Guerra perpetua para una paz perpetua

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[En 1947, el historiador Charles Beard dijo a Harry Elmer Barnes que la política exterior de los presidentes Roosevelt y Truman podía describirse con la expresión “guerra perpetua para una paz perpetua”. Barnes utilizó la expresión como título para su colección de ensayos de los principales historiadores revisionistas de la época. Este artículo se ha extraído del capítulo final]

 

Introducción

Resumen y conclusiones

Acuso a los elocuentes publicistas de nuestro país de que, con sus palabras casi histéricas por escrito y de viva voz en las que defienden políticas diplomáticas y militares extremistas, nos están llevando rápidamente a una guerra de objetivos ilimitados e inalcanzables que producirán una gigantesca catástrofe de ruina y revolución en el interior y el exterior (…)

Por elocuentes publicistas me refiero a aquellos portavoces y escritores que van de editores, novelistas, escritores de revistas, columnistas, dramaturgos, escritores para la radio, profesores universitarios y educadores a senadores y otros cargos electos, miembros del gobierno, líderes políticos y presidentes. Cuando lo que escriben o aquello de lo que hablan se convierte en un tema de acuerdo unánime, la acción le sigue tan seguro como la mantequilla sigue al batido de la crema (…)

Después de luchar en dos guerras mundiales dentro de una generación para defender la democracia y la libertad, sin otro resultado que ver esos ideales retroceder en todo el mundo, estaríamos ciegos si no entendiéramos que una tercera guerra como éstas, librada por unos objetivos igualmente ilimitados e inalcanzables, cabría siendo una de las grandes catástrofes de la historia. Para nosotros, imaginar que podemos librar dicha guerra sin agotarnos y destruir mucha de la buena fe requerida para el funcionamiento de la democracia es caer en la misma quimera que ha producido dos veces nuestra ruina política.

— WILLIAM R. MATHEWS, Editor, Arizona Daily Star.

Podemos ahora con provecho revisar los principales hechos y conclusiones a las que nos lleva el material de los capítulos anteriores.

1 – El revisionismo y la censura histórica

El primer capítulo, del editor, indica cómo dos guerras mundiales, y especialmente la innecesaria entrada estadounidense en ellas, han convertido el sueño libertario estadounidense de los días anteriores a 1914 en una pesadilla de miedo, disciplina, destrucción, inseguridad, inflación y en definitiva de insolvencia.

El revisionismo, que no significa más que establecimiento de la verdad histórica, cuando se aplica a la Primera Guerra Mundial, revelaba los errores de nuestra anterior interpretación de las causas y razones de ese conflicto, el error de nuestra entrada en él y los desastrosos resultados que le siguieron. El revisionismo nos ayudó a volver a la sensatez nacional, al continentalismo y la paz de las administraciones Harding-Coolidge-Hoover y a la legislación neutral de la primera administración de Roosevelt.

Hay ahora una resistencia al revisionismo mucho más decidida e implacable, al aplicarlo a la Segunda Guerra Mundial, de la que había en la década de 1920 cuando los revisionistas se ocuparon del conflicto que empezó en 1914. Se debe al hecho de que Estados Unidos estaba mucho más directamente implicado en la diplomacia que llevó a la Segunda Guerra Mundial. La intensa hostilidad al revisionismo se basa en los dictados de la conveniencia política, en la hostilidad de los grupos especiales de presión interesados en la promoción de la histeria bélica, en nuestro adoctrinamiento sobre la globabobada durante una década y media y en la actitud de aquellos con intereses profesionales y personales creados en mantener la mitología oficial expuesta por los historiadores y sociólogos que participaron en gran número en la propaganda y actividades aliadas del gobierno durante la época de la guerra.

Los métodos seguidos por los oponentes al revisionismo incluyen principalmente estos modos de operación:

  1. negando a los historiadores revisionistas el acceso de documentos públicos;
  2. intimidando a las editoriales que de otra forma estarían dispuestas a imprimir material revisionista;
  3. ignorando o desdeñando los libros y artículos revisionistas y
  4. desdeñando y buscando de otra forma intimidar a los autores revisionistas.

Para contrarrestar que el progreso del revisionismo fuera aún mayor, muchos historiadores libres y privados perpetúan voluntariamente las ficciones populares relativas a la Segunda Guerra Mundial. O bien han sucumbido a la globabobada o tienen interés en mantener las ficciones. Luego tenemos un número considerable de “historiadores cortesanos”, que operan de una forma casi oficial y a los que se les da acceso completo a documentos oficiales bajo la comprensión tácita de que sus libros defenderán la versión oficial de los acontecimientos. Finalmente, tenemos un creciente cuerpo de historiadores oficiales conectados con el establishment militar y departamento ejecutivos a lo que se les paga por escribir historia como prescriben sus jefes. Es un largo paso hacia la falsificación oficial de documentos reflejada por George Orwell en su obra clásica, 1984.

Esta inclinación histórica antirrevisionista ha destruido todo aspecto de precisión en la reciente historia mundial y distorsiona gravemente la historia de un pasado más remoto mostrando falsas analogías con un pasado reciente y presente ficticios y apuntando relaciones causales forzadas y erróneas. De esta forma los historiadores antirrevisionistas nos envían por la vía de las condiciones del sistema de 1984 en el que el mismo concepto de historia es tabú y está prohibido, porque no debe haber conocimiento del pasado con el que puedan comprarse y condenarse los actuales errores y miserias.

2 – Estados Unidos y el camino hacia la guerra en Europa

El segundo capítulo, del Dr. Tansill, ofrece un panorama completo de la diplomacia europea y las relaciones internacionales entre las dos guerras mundiales y de la extensión y resultados de la participación estadounidense en los asuntos internacionales durante esta era.

Se deja claro cómo la traición aliada a los Catorce Punto del presidente Wilson y a los términos del armisticio del 11 de noviembre de 1918, sentaron las bases para la Segunda Guerra Mundial. Ésta se hizo cada vez más probable cuando la Liga de Naciones no pudo usar su poder para rectificar los malhadados términos de los vengativos tratados de la posguerra. Estos tratados crearon y alimentaron el resentimiento alemán y austriaco y contribuyeron crucialmente a la definitiva insolvencia de estos países y al consiguiente ascenso del totalitarismo. No se hicieron esfuerzos sustanciales por revisar las injusticias hechas a Alemania y Austria a través de la negociación con los pacíficos (y realmente amantes de la paz) líderes republicanos de estos países. El resultado fue el ascenso del Hitler al poder y la revisión de los tratados por la astucia, el engaño y la fuerza nazi. Lo que realmente hizo Hitler para arreglar la situación no era especialmente censurable: fueron los métodos que empleó, los que sorprendieron, compresiblemente a muchos. Pero Hitler y sus métodos fueron ambos la sanción pagada por quince años de venganza y locura aliada. El profesor Tansill lista y describe con suficiente detalle los errores e injusticias existentes en el Tratado de Versalles y lo que llegó después.

Aparte de la acción de Estados Unidos, que sí hundió o desguazó varios barcos en servicio (u otros el construcción) y recortó su ejército hasta dejarlo en los huesos, la falta de honradez, el engaño, el retraso y la reticencia caracterizaron todo el fraudulento movimiento de desarme de 1920 a mediados de la década de 1930. El rearme alemán fue restringido abruptamente por el acuerdo de posguerra, pero los aliados europeos no se desarmaron de acuerdo con lo acordado. De hecho, procedieron a aumentar su armamento por encima del nivel de 1914. Finalmente Hitler denunció toda la farsa, anunció el rearme de Alemania, desafiando a Versalles y la carrera armamentística tuvo nuevas y más grandes proporciones. Pero el relativo grado de rearme nazi antes de 1939 fue enormemente exagerado en la propaganda anti-nazi. No excedió al de Gran Bretaña y Francia.

La torpeza y estupidez de la mayoría de los diplomáticos aliados, pero principalmente de Anthony Eden, acabaron con el sistema de seguridad colectiva, si es que servía de algo, y abrieron la puerta a los movimientos unilaterales de Hitler y Mussolini que apresuraron la Segunda Guerra Mundial. Baldwin y Chamberlain en Inglaterra, aceptaron las violaciones de Hitler del Tratado de Versalles porque confiaban en él para que actuara como jaque mate a la amenaza de la Rusia soviética para el Imperio Británico. En la víspera de obtener un sorprendente éxito con este programa, la diplomacia británica realizó un súbito y bastante inexplicable cambio de opinión en el invierno y primavera de 1939. Después de aceptar, con serias objeciones, los movimientos y agresiones más drásticos de Hitler durante unos cuatro años, Gran Bretaña Y Francia declararon la guerra a Alemania en protesta contra la reclamación más limitada y justificable de la actividad prebélica de Hitler. El que lo hicieran, fue el resultado de la presión de Churchill y el grupo belicista tory en Inglaterra, del Partido Laborista británico y del presidente Roosevelt.

Aunque que la diplomacia de las administraciones Harding-Coolidge-Hoover se oponía a los duros tratados de la posguerra, hicieron poco para conseguir cualquier modificación de éstos. Cualquier intento de hacerlo se consideraba muy difícil porque Estados Unidos permanecía fuera de la Liga de Naciones y había realizado un tratado separado con Alemania. Los planes de Dawes y Young solo sirvieron para retrasar el desmoronamiento final del decorado de las reparaciones, cuyo punto muerto fue finalmente reconocido y terminado por el presidente Hoover. La diplomacia estadounidense bajo el presidente Roosevelt no ejerció una influencia moderadora ni en Europa ni en Hitler.

La hostilidad estadounidense hacia Alemania se aceleró cuando Hitler llegó al poder. Era un resultado de su aplastamiento del liberalismo y el gobierno parlamentario y de su persecución a los judíos. La hostilidad se reflejó en nuestra diplomacia, que, con el tiempo, abandonó incluso la pretensión de una cortesía y un trato diplomático normal. A pesar de los grandes méritos de William E. Dodd como historiador y maestro, fue una elección increíblemente mala como embajador en la Alemania nazi (no distinta de la que habría sido si hubiera sido Hitler quien hubiera nombrado a un ideólogo ardientemente nacionalsocialista como embajador nazi en Estados Unidos). El nombramiento de Dodd hizo mucho más difíciles y tirantes las relaciones diplomáticas germano-estadounidenses y sus sucesores hicieron poco por mejorar la situación.

En el momento del episodio de Munich en 1938, el presidente Roosevelt favoreció ostensiblemente la política británica de apaciguamiento de Hitler. De hecho, sus comunicaciones a los líderes europeos implicados bien pueden haber sido el factor decisivo para inducir a Gran Bretaña y Francia a declinar afrontar la amenaza de Hitler por la fuerza de las armas en 1938. Pero por sus discusiones con oficiales estadounidenses, especialmente el general Henry H. Arnold, es evidente que Roosevelt consideraba Munich como el preludio de la guerra en lugar de asegura, como Chamberlain parecía haber esperado, “la paz de nuestro tiempo”. Aún así, Roosevelt no estaba a favor de la guerra en 1938, pues la situación bien podría haber sido tal que Hitler hubiera sido derrotado demasiado rápido como para haber permitido la entrada de Estados Unidos en el conflicto. Los checos tenían un ejército grande y bien equipado y Rusia estaba ansiosa por colaborar en una guerra para controlar a Hitler. En el verano de 1939, la situación había cambiado mucho. El ejército checo no existía y Rusia había firmado un tratado con la Alemania nazi. Si la guerra estallaba en esas condiciones, probablemente iba a ser larga, lo que daría a Mr. Roosevelt mucho tiempo para maniobrar para que Estados Unidos se uniera a la pelea.

Parece haber pocas dudas de que Mr. Roosevelt había decidido entrar en una guerra europea, si era posible, incluso antes de que estallara ésta a principios de septiembre de 1939. El German White Paper (documentos polacos capturados) e incluso los censurados Diarios de Forrestal confirman esta convicción. Qué mas garantías concretas pueda haber dado a Anthony Eden en diciembre de 1938 y al rey Jorge VI en junio de 1939, permanece siendo un secreto hasta hoy.

3 – Roosevelt se ve frustrado en Europa

El tercer capítulo, del Dr. Sanborn, cuenta la historia de la conducta no neutral de Hitler en relación con la Guerra Europea y de sus esfuerzos infructuosos por entrar directamente en la guerra por la puerta grande de Europa.

El Dr. Sanborn revisa brevemente el historial de nuestra diplomacia antialemana, especialmente desde la fecha del discurso del discurso del puente de Chicago del 5 de octubre de 1937, pidiendo la cuarentena de los agresores. Demuestra que la presión por la paz de Roosevelt en el momento de Munich, en otoño de 1938, fue un factor decisivo en impedir el control de Hitler cuando esto podría haberse logrado por la fuerza gracias a la abrumadora situación en contra del líder nazi. El 14 de abril de 1939, Roosevelt hizo un discurso calculado para irritar a Hitler y Mussolini al comparar sus métodos con los de los hunos y los vándalos. Mediante los embajadores William C. Bullitt, Joseph P. Kennedy y otros, presionó a los polacos para que se mantuvieran firmes contra las reclamaciones germanas y vigorosamente a británicos y franceses para que apoyaran esa política polaca. Comunicaciones pacifistas como las que envió Roosevelt a Europa en vísperas de la guerra en agosto de 1939, eran evidentemente solo de cara a la galería, igual que su telegrama al emperador japonés del 7 de diciembre de 1941.

Una vez estalló la guerra en septiembre de 1939, el presidente Roosevelt eliminó cualquier atisbo de neutralidad, manteniendo una política en abrupto contraste con la del presidente Wilson en 1914. Wilson, al empezar la Primera Guerra Mundial, hizo un esfuerzo sincero por mantener la neutralidad y pidió a la nación que fuera neutral tanto en pensamiento como en acción. Roosevelt abogó por la eliminación de nuestra legislación neutral incluso antes del inicio de la guerra. Se dedicó a ayudar a Gran Bretaña y Francia  y se opuso a cualquier movimiento pensado para traer la paz después del fin de la guerra en Polonia. Su grado real de compromiso con Gran Bretaña no se conoció hasta que las casi 2.000 comunicaciones secretas entre él y el primer ministro Churchill fueron reveladas a los investigadores. Mr. Churchill nos había dicho que la mayoría de los asuntos diplomáticos importantes entre los dos países de 1939 a Pearl Harbor se tramitaron en esos mensajes secretos (los llamados “documentos Kent”). Pero puede crearse un impresionante historial de falta de neutralidad sin estos documentos.

Esta no neutralidad aumentó después de la caída de Francia en la retirada británica de Dunkerke. La actitud de Mr. Roosevelt fue entonces bien expresada en su famoso discurso de la “puñalada en la espalda” en la Universidad de Virginia en junio de 1940. La acción no neutral equivalente a actos de guerra empezó con el envío de enormes cantidades de munición de Gran Bretaña después de Dunkerke. En octubre de 1940, se habían enviado a Gran Bretaña unos 970.000 rifles Einfield, 200.000 revólveres, 87.500 ametralladoras y más de 1.200 piezas de artillería. El presidente Roosevelt también empezó el desmantelamiento de nuestras defensas aéreas en beneficio de Gran Bretaña, que llevó a la dimisión del Secretario de Guerra, Harry H. Woodring. Se entregarían nuevos aviones con una relación de 19 para Estados Unidos por 14 para Gran Bretaña. El famoso acuerdo de los destructores se cerró en septiembre de 1940, una acción que los abogados del estado admitieron que nos ponía en guerra tanto legal como moralmente. La Ley de Servicio Selectivo de tiempos de paz, la primera en nuestra historia, fue aprobada también en septiembre de 1940. El que el presidente había decidido participar en la guerra al lado de Gran Bretaña a finales de 1940 fue algo que reveló completamente Harry Hopkins a Churchill en un almuerzo el 11 de enero de 1941, cuando Hopkins dijo a Churchill: “El presidente está decidido  a que ganemos juntos la guerra. No se equivoque”. Para facilitar más planes para este conflicto conjunto, los expertos del ejército y la armada de Estados Unidos y Gran Bretaña se reunieron en conferencias altamente secretas en Washington de enero a marzo de 1941. Al final de estas sesiones, el almirante Harold R. Stark escribía a sus comandantes de flota que “La cuestión de nuestra entrada en la guerra parece ser de cuándo, no de si lo haremos”.

En una conferencia suplementaria en Singapur en abril de 1941, se acordó que nuestras fuerzas atacarían a los japoneses si estos últimos pasaban cierto punto concreto del Pacífico, incluso aunque no atacaran barcos o territorio estadounidense. Era un incumplimiento flagrante de la promesa del presidente Roosevelt al pueblo estadounidense de que no entraríamos en ninguna guerra salvo que fuéramos atacados.

A pesar de todo esto, el presidente Roosevelt aseguró al pueblo estadounidense que toda la ayuda dada a Gran Bretaña estaba “fuera de la guerra” y estaba pensada para alejar la guerra de nuestras costas. Fue bajo esta presunción como se impulsó en el Congreso la Ley de Arrendamiento y Préstamo. Pero en cuanto se aprobó la ley el presidente Roosevelt puso en marcha la política de convoyes que era un esfuerzo apenas velado de incitar a Alemania a un deseado acto de guerra. La base del programa de convoyes se había establecido ya en enero de 1941 y empezó activamente en abril de 1941, aunque hubiera negativas públicas del presidente Roosevelt, el Secretario de la Armada, Frank Knox y otros. A pesar de esos episodios tan groseramente mal interpretados en el Atlántico en relación con los convoyes como los del Robin Moor, el Greer, el Kearny y el Reuben James, ni Alemania ni Italia mordieron el anzuelo de la batalla. Ni siquiera el discurso de guerra del presidente Roosevelt el 11 de septiembre de 1941, denunciando las “víboras nazis” y anunciando la política de “disparar en el acto” en el Atlántico pudo atraer a la guerra a Alemania.

A finales del verano de 1941, Roosevelt y Churchill habían decidido que podría ser imposible para Estados Unidos entrar en guerra por la puerta principal de Europa y en agosto de 1941, se reunieron en la costa de Terranova para pensar en una forma en que Roosevelt pudiera forzar a Estados Unidos a entrar en guerra a través de la puerta trasera del Lejano Oriente por medio de una manipulación de las relaciones entre Japón y Estados Unidos. Por aquel entonces era solo una cuestión de cuándo y cómo. Se sabía bien que la guerra con Japón estaba asegurada por el embargo y las órdenes de “congelación” de julio de 1941, salvo que Estados Unidos estuviera dispuesto a levantar estas restricciones, que era algo que ni Roosevelt ni Hull nunca consideraron hacer ni remotamente.

4 – Cómo contribuyó a la guerra en el Pacífico la política estadounidense hacia Japón

El cuarto capítulo, del Dr. Neumann, ofrece una visión amplia de la política estadounidense hacia Japón en la década que precedió a Pearl Harbor. Esencialmente, fue la misma política hostil desarrollada por Stimson durante la última parte de la administración Hoover. Fue rechazada por el presidente Hoover, pero fue adoptada y continuada por Roosevelt.

La conducta japonesa en los asuntos asiáticos estuvo dictada por dos objetivos principales:

  1. expansión de su espacio vital para la creciente población de un imperio insular pequeño y mal dotado, para conseguir materias primas y obtener los mercados necesarios y
  2. la aspiración a obtener el estatus y derechos de una gran potencia, sin la que Japón hubiera sido incapaz de competir con éxito con el imperialismo occidental.

La política resultante, cada vez más agudizada por un creciente reconocimiento de las ambiciones y progresos rusos en el Lejano Oriente, la dirigían, como la de otros países, a veces estadistas sabios y moderados y a veces nacionalistas belicosos. Pero Estados Unidos no hizo apenas ningún esfuerzo para apoyar y ayudar a los moderados japoneses. Por el contrario, los líderes estadounidenses normalmente rechazaron toda aproximación amistosa.

La política de la administración Roosevelt se basaba en la idea de que el mantenimiento de las “puertas abiertas” en China y de la integridad territorialidad china era más importante para nosotros que la amistad con Japón. Las puertas abiertas y la integridad china se consideraban como un interés nacional vital para Estados Unidos. Además de esto, la política de Roosevelt sostenía que nuestro interés material en China era de importancia crucial para este país. La política se mantuvo a pesar del hecho de que nuestra participación económica en Japón (inversiones y mercados) era mucho mayor que la de China y podría perderse completamente como consecuencia de una política activa anti-japonesa.

Roosevelt desechó rápidamente la política de Hoover hacia el Lejano Oriente y discutió sobre la guerra con Japón en las primeras reuniones de su gobierno. Pero fue rechazado por su gobierno y por el sentimiento de neutralidad en el Congreso y en todo el país. Así que, como entusiasta discípulo del almirante Alfred T. Mahan, se contentó por el momento con una expansión de nuestras fuerzas navales sin precedentes en tiempo de paz, empezando con la asignación de fondos de la NRA para ese fin en junio de 1933. Eligió como Secretario de la Armada de Claude A. Swanson, otro acérrimo navalista.

Los japoneses, natural y justificablemente, estaban alarmados porque apreciaban correctamente que la expansión naval de Roosevelt se dirigía directa y deliberadamente contra ellos. Estados Unidos, con apoyo británico, rechazó modificar la relación naval de 5-5-3 establecida en la Conferencia de Desarme de Washington de 1920-21. Acto seguido, Japón abandonó la Conferencia de Desarme Naval de Londres de 1935-36, pero no antes de haber propuesto un drástico recorte en todo el tonelaje naval, lo que habría hecho imposible cualquier guerra naval en el Pacífico.

El presidente Roosevelt hizo planes para un bloqueo naval a Japón en 1937, pero la reacción popular adversa a su discurso de la cuarentena del 5 octubre llevó al abandono del proyecto por el momento. En 1938 se formuló de forma preliminar un nuevo plan de guerra naval contra Japón, que se expandió gradualmente hasta las conferencias conjuntas en Washington de enero a marzo de 1941, que, junto con el acuerdo de Singapur de abril, nos comprometían a declarar la guerra a Japón si sobrepasaba un punto del Pacífico, aunque no hubiera ataque a barcos o territorio estadounidenses. Roosevelt fue personalmente responsable de la ubicación de nuestra Flota del Pacífico en Pearl Harbor, movimiento con el que rechazó el consejo de los almirantes Richardson y Stark. El Departamento de Estado respaldó a Roosevelt y Richardson fue destituido de su cargo.

Las autoridades de Washington reconocían por lo general que el programa de estrangulamiento económico de Japón, que culminó con el aplastante embargo de julio de 1941, llevaría a la guerra. Las autoridades navales eran especialmente conscientes de esto y lo desaconsejaban, porque no se sentían preparados, por ahora, para una guerra naval. Japón, dada la alternativa de la muerte económica por hambre o la guerra, eligió luchar, tal y como esperaban Roosevelt y Hull que hiciera.

Juzgadas por la prueba definitiva de los resultados, la política japonesa seguida por Roosevelt, Stimson y Hull resultó ser un error trágico y costoso. Rusia, una potencia mucho más fuerte, ha conseguido la hegemonía en el Lejano Oriente sobre Japón. La “puerta abierta” está ahora fuertemente cerrada y por un periodo indefinido. El Lejano Oriente está controlado por fuerzas y potencias que están finalmente determinadas a expulsar a todos los occidentales. Japón ha sido eliminado como contrapeso a la expansión rusa y se ha convertido en costosamente dependiente de Estados Unidos. China está en manos de comunistas y la guerra, en lugar de la paz, aflige a Asia.

5 – Las relaciones entre Japón y Estados Unidos, 1921-1941: la puerta trasera del Pacífico a la guerra

En el quinto capítulo, el Dr. Tansill nos ofrece un relato sucinto y franco de la forma en que el presidente Roosevelt, incluso antes de tomar posesión, adoptó las belicosa doctrina Stimson respecto del Lejano Oriente y Japón, rechazó constantemente todas las iniciativas de paz japonesas desde 1933 a finales de 1941 y acabó consiguiendo que los japoneses picaran con la decisión de atacar a nuestras fuerzas en Pearl Harbor, su única alternativa al estrangulamiento económico.

Mr. Stimson, cuando era Secretario de Estado bajo el presidente Hoover, se había molestado mucho por las operaciones japonesas en el continente asiático al tiempo que permanecía sorprendentemente impávido por las agresiones y expansión soviéticas en otras direcciones. Había pretendido imponer sanciones a los movimientos japoneses en Manchuria, pero el presidente Hoover impidió esta acción drástica. A través de los trabajos de intermediación de Felix Frankfurter, antiguo socio de Stimson, éste último no tuvo ninguna dificultad para vender su política en Lejano Oriente y Japón al presidente electo Roosevelt en una conferencia en Hyde Park el 9 de enero de 1933. Ni Stimson ni Roosevelt consideraron seriamente la amenaza de los progresos rusos en el Lejano Oriente, que eran contenidos prácticamente solo por Japón. Nuestra política japonesa bajo el presidente Roosevelt, desde entonces hasta el ataque a Pearl Harbor, se basó en un curioso compuesto de políticas y principios diplomáticos  antijaponeses y nada realistas.

La actitud personal del presidente Roosevelt hacia Japón no tenía ninguna base realista en los antecedentes históricos o económicos. Era meramente sentimental y mística, basada principalmente en el hecho de que algunos de sus antepasados habían tenido relaciones comerciales con China y también en las historias fantásticas acerca de agresivos programas japoneses para el futuro que le había contado un “escolar japonés” que había sido compañero de estudios en Harvard poco después del cambio de siglo. El secretario Hull ignoraba igualmente la historia del Lejano Oriente (de  hecho, la mayoría de la historia de cualquier tipo) y su actitud hostil hacia Japón se enmarcaba en su farisaico idealismo internacional que tenía poca o ninguna relación con la historia real de los asuntos públicos y las relaciones entre naciones. Lo que quedaba del compuesto era le violento prejuicio contra Japón que tenían Mr. Stimson, que se convirtió en Secretario de Guerra en el verano de 1940, y Stanley K. Hornbeck, el consejero del Departamento de Estado para asuntos del Lejano Oriente. Contra esta amalgama de sentimientos antijaponesas, los esfuerzos conciliadores y estadistas de Joseph C. Grew y Eugene H. Dooman en la Embajada Estadounidense de Tokio poco podían hacer. Esta política anti-japonesa y pro-china tenía poco o nada que ver con las realidades económicas de la situación, aunque la administración apelara frecuentemente a un supuesto interés económico para justificar su política anti-japonesa. Nuestros intereses económicos en Japón superaban ampliamente los que teníamos en China.

El Dr. Tansill nos ofrece un relato realista de los movimientos japoneses en el Asia continental desde 1931 a 1941. Esto contrasta notablemente con la interpretación sesgada pro-china y anti-japonesa que ha sido comúnmente aceptada y que ignora las amenazas y progresos soviéticos en el Lejano Oriente durante esta década. Muestra cómo Roosevelt y Hull rechazaron las iniciativas de paz de liberales y moderados japoneses, hasta el caso de las propuestas de conferencias entre líderes japoneses y estadounidenses. Después de 1937, la actitud generalmente hostil hacia Japón se vio agudizada y reforzada por la decisión del presidente Roosevelt de impulsar el armamentismo y la guerra como la forma más eficaz de prolongar su mandato político.

A pesar de la persistente hostilidad diplomática estadounidense, los líderes japoneses, considerando únicamente su propio interés, habían decidido a finales del año 1940 buscar un modus vivendi pacífico con Estados Unidos, incluso estando dispuesto a retirarse de Manchuria en Asia continental si se le daba alguna fórmula para salvar las apariencias. Grew y Dooman, en Tokio, pidieron encarecidamente a Roosevelt y Hull que colaboraran en estos esfuerzos por promover la paz en el Lejano Oriente. Pero las propuestas tanto de los japoneses como nuestros diplomáticos en Tokio fueron rechazadas una y otra vez por Roosevelt y Hull. Por el contrario, se reavivó y aplicó la doctrina Stimson cada vez más dura y despiadadamente.

El embargo del comercio japonés y la congelación de sus activos en julio de 1941 fueron reconocidos por Mr. Roosevelt y sus asesores como actos que inevitablemente llevarían a la guerra. La manera más factible de afrontar la llegada de una guerra así fue discutida por Roosevelt y Churchill en su reunión ante las costas de Terranova en agosto de 1941. Tan pronto como volvió de esta conferencia, Roosevelt hizo llamar al Almirante Nomura, embajador japonés en Washington y le dio lo que Stimson y los altos oficiales del ejército y la armada describieron más tarde como equivalente a un ultimátum, que iba a fortalecer a los militares nacionalistas japoneses. A pesar de ello, el premier de Japón, Fumimaro Konoye, hizo repetidos intentos de tener una reunión personal con el presidente Roosevelt, con el objetivo de llegar a una resolución definitiva de los problemas entre japoneses y estadounidenses, llegando a hacer incluso la concesión sin precedentes de acudir a la costa estadounidense para dicha reunión. Pero los ruegos de Konoye fueron rechazados sin miramientos.

Ni siquiera esto disuadió completamente a los japoneses. Todavía en noviembre de 1941, incluso el gobierno militarista del Almirante Tojo hizo una oferta final a Estados Unidos que habría protegido adecuadamente nuestros intereses en el Lejano Oriente y habría permitido a Japón la oportunidad de retirarse honorablemente de Manchuria. Fue rechazada por el secretario Hull, bajo la presión de personajes pro-chinos y pro-soviéticos en China y Washington. El 26 de noviembre de 1941, Hull dio a los japoneses un ultimátum tan duro y severo que, después de transmitirlo, admitió francamente que esta acción había llevado las relaciones entre japoneses y estadounidenses fuera del ámbito de la diplomacia y las había entregado a las autoridades militares.

Por consiguiente, Washington esperaba el inevitable ataque japonés. Hubo mucha preocupación por un tiempo porque se produjera en territorio británico u holandés, lo que habría llevado a la administración Roosevelt a serias dificultades políticas, a la vista de la promesa de Roosevelt de que no entraría en guerra si no era atacado. Hubo un gran alivio, ya que no una gran sorpresa, cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor.

6 – El verdadero camino a Pearl Harbor

El sexto capítulo, de Mr. Morgenstern, ofrece el más fiable y actualizado relato de los antecedentes inmediatos del ataque japonés a Pearl Harbor publicado hasta ahora. Por cierto, que elimina para siempre todas las justificaciones puestas en muchos periódicos en el décimo aniversario ese trágico acontecimiento.

Cuando el presidente Roosevelt finalmente estuvo listo activamente para fomentar la guerra con Japón, nombro apropiadamente a Stimson como Secretario de Guerra en 1940. Roosevelt preparó su plan de bloqueo económico a Japón en 1937 y lo continuó hasta el movimiento final y decisivo de julio de 1941: el embargo. Todas las autoridades responsables en Washington sabían que esto significaría una guerra inevitable con Japón salvo que se relajara, cosa que  Roosevelt, Hull y Stimson estaban dispuestos a que no ocurriera nunca. Stimson fue el padre del plan de “sanciones” de presión económica y, una vez que llegó al gobierno, el se siguió rápidamente su programa. Roosevelt aprobó la Ley de Control de las Exportaciones el 2 de julio de 1940. La expansión de este programa bloqueaba en la práctica las esperanzas y planes del embajador Grew para un entendimiento diplomático entre Japón y Estados Unidos. La adopción de una política de guerra no se vio afectada por el descifrado de mensajes codificados japoneses que daban certidumbre a que Japón deseaba evitar la guerra con Estados Unidos a cualquier coste que no fuera la humillación nacional y la completa retirada del continente asiático, que era precisamente lo que reclamaban a Japón Roosevelt y Hull.

Los planes militares y diplomáticos para la guerra con Japón iban en paralelo con el aumento de la presión económica. Se realizaron en Washington conferencias conjuntas altamente secretas de personal entre Estados Unidos y Gran Bretaña de enero a marzo de 1941. A su conclusión, el almirante Stark escribió a los comandantes de su flota que “La La cuestión de nuestra entrada en la guerra parece ser de cuándo, no de si lo haremos”. Esta entrada tendría lugar, no solo en el caso de que Japón atacara fuerzas o territorios estadounidenses, sino también, de acuerdo con los términos de un plan complementario escrito en Singapur el abril anterior, si Japón atacaba fuerzas o territorios de las naciones de la Commonwealth británica o de las Indias Orientales Holandesas o trasladara sus fuerzas más allá de una línea marcada a los 100º este de longitud y los 10 grados norte de latitud. Así que, a pesar de las garantías del presidente Roosevelt de que nuestros soldados no serían enviados a ninguna guerra extranjera y a pesar de la promesa de la campaña demócrata de 1940 de que no iríamos a la guerra salvo que fuéramos atacados. Roosevelt y sus socios nos habían comprometido con la guerra si eran atacados territorios británicos u holandeses o si las fuerzas armadas japoneses cruzaban una línea determinada arbitrariamente.

Habiendo fracasado en provocar a Alemania o Italia para que declararan la guerra por nuestra conducta no neutral en el Atlántico y en Europa, Roosevelt y Churchill se reunieron ante las costas de Terranova en agosto de 1941, en un esfuerzo por encontrar un medio de introducir a Estados Unidos en la guerra a través de la puerta trasera del Pacífico. Roosevelt insistía en “cuidar” a los japoneses durante tres meses hasta que estuviésemos mejor preparados para una guerra en el Pacífico. Pero también se acordó que Roosevelt daría una dura advertencia al embajador japonés en Washington, el almirante Nomura, que fortalecería a los grupos nacionalistas en Tokio. Por tanto, después de volver de Terranova, llamó a Nomura el 17 de agosto y le dio lo que el secretario Stimson y a los oficiales del ejército y la armada describieron correctamente como un ultimátum a Japón.

A pesar de esto, Japón hizo un esfuerzo diplomático verificable a finales de agosto de 1941 hasta mediados de noviembre de ese año en un intento por alcanzar algún entendimiento aceptable con Estados Unidos. Este esfuerzo fue recibido fría y hostilmente. El rechazo de los ruegos sinceros del primer ministro Konoye para tener una reunión con Roosevelt son bien conocidos. No es tan conocido el hecho de que Estados Unidos había rechazado dos propuestas previas de los japoneses para reunirse con altos oficiales estadounidense un algún lugar concreto, siendo el último previo en 1939, en el momento crucial en el que Alemania buscaba forzar a Japón a una alianza militar. Numerosos mensajes japoneses decodificados, así como las propias propuestas diplomáticas japonesas, probaron ampliamente que los planes y movimientos navales japoneses en el otoño de 1941 estuvieron supeditados al fracaso en llegar a una solución diplomática razonable de las relaciones con estados Unidos. La diplomacia japonesa no fue, como ha pretendido Herbert Feis, una pantalla de humo para movimientos navales pensados para provocar la guerra.

Lo términos diplomáticos japoneses, ofrecidos al principio de noviembre de 1941, como Propuestas A y B (especialmente la última) habrían protegido ampliamente todos los intereses legítimos estadounidenses en el Lejano Oriente. Su hubieran sido aceptados, el resultado habría sido infinitamente más favorable para Estadios Unidos que los resultados de la guerra con Japón, por no mencionar los costes y pérdidas soportados por Estados Unidos en la guerra. Las propuestas japonesas fueron rechazadas rotundamente. El 25 de noviembre, Estados Unidos hacía decidido ir a la guerra, sin intención de llegar a un acuerdo diplomático. Ese día, en una reunión de los secretarios Hull, Knox y Stimson, este último apuntaba en su diario que la única cuestión pendiente era como poner a Japón en la situación de dar el primer tiro con las menores pérdidas posibles para Estados Unidos. El mismo día, la flota Japonesa abandonaba las Curiles hacia Pearl Harbor, con instrucciones de “dar el primer tiro” si no se alcanzaba ningún acuerdo diplomático y de retornar a su base si la diplomacia tenía éxito.

El secretario Hull envió un ultimátum a Japón el 26 de noviembre que, como él mismo reconoció, cerraba definitivamente las puertas a la paz. Él mismo dijo que sacó la situación japonesa de la diplomacia y la entregó al ejército y la armada. A partir de este momento solo era cuestión de cuándo y dónde atacarían los japoneses. El propio Stimson se opuso a esperara a que atacaran los japoneses y pidió que los aviones estadounidenses en Filipinas atacaran a la flota japonesa sin previo aviso o declaración de guerra, lo que hubiera sido un Pearl Harbor a la inversa.

Los mensajes decodificados de los japoneses entre el 26 de noviembre y el 7 de diciembre indicaban, con relativa certidumbre, cuándo se realizaría el ataque y también revelaban la fuerte probabilidad de que se produjera en Pearl Harbor.

En enero de 1941, el embajador Grew había advertido a Washington de que, si los japoneses intentaran alguna vez hacer un ataque por sorpresa a Estados Unidos, probablemente lo harían en Pearl Harbor. Las principales autoridades en Washington estaban de acuerdo con esto. Los mensajes japoneses interceptados por la inteligencia naval en Washington entre 26 de noviembre y el 7 de diciembre daban evidencias convincentes de que Grew tenía razón. Especialmente significativo era el hecho de que las autoridades de Tokio reclamaban repetidamente información de sus espías en Hawái respecto de la situación de la flota y todos los demás factores relevantes respecto de la evolución allí del ejército y la armada, pero no pedían información similar acerca de otros posibles lugares para atacar.

Basil Rauch y otros han pretendido que Roosevelt y su séquito militar esperaban que el ataque tuviera lugar en Tailandia. Es verdad que estaban preocupados acerca de la posibilidad de Tailandia, no porque la consideraran ni remotamente tan probable como un ataque a Pearl Harbor, sino porque, si el ataque japonés fuera en Tailandia, hubieran tenido que ir a la guerra sin la ventaja de un ataque a barcos o territorio estadounidenses. Hubiera sido una violación de las vehementes y repetidas promesas de Roosevelt de que no se enviaría a estadounidenses a guerras extranjeras y también a la declaración del programa demócrata de 1940 que decía que no iríamos a la guerra si no fuésemos atacados. El problema de Roosevelt de arrastrar al país a la guerra se habría intensificado mucho. Esta fue la razón del inmenso alivio sentido por los líderes civiles y militares estadounidenses cuando el ataque se produjo finalmente en Pearl Harbor.

Más adelante, el momento del ataque previsto se hizo aún más seguro. El mensaje “Viento este, lluvia”, indicando que la diplomacia había acabado y que Japón declararía la guerra a Gran Bretaña y Estados Unidos, fue interceptado por la inteligencia naval el 4 de diciembre, tres días antes del ataque. Se conoció al principio de la tarde de día 6 que la respuesta japonesa al ultimátum de Hull, que todas las personas informadas sabían que significaba la guerra, sería recibido al anochecer de ese día. Fue interceptado y las primeras trece secciones se llevaron al presidente Roosevelt a principio de esa noche. Él y Harry Hopkins estuvieron de acuerdo en que esto significa la guerra. Roosevelt preguntó dónde estaba el Almirante Stark y, al saber que estaba en el teatro, ordenó que no se le molestara, para que no se despertara la preocupación y la curiosidad del público. La sección decimocuarta, que deba certidumbre a que los japoneses iban a atacar, a la vista de todas las anteriores experiencias de la forma en que Japón empezaba sus guerras, estuvo lista para su distribución de forma descodificada a las 8:00 AM de la mañana del día 7. El mensaje japonés decodificado revelaba que la réplica completa sería presentada formalmente al secretario Hull por los japoneses a las 1:00 PM de día 7, las 7:30 AM, hora de Pearl Harbor. Se entendió que ésta sería probablemente la hora precisa del ataque japonés.

Sin embargo no se hizo nada para advertir al general Short o al almirante Kimmel en Pearl Harbor.  El general Marshall desapareció en la tarde del día 6 y, a pesar de su extraordinaria memoria, ha declarado repetidamente que no puede recordar dónde estuvo en la noche del día 6. El almirante Strak estaba divirtiéndose en el teatro. Stark, aunque contactado por teléfono por Roosevelt más tarde esa noche, no hizo nada por avisar a Kimmel durante la mañana del día 7. Marshall fue a dar un paseo a caballo. Cuando se presentó finalmente en el cuartel, a las 11:25 AM de la mañana del día 7, en lugar de enviar inmediatamente un mensaje al general Short a través de un teléfono protegido, que habría llegado a Short de forma segura en unos minutos, no solo no lo hizo, sino que incluso rechazó la oferta de Stark de utilizar el rápido transmisor naval. Por el contrario, Marshall envío descuidadamente a Short el mensaje a través de la radio comercial ordinaria, sin ni siquiera hacerlo urgente, como si enviara una felicitación de cumpleaños a su abuela. Llegó a Short siete horas y tres minutos después de que empezara el ataque japonés y mucho después de que los aviones japoneses hubieran vuelto a sus transportes.

El porqué de que Marshall y Stark no avisaran a Short y Kimmel no se ha explicado nunca satisfactoriamente. Marshall ha dicho que no dio por teléfono un mensaje de advertencia por miedo a que los japoneses lo interceptaran y pusieran en problemas al Departamento de Estado. Si hubieran interceptado un mensaje así el único resultado inmediato concebible habría sido que los japoneses habrían abortado el ataque, ya que no habría sido entonces una sorpresa o nuestras fuerzas habrían estado mejor preparadas para resistir la matanza.

El presidente Roosevelt se mostró como muy “sorprendido” tanto por el momento como por el lugar del ataque y sus apologistas han aceptado estas palabras tal cual. Ni el presidente ni sus apologistas han dado nunca una explicación satisfactoria de por que podía haberle sorprendido. Una cosa es cierta: él y su séquito se vieron muy aliviados por que el ataque fuera en Pearl Harbor en lugar de en Tailandia. Si había alguna razón en absoluto para estar sorprendido, sería solo acerca del daño infligido por los japoneses. Pero había pocos motivos incluso para eso, la vista de la orden personal de Roosevelt de mantener la flota embotellada como una bandada de patos de madera, de la orden de que no debería enviarse ninguna máquina decodificadora a Pearl Harbor y del hecho de que Washington había dejado deliberadamente de enviar a Short y Kimmel ninguna de las alarmantes informaciones interceptadas durante los tres días anteriores al ataque. El 7 de diciembre puede haber sido un “día de la infamia”, peo la infamia no fue del todo de Japón.

7 – Las investigaciones de Pearl Harbor

El séptimo capítulo, de Percy L. Greaves, Jr., es el único relato completo y penetrante de las diferentes investigaciones de la responsabilidad por el desastre de Pearl Harbor, aunque mucha de la materia ya se había cubierto de una manera diferente en President Roosevelt and the Coming of the War, 1941 (Parte II), de Charles Austin Beard. Incluso el público erudito de Estados Unidos, si sabe algo de las investigaciones de Pearl Harbor, probablemente crea que solo hubo dos: el Informe de la Comisión Roberts, poco después del ataque, y la investigación del Comité Conjunto del Congreso de 1945-46. En realidad ha habido nueve investigaciones, de un tipo u otro, aunque ninguna de ellas descubrió todas las evidencias importantes. Estas investigaciones son de la máxima importancia, no solo políticamente sino también históricamente. De ellas hemos aprendido la mayoría de lo que sabemos acerca de las escandalosas circunstancias que rodearon el ataque japonés a Pearl Harbor y la responsabilidad de Roosevelt y su séquito de Washington por esta tragedia personal y pública.

La primera investigación del incidente de Pearl Harbor la realizó el secretario de la armada, William Franklin (Frank) Knox, que viajó a Hawái inmediatamente después del desastre e informó al presidente alrededor de una semana después. Knox indicaba que el general Short y el almirante Kimmel no podían ser responsabilizados de la tragedia ya que no se les había proporcionado la información secreta acerca del inminente ataque japonés que había sido interceptado por Washington. Además, sostenía que, incluso si se les hubiera informado, no hubieran sido capaces de hacer una defensa eficaz, debido al desvío de aviones de combate estadounidenses a ingleses, chinos, holandeses y rusos. Naturalmente, la administración ocultó este informe. No se descubrió hasta que se encontró en los ficheros del senador Homer Ferguson en tiempos de la investigación del Comité Conjunto del Congreso en 1945-46.

Luego viene la Comisión de Investigación encabezada por el juez del Tribunal Supremo Owen J. Roberts, que hizo su trabajo entre el 18 de diciembre de 1941 y el 23 de enero de 1942. Fue creada deliberadamente para blanquear la administración Roosevelt y los oficiales del ejército y la armada en Washington: la Comisión Roberts realizó perfectamente esta tarea. Sostuvo que Washington había avisado adecuadamente a los comandantes en Pearl Harbor del peligro de un ataque japonés inminente y que Short y Kimmel habían delinquido en su labor al no tomar las medidas adecuadas para repeler el ataque.

El juez Roberts dijo que había publicado todo su informe. Antes, el general Marshall había jurado que las secciones que revelaban el conocimiento secreto interceptado por Washington antes de Pearl Harbor respecto del probable ataque se habían eliminado del informe que entregó Roberts el 25 de enero de 1942. Ahora sabemos que Marshall tenía razón en este punto.

Este Informe Roberts editado y censurado recibió amplia publicidad y muchos estadounidenses aún creen que representa la última palabra sobre la responsabilidad por Pearl Harbor: han tenido más razones para creerlo en que la mayoría de los libros que se han dedicado a blanquear a la administración Roosevelt respecto de Pearl Harbor esencialmente reproducen las conclusiones de Roberts.

A principios de 1944, el almirante Kimmel solicitó al Departamento de la Armada que registraran todos los testimonios relacionados con Pearl Harbor. El 12 de febrero de 1944, el Departamento de la Armada nombró al almirante Thomas C. Hart para realizar la investigación y recoger los testimonios. Aunque Hart no tenía autoridad para interrogar a la Casa Blanca o los departamentos de Estado o Guerra y no interrogó al almirante Stark, el almirante Kimmel, el capitán Arthur McCollum o el comandante Alvin D. Kramer (el testigo clave de la armada) sí obtuvo evidencias concluyentes, especialmente del capitán Laurence F. Safford, de que las autoridades de Washington tenían una información secreta completa de un inminente ataque japonés mucho antes del 7 de diciembre de 1941. El almirante Richmond K. Turner también reveló el hecho de que, ya en mayo de 1941, la armada estaba desarrollando planes de guerra para colaborar con británicos y holandeses en el Pacífico, aunque los japoneses no atacaran fuerzas o territorio estadounidenses. Naturalmente, no se hizo pública ninguna de estas informaciones.

Aún más dañino fue el informe del Consejo del Ejército de Pearl Harbor, que empezó sus trabajos en julio de 1944 y recogió 41 volúmenes de testimonios y setenta pruebas. Examinó a más de 150 testigos. Debido a la integridad y coraje del coronel Harry A. Toulmin, oficial ejecutivo del consejo, el informe daba un relato honrado y apropiado de la situación de Pearl Harbor hasta donde el consejo pudo obtener evidencias. No tenía autoridad para interrogar a la casa Blanca o el Departamento de Estado. El informe echaba la culpa al Secretario de Estado Hull, el general Marshall y el general Leonard T. Gerow, así como en el general Short. El CEPH también descubrió muchos datos adicionales como la naturaleza y grado de la información secreta que poseían las autoridades de Washington antes del 7 de diciembre de 1941 respecto del inminente ataque japonés. El informe del CEPH no se hizo público hasta después del día de la victoria sobre Japón, pero preocupó mucho al secretario de guerra Stimson y buscó remediar el daño con la investigación de Clausen, que describiremos enseguida. La investigación realizada por el Tribunal de Investigación de la Armada del 24 de julio de 1944 al 19 de octubre de 1944, hizo un trabajo igualmente bueno en la investigación de la responsabilidad de los oficiales de la armada respecto de Pearl Harbor. El tribunal esencialmente exoneraba al almirante Kimmel de negligencia en su labor y criticaba severamente al almirante Stark por no dar a Kimmel la información secreta acerca del posible ataque japonés que poseía Stark antes de Pearl Harbor. Una de las cosas más importantes lograda por el informe del TIA fue establecer más allá de cualquier posibilidad de duda que los mensajes cruciales de “Ejecución Código Vientos” (“Viento del este, lluvia” habían sido recibidos, decodificados y discutidos por los altos oficiales del ejército y la armada en Washington y posiblemente en la Casa Blanca. Este mensaje, interceptado y decodificado el 4 de diciembre de 1941, revelaba que Japón había abandonado sus esfuerzos diplomáticos y estaba a punto de empezar una guerra contra Estados Unidos y Gran Bretaña. Se decía que el general Marshall había ordenado la destrucción de la copia de los mensajes “Vientos” en los ficheros del ejército y historiadores blanqueadores como el almirante Samuel Eliot Morison han tratado de hacernos creer que nunca se recibieron dichos mensajes. El informe TIA no se presentó hasta después de terminar la guerra.

La llamada Investigación Clarke, realizada por el coronel Carter W. Clarke, subdirector del Servicio Militar de Inteligencia en septiembre de 1944 y julio de 1945, se preocupó principalmente del manejo de “Magic”, los mensajes japoneses decodificados, por parte del Departamento de Guerra. Aunque pensado para el blanqueo, la investigación sí estableció el hecho de que el mensaje de los “Vientos” era muy conocido para los oficiales del ejército antes de Pearl Harbor y revelaba los planes navales secretos anglo-estadounidense-holandeses que tanto preocupaban a Roosevelt y sus socios cuando descubrieron podría haber una posibilidad remota de que los japoneses atacaran Tailandia en lugar de Pearl Harbor.

Como el Informe CEPH había criticado a los altos oficiales del ejército, incluyendo al general Marshall y al general Gerow, el secretario Stimson buscó desprestigiar el informe. El 23 de noviembre de 1944, Stimson anunciaba el nombramiento del coronel Henry C. Clausen del Departamento General de Defensores Judiciales y antiguo miembro del CEPH para viajar donde fuera necesario, entrevistar a personas que hubiesen dado testimonios dañinos durante la investigación del CEPH y hacerles que modificaran su testimonio, si era posible. Clausen viajó 55.000 millas y entrevistó a noventa y dos personas. En su informe incluyó declaraciones solo de cincuenta. Como podía esperarse, la “investigación” Clausen disculpaba a Marshall y condenaba a Short, encontrando su principal cabeza de turco en Washington en el general Gerow, aunque, en el momento de Pearl Harbor, no tenía autoridad alguna para enviar instrucciones al general Short. Solo el general Marshall podía haber hecho eso.

El Departamento de la Armada también estaba preocupado por el Informe TIA, así que, el 2 de mayo de 1945, se encargó al almirante H. Kent Hewitt  que hiciera un estudio de todas las investigaciones previas de la armada de Pearl Harbor y realizar todas las investigaciones adicionales necesarias. La Investigación Hewitt no consiguió exonerar al almirante Stark como había hecho la Investigación Clausen con el general Marshall, aunque es relativamente cierto que cualquier incorrección por parte de Stark en diciembre de 1941, se debió a las restricciones que le impuso la Casa Blanca. La culpa por Pearl Harbor, en lo que se refiere a la armada, seguía atribuida principalmente al almirante Kimmel, aunque el almirante Hewitt reconocía concretamente que Stark no envió a Kimmel la alarmante información secreta acerca del futuro ataque japonés que poseía Stark.

La investigación más formidable de la responsabilidad del desastre de Pearl Harbor fue la realizada por el Comité Conjunto del Congreso sobre la Investigación del Ataque a Pearl Harbor, que desarrolló sus trabajos de septiembre de 1945 a mayo de 1946. Se realizó principalmente por las demandas del senador Homer Ferguson y otros críticos en el Congreso de la conducta de la administración en relación con Pearl Harbor y las anteriores investigaciones. Aunque esta investigación del Congreso ocupó mucho tiempo, examinó a muchos testigos y recogió un enorme volumen de evidencias, los miembros de la mayoría demócrata no tenían voluntad ni intención  de atender a los hechos reales sobre la responsabilidad real de Pearl Harbor. Deseaban exonerar en la mayor medida posible en una audiencia pública que estaba bajo los ojos de la prensa y el público, aunque tanto prensa como público estaban predispuestos a aceptar la inocencia de la administración. La minoría republicana ansiaba ceñirse a los datos que dañaban la administración Roosevelt, pero se le impidió obtener todas las evidencias deseadas (incluso todas las que divulgaría el poder ejecutivo) y se vio limitada en su examen de testigos. El comité se vio enterrado bajo una avalancha de supuestas evidencias que no había solicitado y que no tenía tiempo de examinar y muchas de ellas eran irrelevantes. La investigación se quedó corta bajo las protestas de la minoría, aunque los secretarios Hull Stimson no comparecieron para un examen detallado, ni los ordenanzas que atendieron al general Marshall el 6 de diciembre de 1941 subieron al estrado. Solo ellos podían haber revelado la misteriosa ubicación de Marshall en la noche crucial del 6 de diciembre de 1941.

El Informe Mayoritario habría sido una completa exoneración si no hubiera sido por el intento con éxito hecho para atraer a los congresistas republicanos, Gearhart y Keefe, para que los firmaran. Para conseguir este resultado, la mayoría tuvo que conceder la introducción de mucho material dañino relativo a la administración Roosevelt y a los departamentos del Ejército y la Armada. Es instructivo advertir que incluso este esfuerzo mayoritario de exoneración  presenta más alegatos dañinos contra las autoridades de Washington que los libros exoneradores de Walter Millis, Basil Rauch, Samuel Eliot Morison y Herbert Feis, para todos los cuales estaba disponible el informe completo del Congreso. Aunque Gearhart y Keefe cometieron un error táctico al firmar el Informe Mayoritario, Keefe, al menos, no estuvo de acuerdo con mucho de éste. Su larga declaración, en sus “Opiniones adicionales” era en algunos aspectos una acusación más dura a las autoridades de Washington que el Informe Minoritario. Este último estaba bastante restringido, debido al esfuerzo por no decir nada que apoyara abrumadoramente la evidencia que la minoría pudiera obtener. Atribuía la responsabilidad por el desastre de Pearl Harbor directamente en los hombros de las autoridades en Washington, donde correspondía estar.

A pesar del volumen de información dañina producido por el CEPH y el TIa y por el Comité Conjunto del Congreso, considerables evidencias esperan una mayor investigación y es una desgracia que, cuando los republicanos estuvieron en mayoría en el Congreso en 1947-49, no aclararan el asunto.

Mr. Greaves concluye su trabajo con material de la recientemente publicada historia oficial del ejército enPrewar Plans and Preparations, que establece perfectamente el hecho de que Roosevelt nos comprometió con la guerra en el Pacífico incluso aunque no fueran atacadas fuerzas y territorios estadounidenses, una violación de sus sagradas promesas de 1940 a “padres y madres estadounidenses” y la razón de la gran preocupación de las autoridades de la administración en caso de que los japoneses pudieran atacar Tailandia.

El resultado neto de la investigación revisionista aplicad a Pearl Harbor se reduce esencialmente a esto: para promover las ambiciones políticas de Roosevelt y su mendaz política exterior unos tres mil muchachos estadounidenses fueron masacrados innecesariamente en Pearl Harbor. Por supuesto, fueron solo una gota de agua en un cubo en comparación con los que acabaron muriendo en la guerra consecuente, que fue tan innecesaria, en términos de intereses vitales estadounidenses, como el ataque sorpresa a Pearl Harbor.

8 – La quiebra de una política

El octavo capítulo, de Mr. Chamberlin, va al centro de la política exterior de Roosevelt. Ha quedado bien establecido que Roosevelt metió con engaños a este país eme ñ Segunda Guerra Mundial contra la voluntad de al menos el 80% del pueblo estadounidense. Esta guerra costó a Estados Unidos alrededor de un millón de bajas (227.131 murieron en acción, 26.705 a causa de sus heridas. 38.891 por otras causas, 12.870 desparecieron y 672.483 fueron heridos). Su coste monetario directo para Estados Unidos fue de alrededor de 350.000.000.000$, siendo el coste definitivo al menos de medio billón de dólares, sin contar los costes militares posteriores a 1945 que resultaron directamente de la guerra del presidente Roosevelt y que están aumentando de forma fantástica hoy en día. Hubo otros grandes costes culturales y morales  que enumera Mr. Chamberlin en su capítulo.

La sabiduría de Roosevelt y sus socios en provocar y declarar esta guerra solo puede probarse justamente comparando los resultados con los costes. Tendrían que demostrarse enormes ventajas para justificar esos costes astronómicos y tragedias atroces. Mr. Chamberlin prueba con una gran riqueza de evidencias que no se consiguió prácticamente ningún beneficio para la humanidad en su conjunto o para los ciudadanos o el interés nacional de Estados Unidos como consecuencia de nuestra entrada en la guerra. En su mayor parte, la situación es mucho peor de la que habría sido si nos hubiésemos mantenido apartados.

Muchos aduladores de la política exterior del presidente Roosevelt se han visto ahora obligados, por las evidencias acumuladas, a admitir que nos mintió para entrar en guerra. Pero se refugian en la alegación de que estaba más que justificado por los grandes servicios que rindió a Estados Unidos y al mundo. Arthur M. Schlesinger, Jr. ha afirmado que dicha política y acciones eran los rasgos de un buen servidor público y una persona fiel a su cargo. El capítulo de Mr. Chamberlin responde para siempre a esa cínica casuística.

Al principio del capítulo, Mr. Chamberlin relata la forma en que Roosevelt nos engañó para entrar en guerra, desde el acuerdo de destructores por bases de septiembre de 1940 al ultimátum del secretario Hull del 26 de noviembre de 1941. Las garantías públicas de los intentos pacifistas fueron siempre en paralelo con políticas y acciones deliberada y efectivamente pensadas para llevarnos a la guerra. Chamberlin expone la falsa campaña de temor que se basaba en la alegación de que Hitler había planeado conquistar y ocupar Estados Unidos tan pronto como se hubiera librado de Gran Bretaña y Rusia.

Los principales objetivos anunciados de Franklin D. Roosevelt al declarar la guerra fueron

  1. aplicar los principios de la Carta del Atlántico de agosto de 1941;
  2. fomentar las cuatro libertades;
  3. conseguir la rendición incondicional de Alemania y Japón como requisito previo a la paz;
  4. cooperar con la Rusia soviética para promover la libertad, la democracia, la justicia y la paz en todo el mundo;
  5. defender y perpetuar el régimen de Chiang Kai-shek en el Lejano Oriente;
  6. promover en todo el mundo nuestros altos ideales morales expresados en las ficticias promesas de Roosevelt y en las banalidades farisaicas del secretario Hull;
  7. crear una nueva organización (las Naciones Unidas) que pudiera eliminar la guerra y garantizar una paz mundial permanente y
  8. aumentar la seguridad nacional estadounidense y obtener garantías de protección ante fuerzas amenazantes tanto dentro como fuera de nuestro país.

Mr. Chamberlin, implacable pero justamente sigue la línea de estos supuestos objetivos bélicos y demuestra que solo uno se llevó a la práctica. La Carta del Atlántico ha sido tan incumplida como lo fueron los Catorce Puntos de Wilson después de 1918. Rusia lideró el incumplimiento de la carta, pero Estados Unidos y Gran Bretaña no están libres de culpa e inhibirse ante dichos incumplimientos rusos. Ninguna de las cuatro libertades se hizo más efectiva por la guerra y, en la mayoría de los casos, están más lejos de su consecución en 1953 que en 1940. La rendición incondicional prolongó la guerra cerca de dos años, llevó a pérdidas colosales e innecesarias  en vidas, dinero, propiedad, monumentos históricos y tesoros artísticos, interrumpió la vida económica de la Europa central y costó a Estados Unidos más de veinticinco mil millones de dólares en la labor de restaurar las áreas dañadas. También creó en las áreas devastadas un resentimiento permanente que puede ser el germen de una tercera guerra mundial.

Rusia rechazó cualquier preocupación por la democracia y la libertad después de acabada la guerra y solo estuvo interesada en la paz si se garantizaba de acuerdo con sus intereses. Como consecuencia de la colaboración de Roosevelt con Rusia, esta última alcanzó un mayor poder que el que tenían combinados Alemania y Japón en 1940 y los soviéticos estuvieron menos interesados en tener relaciones amigables con Estados Unidos que la que tenían Alemania y Japón antes de Pearl Harbor. El equilibrio de poder se destruyó en Europa y Estados Unidos está hoy gastando incontables miles de millones en un inútil esfuerzo por restaurarlo. En el Lejano Oriente, Rusia ha sustituido a Japón como potencia dominante y Japón esta inerme ante los avances rusos. Chiang Kai-shek ha caído en una desgracia impotente en un precario refugio en Formosa y los comunistas se han apoderado de China. Nuestra inepta política en China ha echado a los comunista chinos en brazos del Kremlin en lugar de dirigir las ambiciones chinas contra Rusia. Hay una amenaza de una nueva guerra mundial en Corea, mucho más amenazadora para la paz mundial que la guerra chino-japonesa del 1937-41.

Las benignas promesas morales de Roosevelt y las pías beatitudes de Hull se las llevó el viento, dejando atrás solo un recuerdo de horrores de matanzas en masa, horrible devastación física, deportaciones masivas, masacres vengativas, linchamiento legalizado de líderes derrotados, un mundo en caos e integridad internacional. Las Naciones Unidas están divididas por la mitad, no han conseguido promover la paz y se están usando más para promover la guerra que para asegurar la paz. La moralidad pública se ha deteriorado por una generación de mentiras públicas y el cinismo acerca de las graves ofensas a la ética política está creciendo con alarmante rapidez. La corrupción de la administración Truman excede con mucho a la de la era Harding.

No se ha garantizado la seguridad nacional estadounidense: por el contrario, es mucho más precaria que en 1941. El poder ruso es mucho mayor que el de Alemania y Japón combinados y Rusia tiene menos deseos de paz con Estados Unidos. Nuestra seguridad económica está amenazada por la deuda, la inflación si paralelo, los impuestos casi confiscatorios y la perspectiva de astronómicos gastos futuros probablemente en un esfuerzo inútil de recuperar la seguridad internacional de la que ya disfrutábamos en el momento de Pearl Harbor. La seguridad individual se ve amenazada por nuestra inestable economía, por los ataques sin precedentes a nuestras libertades civiles y derechos personales y por el fantasma del servicio militar universal y las inacabables amenazas de guerra.

Ése es el balance de la política exterior de Roosevelt, como concluye apropiadamente  Mr. Chamberlin: “una quiebra intelectual, moral, política y económica, completa e irrecuperable”.

En un breve epílogo al capítulo de Mr. Chamberlin, el Dr. Neumann demuestra que la administración Truman siguió la misma política intervencionista del régimen de Roosevelt, utilizando tácticas similares y con resultados igualmente desastrosos.

8 – La política exterior estadounidense a la luz del interés nacional en el medio siglo

En el noveno capítulo, el Dr. Lundberg investiga la relación y efectos de la política exterior global de Roosevelt-Truman respecto del interés nacional de Estados Unidos. Examina el problema a la luz de la ciencia social en lugar del idealismo romántico y etnocéntrico de los entusiastas globales.

Nuestra concepción del interés y la seguridad nacional remontándose a alrededor de 19114 y sobre todo a 1898, se fundaba en el marco de lo que se llamado continentalismo. Éste rechazaba la intervención estadounidense en las controversias del Viejo Mundo y advertía contra las interferencias de éste en nuestros propios asuntos. Se reservaba una completa libertad de acción para defender nuestros intereses y derechos en todas partes del mundo. Adoptaba la neutralidad como nuestra política básica en los asuntos mundiales, pensada para limitar en lo posible que las guerras se recrudecieran. El aislacionismo no era parte de esta visión o política. Quienes sostenían el principio del continentalismo no se oponían a algún grado o volumen razonable de relaciones internacionales pacíficas y aceptaban todas las organizaciones mundiales posibles como un tiempo agradable, un clima saludable o la felicidad humana. En la era en que dominaba el continentalismo, crecimos hasta ser una nación grande y próspera, permanecimos si guerra durante un siglo, estábamos libres de una pesada deuda pública y de unos impuestos federales que no eran más que nominales y disfrutábamos de más libertad personal que cualquier otra nación importante en el mundo.

Frente a esta política tradicional de continentalismo, que hizo seguro y próspero a Estados Unidos, ha aparecido, desde 1914 y especialmente desde 1940, un movimiento basado en el internacionalismo y el intervencionismo que rechaza casi todos nuestros principios y prácticas tradicionales. Nació bajo los siguientes principios:

  1. el mito del indispensable valor de un gran comercio exterior para la prosperidad del país;
  2. un idealismo etnocéntrico injustificado, desbocado e indisciplinado;
  3. el movimiento pacifista generosamente subvencionado, con fácil acceso y gran poder sobre las principales agencias de comunicación y propaganda, ahora el principal grupo no político de presión para una guerra global y
  4. la diplomacia británica, que ha conseguido inteligentemente el apoyo estadounidense durante las últimas etapas de la desintegración imperial británica.

La mejor manera de evaluar las ventajas relativas de estas dos concepciones opuestas del interés nacional es examinar sus contribuciones pasadas y posibles futuras a la seguridad y prosperidad estadounidense. En un tiempo se supuso que podríamos estar seguros dentro de nuestras propias fronteras, pero ahora se nos dice que debemos tener muchas bases militares ampliamente desperdigadas en todo el planeta. Aún así, esto no es probable que promueva nuestra propia seguridad o la paz mundial. Cuanto más extendamos nuestras bases, más nos exponemos a ataques y más aumentamos la hostilidad de otras naciones que no es probable que acepten tal cual nuestras declaraciones de paz y buena voluntad. Nuestro historial pacífico en nuestro propio continente no es demasiado impresionante. Se está en general de acuerdo en que nuestra entrada en la Primera Guerra mundial no aumentó nuestra seguridad y hay una creciente convicción de que pasó lo mismo con nuestra entrada en la Segunda.

El nuevo internacionalismo ha introducido una aproximación legalístico-moral a los problemas del mundo que ignora “los principios de los límites y el equilibrio operativa en la sociedad humana, basados en la localización y distribución de los recursos, así como en el desarrollo tecnológico y la educación de las poblaciones, a lo cual deben ajustarse programas políticos y económicos realistas si se quiere alcanzar sus objetivos”. Es fantástico imaginar que podemos extender todas las ventajas de las culturas avanzadas a todos los pueblos del planeta inmediatamente y sin referirnos a estos principios. La prosperidad y la paz mundial deben desarrollarse en armonía con principios ecológicos y sociológicos en lugar de de acuerdo con la retórica de comentaristas de radio, periodistas, predicadores, dramaturgos, novelistas y escultores. Lo tonto de esta aproximación legalístico-moral-emocional a los problemas del mundo puede verse claramente por absurdos tan recientes y costosos como el estímulo de Gran Bretaña a las políticas alemanas de 1933 a 1939… para luego declarar repentinamente la guerra a Alemania por seguir las mismas políticas. Luego se produjo la destrucción del poder militar alemán y japonés, que pronto se vio seguida por un esfuerzo costoso y probablemente vano de reconstruirlo. Los británicos toleraron y estimularon durante varios años la imposición estadounidense de un Plan Morgenthau modificado en Alemania en 1945… y luego aprobaron reemplazarlo por un Plan Marshall para reparar el daño causado.

La seguridad puede promoverse con organizaciones mayores que el estado nacional, pero esas entidades políticas mayores deben basarse en realidades geográficas, ecológicas, tecnológicas y culturales. Se establecen fronteras políticas fantásticas  descuidada y arbitrariamente, pero una vez establecidas, aunque casual y alegremente, adquieren alguna misteriosa santidad: violarlas “ataca el corazón de mundo”. Toda guerra fronteriza se convierte en una guerra mundial y la paz mundial desaparece de la escena. Por esta absurda política, el internacionalismo y el intervencionismo invitan y aseguran “guerra perpetua para una paz perpetua”, ya que cualquier movimiento que amenace a naciones pequeñas y a estas fronteras místicas se convierte en una “guerra de agresión” que no debe tolerarse, aunque oponerse a ellas pueda romper el espinazo al mundo.

En lo que refiere a la propiedad, el nuevo internacionalismo no resulta mejor que respecto de la paz y la seguridad. El comercio exterior nunca ha constituido más de 10% del comercio total de Estados Unidos y el interior podría aumentarse fácilmente en mucho más del 10% mediante reformas económicas sensatas. El coste de las guerras y los armamentos para Estados Unidos desde 1917 excede la renta que resultaría de una balanza favorable de nuestro comercio exterior durante mil años. La falta de lógica de la actitud de los “monomundiales” respecto del comercio exterior se ve fácilmente apuntando que, si realmente creáramos el estado mundial que reclaman con tanto ardor, no habría comercio exterior en absoluto.

Antes de 1914, nuestra deuda nacional era prácticamente inexistente, ahora se aproxima a los trescientos mil millones de dólares. Los impuestos se están convirtiendo en confiscatorios. El presidente Truman recaudó más impuestos federales de abril de 1945 a enero de 1953 que todos los demás presidentes estadounidenses combinados. La inflación recortando a alarmante velocidad el poder adquisitivo del dólar.

El doloroso registro de la intervención global se está haciendo tan impresionante que está por fin empezando a estimular la apostasía entre los antiguos devotos del círculo Roosevelt-Truman. El mejor ejemplo ofrece el reciente libro de George F. Kennan, American Diplomacy, 1900–1950, en el que autor ataca la lógica y los supuestos beneficios de la aproximación legalístico-moral de los internacionalistas con tanto vigor como Beard, aunque discreta, pero ilógicamente, niega la mayoría de las críticas de los acontecimientos desde 1939. Sin embargo, es fácil para el lector trasladar el argumento hasta el medio siglo.

A pesar del abrumador dominio de los internacionalistas sobre las políticas públicas hoy en día, su derrota no es imposible. El movimiento está apoyado activamente solo por una fracción microscópica del pueblo, aunque todos suframos por sus depredaciones. Los internacionalistas constituyen solo una especie de “partido dentro del partido” en nuestro incipiente régimen de “1984” (no distinto de grupo comunista selecto o élite de la Rusia soviética). La pertenencia total declarada de todas las organizaciones de gobiernos mundiales combinada está por debajo de las cien mil personas. Éste presenta el que probablemente es el ejemplo más extremo de control minoritario en la historia moderna, aunque sus exponentes pretenden estar presentando la batalla por la democracia mundial. Su fortaleza reside en su poder sobre las agencias de comunicación  y el apoyo que les dan poderosos grupos de presión minoritarios, las fundaciones más ricas del mundo y los poderosos del petróleo y otros intereses financieros internacionales. Si la gente pudiera conocer estos hechos, la vuelta al continentalismo y a la sensatez en asuntos mundiales se conseguirían rápidamente, para enorme beneficio del interés y la seguridad nacionales de Estados Unidos.

Conclusión

Hay pocas dudas de que este libro será denostado por las fuerzas de “ocultación” y “rehabilitación” como “un retorno al aislacionismo de preguerra”, “la reaparición del Primer Estados Unidos” y similares. El adjetivo del “aislacionismo” es un de los ejemplos conspicuos de la provisión de “doblehablar” por parte de la avanzadilla de la guardia estadounidense de la semántica de “1984”. Es un término desdeñoso sin significado real.

Pocos de quienes se opusieron a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial eran aislacionistas en ningún sentido y muchos de los líderes, como el veterano profesor Beard, fueron toda la vida defensores de relaciones internacionales racionales y buena voluntad. De hecho, ha habido poco o ningún aislacionismo literal  en nuestra política exterior estadounidense. Incluso Jefferson y los Padres Fundadores fueron fuertes defensores de la participación y comprensión internacional. El único aislacionismo que defendieron nunca ellos o sus sucesores fue el aislamiento de las disputas extranjeras egoístas y esta política es tan sensata y vital hoy como lo era en 1800. De hecho, es aún más esencial para nuestra salvación y seguridad nacional hoy de lo que lo era hace un siglo y medio.

Los autores de este libro reconocen la necesidad y lo ventajoso del más amplio grado posible de contactos y relaciones internacionales en el plano de la paz. Muchos de ellos han estado trabajando activamente hacia ese objetivo cuando algunos de los defensores más conocidos de la intervención global de hoy eran bebés y en sus cunas y en mantillas. Pero un sistema que transforma toda guerra fronteriza en una potencial guerra mundial, busca desbaratar tendencias históricas fundamentales y hace del miedo a la guerra y la histeria armamentista la base de una estrategia política interior y de la “prosperidad” económica difícilmente puede considerarse como un medio eficaz para alcanzar la paz mundial.


Este artículo está extraído del último capítulo de Perpetual War for Perpetual Peace, 1953.

Publicado el 22 de diciembre de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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