decir la verdad al país. Debe decir: “Estamos obligados a luchar por nuestra independencia. Los ciudadanos debéis asumir la carga. Debéis pagar mayores impuestos y por tanto restringir vuestro consumo”. Pero si el partido gobernante no quiere poner en peligro su popularidad con grandes impuestos, recurre a la inflación.

Han pasado los tiempos en que la mayoría de las personas con autoridad consideraban ventajosa la estabilidad de los tipos extranjeros de cambio. La devaluación de la divisa de un país se ha convertido hoy en un medio habitual de restringir las importaciones y expropiar capital extranjero. Es uno de los métodos del nacionalismo económico. Hoy poca gente desea tipo extranjeros de cambio estables para sus propios países. Su propio país, tal y como lo ven, es luchando contra las barreras comerciales de otras naciones y la progresiva devaluación de los sistemas de divisas de otras naciones. ¿Por qué deberían arriesgarse a demoler sus propios muros comerciales?

Algunos de los defensores de una nueva divisa internacional creen que el oro no es apropiado para este servicio precisamente porque no controla la expansión del crédito. La idea es un papel moneda universal con una autoridad mundial internacional o un banco internacional de emisión. Las naciones individuales estarían obligadas a mantener sus divisas locales a la par con la divisa mundial. Solo la autoridad mundial tendría derecho a emitir papel moneda adicional o autorizar la expansión del crédito por el banco mundial. Así habría estabilidad de tipos de cambio entre los diversos sistemas locales de divisas, mientras que se conservarían las supuestas bondades de la inflación y la expansión del crédito.

Sin embargo, estos planes no tienen en cuenta el punto esencial. En todos los casos de inflación o expansión del crédito hay dos grupos, el de los ganadores y el de los perdedores. Los acreedores son los perdedores: su pérdida es la ganancia de los deudores. Pero esto no es todo. Los resultados más desgraciados de la inflación derivan del hecho de que el aumento en precios y salarios que causa se producen en momentos distintos y en distinta medida para distintos tipos de productos y mano de obra. Algunas clases de precios y salarios  aumentan más rápidamente y a un nivel más alto que otros. Mientras la inflación está en marcha, alguna gente se beneficia con los precios más altos de los bienes y servicios que venden, mientras que los precios de bienes y servicios que compran aún no han subido en absoluto o no en la misma medida. Esta gente se beneficia de su posición privilegiada. Para ellos, la inflación es un buen negocio. Sus ganancias derivan de las pérdidas de otros sectores de la población. Los perdedores son aquellos en la infeliz situación de vender servicios y productos cuyo precio no ha aumentado en absoluto o no en la misma medida que los precios de las cosas que compran para su propio consumo. Dos de los más grandes filósofos del mundo, David Hume y John Stuart Mill, se esforzaron en construir un plan de cambios inflacionistas en el que el aumento de precios y salarios se produce al mismo tiempo y en el mismo grado para todos los productos y servicios. Ambos fracasaron en el intento. La teoría monetaria moderna nos ha proporcionado la demostración irrefutable de que esta desproporción y falta de simultaneidad son características inevitables de todo cambio en la cantidad de dinero y crédito.[3]

Bajo un sistema de inflación o expansión del crédito mundial toda nación ansiará pertenecer a la clase de los ganadores y no a la de los perdedores. Pedirá tanta cantidad adicional de papel moneda o crédito para su país como sea posible. Como ningún método podría eliminar las desigualdades mencionadas antes y no se podría encontrar ningún principio justo para la distribución, se originarán antagonismos para los que no habría solución satisfactoria. Las populosas naciones pobres de Asia, por ejemplo, defenderían una asignación por cabeza, un procedimiento que generaría un aumento en los precios de las materias primas que producen más rápidamente que el de los bienes manufacturados que compran. Las naciones más ricas pedirían una distribución de acuerdo con las rentas nacionales o según la cantidad total de facturación de los negocios u otros patrones similares. No puede esperarse que se llegue a un acuerdo.


[1] Así es la esencia de las enseñanzas monetarias de Lord Keynes. La escuela keynesiana defiende apasionadamente la inestabilidad de los tipos extranjeros de cambio.

[2] Lord Keynes no acuñó esta frase para recomendar políticas a corto plazo, sino para criticar algunos métodos y declaraciones inadecuados  de teoría económica (Keynes, Monetary Reform, Nueva York, 1924, p. 88). Sin embargo, es la frase que mejor caracteriza las políticas económicas recomendadas por Lord Keynes y su escuela.

[3] Ver Mises, Theory of Money and Credit (Nueva York, 1934), pp. 137-145 [Teoría del dinero y del crédito] y Nationalökonomie (Ginebra, 1940), pp. 375-378.


Publicado el 25 de abril de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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